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domingo, 2 de diciembre de 2012

Madonna y el precio de las capuchas


Los conciertos de Madonna y el precio de las capuchas

 Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista, Docente Universidad EAFIT

 
Los dos conciertos de Madonna en Medellín estuvieron pasados por agua, especialmente el segundo, al que tuve el gusto inmenso de asistir. Llovió sin pausa durante las dos horas que duró; sin embargo nadie se mojó, excepto La Reina, que no eludió bailar y pasearse por la pasarela a cielo abierto de su espléndido escenario. No nos mojamos los “fans”. Todos estábamos arropados en las capuchitas de plástico blanco que la mano invisible del mercado puso a nuestra disposición. Una amiga mía compró la suya cuando ya el aguacero era un hecho y no había la más mínima esperanza de que acabara pronto. Pagó $ 10.000 por la misma capucha que en la afueras del estadio, antes de cruzar el primer “anillo de seguridad”, costaba $ 3.000. Son unos especuladores que abusan de la necesidad – exclamó, molesta, mi amiga. Traté de explicarle que la capucha de la entrada era un bien económicamente diferente a la capucha dentro del estadio un vez que ha empezado a llover. Con esto no conseguí sino hacer aumentar su enojo. Luego me he encontrado con que otras personas con mejor entrenamiento en economía que mi amiga -  y que también compraron sus capuchas en el último momento - comparten su molestia y su forma de razonar. Creo por ello que es necesario hablar del precio o, mejor aún, de los precios de la capuchas
Aunque seguramente fueron muchos más, personalmente pude constatar que las capuchas tuvieron cuatro precios, entre las 5 de la tarde y las once de la noche del 29 de noviembre. El primero, $ 2.000, a la salida de la estación del Metro. Unos cuantos pasos antes de pasar el primer puesto de control de las boletas, el precio de las capuchas era  de $ 3.000. Dentro del estadio, antes de que comenzara la lluvia,  había llegado a $ 5.000.  Finalmente, cuando ya llovía a cantaros, alcanzaron las capuchas su máximo precio: $ 10.000.
Los primero que hay que señalar es que los miles de “fans” que estuvieron dispuestos a pagar por ellas tuvieron sus capuchas porque  uno o varios empresarios decidieron “apostarle” a la lluvia durante los conciertos y asumieron los costos ciertos de su producción buscando el beneficio incierto de su venta. Esta es la esencia del ser empresario: asumir costos ciertos en espera de un beneficio incierto. Pudieron haber perdido parte o la totalidad de su inversión. También los minoristas que vendieron las capuchas a la salida del metro actuaron como empresarios: al situarse en ese lugar y al fijar ese precio asumieron un riesgo. El minorista que sitúa justamente antes del puesto de control queriendo vender las suyas a $ 3.000 está asumiendo un riesgo mayor: muchos de sus clientes potenciales pueden haber comprado antes, pueden decidir volver hasta la salida del metro y ahorrarse $ 1.000 ó arriesgarse y pasar el punto de control sin comprar la capucha. Se sitúa allí porque estima que aunque venda una menor cantidad podrá hacerlo a un mayor precio. Ya dentro del estadio las capuchas se ofertan a $ 5.000. Evidentemente los vendedores que están en las graderías tienen más poder de mercado que sus colegas de fuera del estadio: la gente no puede salir a buscar un menor precio. No obstante, han asumido un riesgo mayor pues los improvidentes que se abstuvieron de comprarlas en las afueras a menor precio  pueden ser pocos o los riegos de lluvia podrían haberse disipado. Una vez que la lluvia se desató y se hizo evidente que no escamparía durante un buen rato el precio se disparó y llegó a los $ 10.000 que pagó mi improvidente amiga. Ciertamente el vendedor, al que mi amiga no quiso comprarle la capucha por $ 5.000 sólo 20 minutos antes “abusó” del poder de mercado que le daba San Pedro, pero al hacerlo estaba beneficiando sin proponérselo a mi propia amiga aunque ésta no lo podrá creer nunca. Volveré sobre este punto.
Hemos analizado el tema del lado de la oferta. Veamos ahora el lado de la demanda. Al salir del metro el comprador mira al cielo y observa que hay unos cuantos nubarrones pero piensa que no son muchos y que lo más probable es que los disipe el viento. Para él entonces la capucha no vale el precio al cual se la ofrecen y se abstiene de comprarla. Llegado al punto de control puede suceder que hayan caído sobre su cabeza una o dos gotas de lluvia. Se sentirá arrepentido de no haberla comprado a $ 2.000 y estará tentado a asumir el costo de volver sobre sus pasos en busca del primer vendedor o de aceptar, a regañadientes, el nuevo precio de $ 3.000 al que se la ofrece el segundo. También puede ocurrir que no se haya operado ningún cambio en el estado de la naturaleza en la forma en que él lo percibe y que con su expectativa de lluvia inmodificada la capucha continúe valiendo para él menos de $ 2.000. Hay que notar que tanto compradores como vendedores están haciendo una apuesta sobre el estado de la naturaleza. Una vez dentro del estadio la situación de mercado evoluciona ostensiblemente en favor de los vendedores en el caso de que la amenaza de lluvia sea más acentuada. Si por el contrario, las nubes se disipan lo más probable es que no alcancen a vender sus capuchas ni siquiera al precio de $ 2.000.  En todo caso, en la noche del 29 de noviembre, la naturaleza favorecía a los vendedores: una hora antes del concierto se desató un aguacero que permitió mantener el precio de $ 5.000 y los compradores se precipitaron. Pero aún después del aguacero inicial persistían los recalcitrantes: como ya llovió fuertemente no lloverá de nuevo. Esa era su apuesta.  Finalmente se desató el aguacero que duró todo el concierto y lo detallistas pudieron vender las pocas capuchas que aún tenían al precio maravilloso, para ellos, de $ 10.000. Ciertamente “abusaron”, como dijo mi amiga, o aprovecharon la oportunidad, como dijeron ellos.
En todo caso, al “abusar” del precio los minoristas estaban asignando las capuchas a quienes, como mi amiga, les atribuían un mayor valor en ese momento. Si hubieran mantenido el precio de $ 5.000 habrían tenido que racionar el mercado por otro procedimiento: fila, estatura de los clientes o capacidad de hacerse oír. En cualquiera de los casos mi amiga probablemente habría quedado excluida, se habría mojado y hoy estaría resfriada. (Seguramente el resfriado sería yo: mi incorregible caballerosidad me habría obligado a cederle mi capa.)
Supongamos que un regulador hubiera determinado por algún procedimiento que el precio “justo” de la capucha era de $ 2.000, sin que importara el lugar o el momento en que se vendiera. Esto no elimina el estado de la naturaleza, la probabilidad de lluvia, que está incidiendo sobre el mercado de las capuchas: impide que se exprese por la vía del precio; por tanto el ajuste se producirá por las cantidades. En efecto,  la mayoría o todos los vendedores se localizarían lo más cerca posible de la salida del metro. Muy pocos se situarían en el punto de control de las boletas. ¿Por qué habrían de hacerlo? Seguramente venderán una menor cantidad y al mismo precio que a  la salida del metro. En cuanto a los vendedores situados dentro del estadio tienen la certeza de vender menos capuchas que sus competidores de fuera y, en caso de que la amenaza de lluvia se disipe, seguramente no venderán nada y habrán perdido la inversión. No tendrían incentivos para asumir el riesgo.
Como el regulador no puede modificar las percepciones ni la conducta de los “fans”, lo más probable es que los improvidentes continúen siéndolo y que lleguen al interior del estadio sin capucha. Si la lluvia se desata, como ocurrió el pasado 29 de noviembre, seguramente no encontrarán capuchas suficientes y las pocas que encuentren tendrán que disputarlas por algún procedimiento casi-violento (colas, tumultos, gritos, etc.) pues no habrá ningún especulador que abuse de la situación fijando un precio que las asigne a los que les dan mayor valor. Si el 29 de noviembre el regulador hubiese fijado el precio "justo" de las capas seguramente La Reina no habría sido la única mojada.
 
LGVA
Diciembre de 2012.