Para
salvar los acuerdos, voy a votar NO
Luis
Guillermo Vélez Álvarez
Economista,
Universidad EAFIT
I
El 30 de julio publiqué
en mi blog un artículo titulado “Una reflexión sobre los acuerdos de La Habana
y cinco propuestas para mejorarlos”. En verdad no me hacía ninguna ilusión de
que mis propuestas de mejora fueran acogidas, pero tampoco creía que se
introducirían nuevas cosas que los empeoraran. Acerté en lo primero, me
equivoqué en lo segundo. El acuerdo final es peor de lo que imaginé. La
evaluación que hice en ese artículo,
basada en lo que en ese momento se conocía, se aplica casi en su totalidad a lo
que se firmó y será votado por los colombianos el 2 de octubre. Algunos amigos
y jóvenes que se acercan a mi blog han querido conocer cuál es mi posición
sobre el texto final de los acuerdos. Les respondo con este artículo tratando
de añadir algunas cosas nuevas, pero lo fundamental está dicho en el escrito
mencionado del cual retomo algunos elementos.
Quiero dejar en claro
de entrada la perspectiva desde la cual leo, entiendo, evalúo y votaré los
acuerdos. Rechazo la teoría de las causas objetivas del conflicto, la cual, a
mi modo de ver presidió las negociaciones. Creo, por el contrario, que la insurgencia de las FARC carecía de toda
justificación económica y política y que la sociedad colombiana – su economía y
su régimen político - sin alcanzar la perfección, daba y da garantías de
movilidad económica, social y política mayor que buena parte de países del mundo.
Como muchos otros esperaba que con el
derrumbe del comunismo las FARC se fueran extinguiendo por sí solas. Su
vinculación al narcotráfico, primero, y el apoyo del régimen chavista, después,
impidieron que se cumpliera su melancólico destino, al tiempo que se transformaban en una poderosa organización delincuencial
empeñada en acrecentar su riqueza proveniente de rentas ilícitas. No creo en
aquello de la violencia generalizada multidimensional y mucho menos en la
existencia de una guerra civil. Lo que padecía Colombia era una guerra contra
los civiles de la cual las Farc eran el artífice más destacado y, en
consecuencia, la sociedad y sus gobiernos tenían toda la legitimidad para
combatirlas.
Como muchos colombianos
que comparten esta visión, siempre fui partidario de una solución negociada pero
sobre la base de que la ofendida era la sociedad, la cual, desde una posición
fuerte, se allanaba a hacer concesiones generosas a sus ofensores a cambio de
que desistieran de sus conductas criminales. No fue esa la posición del
gobierno y sus negociadores de La Habana y por ello discrepo de la posición de Humberto
de la Calle - cuyo sacrificio personal y entrega valoro, al igual que el de los
demás negociadores – cuando afirma que el alcanzado es el mejor acuerdo posible,
aunque naturalmente entiendo que no pueda decir otra cosa.
Declaro sin ambages
que, por repugnante que pudiera ser, estuve siempre convencido y lo estoy ahora
de que la negociación debía conducir a la impunidad total o casi total de los
miembros de las FARC y a su participación en política con ventajas transitorias.
A mi juicio, el acuerdo de dejación y entrega de armas es enteramente
satisfactorio, el mejor concebido, el más claro y el mejor escrito de todos los
que salieron de La Habana. El problema es lo que como sociedad vamos a pagar
por ello.
II
La Jurisdicción
Especial para la Paz (JEP) fue diseñada para garantizar impunidad a los
guerrilleros de las FARC sin que el País se viera obligado a denunciar el
Tratado de Roma. Esta es la verdad monda y lironda. Nunca entendí, ni entiendo
todavía, por qué en lugar un procedimiento tan tortuoso, confuso, costoso y
riesgoso como la JEP, no se optó por pedir un dispensa de 15 o 20 años a la
aplicación en Colombia de dicho tratado y garantizarle la impunidad a las FARC
como se hizo con otros grupos guerrilleros.
Mi objeción fundamental
a la JEP es que su competencia extienda a “todos los participantes en el
conflicto, de forma directa o indirecta, combatientes o no combatientes”
quienes “deberán asumir su responsabilidad por las graves violaciones e
infracciones cometidas en el contexto y en razón del conflicto armado”. Esto se
reitera una y otra vez a lo largo del documento. A pesar de los matices que se
introducen – colaboración que no sea resultado de coacciones o participación
determinante o habitual – son muchas las personas que están en riesgo de ser
llamadas a responder ante la JEP. El acuerdo abre la Caja de Pandora al
establecer que además de la información allegada por las autoridades judiciales
que hayan proferido sentencias o resoluciones sobre actos cometidos en el
conflicto; los tribunales de la JEP recibirán “informes de organizaciones de
víctimas y derechos humanos relativos también a los actos delictivos cometidos
durante el conflicto”, informes estos a los que la JEP dará el mismo
tratamiento que a los emanados de las autoridades judiciales.
En el artículo
mencionado propuse, para no caer en el berenjenal en que se convertirá la JEP,
limitar su competencia a los guerrilleros de las FARC y excluir de su
jurisdicción obligatoria a todos los demás ciudadanos. Los militares y civiles
que enfrentan causas en la justicia ordinaria por actuaciones relacionadas con
el conflicto, podrían acogerse voluntariamente a la JEP. Para juzgar sus actuaciones
se tendrían en cuenta únicamente los expedientes y sumarios aportados por las
autoridades judiciales y en ningún caso los informes de terceros. Creo que aún
es posible, sin menoscabo de lo fundamental de los acuerdos, enmendar este
entuerto que a mi modo de ver amenaza su sostenibilidad.
III
El tema de la participación
en política o, más precisamente, de la representación de las FARC en el
Congreso, se trata en dos partes: en el acuerdo 2, sobre participación en
política, y en el 3, de fin al
conflicto. En el primero se crean 16 circunscripciones electorales de cámara para
uso exclusivo de las FARC y en el segundo se le garantizan 5 curules en senado
y 5 en cámara, en las circunscripciones ordinarias. Se les dan otras gabelas como el control de 32
emisoras FM y, hasta 2026, el 10% del presupuesto nacional para la financiación
del funcionamiento de partidos y movimientos políticos.
En las elecciones para
senado de 2014 se registraron 14.310.367 votos. Para obtener cinco curules
habrían sido necesarios más de 700.000 votos. Suponiendo un crecimiento de 25% -
en 2018 votarán para senado cerca de 18.000.000 de colombianos. Con esta
votación la cifra repartidora, es decir, el número de votos requeridos para
elegir un senador, bordeará los 160.000. Las cinco curules que se le entregarán
a las FARC equivalen a reconocerle un potencial electoral ligeramente superior
a 800.000 votos en 2018.
Las 21 curules de
cámara superan la representación de Bogotá, Antioquia o Valle; igualan a las que tienen conjuntamente
Atlántico, Cundinamarca y Santander; superan las de Bolívar, Boyacá y Tolima,
tomadas en conjunto, y también las de Cauca, Cesar, Huila y Risaralda y
ampliamente exceden las del grupo conformado por Meta, Quindío y Sucre. Con esas curules, las
FARC serían hoy la cuarta fuerza política de la Cámara, por encima del Centro
Democrático y de Cambio Radical. Tendría dos curules menos que las de todos los
otros movimientos políticos menores que suman 23, obtenidas con más de 2
millones de votos.
Con las cifras
electorales de 2014, a las FARC se les estaría reconociendo un potencial
electoral de más de 700.000 votos en Senado y alrededor de 2 millones en
Cámara. En su primera incursión, que tuvo lugar en las legislativas de 1986, la
Unión Patriótica, que se proclama como el brazo político de las FARC, obtuvo 2 curules en el senado y 3 en la
cámara. En las de 1990, obtuvo una curul en cámara y en las de octubre de 1991,
realizadas después de que la constituyente revocara el Congreso, la UP obtuvo 1
senador y 3 representantes. A cada quien de juzgar si lo otorgado es mucho o
poco, pero a mi francamente me parece excesiva la significación política que se
les reconoce a las FARC y excesivas las gabelas adicionales que ponen en clara
desventaja a los demás partidos y movimientos políticos.
IV
El acuerdo sobre
“Política de desarrollo agrario integral”, que ha sido recibido con alborozo por los
portaestandartes de “las causas objetivas del conflicto”, no es otra cosa que
la resurrección del agrarismo de los años 50 y 60 con su obsesión por la
pequeña propiedad parcelaria y “la economía campesina, familiar y comunitaria” cuya
supervivencia debe garantizarse con toda clase de subsidios sin que importen
los costos que se imponen al resto de la sociedad.
El fondo de tierras de
distribución gratuita será permanente y dispondrá de 3 millones de hectáreas en
los diez primeros años de funcionamiento. En ese mismo lapso, se deben
formalizar “todos los predios que ocupa o posee la población campesina”, donde
seguramente estarán incluidos los predios ocupados o poseídos por los
militantes de las FARC, sus parientes y allegados. Se da una cifra de 7
millones de hectáreas que deben formalizarse en 10 años. En total se negociaron
diez millones de hectáreas equivalentes al 8,75% de la extensión territorial de
Colombia: 114.2 millones de hectáreas. Sin embargo, como es de suponer, hay que
excluir los 33 millones de hectáreas de resguardos indígenas, con lo cual la
extensión territorial contra la cual hay que comparar se reduce a 81,2 millones
de hectáreas. Así las cosas, los 10 millones de hectáreas equivalen al 12,31%
del territorio colombiano disponible, descontado los resguardos indígenas. Ahora
bien, según el Censo Agropecuario de 2013, el área agropecuaria era de 43,1 millones de hectáreas: 34,4 millones de
pastos y 7,1 millones la superficie
cosechada. Por tanto, los 10 millones de hectáreas equivalen al 23,2% de la
superficie agropecuaria del País o al 140,85% del área cosechada.
Las tierras
distribuidas gratuitamente o adquiridas con subsidios y créditos especiales
serán inalienables e inembargables durante un período de 7 años. Las zonas de
reserva campesina (ZRC), creadas por la ley 160 de 1994 y de las cuales ya
existen seis, adquieren rango constitucional con la incorporación de los
acuerdos al llamado bloque de constitucionalidad.
No hay nada que objetar
a la pretensión de que en el campo coexistan propiedades de la más diversa
extensión; de la misma forma que en el comercio, la industria o los servicios
coexisten empresas de todos los tamaños. La competencia se encarga de
establecer la escala mínima que permite la supervivencia de los negocios en las
distintas actividades. Igual cosa debería ocurrir en el campo. Pero no, el
acuerdo está marcado por la obsesión de mantener a cualquier costo la pequeña
propiedad sin que importe si es o no productiva y pueda garantizar, de forma
competitiva, un ingreso adecuado al campesino. Subsidios directos, créditos
subsidiados, seguros de cosecha subsidiados, compras públicas subsidiadas,
planes gubernamentales de comercialización subsidiados, centros de acopio
subsidiados, etc. esos son los pilares sobre los que descansa la supervivencia
de la idolatrada “economía campesina, familiar y comunitaria”.
Las zonas de reserva
campesina (ZRC) son una especie de falansterios igualitaristas. Ya existen 6
con una extensión de 900.000 hectáreas y 95.000 habitantes y se crearán más con
parte de las tierras de fondo. Allí todo mundo debe tener la misma cantidad de
tierra: la unidad agrícola familiar (UAF), definida como la extensión de tierra
que permite remunerar el trabajo de la familia y obtener un excedente
capitalizable. Normalmente, la UAF no admite más que el trabajo del propietario
y su familia, aunque excepcionalmente puede emplear “mano de obra extraña”. El
propietario de la UAF no puede venderla antes de quince años de su primera
adjudicación y sólo puede transferirla, con autorización del gobierno, a
campesinos sin tierra o minifundistas. Nadie puede ser propietario de dos o más
UAF ni emplear sistemáticamente trabajo asalariado. La UAF no puede ser
dividida materialmente, lo que lleva al restablecimiento de la institución
feudal del mayorazgo. En definitiva, a
los campesinos de las ZRC se les niega la posibilidad de ser más productivos
que sus vecinos, transformarse en empresarios y enriquecerse. Si alguien escoge libremente trabajar y vivir esas condiciones está en
todo su derecho, pero es infame que se le imponga a cualquiera. Las
limitaciones a la enajenación destruyen todo incentivo a la valorización de la propiedad y el
campesino que eventualmente se aburra de tanta igualdad está condenado a salir
arruinado al estar obligado a venderla a muy bajo precio a alguien más pobre
que él. En la práctica esto lleva a que el campesino de la ZRC no tenga salida.
Es ominoso que una figura de esta naturaleza haya sido incluida en una ley y
más ominoso aún que vaya a quedar incorporada en la Constitución una vez que
los acuerdos de La Habana pasen a ser parte del “bloque de constitucionalidad”.
Como libertario, de la
misma forma que no puedo objetar que alguien quiera entrar al seminario o al convento,
no tengo objeción al hecho de que algunas personas encuentren atractivo optar
por formas ineficientes de organizar sus actividades productivas como las
cooperativas, los resguardos, la pequeña propiedad parcelaria, la propiedad
comunitaria o las Zonas de Reserva Campesina. Creo que al igual que los
seminarios y los conventos, esas formas de organización de la producción son
muy buena alternativa de vida para quienes tienen vocación y se acogen
libremente a ellas. No me parece aceptable que quienes optan por la
ineficiencia productiva pretendan tener los patrones de consumo de la economía
moderna y reclamen por ello un subsidio a cargo de los ingresos del resto de la
sociedad. Porque detrás del espejismo de la redistribución de la tierra, que
regocija a las almas justas, la esencia del acuerdo agrario es la restricción
de la libertad económica a un campesinado que permanecerá atrapado en pobreza y
la dependencia.
Creo que algunos de los
aspectos más ominosos del acuerdo agrario pueden superarse con decisiones
relativamente simples. Se debe privilegiar la inversión en bienes públicos, fundamentalmente vías
terciarias y fijar un límite temporal a los subsidios directos e indirectos que
se contemplan. Los campesinos que reciban tierra del fondo de distribución de
tierras deben poder disponer libremente y en cualquier momento de su propiedad
sin restricción alguna. Todos los campesinos, y en especial los de las ZRC,
deben también poder explotar sus talentos naturales, emplear trabajo
asalariado, acrecentar el tamaño de sus parcelas, disponer libremente de su
propiedad y venderla a quien deseen a un precio libremente acordado. Esos
campesinos, como todos los colombianos, deben tener libertad económica pues sin
ésta no hay libertad política ni libertad de ningún tipo. Para garantizar a los
campesinos el derecho a la salida de las ZRC, el gobierno debe comprometerse a
adquirir las UAF que se le ofrezcan por su precio de mercado, es decir, al
precio de propiedades de características similares que no hagan parte de
ninguna ZRC. A las FARC no les debería resultar repugnante una modificación del
acuerdo agrario en los aspectos indicados
pues con ellas simplemente se le otorga al campesinado que dicen defender
la libertad elegir su destino y hacerse responsable de las consecuencias de su
elección.
V
El de “solución al
problema de las drogas ilícitas” es el más retórico y gaseoso de todos los acuerdos.
Las Farc no reconocen ninguna responsabilidad en el narcotráfico, salvo una
alusión general según la cual “…la producción y comercialización de drogas
ilícitas también han atravesado, alimentado y financiado el conflicto interno”.
De ahí que su compromiso sea igualmente general: “poner fin a cualquier
relación, que en función de la rebelión, se hubiese presentado con este
fenómeno”. Se le ha enrostrado a las Farc
el no haber informado en la mesa de negociación de su riqueza
proveniente del narcotráfico, la extorsión y el secuestro y no haber puesto esa
riqueza a disposición del gobierno para la indemnización de las víctimas. No se puede ser más ingenuo. ¿Por qué no
pedirles la declaración de renta y patrimonio, los datos sobre sus cuentas en
el exterior y las coordenadas de las caletas donde guardan el efectivo? En la
mesa de negociaciones correspondía a los representantes del gobierno,
respaldados por la fiscalía y el sistema judicial, poner en evidencia esa
riqueza y forzar a los representantes de las Farc a reconocer la realidad de
los hechos. Por pusilanimidad, falta de información o incompetencia no hicieron
nada y las Farc quedaron como la Pobre Viejecita y los negociadores del
gobierno como Simón el Bobito.
El único compromiso
real es el del gobierno con el Programa Nacional Integral de Sustitución de
Cultivos Ilícitos (PNIS) que “tendrá un carácter civil”, contará con la
“participación activa de las comunidades” y tendrá como principio fundamental
“la sustitución voluntaria”. En caso de que los cultivadores no se allanen a la
erradicación voluntaria “el gobierno procederá a la erradicación de los
cultivos de uso ilícito, priorizando la erradicación manual donde sea posible,
teniendo en cuenta el respeto por los derechos humanos, el medio ambiente y el
buen vivir”. Las Farc insisten que en cualquier caso, así quedó consignado en
el acuerdo, la erradicación debe ser manual. Lo acordado en La Habana deja el
problema del narcotráfico en una situación peor pues en la práctica otorga a
las Farc un casi-monopolio de la producción y comercialización de la hoja de
coca pues la mayor parte de los cultivos están en territorios bajo su control.
Mientras la cocaína tenga el alto precio que le da la ilegalidad, el PNIS es
una broma.
Un cálculo de tienda
para apreciar la significación económica del narcotráfico en Colombia. Una
hectárea de coca rinde unos 5 kilogramos de cocaína. Las 96.000 hectáreas
sembradas en el País, según la Oficina de la Naciones Unidas contra la droga y
el delito, tienen una producción potencial de 480.000 kilogramos, la cual, a un
precio de consumidor final de US$ 30.000/kilogramo, alcanzaría un valor de US$
14.400 millones. Suponiendo que el valor agregado nacional sea el 20%, se
tendría una cifra máxima del orden de US$ 2.880 millones como valor del PIB
cocainero de Colombia, alrededor del 1% del PIB total. Esta cifra debe ser
ajustada a la baja porque no todas las plantas sembradas están en plena
producción y hay que descontarle los decomisos. Colombia no es una narco-economía,
sin embargo, el control de parte de esa renta le da a cualquiera un poder
significativo.
El del narcotráfico es
el típico delito sin víctimas. Es un delito que existe porque la legislación
positiva así lo dispone. La solución al problema del narcotráfico pasa por su
descriminalización total. La descriminalización de la marihuana debe hacerse de
forma inmediata, en un plazo no mayor de un año, como ya lo hicieron países
como Uruguay, Holanda, Portugal y varios estados de los Estados Unidos sin
verse obligados a denunciar la Convención de Viena de 1988. El gobierno debe
tomar el toro por los cuernos y, en el marco de los acuerdos o fuera de ellos,
crear una comisión de expertos para que en seis meses proponga el procedimiento
y el cronograma de descriminalización de la producción, comercialización y
consumo de todas las drogas ilícitas que debe estar concluida en un lapso de
dos años.
VI
Hay otras cosas de los
acuerdos que no me gustan como tener que financiar con mis impuestos las
campañas electorales de las FARC, que hasta 2026 dispondrán del 10% del
presupuesto nacional para el funcionamiento de los partidos y movimientos
políticos; la flagrante violación de la autonomía de las entidades
territoriales al hacer obligatoria la incorporación del PNIS y otras medidas
para implantación de los acuerdos en los planes de desarrollo de departamentos
y municipios, a cuya financiación deberán destinar parte de los recursos del
SGP; la composición y el poder otorgado
a la Comisión Seguimiento y Verificación (CSVR) y, la cereza del postre, la
incorporación de los acuerdos en el llamado bloque de constitucionalidad.
La CSVR, compuesta por
tres representantes de las FARC y tres del gobierno, está encargada de elaborar el Plan Marco a
diez años para la implantación de los acuerdos, plan que será adoptado mediante
documento CONPES; verificar anualmente
su cumplimiento y garantizar la inclusión en los planes nacionales de
desarrollo de dos períodos presidenciales de un capítulo correspondiente al
plan cuatrienal de cumplimiento de los acuerdos. A las reuniones de la CSVR
podrán ser invitados – seguramente lo serán – los representantes de las FARC en
el Congreso. ¡Qué Dios se apiade de los 3 representantes del gobierno que
tendrán que sentarse con 29 representantes de las FARC en esa comisión!
Desde un principio las
FARC propusieron una asamblea constituyente para la aprobación de los acuerdos.
El gobierno, en acto de inigualable firmeza, les negó la constituyente y les
entregó media constitución. Los dirigentes de las FARC creen candorosamente que
con eso del bloque de constitucionalidad quedan blindados los acuerdos. A lo
mejor nadie les ha informado que si algo no se respeta en Colombia es la
constitución. El País tiene el hábito de violar el principio de legalidad: si
una ley no permite algo, pues la cambiamos; si la constitución lo prohíbe, pues
la reformamos. La constitución del 91 se ha reformado 41 veces, incluido el
acto legislativo para la paz, una reforma cada siete meses y medio. ¿Qué impide
hacer una más?
Una vez pasada la euforia
de la paz, es muy probable que los colombianos empiecen a leer los acuerdos con
la mirada distinta: les dejaron la coca; les dieron control político
territorial con las 16 circunscripciones electorales de uso exclusivo; les
dieron rango constitucional a esos falansterios igualitaristas de las ZRC que
pueden ampliar con el fondo de tierras; les van a legalizar las tierras
ocupadas; les otorgaron gabelas
electorales inicuas; les montaron un
sistema judicial para dejarlos limpios de toda culpa y, de contera, perseguir a
sus enemigos; pusieron el CONPES bajo su tutela, en fin, les metieron los acuerdos en los planes de
desarrollo de la nación, los departamentos y los municipios durante los próximo
10 años.
El gobierno, los
negociadores de La Habana y casi todos los defensores del SI, parecen ser
conscientes de que hay algo excesivo en lo concedido a las FARC. Repiten
incansablemente que ese era el mejor acuerdo posible y nos invitan a tragarnos
los sapos y votar SI. El problema es que como cualquier negocio, y estamos
hablando de un negocio, de un quid pro quo, para que un acuerdo sea
efectivamente “estable y duradero” es necesario que las partes sientan que
están ganando.
Las FARC negociaron con
un gobierno que en 27 meses será cosa el pasado. El gobierno está satisfecho
con lo acordado y lo estará después de que todo esté consumado. Otra cosa es la
opinión pública cuyo estado mental cambia con enorme facilidad, de momento en
su mayoría solo quiere votar SI “pa ´que se acabe la vaina y después veremos”,
pero que mañana puede pensar otra cosa. Otros actores empezarán a recelar de lo
acordado: los gringos, cuando vean aumentar el área sembrada de coca; los
movimientos políticos menores, cuando perciban la desventaja en las que los
pone lo concedido a las FARC; los empresarios y terratenientes, cuando
empiecen a ser llamados a responder ante la JEP; los alcaldes y gobernadores
que resulten elegidos en las dos próximas elecciones, cuando encuentren que sus
planes de desarrollo ya están parcialmente definidos. Son muchos los dirigentes
políticos de los partidos promotores del SI que están tragando sapos de forma
consciente esperando el momento propicio
para regurgitarlos.
Lesión enorme es el
nombre de una figura jurídica a la que puede recurrir una de las partes para rescindir
un contrato cuando considera que los términos acordados son abusivos o
injustos. No es improbable que a medida que los actores mencionados y la
opinión pública en general vayan asimilando las consecuencias de las
concesiones otorgadas a las FARC, se vaya conformando un bloque político y
social que busque rescindir ese contrato viciado de lesión enorme. El resultado
de las elecciones de 2018 será definitivo para la “sostenibilidad y
durabilidad” de los acuerdos. Si en las presidenciales y las legislativas se
impone un bloque político de partidos y movimientos inconformes con los
acuerdos – de los que votaron NO y también de muchos de los que votaron SI –
podría conformarse en el Congreso una mayoría que apruebe lo necesario,
incluida una nueva reforma constitucional, para modificarlos total o
parcialmente. En ese evento, el gobierno y especialmente las FARC, ganando el
plebiscito, podrían resultar perdiendo. A lo mejor les convendría estar dispuestas a
negociar tanto en el evento improbable de que gane el NO como en el casi seguro
de que gane el SI. Para darle a las FARC la oportunidad de hacer los ajustes
requeridos para que el acuerdo sea verdaderamente “sostenible y duradero” y no
sea barrido por la reacción que se producirá cuando pase la fiesta de la paz y
venga la resaca de la cuenta, voy a votar NO.
LGVA
Septiembre de
2016.