Manifiesto
por Colombia o Manifiesto por un Estado Omnisciente, Omnipotente e Inmaculado
Luis
Guillermo Vélez Álvarez
Economista
“¿Pescarás con anzuelo a Leviatán, sujetarás su lengua
con cordeles? (…) Tu esperanza seria ilusoria, pues sólo su vista aterra. No
hay audaz capaz de provocarlo, ¿quién puede resistirle frente a frente?, ¿Quién
le plantó cara y salió ileso? Nadie bajo los cielos. (…) En su cuello reside la
fuerza, ante él danza el espanto. (…) Su corazón es sólido como una roca (…) La
espada lo golpea y no se clava, ni dardo, jabalina o lanza (…). Nada se le
iguala en la tierra, pues es creatura sin miedo. Mira a la cara a los más
altivos, es el rey de los hijos del orgullo”
(Libro de Job, Capítulo 41, versículos 1 - 26)
(Libro de Job, Capítulo 41, versículos 1 - 26)
Un amigo me hizo la invitación de suscribir el
Manifiesto por Colombia, publicado recientemente en algunos medios como la
revista Dinero y el diario Portafolio. No pude aceptarla, pues siendo un
documento bien intencionado y respaldado por gentes de buena voluntad, lo
encuentro profundamente equivocado en su concepción fundamental y tremendamente
inoportuno en la actual coyuntura política que es la misma que motiva su
publicación. También me asustó su inquietante título de “Manifiesto” y su tono
de letanía secular que trajo a mi memoria perturbadores pasajes de la pesadilla
orwelliana.
Es un documento profundamente anti-liberal, una
exaltación desproporcionada del estatismo colectivista que ha invadido la
conciencia de las gentes y tiene en jaque a las más sólidas democracias
occidentales y amenaza con destruir las débiles democracias de América Latina,
como ya ocurrió en Venezuela y está ocurriendo en Colombia.
En el primer artículo de su profesión de fe estatista,
los firmantes del Manifiesto, que se presumen liberales, afirman creer “en un
estado que se esfuerza por reducir la desigualdad social”. ¿Hasta dónde
reducirla? ¿Cuál es el límite de la desigualdad tolerable? Una vez puesta en
funcionamiento y adoptada como norma fundamental de la sociedad, la ideología
igualitarista no conoce límite alguno y es por eso que se está convirtiendo,
como lo señalará Hayek, en la fuerza más destructiva de la sociedad liberal. La
más tremenda confusión intelectual de nuestro tiempo – dice también Hayek - es
la que ha llevado a los liberales a transformar el presupuesto fundamental de
una sociedad libre, la igualdad ante la ley, que debe respetar y preservar todo
gobierno de origen democrático, en la exigencia a ese gobierno de tratar de
forma diferente a las personas para igualar su condición material. La
realización plena de ese ideal no puede ser la obra de un gobierno limitado
verdaderamente liberal sino la de un gobierno con poder ilimitado de emplear su
fuerza coactiva para decidir sobre el trabajo de cada cual y su remuneración.
Quieran lo o no los firmantes del Manifiesto, el igualitarismo distributivo -
en la medida en que va privando al individuo de las señales e incentivos que le
enseñan a ser responsable de su propio destino con sus logros y sus fracasos - conduce
necesariamente a la instauración de un gobierno que de todo se encarga, un gobierno
cada vez más poderoso. El igualitarismo absoluto requiere un gobierno
igualmente absoluto.
También proclaman creer, los Manifestantes, “en un
estado que lucha contra la corrupción y contra las estructuras criminales que
generan” y señalan que la financiación de la actividad electoral de es un medio
expedito para romper el vínculo entre la política y la corrupción. Quiero
pensar que este artículo de fe está inspirado más en la ingenuidad que en el
cinismo. Los grandes gobiernos modernos – que lo regulan todo, que emplean a
millones personas y que otorgan subsidios a muchas más - se han convertido en
gigantescos dispositivos de corrupción legalizada. Ciertamente la compra-venta
de los votos amenaza la preservación de la democracia, pero es una ilusión
creer que la financiación de las votaciones por un gobierno grande, cada vez
más grande, es capaz de eliminarla porque es ese gobierno grande justamente el
que la genera, como genera también las otras formas de corrupción: el soborno y
el clientelismo burocrático. Enfrentados los individuos a un gobierno que todo
lo puede y del que puede esperarse cualquier cosa buena o mala, nadie quiere
verse privado de tener representación directa o indirecta en un legislativo que
produce leyes sobre medida, de tratar de influenciar una administración de
justicia cuyos fallos pueden agrandar o destruir fortunas y aniquilar a las
personas, en fin, de cooptar un ejecutivo que distribuye puestos, contratos,
dádivas y toda clase de prebendas enriqueciendo a los unos y empobreciendo a
los más.
Creen
también los firmantes del Manifiesto, entre los que hay varios economistas, “en
un estado que desarrolla políticas eficaces para aumentar el empleo y la
formalización laboral”. Personalmente creo que no hace poco el gobierno en este
campo, realmente hace mucho y lo que hace lo hace bastante mal desde la
perspectiva de los que carecen de empleo o sobreviven en la mal llamada informalidad.
Todo el entramado normativo del mercado laboral está hecho para preservar los
beneficios de los fuertes sindicatos que agrupan a los maestros, funcionarios
judiciales y demás empleados públicos. Salario mínimo, costo de despido
exagerado, elevadas cargas parafiscales, transferencias que elevan el salario
de reserva, jornada laboral inflexible, etc. todo eso contribuye a que Colombia
tenga una tasa natural de desempleo cercana al 10% y a que la mal llamada
informalidad cobije al 50% de la población ocupada. El gobierno no tiene que
hacer nada para aumentar el empleo, el empleo asalariado y el noble trabajo
independiente, que llaman informal, lo crearán las empresas privadas y las
personas que quieran trabajar solo con que el gobierno los libere de todas las
trabas que impiden la libre contratación en términos de cantidades y precios,
de acuerdo con la infinidad de circunstancias de tiempo, modo y lugar que solo
conocen los interesados y que escaparán siempre a la mirada de los burócratas
del gobierno por más perspicaces que se pretendan.
Nadie puede
negar la importancia de la educación “como fundamento del desarrollo económico
y social”. Aquí, una vez más, los Manifestantes, proclaman su fe ciega en que
en este campo nada puede hacerse por fuera del estado. Hablar de la educación
pública en Colombia sin reconocer que, por obra de Fecode y los demás
sindicatos de profesores, esta se ha convertido en un remedo educación, que
crea más ilusiones de progreso material que medios para realizarlas, y que es una
fuente de adoctrinamiento ideológico, expresa una terrible ingenuidad o una
descarada hipocresía. En la educación básica han aparecido infinidad de
establecimientos privados porque todos los padres de familia que pueden
hacerlo, aún con gran esfuerzo económico, tratan de liberar a sus hijos de la
coyunda de Fecode. Y los jóvenes universitarios, cuando tuvieron la oportunidad
de hacerlo con el programa “Ser pilo paga”, huyeron en masa de las
universidades públicas, convertidas en santuario de terroristas radicales de
izquierda, sin que esto parezca importarles a sus directivos y docentes que no
hacen más que reclamar aumentos de un presupuesto que gastan sin rendirle cuentas
a nadie. Por supuesto que con los impuestos se debe financiar – total o
parcialmente, de acuerdo con la condición económica de las familias - la
educación de los niños y los jóvenes, pero no entregándolos inermes al
monopolio de la educación oficial. La única forma de garantizar una mayor
cobertura y mejor calidad educativa, es otorgándoles a las familias la libertad
de elegir los establecimientos y las personas a las que encomiendan la
educación de sus hijos. La implantación a todos los niveles del voucher
educativo propuesto por Milton Friedman es la forma verdaderamente liberal de
enfrentar la problemática de la educación en Colombia.
Por supuesto
que toda sociedad debe proteger a la vejez desamparada y, no solo a la vejez,
sino a todos sus miembros a quienes les vaya verdaderamente mal. La idea de que
debe ayudarse a quienes padecen graves carencias es inherente al concepto mismo
de sociedad. La discusión radica en la forma que la sociedad aborda la solución
de ese problema y define el papel de los agentes encargados de hacerlo. Aquí,
como en todos los ámbitos de la vida, los Manifestantes no encuentran posible
que eso se haga por un agente distinto que el gobierno empleando para ello sus
instrumentos de coacción. Ni las familias, ni las asociaciones voluntarias de
individuos parecen estar llamadas a desempeñar papel alguno. Además de socavar
los valores de la responsabilidad personal, el esfuerzo y el mérito propios, el
estatismo socava los vínculos familiares y de amistad social en los que se
apoya la solidaridad. Bertrand de Jouvenel destaca la importancia de distinguir entre solidaridad y redistribución. Cuando una persona recibe una transferencia que le
permite adquirir unos alimentos que no puede comprar con sus propios recursos o
pagar una atención médica de la que se vería privada sin ella, la sociedad está
siendo solidaria. Cuando la transferencia le evita a esa persona un gasto que
podría haber hecho de su propio bolsillo, hay redistribución pues su ingreso se
ve aumentado en la misma cuantía del gasto evitado. Esta es una
cuestión fundamental que debe encarar la sociedad colombiana: alentar la
solidaridad con quienes no pueden valerse por sí mismos y combatir el
redistribucionismo igualitarista que es el disfraz moderno de la envidia.
Además de
los cinco puntos discutidos, el Manifiesto contiene otros ocho, dos o tres de
los cuales se refieren a la protección de la vida, la defensa del territorio y la adecuada administración de la justicia. A pesar de estar impregnados de
toda la retórica estatista que preside el documento, es imposible estar en
desacuerdo con ellos pues se trata de lo que la tradición liberal clásica ha
considerado como los deberes inherentes a todo gobierno limitado, aunque
curiosamente se omita cualquier referencia al deber de proteger la propiedad.
Los demás
puntos reiteran la inquebrantable fe de los firmantes en la omnipotencia y omnisciencia
del gobierno ilimitado. Referirme a esos puntos me parece innecesariamente
prolijo. En lugar de ello, voy a tratar de un asunto aparentemente semántico que
permitirá dilucidar el concepto del estado inmaculado.
En el
Manifiesto se habla siempre de “Estado”, así, con mayúscula, nunca de “Gobierno”.
Los estatistas prefieren el primer término para referirse a una entidad abstracta
que tiene el poder de coacción sobre la sociedad, reservando el segundo para
referirse el conjunto de individuos que en circunstancias contingentes están a
cargo de ese poder de coacción. Esta forma de hablar tiene implicaciones conceptuales
y políticas de enorme trascendencia.
Los
gobiernos suelen ser ineficientes, ineficaces, indolentes, incompetentes,
imprevisivos, indiferentes, indignos, inoportunos, imprudentes, indelicados,
impuros, ignorantes, impasibles y, sobre todo, corruptos. Todos estos y muchos
más denuestos, que lanzan los políticos cuando no son ellos los gobernantes, se
refieren siempre al gobierno contingente pero nunca al “Estado”, que permanece inmaculado,
aunque esté circunstancialmente manchado por las acciones de unos hombres malos
que basta reemplazar por los hombres buenos, que están en la oposición, para que
el estado y el gobierno, ahí sí sinónimos, recobre su pureza primigenia.
Los
economistas de la Escuela de la Elección Pública pusieron nuevamente al desnudo
esa ficción, que por supuesto no estaba en la mente de los filósofos y
economistas que fundaron la tradición liberal. No dudo de que existan hombres
buenos, decía Hume, pero para los asuntos del gobierno es mejor suponer que
todos somos bellacos. O, como lo expresó más tarde Stuart Mill, con especial
crudeza: “El verdadero principio de un gobierno
constitucional exige que se presuma que se abusará del poder político para
alcanzar los objetivos particulares de quien lo detenta, no porque siempre sea
así, sino porque esa es la tendencia natural de las cosas…”.
Contrariamente a lo que creen los firmantes del Manifiesto, el estado que
idolatran no es una elaboración divina dotada de omnisciencia y bondad. Los
estados o, mejor, los gobiernos, son organizaciones humanas donde las
decisiones se toman por seres humanos no mejores ni peores que los demás. Los firmantes,
parecen razonar en dos mundos: en el ámbito de las decisiones privadas los
individuos son guiados por su propio interés; en el ámbito de las decisiones
públicas, se tornan altruistas, y son guiados por el interés general, por la
búsqueda del bien público o la justicia social. Esto es, por supuesto, una ficción,
pero, por sorprendente que parezca, sobre esa ficción descansa la confianza
ilimitada de los Manifestantes en el Leviatán.
El Manifiesto ha sido y será aplaudido por los políticos de todas las
tendencias y todos, incluidos Petro y los dirigentes de las Farc o el ELN, lo
habrían suscrito si se lo hubieran permitido. Eso no tiene nada de sorprendente
pues, como afirman Buchanan y Brennan, “los políticos de cualquier ideología
tienen intereses en común, y la posibilidad que tienen de explotarlos a
expensas del electorado es muy considerable”. Esa posibilidad de explotación se
materializa por medio del control de ese estado grande, omnipotente, omnisciente
e inmaculado que glorifican los Manifestantes y que, en busca del bien común,
la distribución del ingreso o la justicia social, queda facultado para cometer
cualquier bellaquería.
Además de ser anti-liberal, el Manifiesto es anti-democrático y un
poquitín sedicioso, habida cuenta de las circunstancias en las que se publica y
de su propósito eminentemente político. La democracia consiste,
fundamentalmente, en la realización de votaciones periódicas y en la entrega
pacífica del poder según el resultado de esas votaciones. Los gobiernos que se
suceden pueden ser malos o buenos. La democracia es – como lo recuerda Popper -
el método que tiene la sociedad para deshacerse sin derramamiento de sangre de
los malos gobernantes. Por eso, cuando un gobierno resulta malo, no toca más
que soportarlo y esperar pacientemente la próxima votación. Cuando la sociedad
vota un gobierno vota un programa, y democracia es también aceptar ese hecho.
Democracia es tolerar un gobierno que no nos gusta, ejecutando un programa que
nos parece repudiable, siempre que se tenga la certeza de que ese gobierno respetará
las reglas del juego electoral.
No veo el más mínimo indicio de que el Presidente Duque tenga la
intención de perpetuarse en el poder, pasando por encima de los resultados de
las votaciones. Por ello, no hay razón válida tratar de sacarlo del gobierno
antes del término constitucional de su mandato o, lo que es casi lo mismo, de
forzarlo a gobernar con un programa diferente de aquel por el cual fue elegido.
Esta es ostensiblemente la pretensión de los promotores del paro de noviembre
con su desaforado programa de los 104 puntos. Creo que, más por ingenuidad que
por malevolencia, los Manifestantes están validando esa pretensión y eso me
parece completamente inaceptable. Al igual que la de los 104 puntos, el
Manifiesto estatista es una propuesta política enteramente válida, pero, una y
otra, deben ser sometidas a la consideración de los electores en su debido
momento, sin pretender imponerlas mediante la sedición violenta o la sedición con
guante de seda.
LGVA
Febrero de 2020.