Colombia: ¿un capitalismo sin futuro?
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista
Hace ya casi 80 años, el economista austríaco Joseph
Alois Schumpeter formuló la predicción según la cual, contrariamente a lo que
pronosticaron Marx y sus discípulos,
el capitalismo no desaparecería como resultado de sus “contradicciones internas”
sino como consecuencia de su propio éxito económico. Esta profecía
sombría y paradójica está contenida en su obra Capitalismo, socialismo y
democracia, publicada en 1942.
Escribe Schumpeter:
“...la tesis que me esforzaré en
establecer es la siguiente: los logros económicos alcanzados por el capitalismo
y los que puede aún alcanzar son tales que permiten descartar la hipótesis de
una ruptura del sistema bajo el peso de su fracaso económico; sin embargo, el
éxito mismo del capitalismo socaba las instituciones sociales que lo protegen y
crea inevitablemente las condiciones bajo las cuales no le será posible
sobrevivir y designan netamente al socialismo como su heredero presuntivo”
Ese tránsito del capitalismo al socialismo no sería el
resultado de una debacle económica que diera paso a una revolución violenta,
sino del cambio paulatino en la mentalidad de la gente que la llevaría a una
demanda creciente de beneficios, de ayudas sociales, de garantías, en fin, de
una intervención cada vez más grande del gobierno en el manejo de sus vidas.
Circula en las redes sociales una frase que, si no es
suya, bien podría haberla dicho ese gran defensor de la libertad y espléndido
autor de aforismos que fue Ronald Reagan:
“El pueblo estadounidense nunca
adoptará a sabiendas el socialismo, pero bajo el nombre de liberalismo,
adoptará cada fragmento del programa socialista, hasta que un día Estados
Unidos será un país socialista sin llegar a saber cómo sucedió”
En Estados Unidos “liberalismo” significa
socialdemocracia que es la orientación del Partido Demócrata cada día más
atenazado por la izquierda radical.
Lo que dijo Reagan es exactamente lo que vienen
ocurriendo en Colombia desde hace muchos años por la acción de todos los partidos
y la prédica de economistas, intelectuales y periodistas obsesionados por
alcanzar el espejismo de la “justicia social” y el fetiche de la igualdad de
ingresos mediante la intervención de un gobierno que todo lo sabe, que todo lo
reglamenta, que todo lo distribuye.
A lo anterior se suma el debilitamiento y pérdida de
prestigio de la función empresarial. No por el agotamiento de las oportunidades
de inversión, sino un desánimo generalizado de aprovecharlas por el deterioro de
la confianza que suscita una fiscalidad predadora e incierta, cuando no el
temor de la expropiación pura y simple por un gobierno autoritario cuya
probabilidad es cada vez más grande.
La posición social de empresarios y capitalistas está
profundamente debilitada. Se les ve sumisos ante el gobierno y temerosos de una
opinión pública conquistada por los demagogos, presentes en todos los partidos
políticos, que han conseguido desprestigiar a las grandes empresas y
corporaciones, al tiempo que glorifican las supuestas virtudes de la libre de
competencia de los manuales introductorios de economía.
En esto los demagogos están acompañados por
contingentes de economistas que viven de los cargos públicos y los contratos
con el gobierno y validan con sus “conceptos técnicos” la fiscalidad
asfixiante, el asistencialismo sin freno y el control de todos los ámbitos de
la vida económica para garantizar la “justica social” y la nivelación de los
ingresos.
El marco institucional del capitalismo, es decir, la propiedad
privada y la libre contratación, está profundamente deslegitimado
por la prédica de los demagogos y los periodistas que les sirven, haciendo eco
de sus ataques a los empresarios y las libertades económicas desde los mismos
medios que con sus recursos o con la pauta financian los capitalistas.
Los dirigentes de gremios de la producción lucen
incapaces de defender los elementos básicos de un capitalismo funcional –
propiedad privada, libre contratación, libre comercio y estado limitado – y se
dedican a medrar, en actitud mendicante, por los ministerios y los pasillos del
congreso buscando que las exacciones fiscales y las reglamentaciones afecten en la menor medida posible el interés estrecho de sus asociados.
Es desconcertante la miopía de empresarios y capitalistas
colombianos sometidos desde hace años a un feroz ataque. Cualquiera diría que
fue pensando en ellos que Schumpeter escribió estas palabras:
“Hablan y suplican, o alquilan
gente que lo haga por ellos, se acogen a cualquier oportunidad de compromiso,
están siempre dispuestos a ceder, jamás presentan lucha bajo la bandera de sus
propios ideales e intereses”
No hay una resistencia real contra la imposición de
cargas fiscales aplastantes, ni contra una legislación laboral incompatible con
la dirección de las empresas y los negocios. Todo es temor y sumisión. Una
incapacidad total de defender su éxito en la creación de riqueza tal
como se muestra en sus balances, que se han convertido, por obra de los
demagogos, en motivo de escarnio y no de exaltación de los logros de la función
empresarial.
¿Por qué les resultará tan difícil entender y hacerle
entender a todo mundo que un balance robusto es la expresión de unas empresas
que suplen con sus bienes y servicios las demandas de la gente y que dan empleo
a esa misma gente para que compre los bienes y servicios que consume? ¿Qué las
ganancias que muestran los estados de resultados no son otra cosa que la inversión
en activos productivos que aumentarán la oferta de bienes y servicios finales que
consumirán los trabajadores que tendrán empleo como resultado de esa
inversión?
La defensa racional y técnica del capitalismo basada
en sus resultados es necesaria, pero por si sola insuficiente frente al embate
de los demagogos cuya prédica exitosa se basa en la ignorancia de las masas y
en la hostilidad contra el capitalismo que los intelectuales y periodistas han
sabido inculcarles. Es esa hostilidad, bajo el disfraz de la “justicia social”,
la que se traduce en las medidas fiscales, políticas y administrativas que
minan la función empresarial, el motor del crecimiento económico y el bienestar
en una sociedad libre.
Aunque basado en premisas científicas y fundado en
hechos demostrables, el discurso de defensa del capitalismo liberal es un
discurso eminentemente político, es decir, además de demostrativo, debe ser,
sobre todo, persuasivo e inspirador. No voy a referirme a cuestiones específicas
de la coyuntura colombiana, que espero abordar en otra nota. Aquí voy a
detenerme en lo que considero son los elementos generales que deben inspirar a
los empresarios y jóvenes que incursionan en la política. Entiendo por política
la participación activa en las discusiones de la vida social, no necesariamente la
participación militante en un partido. Creo que esos elementos, de los que hago
un simple esbozo, los ayudarán a entender mejor las situaciones contingentes de
la economía y la política y a fijar posiciones desde una sólida posición de
principios.
Naturalmente, me dirijo también a quienes hacen
política en los diferentes partidos y que comparten los valores de la libertad,
la democracia y la economía de mercado. Así como, según Hayek, hay socialistas en
todos los partidos, debemos esforzarnos para que haya también liberales de
verdad en todos ellos.
La defensa del capitalismo liberal debe hacerse, a mi
modo de ver, desde cinco perspectivas: i) la comprensión científica de su
fundamento, ii) su elevada moralidad, iii) su superioridad productiva frente a
otras formas de producción social, en particular frente al socialismo, iv) la
reivindicación de la función empresarial y v) su capacidad de reducir la
pobreza y de igualar el consumo.
La comprensión científica de su
fundamento. El capitalismo o,
como lo denominara Adam Smith, la Gran Sociedad, no es una organización de la
producción creada de forma deliberada por la inteligencia humana con el
propósito de lograr un resultado previamente anticipado. El capitalismo es un
Orden Espontáneo surgido de la lenta evolución a lo largo de los siglos de las
cinco instituciones, tampoco inventadas o creadas de forma deliberada, en las
reposa su fortaleza y vitalidad, a saber: la división del trabajo, el intercambio
voluntario, la propiedad, el dinero y el cálculo económico; todas la cuales son
el resultado de lo que Smith llamara la propensión humana a cambiar, a
permutar, a negociar. La más reciente y completa descripción del capitalismo
como un orden espontáneo evolutivo se encuentra en la obra de Hayek: Derecho,
legislación y libertad. La primera es, por supuesto, La
Riqueza de las Naciones de Adam Smith. Ningún liberal puede prescindir
de la lectura de estas obras.
La elevada moralidad. El punto de partida es, por supuesto, el axioma de la
auto-posesión, del cual arranca toda la teoría y la ética de la libertad
humana. Es en virtud de la propiedad sobre sí mismo y los frutos de su trabajo
intelectual o material que el hombre puede hacer ciertas cosas y oponerse a la
imposición de otras: en esto y nada más y ni nada menos consiste la libertad
humana. El capitalismo es a la vez resultado y condición de la extraordinaria
expansión de las fronteras de la libertad humana y de su ineludible correlato
la responsabilidad de las consecuencias de las acciones libremente elegidas. El
ejercicio responsable de la libertad contribuye al desarrollo de lo que Deirdre
McCloskey llama las virtudes burguesas como la frugalidad, el ahorro, la
prudencia, la esperanza, la fe, la responsabilidad, la solidaridad e, incluso,
el amor. Hay que reivindicar la elevada moralidad del capitalismo y “recuperar
el respeto virtuoso por lo que hoy todos somos: burgueses, capitalistas y
comerciantes”. En el libro de Murray Rothbard, Ética de la libertad, y
en el de Deirdre McCloskey, Las virtudes
burguesas, encontrarán los liberales abundante y poderoso pertrecho para la
defensa moral de capitalismo.
La superioridad productiva. Es esta tan evidente que incluso los comunistas chinos
decidieron adoptar, para superar la ominosa pobreza de su población, una
modalidad de capitalismo autoritario, inspirada en las ideas de la fisiocracia
francesa del siglo XVIII, que propugnaba por libertad económica y el despotismo
político. El mundo está a la expectativa de cómo en China se resuelve lo que
algunos teóricos, como Acemoglu y Robinson, ven como un conflicto entre
instituciones económicas incluyentes con instituciones políticas
excluyentes. Por lo pronto el
experimento chino está demostrando que, mientras haya crecimiento, puede haber
libertad económica sin libertades políticas y civiles, lo que es dudoso es que
las estas últimas puedan existir sin la primera. Lo que no admite ninguna duda
es que el capitalismo nos ha hecho más ricos, más sanos, más longevos, más
viajeros, más educados, más cultos y, también, más deportivos. La superioridad
económica del capitalismo es tal que, salvo algunos políticos e intelectuales
despistados de América Latina, son pocos los socialistas que abogan
abiertamente por su abolición total; la mayoría se inclinan por ahondar las políticas
socialdemócratas buscando alcanzar esa especie de colectivismo parasitario, descrito por Ayn Rand en su portentosa novela La rebelión de Atlas, donde el control de los resultados ha sustituido al control de los medios de producción. Las
estadísticas del Banco Mundial, los estudios de entidades como el Instituto
Cato y la Fundación Heritage, los trabajos de historiadores liberales como
Niall Ferguson y de los viejos economistas como Arthur Lewis, suministran datos
y conceptos para una sólida defensa del capitalismo liberal desde el punto de
vista de su eficiencia. De Ferguson hay que leer su Civilización, de Lewis su
inigualable Teoría del desarrollo económico, a la que no le pasan los años.
El papel central de la función
empresarial. La forma como se concibe al empresario incide
decisivamente en la percepción que las personas tienen de la economía
capitalista. Esa concepción determina la mayor o menor simpatía – o antipatía-
que se experimenta frente a ese tipo de organización económica y la forma de
propiedad a ella asociada. Las ideas que
la gente tiene del empresario y de su rol en el proceso económico están
determinadas por el tratamiento analítico dado a esa figura en las dos grandes
tradiciones del pensamiento económico: la clásica y la neo-clásica. Estas
tradiciones son las que más han permeado la conciencia colectiva y llevan a que
la gente vea al empresario como explotador o como rentista. A ellas hay que
oponerles la visión del empresario como creador de riqueza y como descubridor de
nuevas oportunidades de consumo propia de la tradición austríaca. Hay que
reivindicar la idea de Mises de que empresarios somos todos porque todos somos
calculadores económicos, la visión de Israel Kirzner del empresario como
descubridor de oportunidades de beneficio en los desajustes del sistema de
precios y la visión de Schumpeter del empresario como innovador que lanza
nuevos bienes de consumo o nuevas formas de producir los existentes. Esta
tradición, que comienza en Cantillon, aporta una visión de empresario mucho más
rica y completa, que, además de tener importantes implicaciones analíticas,
lleva a una valoración moral de la economía capitalista más acertada y mucho
más favorable que la derivada de las tradiciones clásica y neo-clásica.
El capitalismo como eliminador de
la pobreza y la desigualdad. Los
liberales no pueden hacer caso omiso del fuerte calado de la ideología de la
desigualdad del ingreso monetario en la conciencia de la mayoría de las
personas. No basta con argumentar que la
desigualdad es inevitable y que lo que debe preocupar es la pobreza. Hay algo
en la naturaleza humana que nos hace pensar no solo en nuestra situación
económica en ella misma o relativa a la que teníamos en un momento del pasado o
la de nuestros antepasados sino en esa situación relativa a la de los demás.
Por eso necesario tener siempre en mente que objeto de la producción es el
consumo y que en esa sencilla afirmación reposa la defensa liberal del sistema
capitalista, cuya esencia es la ampliación y diversificación de las
oportunidades de consumo poniéndolas al alcance de todo mundo mediante el
abaratamiento de los precios en el proceso de competencia. Hay que hacerle
entender a la gente que no importa lo que los ricos ganan sino lo que hacen con
lo que ganan y que el destino de su ingreso no es otro que la ampliación de las
capacidades de producción de la sociedad, que se traducen en más bienes y servicios
para todo mundo. A los coeficientes de Gini que miden la concentración del
ingreso, hay que oponerles los indicadores de reducción de la pobreza y los
coeficientes Gini de consumo, los que verdaderamente importan.
LGVA
Septiembre de 2020.