Universidad pública: lo que se ve y
lo que no se ve.
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista, Universidad EAFIT
Las universidades son asociaciones de profesionales de
la enseñanza superior, la investigación científica, la consultoría y los
servicios profesionales – también de la retórica, la oratoria y la sofistica- que se reúnen para ofrecer de forma conjunta
sus servicios porque, eventualmente, esto les resulta más provechoso –
complementariedad, economías de escala, poder de mercado, etc. – que hacerlo de
forma individual. Su origen se remonta a esos extraordinarios empresarios de la
educación superior que fueron Platón y Aristóteles quienes, con sus maravillosas
creaciones de la Academia y el Liceo, respectivamente, superaron las
deficiencias del modelo educativo atomista, peripatético e itinerante del
maestro del primero, Sócrates, hombre sabio, pero poco práctico en asuntos de
dinero.
Las universidades públicas tienen, sobre sus
competidoras privadas, la ventaja extraordinaria de que la mayor parte de su
ingreso operativo es pagado con impuestos, en una cuantía que es independiente
de su nivel de actividad. Esto les permite a las 32 instituciones privilegiadas
de la ley 30 de 1992 ofrecer sus servicios – la educación de pregrado en
particular – a unos precios muy por debajo de los costos, lo cual les garantiza
una demanda ilimitada, proveniente de las familias de más bajos ingresos que no
pueden pagar las matrículas de las universidades privadas, las cuales deben
fijarlas a un nivel que les permita la cobertura plena de sus costos.
El programa “Ser pilo paga” puso en evidencia que la
supervivencia de las universidades públicas depende de la existencia del
mercado cautivo de los chicos de familias de bajos ingresos, garantizado por el
sistema de subsidio a la oferta de la ley 30 de 1992. Cuando se les dio la
libertad de elegir, la inmensa mayoría de los jóvenes beneficiarios, sin
pensarlo dos veces, optaron por las universidades privadas. Ese experimento
social sugiere que, de tener la oportunidad, los miles de chicos que marchan en
“defensa de la universidad pública” se precipitarían en masa hacia las privadas.
Por encima de la retórica, la dura realidad es que las
universidades públicas no resistirían la prueba del mercado si se vieran
despojadas de la porción de los impuestos que reclaman como propia.
Ante esta realidad, los directivos y profesores de las
universidades públicas, en lugar de azuzar a los chicos con la retórica de la educación
superior universal y gratuita, deberían interrogarse por las razones que hicieron
que los “pilos” optaran por las universidades privadas. Probablemente
descubrirían que eso tiene que ver con el hecho de que en la públicas hacer una
carrera toma hasta un 40% más de tiempo que en las privadas y que ese es un
costo de oportunidad que los jóvenes evitarían si pudieran. También descubrirían
que en razón de esa mayor permanencia el costo directo de educar un chico en la
pública es mayor que en la privada y que ese sobre costo se manifiesta en los
varios meses del año que a causa de los paros los “profes” de las públicas pasan
sin dictar ni una clase. Pero eso no importa pues ese tiempo puede dedicarse a
la “productividad académica”. Y aquí es donde empieza lo sabroso.
Hasta los años 90 las universidades públicas
colombianas eran, básicamente, universidades de docencia. Unos pocos profesores
hacían investigación y publicaban en alguna de las escasas revistas existentes.
Los docentes de esa época se quejaban incesantemente de la falta de
“condiciones objetivas para investigar”. Entonces, apareció el decreto 1279 de
2002 y se desencadenó una “revolución silenciosa” en todas las universidades,
las cuales se fueron llenado de prolíficos profesores que escribían y
publicaban artículos en revistas que surgían como hongos en todas las escuelas
y facultades.
En su afán de estimular la investigación, el decreto
1279 estableció un generoso sistema de recompensas que privilegia al profesor-investigador
(research-professor) en detrimento del docente (teaching-professor). El más
modesto artículo en la más humilde revista incrementa de forma permanente el ingreso
del primero mientras que el segundo puede dictar la mejor cátedra del mundo sin
que eso le haga ganar ni un solo punto en la escala salarial. Los profesores de
tiempo completo se volcaron pues hacia la investigación y la escritura y, hasta
donde pudieron, abandonaron la docencia que progresivamente se vio transformada
en una actividad secundaria, carente de glamour académico y, al parecer, indigna
de ser desempeñada por un “research-professor”. Como había que suplir la
docencia de pregrado que no podían impartir los profesores de tiempo completo,
los cuales en número creciente se beneficiaban de la “descarga académica” para
aumentar su “productividad académica”, las universidades públicas se fueron
llenado de profesores de cátedra.
Hasta hace unas dos o tres décadas, los cursos de
pregrado de las universidades públicas eran dictados por profesores de tiempo
completo. Los profesores de cátedra eran excepcionales y usualmente se trataba
de personas dedicadas fundamentalmente al ejercicio exitoso de su profesión, razón
por la cual impartían sus cursos en horarios extremos y sin importarles la remuneración: de verdad lo hacían por amor a la cátedra. Hoy la situación es
completamente distinta y ha aparecido una nueva categoría de profesional, la
del docente de cátedra especializado en eso, en ser docente de cátedra en los
programas de pregrado, fundamentalmente. Se cuentan por cientos, incluso por
miles. Estos profesores responden por una gran parte de la carga docente de las
universidades públicas. En la Universidad de Antioquia, en la sede de Medellín,
el 63% de los planes de estudio de pregrado son ejecutados por estos docentes.
En las regionales, ese porcentaje es cercano al 100%.
Las universidades desarrollan actividades de
investigación, docencia y extensión. Según el énfasis puesto en las dos
primeras, se tienen universidades de investigación, universidades de docencia e
investigación y universidades de docencia. Con todo lo que ello implica, las
grandes universidades públicas están dejando o dejaron de ser universidades de
docencia y se están transformando o se transformaron ya en universidades de investigación.
Ahora bien, su esquema de financiamiento, ley 30 de 1992, corresponde a un
sistema de universidades de docencia; su esquema de remuneración, decreto 1279
de 2002, a uno de universidades de investigación. Esta es la raíz del conflicto
recurrente sobre la financiación de las universidades públicas y, aún más
importante, sobre lo que es o debe ser su verdadera misión. Este es un debate
que debe encarar el País.
Los jóvenes que marcharon el pasado 10 de octubre lo
hicieron con la creencia de estar defendiendo su “derecho a la educación”. Los
profesores y directivos que los incitaron están defendiendo las ventajas que
les otorga el decreto 1279 para investigar, escribir y publicar, libres de la “carga
docente” y sin preocuparse de que el mercado valide la relevancia de sus investigaciones
y sus escritos. Hoy, para decirlo crudamente, en las grandes universidades
públicas del País coexisten dos universidades, la glamurousa, dedicada a la
investigación y a los estudios de posgrado, integrada por profesores de tiempo
completo, con doctorado o maestría, estabilidad laboral garantizada y
relativamente bien remunerados. La otra, más pedestre, es la universidad de los
pregrados, a la que asisten los miles de jóvenes marchantes, atendida por docentes
de cátedra menos capacitados, sin estabilidad laboral y tan mal o peor remunerados
como los de las universidades de garaje, a las cuales, por supuesto, también
prestan sus servicios para completar su congruo ingreso. Más pronto que tarde,
el problema de estos docentes informales le reventará en la cara a las autoridades
educativas del País, pero esa es otra historia.
LGVA
Octubre de 2018.