El
sutil encanto de la desigualdad y las amenazas escondidas del igualitarismo: a propósito
de “El capital en el siglo XXI” de Thomas Piketty
(Para
mi hijo Juan Felipe, quien con sus inquietudes genuinas sobre la inequidad me
movió a escribirlo)
Luis
Guillermo Vélez Álvarez
Economista,
Docente Universidad Eafit.
I
El éxito mediático del
libro de Thomas Piketty es una prueba adicional de que en nuestra época, más
que por estudio y discusión, las ideas, al igual que los prejuicios, se
transmiten por contagio. Al hecho de que “El capital en el siglo XXI” haya
alcanzado un carácter “viral”, para emplear el término a la usanza en la “redes
sociales”, ha contribuido sin duda alguna la circunstancia de que su tesis
central está alineada con los tópicos populares sobre la desigualdad económica que
se expresa en la acumulación de grandes fortunas en pocas manos. Aunque se
trata de un libro pavorosamente grande y lleno de gráficas soportadas en espuertas
de datos – el autor informa en el prólogo que pasó 15 años recolectándolos – la
tesis central, que se repite incesantemente a lo largo de sus tediosas páginas,
es extremadamente simple y puede resumirse en unas cuantas frases.
La participación de los
beneficios (B) en el ingreso (Y) está determinada por la tasa de rendimiento
del capital (r) multiplicada por la relación capital-ingreso (K/Y). Dicha tasa de
rendimiento excede a la tasa de crecimiento económico (g), es decir, r > g,
de tal suerte que dado que el capital está concentrado la desigualdad en la
distribución del ingreso tiende aumentar sin límites, salvo catástrofes
extremas – guerras o depresiones – o la intervención de políticas
redistributivas. Un par de citas bastan para ilustrar el planteamiento de
Piketty:
“Cuando la tasa de
rendimiento del capital supera de modo constante la tasa de crecimiento de la
producción y del ingreso – lo que sucedía hasta el siglo XIX y amenaza con
volverse la norma en el siglo XXI- el capitalismo produce mecánicamente
desigualdades insostenibles, arbitrarias, que cuestionan de modo radical los
valores meritocráticos en los que se fundamentan nuestras sociedades
democráticas”
“Cuando la tasa de rendimiento
del capital supera de manera significativa la tasa de crecimiento – y veremos
que esto casi siempre ha sucedido en la historia, por lo menos hasta el siglo
XIX, y que existen grades posibilidades de que vuelva a ser la norma en el
siglo XXI- ello implica mecánicamente que la riqueza acumulada en el pasado se
recapitaliza más rápido que el ritmo de crecimiento de la producción y de los
ingresos. Basta pues que los herederos ahorren una parte limitada de los
ingresos de su capital para que este último aumente más rápido que la economía
en su conjunto”
II
Piketty retoma el viejo
tema de la relación entre el crecimiento económico y la distribución del
producto de los economistas clásicos y de Ricardo, en particular. La
determinación de las leyes que rigen la distribución del producto es el
problema primordial de la economía política, afirma éste en la introducción a
los Principios.
El interés de Ricardo en la teoría de la distribución está determinado por su
convicción de que en ella está la clave de la comprensión de la acumulación de
capital y todo el proceso de crecimiento económico.
Para Ricardo el
beneficio es el móvil de la acumulación de capital. A medida que ésta progresa,
crece la demanda de trabajo y con ella la demanda de los bienes, principalmente
alimentos, que conforman la canasta de subsistencia de los trabajadores o el
salario real. Como dicha canasta está dada en términos físicos, la mayor
demanda de trabajo y la mayor demanda de alimentos hacen que sea necesario
recurrir para la producción de éstos al empleo de tierras cada vez menos
productivas. El precio de las subsistencias tiende a elevarse haciendo que se
eleve el salario nominal y decline la tasa de beneficios, al tiempo que crecen
las rentas de los terratenientes. La importación de alimentos baratos y el
progreso técnico, que eleva la productividad de la agricultura, sería las
fuerzas contrarrestantes de la tendencia a la declinación de la tasa de
beneficios en el curso de la acumulación de capital y el crecimiento económico.
En Marx se encuentra
nuevamente el tema de la relación entre la tasa de beneficios y la acumulación
del capital. Para analizar esta relación, Marx identifica el beneficio total
con la plusvalía total, de tal suerte desaparece la distinción entre la renta
de los terratenientes y el beneficio de los capitalistas. La tasa de beneficio
general de la economía (g) es por tanto la relación entre la plusvalía (P) y la
suma del capital constante (C) y el capital variable (V). Este último es el que
se destina al pago de los salarios y del cual depende por tanto la masa de
plusvalía.
g = P/(C+V) (1)
Dividiendo numerador y
denominador del lado derecho por V, se obtiene la expresión (2), que Marx
pensaba resume la ley fundamental del capitalismo:
g
= p/ (1+O) (2)
Donde g, p y O son, respectivamente, la tasa de
ganancia, la tasa de plusvalía y la llamada composición orgánica del capital.
La expresión (2) es una
identidad. Se convierte en ecuación si alguno de los términos se trata como una
variable. Marx razonaba, al parecer, de la siguiente forma: si hay limitantes
institucionales a la prolongación de la jornada de trabajo y a la reducción del
salario, para un capitalista individual, la única forma de aumentar la
plusvalía es elevando la productividad del trabajo lo cual supone el incremento
del capital constante. Como todos los capitalistas tienden a hacer eso mismo, a
nivel social ello conduce al incremento del capital constante con relación al
variable, es decir, la elevación de la composición orgánica (O), lo cual lleva
a la reducción de la tasa general de ganancia, siempre y cuando no aumente la
tasa de plusvalía. Sin embargo, si se abandona este supuesto, no se sabe muy
bien lo que ocurrirá con la tasa de ganancia. No obstante, esa tendencia al
descenso de la tasa de ganancia, contrarrestada por diversas fuerzas, era, según
Marx, la ley general de la acumulación capitalista.
III
El tema de la relación
entre el crecimiento económico y la distribución del producto reaparece
nuevamente con los desarrollos de la teoría de la demanda efectiva realizados
por los discípulos de Keynes.
En el modelo keynesiano
de corto plazo, dada la propensión al consumo, la inversión (I) determina el
nivel de la demanda efectiva y, a través del multiplicador, el nivel de
producción (Y) y el nivel ahorro (S) requerido para financiar justamente esa
inversión. Ahora bien, como la inversión
supone un incremento de la capacidad productiva, y por tanto de la oferta
potencial, para mantener a lo largo del
tiempo el equilibrio alcanzado es necesario que la demanda efectiva crezca pari passu con la capacidad productiva. Harrod
y Domar demostraron de forma independiente que esto se alcanzaba cuando la tasa
de crecimiento de la producción (g) era igual el coeficiente de ahorro (s)
dividida por la relación capital producto (k).
Esto es lo que se conoce como condición
de equilibrio Harrod-Domar.
g
= s/k (3)
Fue Nicholas Kaldor,
otro eminente economista keynesiano, a quien se le ocurrió vincular la
condición de crecimiento equilibrado con la cuestión de la distribución.
De la expresión (3), haciendo explícitas las definiciones del coeficiente de
ahorro y de la relación capital producto, se obtiene:
S/Y
= g*(K/Y) (4)
Suponiendo que el
producto se distribuye en beneficios del capital (B) y salarios de los
trabajadores (W) y que el ahorro capitalistas y trabajadores es proporcional a
sus respectivos niveles de ingreso, con propensiones al ahorro mayores (Sw
y Sc)
que cero y menores que la unidad, pero diferentes entre ellas, la condición de equilibrio Harrod-Domar puede
escribirse de la siguiente forma:
Sw
*
(W/Y) + Sc * (B/Y) = g * (K/Y) (5)
Haciendo Sw
=
0 y multiplicando ambos lados de la expresión por Y/K, se obtiene:
Sc
*
(B/K) = g (6)
Como B/K es la tasa de
beneficio (r), se llega a la siguiente expresión:
r
= g/Sc (7)
Si 0 < Sc
<
1 se obtiene, ¡voila!, la desigualdad de Piketty:
r
> g
Piketty afirma que “...la
desigualdad r > g debe ser analizada como una realidad histórica dependiente
de variados mecanismos y no como una necesidad lógica absoluta”. Pues
no es así. En ninguna economía capitalista la tasa de beneficio puede caer por
debajo de la tasa de crecimiento económico. En el límite, en un sistema
socialista, donde los capitalistas hayan desaparecido y por tanto no consuman
nada y los beneficios del capital se ahorren y se inviertan en su totalidad, la
tasa de beneficio será igual a la tasa de crecimiento económico. En efecto,
cuando Sc
=
1, de la expresión (7) se obtiene:
r
= g
Como lo señala
Pasinetti, aún en un hipotético sistema socialista, donde los trabajadores fueran
propietarios de todo el stock de capital, tampoco sería posible una tasa de
beneficio inferior a la tasa de crecimiento económico pues ello supondría que
se estaría aportando a la producción en la forma de ahorro e inversión más de
lo que se recibe como beneficios. Esta situación evidentemente no podría
persistir.
Aunque a lo mejor eso fue lo que ocurrió en algunos períodos en las economía
socialistas de Rusia y China provocando hambrunas y catástrofes demográficas.
IV
Se tiene pues que la
tasa de beneficios no solo puede superar de forma persistente a la tasa de
crecimiento de la economía sino que tiene que hacerlo. Es una condición de
racionalidad económica. Para que la tasa de beneficios descienda por debajo de
la tasa de crecimiento, es necesario que la inversión exceda de forma
persistente los beneficios lo que supone se destine a la inversión parte del
producto que debería destinarse al consumo.
Ahora bien, no importa
que r > g sea una condición de racionalidad económica, válida en cualquier
sistema económico capitalista o socialista, o que, como lo cree Piketty, sea un
hecho meramente contingente. Lo cierto es que esto no conduce necesariamente al
aumento de la desigualdad.
La tesis de Piketty
reposa sobre la confusión de dos conceptos de distribución del producto
completamente diferentes: la distribución entre beneficios o ingresos del capital
y salarios o ingresos del trabajo y la distribución entre capitalistas y
trabajadores, que solamente coinciden cuando los asalariados no ahorran nada,
como se asume en la teoría de la distribución de Kaldor expuesta en el apartado
anterior y de la cual Piketty toma su famosa desigualdad.
En efecto, el capital
total o la riqueza de un país del que habla Piketty, y en el que basa sus
cálculos, es la suma de los activos físicos de todo tipo – viviendas, terrenos,
máquinas, edificios, etc. – y de los activos financieros, netos de deuda. Todo
se incluye en ese agregado sin consideración de quien sea el propietario. Esta
cuestión no es de poca monta. Por ejemplo, las viviendas de todas las personas
están incluidas en ese capital. El
valor del acervo de viviendas ha crecido a lo largo del tiempo y representaba
en 2010 no menos de la mitad del capital del Reino Unido y Francia. Ahora bien, ocurre que en esos países y en
todos los países del mundo, buena parte de esas viviendas son poseídas no por
rentistas desalmados como Ebenezer Srooge sino por millones de asalariados y
trabajadores que no tienen otros activos
y que seguramente no están trasladando a los capitalistas las rentas efectivas
o imputadas derivadas de esa propiedad. Pero también el otro capital, que
Piketty denomina “capital interno”, puede
ser poseído por personas o entidades que no son precisamente capitalistas como
pequeños ahorradores, fondos de pensiones, seguros colectivos de salud, etc. En
síntesis, millones de personas que son básicamente asalariadas o que lo fueron durante
toda su vida tienen también ingresos de capital, efectivos o imputados, sin que
esto las convierta en capitalistas. Cualquiera pensaría que el hecho de que los
asalariados o los antiguos asalariados lleguen a tener rentas de capital es un
indicador de reducción de la desigualdad.
V
A Piketty lo atormenta
especialmente el asunto de las herencias. Buena parte de su alegato en contra
de la desigualdad reposa sobre la idea según la cual “basta pues que los
herederos ahorren una parte limitada de los ingresos de su capital para que
este último aumente más rápido que la economía en su conjunto”. La desigualdad
procedente de las herencias le resulta especialmente ominosa. Sin embargo, él
mismo admite que no es en la acumulación del capital heredado, por el
extraordinario efecto del interés compuesto que lo deslumbra tanto, donde radica
el origen de la desigualdad actual rentas y patrimonios. Conviene citarlo en
extenso y analizarlo con algún detalle. Escribe Piketty:
“Una
sociedad en la que el crecimiento es de 0,1 ó 0,2% por año se reproduce de
manera casi idéntica de una generación a la siguiente: la estructura de los
oficios es la misma, así como la propiedad. Una sociedad cuyo desarrollo es de
1% anual, como sucede en los países más adelantados desde principios del siglo
XIX, es una sociedad que se renueva profundamente y de manera constante.
Veremos que esto conlleva consecuencias importantes en la estructura de las
desigualdades sociales y de la dinámica de la distribución de la riqueza. El
crecimiento puede dar origen a nuevas formas de desigualdad – por ejemplo, se
pueden amasar fortunas muy rápidamente en los nuevos sectores de actividad – y
al mismo tiempo provoca que la desigualdad de los patrimonios originados en el
pasado sea menos importante y que las herencias sean menos importantes”.
Es un misterio saber si
al escribir este párrafo Piketty era consciente de que estaba dando al traste
con su propia teoría. En cualquier caso, es bueno descomponerlo en algunas
proposiciones y hacer algunos comentarios:
Cuando el producto per-cápita
crece al 1% anual o más,
la sociedad se renueva profundamente y de manera constante. En efecto, el
crecimiento económico capitalista no consiste en la producción de más y más de
lo mismo, sino en la introducción de nuevos productos o nuevas formas de
producir los existentes. En la introducción de lo que Schumpeter llamaba las
innovaciones, que dependiendo de su alcance, transforman el aparato productivo
y la estructura toda de la sociedad.
Desde principios del
siglo XIX los países más adelantados el crecimiento del producto por habitante
ha sido igual o superior al 1%. Y también en los menos adelantados. Es decir,
la estructura de la producción se ha modificado y con ella todas las fuentes de
la generación y acumulación de riqueza.
Por el surgimiento de
nuevas fuentes de generación y acumulación de riqueza, la importancia de los
patrimonios y las herencias en la generación y perpetuación de desigualdad se
reduce. Algunas personas, los innovadores, pueden amasar fortunas rápidamente
en los nuevos sectores de actividad, dice Piketty. Esta habría sido desde el
siglo XIX la principal causa de la desigualdad. ¿Y qué hay de malo en ello?. ¿No se trata
justamente de eso?. ¿O a qué se refiere Piketty cuando habla de lo
meritocrático?. ¿No es meritocrático inventar cosas nuevas que mejoran el
bienestar de toda la sociedad?. ¿Es acaso ominoso y no meritocrático que los
señores Bill Gates, Steve Jobs y todos
los demás se hayan enriquecido en menos de un cuarto de siglo inundando el mundo con bienes y servicios que
han transformado la vida y las actividades productivas de millones de
personas?. Es importante profundizar en todas estas cuestiones en la medida en
que Piketty y con él muchas otras personas parecen no entender la relación que
hay entre la innovación empresarial y la desigualdad.
VI
Hace muchos años, en su
Teoría de los Sentimientos Morales, Adam Smith escribió:
“Por
más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su
naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de los
otros, y hacen que la felicidad de éstos le resulte necesaria, aunque no derive
de ella nada más que el placer de contemplarla”[14]
Seguramente por lo que
Smith al parecer pensaba era un rasgo de la naturaleza humana, los pesares y
sufrimientos ajenos no nos dejan indiferentes y mientras más cercano sea el
prójimo mayor parece ser la simpatía que experimentamos ante sus calamidades. Tenemos,
al parecer, un cierto sentido de la justicia que nos permite identificar
situaciones de injusticia manifiesta y nos lleva a reaccionar con desagrado
ante ellas. Nos condolemos de la pobreza y nos irrita la inequidad. La
existencia de la pobreza resulta perturbadora emocionalmente. Pero, la
capacidad de experimentar estos y otros sentimientos no nos otorga una
comprensión inmediata de los fenómenos sociales que los originan de la misma
forma que el hecho de partirnos una pierna al caer desde un segundo piso no nos
revela las leyes de la mecánica.
La desigualdad de la
distribución la riqueza y el ingreso es causa de instintiva repulsa entre las
gentes bondadosas y pero también de repulsa calculada entre la multitud de los
envidiosos. Esto lo sabe bien el político que busca votos, el periodista complaciente
ávido de lectores, el economista en trance de reformador social y el oenegista
que se lucra de proclamar sus sentimientos altruistas. Todos ellos creen o
fingen creer - y quieren hacernos creer- que bastaría la voluntad política para
obtener una igualdad de patrimonios y rentas perfecta o casi perfecta en una
sociedad despojada del egoísmo. Por ello libro de Piketty es música celestial
para los oídos de todos estos legionarios.
Las cosas están lejos
de ser tan simples. Pero es un hecho que las sociedades occidentales,
especialmente después de la segunda guerra mundial, han adoptado como ideal la
igualación de los ingresos por la acción de los gobiernos[15].
Sobre este punto las diferencias entre la mayoría de los políticos y los
economistas son de grado, no de sustancia. Por ello, hablar de los beneficios
de la desigualdad y de los riesgos del igualitarismo es políticamente
incorrecto y profesionalmente sospechoso.
VII
La desigualdad económica
ha estado presente en todas las sociedades pre-capitalistas: impuesta por la
fuerza, con frecuencia, y aceptada por la tradición y la costumbre, casi
siempre. La propiedad de la tierra fue durante siglos la base de la desigualdad
de fortunas. Hacia 1700 la tierra representaba, según Piketty, más de 60% del
capital nacional de Francia y Reino Unido. La revolución francesa acabó con la
institución que garantizaba su perpetuación: el mayorazgo o derecho de primogenitura.
Aunque no ha desaparecido totalmente en ninguna parte – y en algunos países
atrasados es aún predominante - la propiedad territorial y su transmisión
hereditaria ha dejado de ser la causa principal de la desigualdad de
patrimonios y rentas. Los billonarios de la revista Forbes no son precisamente
terratenientes y buena parte de ellos son ricos de primera o segunda
generación. El rasgo característico de la economía capitalista es la
modificación continua de las bases de la riqueza por aparición de nuevos
productos y nuevas formas de producción motivada por la búsqueda incesante de
nuevas oportunidades de consumo, búsqueda que no parece tener otro límite que
la imaginación y la fantasía de la especie humana.
Aunque las nuevas
oportunidades de consumo y su extensión cada vez más rápida a todos los
sectores de la población de todas partes parece ser apreciada por la mayoría de
los seres humanos – excepción hecha de unos pocos ascetas y de la legión de los
ambientalistas que no obstante no se privan de su disfrute - esa misma mayoría
de seres humanos se rebela, especialmente en épocas de crisis, contra lo que
parece ser un rasgo inevitable del proceso innovador: el aumento de la pobreza
relativa y la desigualdad.
Bajo el impulso de la
macroeconomía keynesiana y los trabajos pioneros de Richard Stone sobre la
contabilidad nacional, hacia mediados del siglo XX, los economistas se
habituaron a razonar en términos de agregados económicos como el nivel general
de precios y producto interno bruto con todos sus componentes. Nada de eso
existe en realidad. Se trata nociones que permiten hacer inteligibles ciertos
fenómenos pero que pueden conducir a formar hábitos de razonamiento poco rigurosos
y a alimentar no pocos prejuicios.
No existe el PIB y
menos aún el PIB per cápita; la economía no los produce, lo que se produce son
bienes y servicios. Sin embargo, bajo el amparo de estas nociones, es mucha la
gente y no pocos los economistas que conciben la producción de un país como una
especie de torta gigantesca fabricada entre todos sus habitantes. Esa misma
torta debe ser distribuida entre todos con la mala fortuna de que algunos tienen
cucharas más grandes y se apropian abusivamente de las mayores porciones
dejando las menores a los que tienen cucharas pequeñas y las migajas a los que
no tienen ninguna. Estaría en manos del gobierno providente quitar las cucharas
grandes a los abusivos y distribuir cucharas iguales entre todos los asociados.
El asunto es que esa operación puede conducir a que en lugar de una torta cada
vez más grande con cucharas desiguales, de la igualación de las cucharas
resulte en una torta estática o incluso menguante[16].
La creencia ampliamente
extendida de que podemos distribuir a voluntad la “riqueza social” sin afectar
los incentivos a su producción encuentra su fundamento en la interpretación
equivocada de una tesis, un tanto ambigua y confusa, de John Stuart Mill.
“Las leyes de la distribución – escribió - a
diferencia de las de la producción, son en parte obra de las instituciones
humanas, ya que la manera según la cual se distribuye la riqueza en una
sociedad determinada depende de las leyes o las costumbres de la época. Pero si
bien los gobiernos o las naciones disponen del poder de decidir qué
instituciones han de existir, no pueden determinar de manera arbitraria cómo
funcionarán esas instituciones.”[17]
En la segunda parte de
la cita está el meollo de la cuestión. La
producción económica – no la producción física que es en lo que parece estar
pensando Mill - es producción de valor percibido, aceptado y reconocido por los
otros en el acto de compra de los bienes o servicios y por ello está
indisolublemente ligada a la distribución. Cuando alguien reconoce en el
mercado el valor de mis bienes o servicios, pagando por ello un precio, está
poniendo a mi disposición sus propios bienes o servicios. La magnitud de ese
reconocimiento nada tiene que ver – como ilusoriamente piensan los marxistas –
con la importancia de mi propio esfuerzo físico o mental sino con la
valoración, expresada en el precio que aceptan pagar, que los demás hacen del
producto de ese esfuerzo físico o mental. Mi participación en la riqueza
social, es decir, en la distribución, está determinada por la cantidad de
dinero que cada demandante de mis servicios pone a mi disposición y por el
número de ellos. Larry Ellison, Bill Gates, Mark Zuckerberg y todos esos
billonarios de primera generación del mundo de la informática no son ricos por
haber sudado mucho, explotar legiones de trabajadores o poseer muchos activos
productivos. Lo son porque millones y millones de consumidores y miles de
inversionistas reconocen, pagando un precio, el valor actual o futuro de sus
productos. Si el mercado no los comprara de nada valdría el sudor, el trabajo
explotado, ni los activos poseídos. Pueden explotar trabajo y acrecentar prodigiosamente
sus patrimonios porque sus productos están en los hogares y negocios de millones
y millones de consumidores.
VIII
Más que en la
herencias, la desigualdad distributiva parece ser primariamente el resultado de
la forma como en una economía de mercado, propiedad privada e iniciativa
individual se crean, amplían y financian las nuevas oportunidades de consumo. Esto significa que la reducción de la
desigualdad supone necesariamente algún grado de intervención que modifique el
resultado del proceso de mercado y de lugar a transferencias – voluntarias o
forzosas – de los que crean más valor económico a los que crean menos.
El altruismo parece ser
un rasgo característico de la especie humana, como lo señala Adam Smith. El
comportamiento altruista no es incompatible con los supuestos conductuales
ordinarios de la teoría económica, como lo muestra ampliamente Gary Becker en
su hermoso libro Tratado de la familia.
Un altruista es alguien cuya función de utilidad depende positivamente del
bienestar de otro u otros. Es un altruista efectivo si su comportamiento cambia
como consecuencia del altruismo[18].
Todas las religiones predican el altruismo y todas las sociedades parecen
haberlo practicado. El comportamiento social generoso puede resultar de
diversas motivaciones: aversión a la desigualdad, búsqueda de reciprocidad,
temor a decepcionar las expectativas de los demás o sentimiento de culpa[19]. Sin embargo, no parece que el propósito
último del altruismo como la mayoría de la gente lo practicó en el pasado y lo
practica en la actualidad sea acabar con la desigualdad o suprimir los procesos
económicos que la originan. En cierto sentido es harto probable que busquen su
perpetuación. Los comerciantes venecianos y florentinos que con su mecenazgo
financiaron las obras artísticas y literarias que hoy hacen parte del
patrimonio cultural de la humanidad reafirmaban con ese mecenazgo su poder y
liderazgo social. Lo mismo debe ocurrir con los ricos y famosos de nuestra
época y sus fundaciones filantrópicas que, además de facilitarles la elusión o
la evasión fiscal, aumentan su prestigio y popularidad. Parece ser que a la gente le gusta dar, pero la
inmensa mayoría, por fortuna, está lejos de ajustarse al precepto de Sor Teresa
de Calcuta: dar hasta que duela y cuando duela dar más todavía[20].
Las transferencias
forzosas son las que realizan los gobiernos por medio de la fiscalidad
progresiva. La fiscalidad proporcional también permite transferencias en la
medida en que el gasto público sea no-proporcional. La economía del bienestar
ha racionalizado este tipo de transferencias desde una perspectiva típicamente
utilitarista con argumentos como el expuesto por Pigou: “Es evidente que
cualquier transferencia de ingreso de un hombre relativamente rico a una hombre
relativamente pobre de temperamento
similar, puesto que permite satisfacer necesidades más intensas a expensas
de necesidades menos intensas, debe aumentar la suma total de satisfacciones”[21].
Ahí la clave está en la expresión “temperamento similar” que en términos más
técnicos equivale a decir que los sujetos en cuestión tienen la misma función
de utilidad. Una distribución completamente igualitaria de la renta personal conduciría
a la maximización del bienestar social en el sentido del utilitarismo si todos
los sujetos fuesen iguales, es decir, si tuvieran la misma función de utilidad.
Si los individuos son diferentes, la distribución que iguala las utilidades
marginales de los ingresos de todos ellos debe ser diferente de una
distribución completamente igualitaria de la renta personal.
Pero los igualitaristas
socialistas y comunistas no se detienen ante esas sutilezas y en los países
donde han obtenido el poder han impuesto la igualación – por lo bajo – de las
rentas personales lleva a la eliminación de ciertos estilos de vida, a la
uniformización de la sociedad. La experiencia de los países del “socialismo
real” es una muestra fehaciente de ello. La destrucción de la clase media y la
eliminación de la iniciativa empresarial que está padeciendo Venezuela es el
ejemplo vivo de la forma en que opera el proceso de construcción de una
sociedad completamente igualitaria. Corea del Norte y Cuba son los ejemplos
actuales de los países que han alcanzado ese logro.
La reducción de la
desigualdad por medio de transferencias forzosas hace necesario el crecimiento
del tamaño del estado, de la injerencia del gobierno en la economía. En una
sociedad democrática y liberal, ello plantea dos problemas de importancia
fundamental profundamente vinculados entre sí. El primero, ¿hasta dónde debe
llevarse el proceso de nivelación de las rentas sin destruir o afectar
profundamente los mecanismos de creación de valor económico, es decir, sin acabar
con el espíritu empresarial, con la innovación? El segundo se refiere al grado
de confianza que puede otorgarse a los gobiernos para realizar esa tarea.
Los economistas
intervencionistas, que contemplaron impávidos el prodigioso crecimiento del tamaño
del gobierno durante todo el siglo XX, compartían el supuesto de uno de sus más
conspicuos representantes, Abba Lerner, quien, en los años 40, cuando el
estatismo estaba en su apogeo en la profesión, escribió esta enormidad: “Supondremos
la existencia de un gobierno que desea administrar la sociedad en aras del
interés general, y que es suficientemente fuerte para superar la oposición de
cualquier interés particular”[22].
La mayoría de los economistas han abandonado esa ilusión: no existe nada que
pueda llamarse interés general, enseñó Arrow, y el gobierno no puede oponerse
al interés particular pues éste está enquistado en él, demostró Buchanan. En
otras palabras: la omnisciencia y la benevolencia no suelen ser atributos que
necesariamente se asocien a la omnipotencia de los gobiernos. Más bien lo
contrario. Ocurre con frecuencia que el crecimiento de este último rasgo esté
acompañado del empequeñecimiento de los dos primeros. Pero Piketty es un
colbertiano convencido y parece tener una confianza sin límites en los gobiernos
de todos los países cuya cartelización promueve con su propuesta de un impuesto
mundial al patrimonio.
IX
Pero el reconocimiento
del hecho de que más que de las herencias y la tasa de ganancia, la
desigualdad, como lo reconoce el propio Piketty, resulta de la rapidez con la
que los innovadores amasan fortunas en las nuevas actividades, no basta por
supuesto para dejarnos satisfechos frente a la desigualdad y desentendernos de
ella. Todo equilibrio competitivo es un óptimo de Pareto y todo óptimo de
Pareto es un equilibrio competitivo, postula la economía del bienestar. Pero
resulta que un óptimo de Pareto es aquella situación en la que no es posible
realizar un cambio para mejorar la situación de alguien sin empeorar la
situación de otro. “Si la suerte de los pobres no puede mejorarse sin reducir
la opulencia de los ricos, la situación será un óptimo de Pareto a pesar de la
disparidad entre ricos y pobres”[23],
señala Amartya Sen, el economista moderno que probablemente ha dedicado más
esfuerzo analítico al problema de la desigualdad.
La desigualdad extrema
y especialmente la que se origina en la apropiación privada de los recursos e
instrumentos de intervención de los gobiernos no solo ofende nuestro sentido de
la justica sino que pone en riesgo – especialmente en los países más pobres –
la viabilidad de las instituciones democráticas, como lo señalara Tocqueville:
“Por
lo que a mí respecta, siempre que vea establecerse instituciones democráticas
en un pueblo en el que reina una gran desigualdad de condiciones, consideraré
esas instituciones como un accidente pasajero. Creeré que tanto los
propietarios como los proletarios están en peligro. Los primeros de perder
violentamente su bienes, y los segundos, su independencia. Así pues, a los
pueblos que quieran llegar al gobierno de la democracia les interesa no sólo
que no exista una gran desigualdad de fortunas, sino sobre todo que esa riqueza
no se apoye en fortunas inmobiliarias”[24]
“Lo que odian –
escribió Tocqueville – los hombres es una clase de desigualdad más que la
desigualdad en general”[25].
Y es que existe, en efecto, - además de la desigualdad generada por el proceso
de mercado en una sociedad democrática, libre en la que se reconozca y valore
la iniciativa y el éxito privados – la que resulta de la apropiación por
diversos grupos de interés de los poderosos mecanismos redistributivos que
tienen a su disposición los gobiernos de las naciones modernas. Esta es la
desigualdad que genera el capitalismo clientelista.
Bill Gates a pesar de
su riqueza parece ser visto con simpatía por la mayoría de las personas. Además
de sus iniciativas altruistas que le han valido un merecido prestigio, la gente
reconoce en él los valores de la iniciativa, la creatividad, la innovación y el
ingenio. Gates es un representante de los que generan la desigualdad desde el
lado de la oferta. Por el contrario, el billonario mexicano Carlos Slim, con
quien aquel se disputa el primer lugar en las listas de los más ricos y
poderosos, es visto, con razón o sin ella, como alguien hizo su riqueza por medio de
manipulaciones y estratagemas con gobiernos clientelistas y corruptos. “El
dueño de Microsoft hizo su fortuna como innovador que aportó valora añadido a
las vidas de sus clientes. Slim se hizo rico a base de aprovecharse de un
entorno favorable en el que disfrutó privilegios para los monopolios, que le
permitió acumular riqueza e influencia política”, escribió la periodista Mary
Anastasia O´Grady en The Wall Street
Journal.
Al menos esta es la
fábula. Probablemente la verdad esté en otra parte donde Gates no sea tan
angelical ni Slim tan demoníaco. Pero eso no es lo que importa. Lo que es
relevante en realidad es saber a quién se debe encomendar la administración del
capital si a sujetos como Gates o Slim o a los políticos y burócratas de los
gobiernos. Toda propiedad es finalmente propiedad privada. La propiedad pública
es una ficción jurídica y sociológica. Los propietarios de las cosas son los
que deciden lo que puede hacerse con ellas. Esto lo saben bien los habitantes de Corea del
Norte y Cuba socialista. La ventaja de tener a Slim, Gates y todos los demás
ricos de la lista de Forbes como propietarios y administradores del capital es
que son ellos los que reciben la sanción económica cuando fracasan: sus
acciones se desvalorizan, quiebran sus empresas y sus activos pasan a ser
propiedad de otros propietarios más eficientes. No ocurre lo mismo con los
políticos y los burócratas.
X
El libro de Piketty es
decididamente malo. Profuso, consufo y difuso. Irrespetuoso de las reglas
mínimas de la argumentación lógica. Pero, eso sí, lleno de esas frases
altisonantes, porcentajes estrambóticos, leyes fundamentales, condenas
escandalosas y predicciones apocalípticas que son la delicia de la galería. En
la introducción, Piketty informa que estuvo contratado en una universidad
cercana a Boston y que retornó a Francia porque “no me convencieron mucho los
economistas estadunidenses”. Como esos economistas son los que en los últimos
cincuenta o sesenta años han hecho las más importantes contribuciones a la
ciencia económica – 46 de los 75 economistas que han ganado el nobel son estadunidenses
– esa declaración equivale a decir que no lo convence mucho la economía
científica. Su celebrado bestseller es una prueba inequívoca de que es así. El
libro de Piketty se inscribe en efecto dentro de esa tradición que desde Veblen
viene denunciando la injusticia del sistema capitalista cuya máxima expresión
es la existencia de una clase ociosa, el famoso 1%, dedicada al consumo conspicuo
y a la ostentación. Sin duda alguna es una buena obra de sociología vebleniana pero,
al igual que las de su maestro, de muy mala economía.
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