El manejo de la pandemia por un
estado liberal
(Parte 3)
(Para mi alumna María José Bernal, en
representación de los jóvenes liberales de Colombia, esperando que el Covid 19
no contamine su liberalismo)
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista
I
En esta tercera y última parte vamos a examinar las
formas de intervención del gobierno liberal en la crisis económica provocada
por la pandemia. Esta es mucho más compleja que las dos anteriores. Será
inevitablemente más larga y más cargada de citas y referencias. Sigo el método
de mis lecciones de pensamiento económico de citar extensamente a los autores
estudiados y remitir a los estudiantes a sus obras.
Entiendo por crisis una drástica caída en los niveles
de producción y empleo, que afecta a todas o la mayoría de actividades
económicas, acompañada por situaciones de insolvencia, también generalizadas,
graves afectaciones – desvalorización de activos, incumplimientos en los pagos,
quiebras, etc. – en los mercados financieros y de capitales, crisis cambiarias y
desbordamiento de la deuda pública que lleva su repudio parcial o total. Esos
elementos se combinan en diversos grados en las distintas crisis, pero lo que
siempre está presente es la afectación de la economía real.
No se trata de hacer una revisión exhaustiva de las
medidas específica adoptadas por los gobiernos. El propósito es discutir, desde
la perspectiva del pensamiento económico liberal, las áreas de intervención durante la emergencia sanitaria misma y la
crisis inducida por la parálisis de la producción. Doy
por descontado el hecho de que, como se discutió en la primera parte, cualquier
gobierno – desde el más liberal hasta el más despótico – debe reforzar el
sistema de salud para enfrentar la pandemia, incurriendo en los gastos que sean
necesarios. Considero cinco áreas de intervención: control de precios, restricciones
al comercio internacional, gasto público en obras de infraestructura, ayuda a
las empresas y ayuda a los pobres.
II
La reducción de la producción y el empleo se traduce
necesariamente en una disminución de la oferta de bienes y servicios y la
consiguiente elevación de los precios en respuesta a la situación de escasez.
Por eso, siempre aflora reclamo de un control de precios o, de lo que es peor
aún, de que el gobierno se haga cargo de la distribución de directa de algunos
bienes de subsistencia. En general, los economistas clásicos estaban en contra
de la fijación de precios, máximos o mínimos, en condiciones de libre
competencia, aunque probablemente habrían aceptado, como lo hizo Adam Smith, controlar
el precio del pan, si la oferta cayera en poder de un monopolio:
“Donde existe una corporación con
privilegios exclusivos, acaso esté justificado regular los precios de los
artículos de primera necesidad; pero donde semejante corporación no exista, la
competencia se encargará de regularlo mucho mejor” .
El problema con el control de precios, aún en
situación ordinaria, es la imposibilidad de diferenciar con claridad entre una
situación de monopolio o especulación y una de escasez efectiva, de la cual el
alza de precios es el medio de informar al mercado de la situación para que los
agentes económicos, buscando por supuesto la ganancia, aumenten la oferta. No
hay ninguna razón para atribuirle a ningún burócrata la clarividencia requerida
para hacer en todo momentos y lugar esa distinción y fijar los precios
“adecuados” en todos los mercados.
En general el objeto de todo control de precios es
imponer precios distintos de aquellos que fijaría libremente el mercado. Si fueran iguales o
superiores la intervención no tendría sentido. Siendo pues inferiores el
resultado será contraer aún más la oferta, lo cual lleva a los gobiernos, para
evitar la desaparición total del suministro, a obligar coactivamente a los
empresarios a vender al precio rebajado o, eventualmente, someterse a la
expropiación.
III
La demostración de las consecuencias nefastas del
proteccionismo y de los beneficios del libre cambio es el logro más grande e
indiscutido de la economía clásica. Ricardo, a quien debemos el teorema de las
ventajas comparativas y quien no era muy dado a declaraciones exaltadas, no
dudó en expresar su entusiasmo por los beneficios del libre comercio:
“En un sistema de comercio
absolutamente libre, cada país invertirá naturalmente su capital y su trabajo
en empleos tales que sean los más beneficiosos para ambos. Esta persecución del
provecho individual está admirablemente relacionada con el bienestar universal.
Distribuye el trabajo en la forma más efectiva y económica posible al estimular
la industria, recompensar el ingenio y, por el más eficaz empleo de las
aptitudes peculiares con que lo ha dotado la naturaleza, al incrementar la masa
general de la producción, difunde el beneficio general y une a la sociedad
universal de las naciones con un mismo lazo de interés e intercambio común a
todas ellas”.
A pesar de todos los beneficios de comercio
internacional libre, que pone en evidencia la oferta disponible en la más
humilde tienda, el virus del proteccionismo continúa haciendo presa de la
mentalidad de las personas y aflora con más virulencia en épocas de crisis en
la creencia de que de esa forma se enfrenta la desocupación. En 1923, Keynes
escribió:
“Si algo que el proteccionismo no
puede hacer, es curar la desocupación… Hay algunos argumentos en favor de la
protección, basados en que se puede conseguir ventajas posibles pero
improbables, para los cuales no hay respuesta fácil. Pero pretender curar la
desocupación implica la falacia proteccionista en su forma más cruda y grosera”
En la crisis de 2008-2009 resurgió el virus proteccionista. Había ocurrido igualmente en la crisis de los años 30, pero en 2008-2009 el
mundo resistió a la tentación proteccionista, en a la que había caído en los
años 30, con consecuencias desastrosas para la economía mundial. Hay que recordar, brevemente, esa historia de
gran importancia para el momento que vivimos.
En su clásico estudio “La crisis económica 1929-1939”, Kindleberger muestra que
el comercio mundial, medido por el valor de las importaciones de setenta y
cinco países, pasó de un valor mensual de US$ 2.998 millones, en enero de 1929,
a US$ 2.739 millones en enero de 1930, para una caída de 9%. En los años
siguientes se presentaron caídas de 33%, 35% y 18% de tal suerte que, en enero
de 1933, en lo más profundo de la depresión, el comercio mundial era una
tercera parte del registrado en enero de 1929.
Entre 2008 y 2009 las
importaciones mundiales cayeron un 23%, al pasar de US 15,8 billones a US$ 12,2
billones. En 2010 y 2011 se recuperaron vigorosamente, creciendo 20% en cada
uno de esos años. Posteriormente han continuado aumentando, aunque a tasas
inferiores.
En la gráfica se muestra la evolución del índice
importaciones en los cuatro años siguientes a los de las crisis bursátiles -
1929 y 2008, respectivamente -que se toman como año base. Para el período
1929-1933 se tomaron las cifras de comercio mensual de mercancías
reportadas
por Kindleberger y para el período 2008-2012 se usaron datos de la OMC. El contraste no
puede ser más marcado.
Cuando se discutía el proyecto de arancel
Smoot-Hawley, una centena de economistas norteamericanos, entre los que se
encontraban Irving Fisher y Frank Taussing, escribieron al presidente Hoover una
carta en la que trataban de disuadirlo, en términos tan sencillos
al alcance de cualquier político:
“Nuestro comercio de exportación
sufrirá. Los otros países no pueden comprarnos permanentemente a menos que les
permitamos vendernos, y cuanto más restringimos las importaciones provenientes
de ellos por medio de tarifas elevadas más reducimos la posibilidad de venderles
nuestras exportaciones (…) Hay ya múltiples evidencias de que tal acción
inevitablemente provocará que otros países nos paguen con la misma moneda
mediante la aplicación de gravámenes retaliatorios contra nuestros productos”
Sin duda alguna lo peor que le podría ocurrir al mundo
sería que los países echaran por la borda sus tratados de libre comercio,
renegaran de las reglas de la OMC y se metieran en una guerra comercial que
sería desastrosa para todos.
IV
Mises, con su maravilloso radicalismo liberal, rechaza
la política de combatir el desempleo con gasto en obras públicas:
“Igualmente absurdo es pretender
combatir el desempleo mediante unas obras públicas que, en otro caso, no se habrían emprendido. Los recursos
necesarios habrán de ser detraídos, mediante impuesto o préstamos, de
diferentes aplicaciones. Es cierto que de este modo se puede reducir el paro en
determinado sector, pero solo a base de incrementarlo en otra parte”.
A mi modo de ver está equivocado el Maestro Austríaco, tanto
en el género y como en la especie, por así decirlo. En general, no es contrario
a los criterios que deben regir la actuación de un estado liberal el impulso,
no necesariamente la ejecución, de ciertas obras públicas de interés general pero
que por dificultades prácticas en la asignación y reconocimiento de los derechos
de propiedad no serán emprendidas por ningún agente en particular.
El ejemplo clásico es el de la desecación del pantano
de la que hablara David Hume. Mil personas tienen sus propiedades en las vecindades
de un pantano que con su pestilencia las perjudica a todas. Todo mundo está
interesado en desecarlo, pero nadie por su cuenta emprenderá la tarea por la
imposibilidad práctica de obtener el concurso voluntario de todos a su
financiación. Cada cual razona que, siendo su propia contribución muy pequeña
con relación al costo total, si se abstiene de realizarla, y los demás lo hacen, tendrá el beneficio de la desecación sin haber incurrido en el costo. Como
todos los propietarios pueden hacer similar razonamiento, lo más probable es
que la mayoría de ellos se abstengan de contribuir y el pantano no se deseca.
“…es muy difícil, en realidad
imposible, que mil personas estén de acuerdo en semejante acción (…) cada una
busca un pretexto para librarse de la molestia y los gastos y quisiera
descargar todo el peso sobre las demás”
Adam Smith, como lo sabe todo mundo, pero quizás no
sobra recordarlo, incluyó dentro de las obligaciones del estado la realización
de ciertas obras públicas:
“La tercera y última obligación del
Soberano y del Estado es la de establecer y sostener aquellas instituciones y
obras públicas que, aun siendo ventajosas en grado sumo para toda la sociedad,
son, no obstante, de tal naturaleza que la utilidad nunca podrá compensar su
costo a un individuo o a un corto número de ellos, y, por lo mismo, no debe
esperarse que estos se aventuren a fundarlas ni a mantenerlas. (…) las
principales son aquellas que sirven para facilitar el comercio de la nación y
fomentar la instrucción del pueblo”.
Pero esas obras públicas no debían ser financiadas
necesariamente con cargo a los impuestos generales. Pueden ser auto-sostenibles
y cobradas a sus beneficiarios más directos:
“No parece necesario que los gastos
de estas obras públicas se costeen con cargo a las rentas de la nación, o sea
con cargo a aquellas cuya aplicación y colecta corre a cargo del poder
ejecutivo en casi todos los países. La mayor parte de estas obras pueden ser
administradas de tal forma que rindan una renta lo suficientemente amplia para
enjugar sus propios gastos, sin constituir una carga para la renta general de
la sociedad. Un camino real, un puente, un canal, pongamos por caso, pueden, en
la mayor parte de las circunstancias, construirse y conservarse pagando un
pequeño derecho los vehículos que los utilizan, y los puertos, satisfaciendo un derecho
moderado de tonelaje los barcos que en ellos hacen operaciones de carga y
descarga”
¡Cómo no amar a este Adam Smith, cuya obra, 244 años
después, reboza de buen juicio y modernidad!
Para terminar este punto, no sobra recordar que otro
gran Maestro de la Escuela Austríaca, Eugen Von Bhöm-Bawerk, cuando fue Ministro de Hacienda del
Imperio Austríaco, cargo que desempeñó en tres oportunidades, impulsó la
construcción de ferrocarriles, canales y puertos, eso sí, siempre con el
presupuesto equilibrado y manteniendo la paridad de la moneda.
Evidentemente la perspectiva liberal sobre las obras
públicas y su papel en la generación de empleo en épocas de recesión, se aparta
totalmente del keynesianismo burdo que aplican muchos gobernantes, consistente
en la generación de empleo burocrático y clientelista donde a la gente se le
paga por no hacer nada o, lo que es peor aún, por entorpecer el trabajo de los
demás.
Es verdad que Keynes alguna vez dijo que, si no había
más que hacer, para resolver el problema de la desocupación, deberían
enterrarse botellas con billetes y dejar a la iniciativa privada su búsqueda,
exactamente como se hace con el oro, cuyos atributos monetarios se resisten a
desaparecer. Pero estaba lejos del pensamiento de Keynes resolver el problema
de la desocupación con los trabajos denigrantes y liberticidas a los que
someten a su población los estados totalitarios:
“Los sistemas de los estados
totalitarios de la actualidad parecen resolver el problema de la desocupación a
expensas de la eficacia y la libertad. En verdad el mundo no tolerará por mucho
tiempo más la desocupación que, aparte de breves intervalos de excitación, va
unidad – y en mi opinión inevitablemente – al capitalismo individualistas de
estos tiempos; pero puede ser posible que la enfermedad se cure por medio de un
análisis adecuado del problema, conservando al mismo tiempo la eficiencia y la
libertad”
Keynes era un liberal y un buen economista. En la
Teoría General hay páginas de excelente y profunda teoría. Pero, quizás a causa de su enorme popularidad,
Keynes es víctima, a la vez, de un keynesianismo burdo e ignorante y de un
anti-keynesianismo igualmente burdo e igualmente ignorante.
V
El tema del apoyo a las empresas es extremadamente difícil
dada las características completamente inéditas de la crisis que enfrentamos. Antes
de enfrentar la mayor dificultad que supone este asunto, allanemos un poco la
cuestión examinando el problema de la crisis desde el lado de la oferta. Se
hará con referencia a Ricardo y Schumpeter.
Ricardo aborda el problema de las crisis en el capítulo
XIX de sus Principios, titulado “Sobre los cambios repentinos en los canales de
comercio”. El capítulo empieza con esta frase que contiene su definición de
crisis:
“Una gran nación industrial está
particularmente expuesta a reveses y contingencias temporales originados por el
traslado de capital de una actividad a otra”.
El traslado de capital de una actividad a otra puede
producirse por un cambio en la demanda – en los gusto y caprichos de los
consumidores – o por una guerra que eleva los costos de transporte o por
impuestos que destruyen la ventaja de que disfrutaba una industria en
particular. Cualquier situación de esta naturaleza, añade Ricardo:
“Altera en grado sumo la naturaleza del empleo
a que se dedicaba el capital de los diversos países y, durante el intervalo en
el cual se acomoda a las situaciones que las nuevas circunstancias hacen más
beneficiosas, mucho capital fijo queda sin utilizar, y a veces se pierde
completamente, y no existe ocupación plena de trabajadores. La duración del
daño será más larga o más corta, de acuerdo con la aversión más o menos grande
que casi todos los hombres sienten a abandonar un empleo de su capital al que
se han acostumbrado por largo tiempo: a menudo también la prolongan demasiado
las restricciones y prohibiciones a que dan lugar los celos absurdos que
prevalecen entre los estados de la comunidad comercial”
No hay ninguna razón para ayudar a un empresario – un comerciante,
diría Ricardo – que ha invertido en una actividad por su cuenta y riesgo.
Además, ayudarlo solo agravará el problema al dilatar el traslado del capital
de las actividades declinantes a las que están prosperando.
En Schumpeter también la crisis – con sus quiebras,
desempleo, etc. – es la expresión de cambios en la distribución del capital
social en diferentes ramas de actividad. En su caso, dicho cambio está motivado
por el surgimiento de actividades nuevas que reclaman los recursos de capital y
el trabajo ocupados en las actividades que ha dejado de ser rentables. Desparecen
productos y se producen otros nuevos, se desarrollan nuevos mercados mientras
otros declinan, nuevos métodos de producción desplazan a los existentes, en
fin, unas empresas mueren y otras surgen en ese proceso de destrucción creativa. Por
tanto, para Schumpeter, es obvio que:
“Una crisis sería en tal caso
simplemente el proceso por el cual la vida económica se adapta a las nuevas
condiciones”
Evidentemente Schumpeter tampoco abogaría porque se
les ayudara con crédito, capital o donaciones a las empresas que están siendo
desplazadas del mercado por otras más innovadoras y eficientes.
En síntesis, un gobierno liberal no debe dar ningún
tipo de soporte de crédito o capital a las empresas en medio de una crisis de
oferta pues no solo eso supondría un tratamiento discriminatorio, pues se les
da apoyo a las empresas malas y no a las buenas, sino que sería contrario al
interés general pues dilataría y haría más traumáticos los procesos de ajuste
de la economía a las nuevas situaciones.
El caso de las empresas afectadas por las medidas adoptadas
por los gobiernos para contener la pandemia no se parece en nada al de las
empresas de las crisis de oferta de Ricardo y Schumpeter. Las empresas están
cerradas no porque hayan perdido su demanda o porque estén siendo desplazadas
por un competidor innovador. Las empresas no están cerradas por decisión de sus
propietarios sino por decisión del gobierno que al actuar así ha despojado al
propietario de su derecho de decidir lo que hace con sus cosas. Al despojarlo
de su derecho de decidir lo que hace con sus activos durante un tiempo dado, el
gobierno ha despojados a los empresarios de su propiedad sobre el flujo de
ingresos derivados de esos activos durante ese tiempo. Esa es la verdad monda y
lironda, sin que importe el hecho de que la expropiación se haya realizado por
una buena causa.
La cuarentena es, probablemente, el acto de expropiación
masiva y a más gran escala jamás practicado en la historia de la humanidad.
Este es el punto de partida para abordar la cuestión de lo que debe hacerse con
las empresas desde la perspectiva de un estado liberal. Las empresas no deben
ser capitalizadas ni beneficiadas con crédito subsidiado a las más bajas tasas:
las empresas deben ser indemnizadas.
La forma práctica de resolver el problema de la indemnización
es otra cosa, pero, hay que insistir en ello, este es el principio que debe presidir
la actuación de un gobierno liberal en este asunto y en esta coyuntura. No
tengo esperanzas de que muchos gobiernos vayan a actuar de esta forma. Tampoco
creo que los empresarios, anestesiados como están por el estatismo, se atrevan
a reclamar en tribunales esa indemnización. Todo ello es reflejo de la precaria
situación de las ideas liberales y del respeto al derecho de propiedad en el
mundo.
VI
El liberalismo arrastra el sambenito de que su
afirmación de la libertad y la responsabilidad individual, como pilares
fundamentales de la sociedad, y de la primacía de mercado sobre el estado, en
la asignación de los recursos y la distribución de los bienes y servicios,
supone desentenderse de la suerte de los pobres y los menos afortunados. Nada
más contrario a la verdad.
En el centro del pensamiento liberal está, como lo
señala Bertrand de Jouvenel, “la idea de que los que sufren necesidades
apremiantes deben ser atendidos es inherente al concepto mismo de sociedad”. No debe haber ninguna
duda al respecto. La discusión tiene que ver con sobre la forma en de atender
esas necesidades.
Lo que debe ser claro es que esa atención solidaria de
los necesitados no puede confundirse con el ideal, rechazado ese sí por
cualquier liberal, de igualación de rentas y patrimonios por la acción del
estado, mediante la implantación del socialismo o por obra del asistencialismo
ilimitado del estatismo parasitario de nuestra época.
Los liberales deben siempre distinguir, en el concepto
y en la acción, entre solidaridad y redistribución y adoptar como suyo, sin
ambages, el primer ideal para oponerlo vigorosamente al segundo. Un pequeño
texto de Bertrand de Jouvenel ilumina esa distinción:
“Cuando, por la acción de los
servicios sociales, un hombre realmente necesitado recibe medios para
subsistir, ya sea un salario mínimo en días de desempleo o atención médica
básica que no podría haber pagado, eso es una manifestación primaria de solidaridad, y no forma parte de la
redistribución. Lo que si constituye redistribución es todo lo que evita al
hombre un gasto que podría hacer y presumiblemente haría de su propio bolsillo,
y que, al liberar una parte de su ingreso, equivale por lo tanto a una
elevación de ese ingreso”
Pero la acción solidaria misma, incluso si se
distingue cuidadosamente de la redistributiva, no puede llevar a socavar el
valor supremo de la sociedad liberal: la responsabilidad de cada uno de su
propio destino.
La obligación de velar por el interés personal –
plantea Alexis de Tocqueville – disciplina a las
personas en los hábitos de la regularidad, la moderación, la previsión y la
confianza en sí mismas. Esto no ocurre, en general, por voluntad propia
consciente sino por la fuerza de la costumbre. Cuando las personas
están obligadas a tomar sus propias decisiones y a mantenerse con su propio
trabajo, son más esforzadas, constantes, ahorrativas, sobrias, orgullosas de
sus propios logros y amantes de la libertad.
Habituar a la gente a depender de las ayudas o los
empleos poco demandantes del gobierno tiene un efecto deletéreo sobre esos
hábitos, socava la dignidad personal y diluye el sentido de libertad, todo lo
cual predispone a la aceptación de la sumisión y la servidumbre. No tiene por
ello nada de sorprendente que los ideólogos totalitarios sean al mismo tiempo
los ideólogos del asistencialismo, que busca hacer a las personas dependientes
del gobierno porque esa dependencia moldea también las actitudes políticas.
La crítica de los economistas clásicos – Malthus y
Ricardo- a las Leyes de pobres inglesas
se apoyaba principalmente en consideraciones de esa índole. Es por ello que
Malthus dejó dicho que las leyes
de pobres nunca tendrán recursos suficientes para atender a los pobres que esas
mismas leyes crean. Pero al mismo tiempo los economistas liberales clásicos
daban por descontado que había que asistir a los desvalidos y a las personas
afectadas por graves calamidades. Nassau William Senior - contemporáneo y
discípulo de Ricardo, y amigo y corresponsal de Alexis de Tocqueville - dejó
este extraordinario texto que parece escrito a propósito de la pandemia que nos
agobia:
“Ningún fondo público para la
asistencia a estas calamidades tiene tendencia alguna a disminuir la
laboriosidad o la previsión. Son males demasiado grandes para permitir a los
individuos una previsión suficiente contra ellos, y demasiado raros, en
realidad, para que los individuos se hallen previstos contra ellos
absolutamente. Por otro lado, su permanencia es probable que canse la paciencia
privada. (…). Yo deseo, por consiguiente, ver atendidos estos males con una
amplia asistencia obligatoria”
También los capaces de ser independientes y valerse
por sí mismos, podían, eventualmente, requerir alguna asistencia. Esa asistencia,
pensaba Senior, debía ser limitada en el tiempo y en la cuantía y no podía
convertirse en un derecho incondicional. El asistido no debería recibir una
ayuda que excediera lo que los trabajadores independientes ganan con su propio
trabajo. Esto se conoce como el principio de la menor preferencia.
Modernamente, en el siglo XX, liberales como Friedman
y Hayek hicieron planteamientos sobre la asistencia a los necesitados similares
a los de Senior, el impuesto negativo del primero y la renta mínima del
segundo.
Friedman propuso su política de impuesto negativo como
alternativa al costoso sistema de bienestar, para ayudar a la gente necesitada
sin recurrir a programas asistenciales manejados por un gigantesco aparato
burocrático en el que inevitablemente prosperan el fraude y la corrupción.
La idea del impuesto negativo es extremadamente simple
y parte de una característica de todos – o casi todos - los sistemas de
impuesto: la existencia de descuentos tributarios. En efecto, bajo cualquier sistema tributario hay
un cierto nivel de renta sobre el cual no se paga impuesto porque después de
aplicar las deducciones se llega a una renta gravable cuya tarifa es cero. Ese
nivel de renta, que marca la frontera entre los que pagan impuesto y los que no
pagan, es lo que Friedman denomina “asignación básica personal”.
Si la renta gravable de tarifa cero es 70 y el monto
máximo de los descuentos aplicables es 30, la renta que marca la frontera, la
asignación básica personal, es 100. Alguien que gane 80, bajo el sistema de
impuestos positivos, simplemente no paga nada, pero en cierto sentido habrá
perdido la deducción de 20 a la que tendría derecho de estar en cien. Con el
impuesto negativo se le entregarían también a este individuo esos 20 que se le
están entregando a su conciudadano que gana 100.
La idea de una renta mínima garantizada, que es
totalmente distinta a la idea de una renta básica universal que proponen los
socialistas, se encuentra en diversas partes de la vasta obra de Hayek. En Los
fundamentos de la libertad hay una formulación que citaré extensamente
porque en ella queda clara la distinción entre esos dos conceptos:
“A continuación viene el importante
aspecto de la seguridad, de la protección de contra riesgos comunes a todos
nosotros. La actitud del gobierno puede consistir tanto en reducir tales
riesgos como en ayudar al pueblo para que se defienda de los mismos. De cualquier
manera, se impone la distinción entre dos conceptos de seguridad: la seguridad
limitada, que puede lograrse para todos y que, por tanto, no constituye
privilegio, y la seguridad absoluta. Esta última, dentro de una sociedad libre,
no puede existir para todos. La primera es la seguridad contra las privaciones
físicas severas, la seguridad de un mínimo determinado de sustento para todos.
La segunda es la seguridad de un determinado nivel de vida, fijado mediante
comparación de los niveles de que disfruta una persona con los que disfrutan
otras. La distinción, por tanto, se establece entre la seguridad de un mínimo
de renta igual para todos y la seguridad de la renta particular que se estima
que merece una persona. La seguridad absoluta está íntimamente relacionada con
la principal ambición que inspira al estado-providencia: el deseo de usar los
poderes del gobierno para asegurar una más igual o más justa distribución de la
riqueza. Siempre que los poderes coactivos se utilicen para asegurar que
determinados individuos obtengan determinados bienes, se requiere cierta clase
de discriminación entre los diferentes individuos y su desigual tratamiento, lo
que resulta inconciliable con la sociedad libre. De esta manera, toda clase de
estado-providencia que aspira a la ´justicia social´ se convierte primariamente
en un redistribuidor de renta. Tal estado no tiene más remedio que retroceder
hacia el socialismo, adoptando sus métodos coactivos, esencialmente arbitrarios”.
Se trata de una especie de aseguramiento colectivo con
el objeto de garantizar a todo aquel que caiga en desgracia un ingreso mínimo
que le permita cubrir sus necesidades básicas y librarlo de privaciones severas.
No es una renta mínima para todos ni, mucho menos, un ingreso igual para todos.
En su obra El
espejismo de la justicia social, el segundo volumen de su gran trilogía Derecho, legislación y libertad, Hayek
retoma la idea haciendo más explícita la noción de aseguramiento y reiterando que
el beneficio está limitado a aquellos que por cualquier razón no son capaces de
ganar en el mercado un ingreso adecuado.
“No hay motivo para que en una
sociedad libre no deba el estado asegurar a todos la protección contra la
miseria bajo la forma de un renta mínima garantizada, o de un nivel por debajo
del cual nadie caiga. Es interés de todos participar en este aseguramiento
contra la extrema desventura, o puede ser un deber moral de todos asistir,
dentro de una comunidad organizada, a quien no pueda proveer por sí mismo. Si
esta renta mínima uniforme se proporciona al margen del mercado a todos los
que, por la razón que sea, no son capaces de ganar en el mercado una renta
adecuada, ello no implica una restricción a la libertad, o un conflicto con la
soberanía del derecho. Los problemas que aquí interesan surgen cuando la
remuneración por los servicios prestados la determina la autoridad, quedando
inoperante el mecanismo impersonal del mercado que orienta los esfuerzos individuales”
La pandemia del Covid 19 cae sobre el mundo en un
momento en el cual las ideas liberales de ayuda al necesitado y en general del
manejo austero de las finanzas públicas están en retroceso. La mayoría de los
países están extraordinariamente endeudados, mucho más que antes de la crisis
financiera de 2008, y en casi todos ellos el asistencialismo y el
intervencionismo domina la política pública y tiene gran acogida entre la
población.
No deben olvidar los liberales que las grandes crisis
económicas, asociadas a las dos guerras mundiales, les dieron la oportunidad a
los comunistas de tomarse el poder, como ocurrió en Rusia después de la
Primera, y en China y Europa Oriental, después de la Segunda. En los países
capitalistas de Europa Occidental y aún en los Estados Unidos, una de las
mayores consecuencias de la Segunda Guerra Mundial fue el reforzamiento de la
intervención del estado en la vida económica y el nacimiento del estado
benefactor.
Aunque no es descartable que en algunos países atrasados
la crisis actual consolide el ideal y la práctica de estatizar los medios de
producción, lo que muy seguramente ocurrirá es el reforzamiento del poder del
estado, consentido y demandado por la mayoría de la población y apoyado por la
élite económica, política e intelectual. La bancarrota del socialismo real y su
desprestigio intelectual, ha llevado a que comunistas y socialistas sustituyan
su ideal de socialización de los medios de producción por el de la
socialización de los resultados de la producción, lo que en definitiva hace
el estado benefactor.
El reto intelectual y político de los liberales es
enorme. Ante una demanda incontenible de intervención del estado, deben
propender porque esta se realice con la menor afectación posible de las
libertades individuales y económicas. Deben buscar que esas intervenciones sean
focalizadas y temporales para evitar que afloren el fraude, el oportunismo y la
corrupción, como ocurre siempre cuando es la mano del gobierno la que asigna
bienes y servicios. Deben también entender que muchas de esas intervenciones
contrarias al ideal liberal, en las circunstancias actuales son inevitables y
necesarias.
Refiriéndose a los programas adoptados por la
administración Roosevelt de empleo público y ayuda a los necesitados, en medio
de la crisis de los años 30, en su libro Libertad
de elegir, Milton y Rose Friedman escribieron lo siguiente:
“En aquel momento estos programas
cumplían una función útil, pues había mucha miseria y era importante hacer algo
en seguida, tanto para ayudar a la gente en apuros como para devolverle la
esperanza y la confianza a los ciudadanos. Estos planes fueron preparados
apresuradamente y no hay duda de que tenía defectos y eran ruinosos; sin
embargo, bajo esas circunstancias resultaban comprensibles e inevitables. La
administración Roosevelt consiguió en gran media aliviar la miseria más
perentoria y devolver la confianza a los ciudadanos”[26]
VII
De lo expuesto creo que pueden extraerse algunas
conclusiones sobre lo que debe ser el punto de vista liberal para el manejo de
la crisis:
Hay que rechazar sin vacilación los controles de
precios y las restricciones al comercio internacional pues no solo son ineficientes,
sino que hacen parte de la estrategia socialista de empobrecer a la población
para mejor someterla.
El gasto público en obras de interés colectivo hay que
apoyarlo y defenderlo, enfrentándolo al gasto burocrático y clientelista que no
hay que dejar de atacar bajo ninguna circunstancia.
En lugar de andar pidiendo ayudas y alivios, los
empresarios deben reclamar claro y duro la indemnización a la que tienen derecho
por la expropiación de que ha sido objeto. Hay que hacer que el gobierno acepte
este principio dejando para después la discusión de la forma y oportunidad de
la indemnización.
Hay que oponer fuertemente el ideal de solidaridad social
al ideal de igualación de ingresos. Hay que rescatar los conceptos de ingreso
mínimo al necesitado y de impuesto negativo de Hayek y Friedman,
respectivamente.
El liberalismo tiene un gran bagaje para enfrentar al socialismo
y atraer a la gente a sus ideales. La seducción del socialismo en su forma
moderna de expropiación no de los medios sino de los resultados de la
producción, mediante la acción de un estado parasitario, clientelista y
corrupto es extremadamente grande y seguramente se avivará en esta crisis. Hay
que enfrentarla sin ambages ni concesiones emocionales o intelectuales.
LGVA
Abril de 2020.
Bibliografía
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