Politica y legislación de tierra en Colombia en los siglos XIX y XX[1]
Luis Guillermo Vélez Alvarez
Economista, Docente Universidad EAFIT
Economista, Docente Universidad EAFIT
I. Introducción
Se presenta en este documento una descripción de la política y la legislación de tierras en Colombia durante los siglos XIX y XX. El problema de la adjudicación de baldíos es el aspecto más notable de la legislación en el siglo XIX. También son importantes el tema de los resguardos y el de la desamortización. Como se verá, la forma en que se enfrentó el conflicto sobre baldíos entre los ocupantes productivos y los terratenientes y detentores de los bonos de tierra incidirá de forma determinante en los conflictos agrarios del siglo XX.
En este último siglo pueden distinguirse cuatro etapas asociadas a otras tantas leyes fundamentales en las que se plasma la orientación de la política. La ley 200 de 1936 define la primera, orientada principalmente a la legitimación de los títulos y subsidiariamente a la redistribución. En 1944, con la ley 100 de ese año, se entra en una especie de interregno: regularizar las formas de trabajo en el campo era su objetivo. Con la ley 135 de 1961 se retoma con fuerza el problema de las redistribución. Sin renunciar expresamente a la intervención estatal directa en la distribución de la propiedad rural, las leyes 4 y 5 de 1973 y 6 de 1975 reorientan la política hacia el fomento de la producción y bajan el énfasis a las cuestiones la tenencia. Con la ley 160 de 1994 se busca dejar en el mercado la cuestión de la tenencia apoyando el acceso del campesinado pobre a la tierra con el crédito subsidiado.
II. Siglo XIX. Baldíos, resguardos y bienes amortizados.
En el siglo XIX las tierras en Colombia se distribuyen en las haciendas coloniales, los resguardos indígenas, las tierras de la iglesia y las de dominio público o tierras baldías[2]. No sabe mucho de su distribución cuantitativa en esas modalidades de tenencia. El geógrafo Agustín Codazzi, quien recorrió el país a mediados del siglo, estimó que los baldíos representaban el 75% del territorio. Otros estudiosos hablan de un porcentaje mayor. Estas formas de tenencia determinaron tanto la orientación de la política de tierras de los gobiernos republicanos en todo el período, y aún de las tres primeras décadas del siglo XX, como la naturaleza de los conflictos de tierras.
1. La adjudicación de tierras baldías.
Ya desde la colonia, el estado entregaba grandes extensiones de tierras baldías a particulares en pago de servicios o con el propósito de fomentar la ocupación del territorio, especialmente en el período de las reformas borbónicas. Después de la independencia, y hasta mediados del siglo XIX, esta práctica se mantuvo, inicialmente, para recompensar a los militares de que participaron en las guerras de independencia y, más adelante, para fomentar la inmigración y con propósitos fiscales. También se otorgaban baldíos para la construcción de vías de transporte – caminos, ferrocarriles y canales. Una ley de 1835 concedió 25.000 hectáreas al contratista encargado de la construcción del camino del Quindío.
El uso de baldíos como recurso fiscal se remonta al momento mismo de finalización de las guerras de independencia. Carentes de fondos, las nuevas republicas optaron por recompensar a los antiguos combatientes con bonos territoriales sobre extensiones que variaban según el grado del militar o sus méritos en los combates. En 1821, el Congreso de Cúcuta expidió leyes sobre recompensas y enajenación de baldíos y dispuso la creación de una oficina de agrimensura. Una ley de 1825 asigna 50.000 fanegadas. Otra más de 1844 asigna baldíos a varios militares. Al parecer la mayor parte de los beneficiarios de los bonos, por falta de recursos o por no estar interesados en la agricultura, no reclamaban las tierras concedidas y vendían sus títulos a comerciantes y terratenientes. Nació así un incipiente mercado de bonos de tierra que se vio progresivamente ampliado con los títulos de quienes suscribían los empréstitos de la nación redimibles en tierra. Así, quienes deseaban adquirir tierra para dedicarse a las labores agrícolas o ampliar sus posesiones acudían a este mercado secundario, adquirían los títulos y, posteriormente, reclamaban las tierras. Todavía a comienzos del siglo XX se podían comprar baldíos con los antiguos bonos.
En 1825 se crea, con un capital de $ 400.000, la Compañía Nacional de Colonización de Colombia que debía entrar en posesión de 500.000 fanegadas de tierra para ofrecerlas a extranjeros que quisieran poblarlas. Entre sus socios se encontraban Juan de Dios Aranzazu, quien ejercería como presidente encargado en 1841, y otros notables de la época. La Compañía tendría un socio extranjero, Darttres y Cia, de Londres. Según reporta Tovar Pinzón (Ocampo 2007, páginas 114-115), entre 1823 y 1827 se presentaron 11 solicitudes de tierras baldías para colonizar por 1.760.000 fanegadas. Esta política tuvo al parecer pocos efectos en fomentar la inmigración pues los pocos empresarios extranjeros que llegaron al país a lo largo de siglo XIX se orientaron a la minería y al comercio, no a la agricultura.
Victor Manuel Patiño (1997) identifica diversas modalidades y objetivos de la adjudicación de baldíos. Recibieron derechos sobre baldíos los militares que participaron en las guerras de la independencia, funcionarios públicos, tenedores de títulos de la deuda externa contraída con ocasión de las guerras de independencia, extranjeros inmigrantes, colonos, empresarios que construyeron caminos de herradura, ferrocarriles o canales, empresas de navegación fluvial y entidades territoriales. También se entregaron tierras para fundación de poblados.
Según Catherine LeGrand (1988), entre 1827 y 1931, el 97,8% de las concesiones de tierras baldías se entregaron a particulares; el 1,5% a empresas de diversa índoles y 0,7% a entidades territoriales. Los particulares recibieron el 78,3% de la tierra, las empresas 6,7% y los municipios y departamentos 10,6%. Para la fundación de nuevos poblados se otorgaron 18 concesiones con un total de 141.819 hectáreas equivalente a 4,4% de la tierra entregada en ese período. (Cuadro 1).
Cuadro 1
LeGrand (1988) diferencia dos fases en la política de baldíos en el siglo XIX. La primera, entre 1820 y 1870, dicha política estaría marcada por los problemas fiscales de la nación; aunque también buscó fomentar la inmigración y la ocupar el territorio otorgando concesiones para la fundación de poblados. En la década de los 1870 se produce en cambio en la política que, dejando atrás las consideraciones fiscales que hasta entonces habían orientado la legislación de tierras, se pone como objetivo promover la explotación económica de las áreas de frontera por medio de concesiones gratuitas. Las leyes 61 de 1874 y 48 de 1882 recogen esta orientación. “La propiedad de baldíos se adquiere por cultivo, cualquiera sea su extensión”, señala la Ley 48. También establece que: “los cultivadores de las tierras baldías establecidos en ellas con casa y labranza, serán considerados como poseedores de buena fe y no podrá ser privados de la posesión sino por sentencia dictada en juicio civil ordinario”.[3]
Cuadro 2
“Las leyes especificaban que aunque no hubieran solicitado título legal, por el hecho de su ocupación, los colonos adquirían derechos de tierra. Se prohibía expresamente a los tenedores de bonos la adquisición de territorios ya abiertos por los colonos, y en los pleitos sobre derechos a la tierra la ley favorecía sobre los demás aspirantes a quienes la hubieran labrado durante cinco o más años. Así, en los años posteriores a 1870 el congreso colombiano reconoció explícitamente un conflicto potencial entre colonos y grandes empresarios, y al hacerlo tomó partido por los colonos. Los cultivadores de baldíos fueron el único grupo campesino de Colombia cuyos derechos obtuvieron una definición legal explícita a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Al mismo tiempo, el gobierno incitaba a los colonos independientes a solicitar por vías legales la adjudicación de la tierra que cultivaban, pues sin títulos de propiedad no podían vender ni hipotecar sus parcelas. Al fortalecer así los derechos legales de los cultivadores y al facilitar la obtención de su títulos de propiedad, el gobierno colombiano buscaba estimular la colonización y utilización económica de los baldíos por ambos, grandes y pequeños productores”[4]
Las intenciones de estado nacional de formalizar los derechos de propiedad de los ocupantes productivos en las tierras de frontera se estrellarían con su débil capacidad de intervención para resolver a favor de éstos los conflictos de tierras que se incrementarían exponencialmente entre 1870 y 1930. (Cuadro 3). Reflejo de esta situación lo es también el hecho de que los tenedores de bonos territoriales obtuvieron la mayor cantidad de tierra adjudicada aún después del cambio de la política. (Cuadro 4).
Cuadro 3
Cuadro 4
El fracaso del estado en la formalización de los derechos de propiedad en las tierras de frontera a favor de los colonos tuvo importantes consecuencias en la historia económica y social del país. De una parte, afectaría negativamente el desarrollo de la agricultura de exportación en la segunda mitad del siglo XIX y, de la otra, daría lugar al desarrollo de los latifundios improductivos que estarán en el centro de los conflictos agrarios del siglo XX.
Con base en un modelo econométrico que relaciona el grado de formalización de los derechos de propiedad – expresado por los conflictos de tierra - y la producción agrícola exportable a nivel municipal, Sanchez el alia (2010) plantean que la producción exportable de los municipios con más conflictos de tierras estuvo por debajo de su nivel potencial dado que los colonos, temerosos de ser usurpados por los terratenientes, restringieron siembras e inversiones.
2. Liquidación de los resguardos.
Los resguardos eran las tierras asignadas a los pueblos indígenas. No podían ser vendidas ni arrendadas y su propiedad era comunitaria. El resguardo típico estaba conformado por tres categorías de tierras: lotes de usufructo familiar, tierras comunales de bosque y pastoreo y tierras dedicadas al pago de tributo y al sostenimiento del cura. La disolución de los resguardos había ya empezado en las últimas décadas del período colonial.
Los primeros resguardos se crearon hacia 1600 con el objeto de de proteger a los indígenas, considerados como “vasallos libres de rey”, de la sobre-explotación de los encomenderos y colonos. Siglo y medio después, las transformaciones demográficas y sociales – disminución de la población indígena y aumento de los criollos y mestizos – generaron conflictos por las tierras en las vecindades de los resguardos y llevaron a los funcionarios coloniales a la convicción de que éstos debían ser liquidados y sus tierras rematadas. Entre 1755 y 1778 se disolvieron en la provincia de Tunja 39 resguardos ocupados por 29.000 personas, 8.000 de las cuales eran indios, el resto mestizos y blancos pobres. (Melo, 2007).
Desde el inicio de la época republicana, el proceso de disolución de los resguardos se aceleró. El decreto del 20 de mayo de 1820, firmado por Bolívar, dispone:
"Los resguardos de tierras asignadas a los indígenas por las leyes españolas, y que hasta ahora han poseído en común, o en porciones destinadas a sus familias solo para su cultivo se les repartirán en pleno dominio y propiedad luego que lo permitan las circunstancias"
La ley del 11 de octubre de 1821, emanada del Congreso de Cúcuta, declaró a los indios libres de tributo y decretó que los el reparto individual de la tierra de los resguardos. Dispuso también que personas pertenecientes a otros grupos étnicos pudiesen establecerse en los resguardos arrendando sus tierras. El decreto del 15 de octubre de 1828, promulgado por Bolívar, ratifica el reparto de los resguardos a las familias indígenas y la posibilidad de arrendar a los no indígenas las tierras sobrantes. La ley 6 de marzo de 1832 dispone que los indígenas no pueden vender sus parcelas antes de 10 años, plazo que se eleva a 20 en 1834, mediante la ley del 2 de junio. La constitución de l863 autorizó a los indios para vender sus propiedades. (Patiño, 1997).
En algunas regiones, especialmente en Cauca y Nariño, los indígenas se opusieron a la disolución de los resguardos, muchos de los cuales logran sobrevivir hasta nuestros días. En Cundinamarca y Boyacá la disolución fue total. Existen diversos pareceres sobre la significación económica y las consecuencias de la disolución de los resguardos. Algunos autores, como Hernández Rodriguez y Tirado Mejía, piensan que la extinción del resguardo consolidó la gran hacienda y la aparcería. (Patiño, 1997). Por su parte, Hermes Tovar señala que:
“…no es probable que las tierras de los resguardos disueltos constituyeran una parte importante de la propiedad rural, ni que los indígenas involucrados fueran muchos. Por otra parte, el efecto inmediato de la disolución de los resguardos no parece haber sido la generación de latifundios; en muchas regiones se desarrolló, por el contrario, un sistema de propiedad en el que predomina el minifundio. Sin embargo, en algunos pocos casos se ha documentado la pérdida de propiedad de las tierras por parte de los indios y su conversión en arrendatarios de las haciendas vecinas. Algunos pueden haberse incorporado a las filas de los trabajadores asalariados rurales, aunque ciertamente no en y cantidades significativas”[5]
La ley 89 de 1890, aún vigente en muchos de sus artículos, restablece el resguardo. Durante el siglo XX, y especial después de la Constitución de l991, se desarrolla toda una acción pública favorable al resguardo. Hoy los 567 resguardos existentes tienen una extensión de 36.500.416 hectáreas, 29% del territorio nacional, y albergan una población de 800.000 personas.
En septiembre de 1861 el general Tomás Cipriano de Mosquera, como Presidente Provisorio de los Estados Unidos de la Nueva Granda y comandante del ejército insurrecto triunfante en la guerra civil, firmó el decreto que ordenaba la desamortización de bienes de manos muertas como represalia contra la iglesia por el apoyo que ésta había brindado durante ese conflicto al gobierno legítimo de Mariano Ospina Rodriguez. Aunque ese fue el pretexto, el general Mosquera estaba materializando el proyecto político liberal como se había hecho ya en España, Francia e Italia y otras naciones latinoamericanas: Paraguay (1811), Argentina (1822), Chile (1823), Uruguay (1838) y México (1856).
En los considerandos del decreto de desamortización se explicaba que “la falta de movimiento i libre circulación de una gran parte de propiedades raíces, que constituían la base de la riqueza pública, era uno de los mayores obstáculos para la prosperidad de la nación”. Se indicaba que las comunidades religiosas no podían poseer a perpetuidad bienes inmuebles pues ello atentaba contra los principios generales sobre la adquisición de bienes. Se determinó que las “propiedades rústicas i urbanas” y los “capitales de censos” y otros bienes pertenecientes a las corporaciones civiles o eclesiásticas se adjudicaran a la nación “por el valor correspondiente a la renta neta que en la actualidad producen o pagan, calculada como rédito al 6 por ciento anual”. Se excluían expresamente los inmuebles destinados al culto y a centros de educación, hospitales y obras beneficencia. Se ordenó hacer un inventario de los bienes que pasarían a la nación para luego ser rematados en pública subasta. Quienes denunciaran “censos i bienes ocultos” tenía la prioridad en su adjudicación “sin competencia ninguna”[6].
Los bienes amortizados eran las propiedades de entidades religiosas y eclesiásticas que en virtud de la legislación canónica no se podían comprar ni vender y que, por acuerdos de la iglesia con los estados, estaban exentos de impuestos. Estos bienes llegaban a manos de las entidades religiosas por las disposiciones testamentarias de los fieles que buscaban a cambio de su legado la realización de plegarias y ceremonias religiosas por el descanso eterno de sus almas. También se convertían en bienes amortizados las propiedades gravadas con censos irredimidos sobre las cuales se habían otorgado créditos con fondos de las capellanías.
Los censos y capellanías eran el soporte del sistema de crédito de la economía colonial. El censo era un préstamo a perpetuidad o a muy largo plazo, a muy bajo interés y garantizado con un bien raíz. Todo aquel que poseyera bienes raíces podía acudir a esta clase se préstamos, pero usualmente los beneficiarios principales eran grandes terratenientes. Los comerciantes y los empresarios mineros usualmente no eran sujeto de este tipo de crédito. Frecuentemente una misma propiedad resultaba gravada con múltiples censos y también muy frecuentemente su propietario o sus descendientes ante la incapacidad de pagar los intereses o redimir los censos debían entregar los bienes al creedor, usualmente una comunidad religiosa administradora de una capellanía, transformándose en bienes de manos muertas.
Una capellanía consistía en la afectación de un capital monetario o de una propiedad para que con sus intereses o su renta se remunera a un capellán – una institución religiosa – encargado de decir misas por el alma de su fundador, sus deudos o las almas del purgatorio en general que por disposición testamentaria eran los herederos del difunto acaudalado y piadoso, de ahí la calificación de esos bienes como bienes de manos muertas. Cuando se trataba de un capital monetario este se prestaba a largo plazo con una propiedad como garantía. El administrador o patrono de la capellanía no era, como se suele creer una orden religiosa. Casi siempre era el cónyuge, un hijo o un pariente cercano del difunto quien se constituía en una suerte de intermediario financiero que administraba los bienes de las almas del purgatorio, otorgaba los préstamos en censo, recibía los intereses y pagaba la renta a los capellanes o a otros beneficiarios no religiosos.
Salvador Camacho Roldán, comerciante y político de la época, consideraba el decreto de desamortización tan importante como la abolición de la esclavitud y la supresión del mayorazgo. Felipe Pérez, en su Geografía general física y política de los Estados Unidos de Colombia, publicada en 1883, estimó el valor de los bienes desamortizados en $ 20 millones, cifra equivalente a un 16% del PIB de 1860, según Jaramillo y Meisel (2010). El valor de la desamortización mexicana ascendió a $ 100 millones equivalente a 23% del PIB en ese mismo año.
Cuadro 5
Además de la importancia de la desamortización para la generación de ingresos fiscales, aspecto privilegiado por Mosquera, y la movilidad económica de la propiedad territorial, aspecto privilegiado por Florentino Gonzalez su principal ideólogo; para Rafael Núñez, secretario del tesoro en 1862, “… se trata de resolver con la desamortización, hasta donde es posible, el arduo e inmenso problema de la distribución inequitativa de la propiedad sin perjuicios de ningún derecho individual anterior”[7]. Este es un punto de importancia pues por primera vez se plantea como objetivo de la política pública de tierras la distribución equitativa. Con ese objetivo se otorgaron plazos para el pago de las propiedades rematadas y se dividieron en lotes algunas de éstas.
Jaramillo y Meisel (2010) presentan una distribución de los censos redimidos entre 1862 – 1873, obtienen la curva de Lorenz respectiva y calculan un coeficiente de Gini de 0,64, mucho menor que el calculado en las distribuciones de adjudicaciones de baldíos presentadas en el cuadro 2. El Gini de la distribución actual de la tierra en Colombia es 0,85, según estimación del Banco Mundial.
Cuadro 6
Desde el punto de vista fiscal la desamortización parece haber sido un buen negocio para la nación. Díaz (1989) estima en $ 11 millones los recaudados fiscales; Kalmanovitz (1989) habla de $ 12 millones y Jaramillo y Meisel de $ 10.7 millones. Esa cifra debe compararse con el pago a perpetuidad que debía realizar la nación equivalente un 4,5% del valor de los bienes rematados o apropiados por la nación, es decir $ 900.000; que en valor presente equivalen $ 9.9 millones. Pero si se tiene en cuenta que la nación empezó a pagar sólo a partir de 1888, después de la firma del concordato, el valor presente en 1861, año en el que se realizaron las expropiaciones, se reduce a poco más de $ 1,6 millones, empleando una tasa de descuento de 10%, interés usual para los préstamos de la época. Ahora bien, la hiperinflación de finales siglo XIX redujo a una cifra irrisoria el valor real de esos pagos.
Además de la seguridad jurídica que dio a las propiedades rematadas, al liberarlas de los pasivos ocultos, y de la mayor movilidad de la tierra al poner en circulación propiedades eclesiásticas que no podían ser vendidas; la desamortización, destruyendo el sistema colonial de crédito basado en censos y capellanías, abrió las puertas al desarrollo de la banca comercial, especialmente a partir de la promulgación de la ley de bancos de 1865. En 1881 había en el país 42 bancos privados.
III. Siglo XX. Legitimación de títulos y redistribución.
1. Los conflictos agrarios de principios de siglo.
Después de la Guerra de los Mil Días y de la traumática pérdida de Panamá, el país entra en un período de relativa paz política que se extenderá hasta finales de los años 40. El café se consolida como el principal producto de exportación por el sólido crecimiento de la demanda mundial y la expansión de la producción parcelaria del occidente. Se inicia el proceso de industrialización con la aparición de las empresas textileras, de alimentos y bebidas que dominarán el panorama del sector hasta los años 70. El gobierno nacional por fin tiene recursos – la indemnización por la pérdida de Panamá y crédito externo – para invertir en carreteras y ferrocarriles. Las ciudades crecen por la migración y aparece un incipiente proletariado urbano. El país recibe inversión extranjera en petróleo y en plantaciones de banano. La década de los 20 será el período de mayor crecimiento económico en la historia de Colombia.
Ya finales del siglo XIX y principios del XX son tres las cuestiones que determinarán la naturaleza de los conflictos agrarios y la orientación de la política de tierras en las décadas siguientes: la resistencia de los indígenas a la disolución de los resguardos; los conflictos en la colonización de nuevas tierras y los conflictos entre arrendatarios y hacendados[8].
El crecimiento de los conflictos de tierras es exponencial (gráfico 1) y éstos se presentan en toda la geografía nacional (gráfico 2).
Gráfico 2
La percepción de esos conflictos varía según la perspectiva de los actores involucrados. En la edición de mayo de 1906 de la Revista Nacional de Agricultura, publicada por la Sociedad de Agricultores de Colombia – SAC – se lee:
“Confiamos en que los prefectos y autoridades de municipales le prestarán a los dueños o administradores de los cafetales todo el apoyo necesario a fin de que los trabajadores que han sido traídos de distintos puntos de la República con grandes sacrificios pecuniarios cumplan los contratos de enganche. La desmoralización entre esa gente ha tenido proporciones alarmantes, de suerte que nos llegan permanentemente quejas de las haciendas a este respecto”[9]
Los trabajadores, de quienes se queja la SAC, se estaban rebelando contra el contrato de aparcería. Jesús del Corral, representante de la izquierda liberal que aclamaría a López Pumarejo, los defiende:
“Otra de las formas en que aparece el feudalismo (…) consiste en el despojo de que son víctimas los arrendatarios cuando por cualquier motivo no quiere el patrón que ellos continúen viviendo en las haciendas en donde aquellos desgraciados cultivan sus estancias con interés de verdaderos propietarios, sin contar con que, de un momento a otro, los obligarán a abandonar las sementeras o venderlas por sumas insignificantes que no alcanzan siquiera a cubrir los gastos del plantío”[10]
Los indígenas del Cauca que consiguieron mantener sus resguardos a lo largo del siglo XIX, se enfrentan con colonos y hacendados. Cinco de los conflictos que se registran en el Cauca son entre colonos e indígenas. Manuel Quintín Lame los dirige. Defiende la legislación indígena proteccionista y paternalista expedida por los gobiernos conservadores de la regeneración. Se levanta en armas y crea la primera guerrilla de la historia colombiana. Se convertirá en símbolo de la lucha indígena.
En los conflictos sobre baldíos, entre 1870 y 1930, el gobierno nacional en general adoptó una política favorable a los colonos, documenta ampliamente LeGrand:
“En instrucciones a los gobiernos locales, el gobierno nacional insistía en que los predios ocupados por colonos no podían se otorgados a otras personas. (…) Ordenaba que carteles con las leyes sobre derechos de los colonos fueran fijados en las plazas municipales (…) pedía a las autoridades locales que registraran los nombres de los colonos en su jurisdicción para que el gobierno pudiera protegerlos (….) exhortaba a los colonos a defenderse mediante la titulación de sus predios (…) por lo general respondía en forma positiva a las peticiones de los colonos amenazados por empresarios (…) en ocasiones se negaba a aprobar concesiones otorgadas en tierras de colonos”[11]
También Gilhodes, con escepticismo, da cuenta de los esfuerzos del gobierno central por favorecer a los colonos. “Durante todo el siglo los textos o declaraciones de los ministros de Agricultura o de Industrias son un rosario de buenas intenciones que por lo repetido no parecen tener efecto”. Y cita a las declaraciones de Luis Montoya, ministro de agricultura en los años 20:
“El amparo al pequeño cultivador de terrenos baldíos contra adjudicatarios que adquieren grandes extensiones de tierras a cambio de títulos de deuda o concesión, no puede descuidarse y pasar inadvertido por más tiempo sin riesgo de que por la comisión de toda injusticia se formen y acumulen sedimentos de odio y de revuelta”[12]
En 1926, la Corte Suprema de Justicia dictó una sentencia según la cual todo el territorio colombiano se presumía baldío hasta que se demostrara la contrario y esto se probaba solo con el título original. Testamentos, ventas o sentencias judiciales no era suficientes para probar derechos de propiedad. Los grandes propietarios de tierra la denominaron la “prueba diabólica”. Albert Hirschman señala que dicha sentencia “…hizo temblar los cimientos del orden establecido. Acuciados por su necesidades, los arrendatarios no fueron nada remisos para aprovechar la ventaja que esa providencia judicial les brindaba”[13].
Tan favorable a los colonos fue la política del gobierno central que muchos terratenientes se hacían pasar como tales o empleaba testaferros para conseguir el apoyo del gobierno nacional a sus peticiones. La United Fruit Company instruía a sus trabajadores para que plantaran banano ilegalmente en baldíos nacionales haciéndose pasar por colonos independientes[14].
Debe mencionarse la Ley 56 de 1905 promulgada por la Asamblea Nacional Constituyente y Legislativa que estuvo vigente hasta 1911. Como la ha destacado Mariano Arango dicha norma era más avanzada que la ley 200 de 1936 “…en aspectos considerados nodulares por los ideólogos de la revolución en marcha”[15]. Es conveniente destacar algunos aspectos de esta ley que no ha tenido el reconocimiento otorgado a la famosa ley 200.
El artículo 7 establece que: “Los terrenos baldíos que no hayan sido cultivados desde la expedición de la Ley 48 de 1882 volverán ipso facto al dominio de la Nación, y exhibida la prueba de no estar cultivados, pueden ser denunciados. Así mismo, en lo sucesivo, todo terreno baldío adjudicado a colonos, empresarios o cultivadores debe trabajarse siquiera en la mitad de su extensión, sin cuyo requisito quedará extinguido el derecho del adjudicatario en el plazo fijado en el título de la adjudicación.”. La ley 200 daba 10 años, a partir de su vigencia, para el retorno al dominio público de las tierras baldías adjudicadas no explotadas económicamente. El artículo 13 establecía un gravamen a los baldíos adjudicados y ociosos: “Todas las adjudicaciones de baldíos que estén vigentes por cualquier título y cuyos terrenos no hayan sido cultivados, pagarán un impuesto igual al que rige para los predios rústicos, y para su cobro se faculta a los Consejos Municipales de los respectivos Distritos en donde se hallen ubicados los baldíos en referencia. Esta disposición es mucho más audaz que el impuesto de renta presuntiva de los años 70. El artículo 21 dispuso que: Las adjudicaciones de tierras baldías a cambio de títulos ya entregados, a favor de empresarios o contratistas de ciertas obras públicas, como subvención a éstas, no se considerarán como definitivas sino en tanto que el Gobierno haga la declaratoria de que los contratistas o concesionarios han cumplido con las obligaciones mediante las cuales se haya hecho la concesión. El artículo 15 prohibía la emisión de bonos territoriales y el 11 limitaba a 1.000 hectáreas la extensión máxima adjudicable a cualquier título.
Arango (1977) la ley 56 permitió durante algunos años aumentar las tierras baldías adjudicadas a los colonos y reducir adjudicadas a los tenedores de bonos. Sin embargo, a partir de 1911 se expidió una legislación que deshacía los avances de la ley 56. De hecho el gobierno mismo bajo el cual se expidió la burló de inmediato. La ley fue expedida en mayo y noviembre el salió una emisión de bonos territoriales.
La tercera forma de conflicto agrario es sobre las condiciones de trabajo en las haciendas y el contrato de aparcería. Los aparceros reclamaban en principio la libre disposición de su parcela y el derecho a sembrar cultivos permanentes, especialmente, de café. Entre 1925 y 1930, reporta Bejarano, 20 de las grandes haciendas de Cundinamarca enfrentaron esa pretensión[16]. Con frecuencia de ahí se seguía el reclamo de la posesión de la tierra; lo cual explica la férrea oposición de los terratenientes. Uno de sus representantes, Pedro E. Otero, escribía en 1918 al Presidente de la República:
“…han implantado el sistema de dar porciones o lotes a colonos o arrendatarios para que los cultiven con derecho a usufructuar las mejoras que establezcan a cambio de contribuir con su trabajo personal y otras obligaciones a las labores y menesteres de las fincas. Tales arrendatarios o colonos se sublevan contra los propietarios y los desconocen con vías de hecho declarándose por sí ante sí poseedores legítimos de las porciones que ocupan”.[17]
2. De la ley 200 de 1936 a la ley 100 de 1944.
Los conflictos de tierras se intensificaron al inicio de los años 30. Ya bajo el gobierno de Olaya Herrera, el primero de los cuatro de la llamada República Liberal, líderes del ala izquierda del partido liberal como Gerardo Molina y Jorge Eliécer Gaitán promueven proyectos para impulsar los que empieza a denominarse “la reforma agraria”. Molina, desde el directorio liberal de Antioquia, propone, en abril de 1931, una reforma agraria contra el latifundio mediante un impuesto progresivo y la compra y parcelación. En agosto de ese mismo año, Gaitán presenta al congreso un proyecto de ley que empieza: “La propiedad privada garantizada por la Constitución constituye no solamente un derecho sino que implica deberes para con la propiedad. El cultivo y explotación de la tierra es un deber del propietario”[18]. Carlos Lleras Restrepo, rival político de Gaitán y situado ideológicamente más al centro, presenta, en 1934, un proyecto de ley en cuya exposición de motivos se lee:
“Nuestra economía rural se caracteriza en gran parte del país por un fenómeno de concentración originaria de tierras en manos de unos pocos propietarios. Las consecuencias de este hecho saltan a la vista: existencia de grandes latifundios inexplotados, incapacidad de los dueños para atender el cultivo y vigilancia de los predios; formación de un proletariado agrícola y separación entre la propiedad de la tierra y el valor de las mejoras a ella incorporadas por arrendatarios aparceros y colonos”.
El mismo representante Lleras Restrepo presenta también un proyecto de acto legislativo de dos artículos:
“Artículo 1: Se garantiza el derecho de propiedad, limitado siempre por la utilidad social. En consecuencia, el Estado puede imponer a la propiedad privada las limitaciones o transformaciones que convengan al interés público. Artículo2: La propiedad territorial obliga su uso al constituir al mismo tiempo un servicio para la sociedad. La ley determina la cantidad máxima de tierra que puede pertenecer a una persona”[19]
Con un Congreso hegemónicamente liberal, pues el partido conservador se había abstenido en las elecciones presidenciales y legislativas de 1934, López Pumarejo hará adoptar por el Congreso la reforma constitucional y la reforma agraria que se prefiguraban desde la administración de Olaya Herrera. La primera fue sancionada en agosto 5 de 1936 y la segunda el 30 de diciembre del mismo año. A pesar de la hegemonía liberal, la discusión de la ley no fue pacífica en el Congreso. Los artículos que mayor discusión suscitaron fueron el de la extinción de dominio en favor de la nación de los predios inexplotados económicamente (artículo 6) y los que reconocían la propiedad a los poseedores que explotaran económicamente sus predios favoreciendo a los colonos (artículos 1 y 12). Pero también son importantes el artículo 3, que eliminaba “la prueba diabólica”, y el artículo 25, que creó los jueces de tierras buscando con ello hacer operativa la reforma limitando la injerencia de las autoridades locales altamente influenciables por terratenientes y hacendados.
Los efectos de la ley 200 han sido objeto de múltiples interpretaciones. Para José Antonio Ocampo, que pone énfasis en el aspecto redistributivo, señala que el proceso de parcelación iniciado en la administración Olaya Herrera y continuado después de la ley 200:
“…tuvo un impacto reducido sobre la propiedad rural. Todas las parcelaciones que se hicieron en el país hasta 1940 favorecieron a poco más de 20.000 propietarios, distribuyendo unas 200 hectáreas. El número de propietarios favorecidos equivalía a sólo el 3,2% de los dueños y al 6,5% de los arrendatarios y colonos registrados en el censo de población de 1938 en el sector agropecuario”[20]
Para Catherine LeGrand (1988) y Absalón Machado (2009) la ley 200 no fue una medida socialmente progresista destinada a entregar tierra a los campesinos. Lo que produjo, y ese era se[21]gún LeGrand su propósito, fue una confirmación generalizada de los títulos de propiedad.
“…la ley 200 de 1936 representó un cambio de rumbo en la política agraria colombiana hacia una aceptación del sistema de tenencia basado en las grandes propiedades (…) el objetivo de fomentar la productividad agrícola no quedó abandonado. La ley de tierras introdujo en concepto de la función social de la propiedad (…) Estipulaba títulos a la tierra sólo deberían ratificarse si ésta era utilizada para la agricultura o la ganadería (…) estipulaba que toda propiedad no explotada al cabo de diez años (…) revertiría al dominio público”
Otro efecto de la ley 200, destacado por Mariano Arango, fue la modificación de las relaciones de trabajo en la agricultura colombiana, especialmente en las haciendas del oriente. Los arrendatarios y aparceros desde los años 20 venían luchando por el derecho a la siembra de cultivos permanentes. Con el desarrollo del movimiento agrario en los años 30 y bajo el estímulo de la ley 200, muchos de ellos empezaron a reclamar la propiedad de las parcelas alegando la condición de colonos. Esto provocó la reacción de los terratenientes que respondieron con la expulsión masiva de arrendatarios y apareceros que fueron sustituidos por peones asalariados. La aparecería desapareció a consecuencia de la ley 200, sostiene Mariano Arango. Los gremios agrícolas, la SAC y la Federación de Cafeteros, denunciaron insistentemente esa situación. Son elocuentes las declaraciones emanadas del XI Congreso Cafetero de 1941:
“La Federación de Cafeteros procurará por todos los medios posibles, fomentar la celebración del contrato de aparcería, haciendo conocer a terratenientes y trabajadores las ventajas que tiene para unos y otros (…) Nómbrese una comisión que sobre los estudios practicados en torno al contrato de aparcería rinda un informe con el propósito de dar a propietarios y trabajadores un sentido claro de sus deberes y derechos y devolver a los campos la tranquilidad y confianza…”
En el informe de la comisión nombrada, se lee:
“De tiempo atrás ha habido en los miembros de la Federación una viva inquietud sobre el estudio del contrato de aparecería, a causa de haberse abandonado en aquellas regiones del país en las que fue común práctica antes de la ley 200…”[22]
La respuesta del Gobierno al clamor de los gremios agrícolas fue la expedición de la ley 100 de 1944 por medio de la cual se declaró de utilidad pública el contrato de aparcería. Se prohíbe a los aparceros los cultivos permanentes y la cesión del contrato. Además la ley 100 extendió a 15 años el término para la extinción de dominio de los predios no explotados.
En un artículo publicado en la Revista Cafetera de marzo de 1947, Arturo Gómez Jaramillo sintetiza el punto de vista de los empresarios agrícolas frente a la ley 200 de 1936 y 100 de 1944:
“…la Ley 200 de 1936 ocasionó casi completamente la ruina del sistema de explotación de tierras conocido como contrato de aparcería (…) los propietarios de las haciendas tenían el sistema de suministrar al agregado o aparcero una pequeña casa de habitación y un lote de terreno donde podían sembrar plátano, yuca, frijol y maíz. (…). La hacienda se surtía de esas pequeñas huertas y lo que no era consumido en ella se daba al consumo en la cabecera del municipio. En la actualidad han desaparecido por completo esas casas de habitación y los cultivos correspondientes. Los propietarios ya no utilizan para las labores de la hacienda sino el número indispensable de peones y los alojan en cuarteles dándoles la alimentación como parte del salario. (…) Los perjuicios ocasionados a la economía del país por la interpretación equivocada de la Ley de Tierras en forma concisa son los siguientes: despoblamiento de los campos, disminución de la producción y aumento de la inseguridad rural. Tal estado de cosas movió al legislador a expedir la Ley 100 de 1944, que podemos calificar, sin ser tachados de optimistas, como una verdadera contrarreforma agraria. Esta última ley tiene por objeto el fomento del contrato de aparcería en el país, establecer normas que garanticen adecuadamente los derechos de los propietarios, poniéndolos al cubierto de las tentativas, tan comunes antes de su expedición, por parte de pretendidos colonos, de convertirse en amos y señores de las pequeñas parcelas cultivadas (…) circunscribe al aparcero al cultivo de aquellos productos denominados de pan-coger….”[23]
La Sociedad de Agricultores de Colombia, proclamó:
“…los defectos de la ley de tierras de 1936 fueron corregidos por medio de la ley 100 de 1944 que regula, sobre bases de recíproca claridad y seguridad, las relaciones entre propietarios y arrendatarios y aparceros, evitando los abusos y los conflictos que surgieron con la aplicación e interpretación de la ley 200”[24]
De esta forma se cierra el primer capítulo de la reforma agraria en el siglo XX.
3. De la ley 135 de 1961 a la ley 160 de 1994.
En los años 60 llegan a la presidencia de la república Alberto Lleras Camargo (1958-1962) y Carlos Lleras Restrepo (1966-1970), herederos políticos de López Pumarejo. Las misiones internacionales del Banco Mundial y la CEPAL que visitan al país en los años 50 diagnosticaron el uso ineficiente de la tierra asociándolo a las formas arcaicas de tenencia. La violencia de los años 50 se asoció en muchas regiones a conflictos de tierras. La reforma agraria vuelve a ocupar la agenda gubernamental.
Es la época del nacimiento del Frente Nacional. El texto del proyecto de lo que será la ley 131 de 1961 es redactado por el llamado Comité Nacional Agrario en el que participan paritariamente los dos partidos, la Iglesia, los empresarios agropecuarios asociados en la SAC y los trabajadores del campo representados por la Federación Agraria Nacional. A pesar de ello, la discusión en el congreso fue larga y sinuosa. El proyecto, radicado el 3 de noviembre de 1960, fue aprobado el 23 de noviembre de 1961 y sancionado el 13 de diciembre. El 29 de diciembre nace el INCORA, organismo ejecutor de la reforma.
A pesar de las múltiples modificaciones sufridas en el Congreso que la alejan de los planteamientos radicales de Lleras Restrepo, la orientación de la ley es claramente redistributiva:
A pesar de las múltiples modificaciones sufridas en el Congreso que la alejan de los planteamientos radicales de Lleras Restrepo, la orientación de la ley es claramente redistributiva:
“Inspirada en el principio del bien común y en la necesidad de extender a sectores cada vez más numerosos de la población rural colombiana el ejercicio del derecho natural a la propiedad, armonizándolo en su conservación y uso con el interés social, esta Ley tiene por objeto: Reformar la estructura social agraria por medio de procedimientos enderezados a eliminar y prevenir la inequitativa concentración de la propiedad rústica o su fraccionamiento antieconómico; reconstruir adecuadas unidades de explotación en las zonas de minifundio y dotar de tierras a los que no las posean, con preferencia para quienes hayan de conducir directamente su explotación e incorporar a ésta su trabajo personal”
Otros objetivos serán: fomentar la explotación económica de las tierras, acrecentar la producción agropecuaria, facilitar el acceso a la tierra de los arrendatarios, aparceros y asalariados del campo, elevar el nivel de vida de la población campesina y proteger los recursos naturales.
Se crea una institucionalidad para aplicarla: el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria, organismo ejecutor; el Comité Nacional Agrario, conformado por representantes de los partidos, el Congreso, la Iglesia y la Fuerzas Armadas; el Consejo Nacional Agrario, organismo técnico de apoyo al INCORA; el Fondo Nacional Agrario, dotado obligatoriamente de recursos presupuestales; los procuradores agrarios, para impulsar los procesos de extinción de dominio. También en las localidades se crea institucionalidad para impulsar y defender la reforma agraria: los comités agrarios.
El INCORA administrará los baldíos de la nación, las tierras donde se practique la extinción de dominio, las cedidas por los propietarios, las expropiadas y las adquiridas con los recursos del Fondo Nacional Agrario. También la compete dictar las resoluciones de extinción de dominio, administrar el Fondo Agrario Nacional, clarificar la situación de las tierras desde el punto de vista de su propiedad, promover o ejecutar las construcción de vías, promover o ejecutar labores de recuperación de tierras y reforestación, vigilar las preservación de los bosques, construir distritos de riego, dar ayuda técnica y asistencia financiera a colonos y pequeños cultivadores, realizar concentraciones parcelarias en zonas de minifundio, requerir a las autoridades competentes el desarrollo de los “servicios relacionados con la vida rural”, coordinar el funcionamiento de esos servicios y prestar ayuda económica para su creación, promover la formación de “unidades de acción rural” y de cooperativas entre propietarios y trabajadores y, como si fuera poco, “desarrollar las actividades que directamente se relacionen con los fines enunciados en el artículo primero de la presente ley”. Un verdadero Leviatán, según los enemigos de la reforma. Una entidad inoperante abrumada por la multiplicidad de objetivos y funciones. El artículo 4 le permitió delegar funciones en la Corporaciones Regionales de Desarrollo cuya creación puede ser dispuesta por el mismo Instituto.
El capítulo 7 reglamenta la extinción de dominio sobre tierras incultas. Todo propietario de fundo de extensión superior a dos mil hectáreas deberá presentar al Instituto el título de propiedad acompañado de una descripción detallada del mismo: ubicación, extensión y forma de explotación. El Instituto hará el estudio de explotación económica de cada predio y podrá decretar la extensión de dominio. La carga de la prueba de explotación económica recae sobre el propietario.
Los baldíos adjudicados a personas naturales no pueden tener más de 450 hectáreas - 1000 en casos especiales y 3000 en la Orinoquia- y sólo se hará cuando el poseedor demuestre explotación económica. Se prohíbe la emisión de bonos de tierras y se declara de utilidad pública la adquisición de los bonos en circulación: los tenedores remisos a su venta al INCORA serán expropiados. En baldíos reservados para el efecto, el Instituto adelantará “colonizaciones dirigidas”. En esta colonizaciones dirigidas y en las parcelaciones que de otras tierras realizase el Instituto, se buscará la conformación de “Unidades Agrícolas Familiares”. Esas otras tierras podrán ser propiedades adquiridas por el Instituto que queda facultado para comprarlas en este orden de prioridad: incultas no sujetas a extinción de dominio, inadecuadamente explotadas, explotadas por arrendatarios o aparceros y adecuadamente explotadas cuando sus propietarios esté voluntariamente dispuestos a venderlas. Las tierras incultas se pagarán en bonos agrarios; las inadecuadamente explotadas un 20% en efectivo y el resto en bonos; las demás en efectivo.
Cuando optó por la reforma agraria y Plan Decenal de Desarrollo propuesto por la CEPAL, el gobierno de Lleras Camargo (1958-1962) dejó de lado las propuestas de la Operación Colombia, que le fueron presentadas por Lauchin Currie en abril de 1961. Currie no creía que fuera necesaria un reforma agraria redistributiva para retener los campesinos en el campo e impedir su traslado a las ciudades. A su juicio, el proceso migración de los campesinos y la urbanización creciente del país más que a la violencia en el campo respondía a determinantes económicos: diferencia creciente entre el ingreso urbano y rural las expectativas de unas mejores condiciones de vida en la ciudad frente al campo. En lugar de tratar de frenar ese proceso migratorio había que alentarlo creando “…en las ciudades oportunidades de trabajo mejor remunerado para los habitantes del campo y de las pequeñas poblaciones que allí no encuentran una ocupación remunerativa”. Para ello proponía un programa de construcción masiva de viviendas de bajo costo financiado mediante el ahorro privado que se movilizaría hacia el sector de la construcción garantizándole tasas de interés reales positivas. El desarrollo del campo debía estar jalonado por la agricultura y la ganadería de exportación realizadas en explotaciones agrícolas grandes y tecnificadas, como las existentes en Estados Unidos y Canadá. Las propuestas de Currie sonaron a herejía pero serían recogidas después bajo el gobierno de Misael Pastrana en su plan de desarrollo “Las cuatro Estrategias”.
Correspondió al presidente conservador Guillermo Valencia (1962-1966) empezar la aplicación de la Ley135. Enemigo de la redistribución de tierras, orientó la acción del INCORA a la construcción obras de infraestructura, especialmente distritos de riegos, de los cuales se iniciaron 16 para beneficiar 150.000 hectáreas. Incumplió con los aportes presupuestales al Instituto. Durante su gobierno muy poco se hizo en materia de redistribución.
El presidente Carlos Lleras Restrepo (1966-1970), profundamente comprometido con la reforma, le dio un nuevo impulso. Promovió lo que sería la ley primera de 1968, Ley de Arrendatarios y Apareceros, que hizo más ágiles los procedimientos administrativos y buscó hacerla menos costosa modificando las condiciones y plazos de las indemnizaciones. Cumplió con las apropiaciones presupuestales al Instituto y, conocedor de la influencia de los terratenientes sobre las autoridades locales, creó la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) para contrarrestarla. Aquí fue Lleras Restrepo una especie de aprendiz de brujo. La ANUC fue cooptada por la izquierda radical y generó gran agitación en el campo.
El Plan de desarrollo de la administración de Pastrana Borrero (1970-174), que recogía la visión de Currie, estaba dirigido al fomento de una agricultura comercial exportadora más que a la reforma de la tenencia. Supuestamente en respuesta a la gran agitación campesina impulsada por la ANUC y al sesgo demagógico de la reforma, se reunieron en el pueblo tolimense de Chicoral, a principio de 1972, bajo los auspicios del ministerio de agricultura, dirigente políticos de los partidos liberal y conservador y empresarios del sector agropecuario. Allí se acordó modificar la legislación agraria, el llamado Pacto de Chicoral, que a juicio de muchos marcó el fin de la reforma agraria. Este acuerdo se plasmó en las leyes 4 y 5 de 1973.
La ley 4 modificó las leyes 200 de 1936, 135 de 1961 y 1 de 1968; es decir, toda la legislación agraria hasta entonces vigente. La ley 5 creó el Fondo Financiero Agropecuario, en reemplazo del Fondo Financiero Agrario, orientado a la financiación de la agricultura y la ganadería comercial y no como el sustituido a la financiación de la adquisición de tierras. Al respecto de estas leyes, señala Gilhodes:
“…cambió las condiciones de indemnización de las fincas mediante una compleja, y en la práctica inaplicable, catalogación de tierras y de su potencial productivo, al definir como adecuadamente explotadas las tierras que superen los mínimos de productividad por hectárea, región y cultivo fijados por el Ministerio de Agricultura (…) amplió la cuantía a pagar en efectivo y redujo a cinco años los plazos de indemnización (…). Estas leyes crearon o mejoraron los mecanismos para un desarrollo agropecuario, abandonando casi por completo la política redistributiva”[25].
Ya bajo el gobierno de López Michelsen (1974-1978) se expidió la ley 6 de 1975 sobre aparcería que reformó la ley 1 de 1968. Se permitió el contrato de trabajo a término fijo, la entrega de pequeñas parcelas en arriendo y el suministro de parcelas de media hectárea a los peones para cultivos de “pancoger”. Los aportes presupuestales al INCORA se redujeron en pesos constantes durante los gobiernos de Pastaran y López y este último dispuso la entrega de los distritos de riego al HIMAT.
El impacto de la reforma agraria ha sido objeto de diversas apreciaciones. Evaluando el período 1962-1972, Gilhodes señala al respecto:
“En diez años el INCORA recuperó por extinción de dominio 1.958.682 hectáreas y por cesión voluntaria 131.872 (…) compró 2.294 explotaciones con una superficie de 196.544 (…) tituló 3.662.082 hectáreas de baldíos, 117.607 títulos (…) entregó 3.957 títulos para 57.443 hectáreas y 4.722 contratos provisionales de asignación para 78.946 hectáreas en tierras compradas o expropiadas. Sobre tierras cedidas entregó 3.548 títulos para 81.312 hectáreas y 170 contratos de asignación sobre 5.629 hectáreas (…) fueron beneficiarias del plan de crédito rural 51.215 familias…”[26]
Una evaluación más reciente del impacto de la reforma agraria y que abarca un período más amplio (1960-1999), se presenta en Balcázar et alia (2001) en un estudio realizado para la CEPAL. Estos resultado son interesantes pues tienen en cuenta los efectos de la 30 de 1988, que le dio mayor dinamismo a la reforma al simplificar la calificación de predios y dotando de recursos financieros al FNA, y de la ley de 1994, que derogó casi totalmente la ley 4 de 1973 y buscó dinamizar la redistribución por medio del mercado de tierras propiciando la negociación directa entre campesinos y propietarios y otorgando un subsidio a la adquisición, consistente en un crédito no reembolsable de 70% del valor de la propiedad.
4. Evaluación de la reforma agraria
El cuadro 7 presenta los resultados en términos de hectáreas afectadas y familias beneficiadas en las diferentes modalidades de intervención.
Cuadro 7
Cuadro 8
El recuadro resume los resultados globales, según el estudio de Balcázar (2001)
“…el impacto de un programa de reforma agraria en Colombia, sobre el ingreso y la calidad de vida de los beneficiarios, sería significativo y positivo si se satisficieran ciertas condiciones: acceso a crédito, capacitación y educación secundaria (…) tener acceso a tierra no necesariamente implica un aumento en de ingreso de los pobres rurales, ni el mejoramiento de su calidad de vida (…) la reforma agraria no se puede reducir a una redistribución de activos existentes (tierra); es necesario crear nuevos activos (capital humano, capital social y acceso al crédito para inversión) para lograr no solo el objetivo de mejorar la distribución de la tierra, sino también la calidad de vida de los hogares rurales y la productividad agrícola. La experiencia de Colombia muestra que redistribuir la tierra sin darle a los beneficiarios los medios de hacerla productiva, no es efectivo y por tanto no promueve el buen uso del recurso escaso”[27]
Bibliografía
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[1] Este documento fue presentado, en diciembre de 2010, en un seminario organizado por EAFIT y financiado por USAID. Su propósito era dar perspectiva histórica a las discusiones actuales sobre la cuestión agraria.
[2] La pequeña propiedad familiar ha debido ocupar alguna extensión, pero su importancia cuantitativa y su significación económica han sido poco estudiadas en la historia económica de Colombia. Refiriéndose a la tenencia de la tierra entre 1740 y 1810, la época del Virreinato de la Nueva Granda, Jaramillo Uribe señala: “…aunque predominó la gran hacienda, no faltaron regiones de pequeña y mediana propiedad. Este parece haber sido el caso del Socorro, de Pasto y de la provincia de Antioquia”. En Antioquia, es bueno recordarlo, el visitador Juan Antonio Mon y Velarde realizó en 1785 una redistribución de tierras, que había encontrado muy acaparadas. Esta reforma agraria, que no encontró oposición entre la élite económica de la región, orientada al comercio y la ganadería, probablemente fue lo que permitió que en los albores de la independencia la gama de propietarios pequeños y medianos fuese en Antioquia bastante amplia, según Jaramillo Uribe.
[3] LeGrand (1988), páginas 37 y 38.
[4] LeGrand (1988), página 38.
[5] Tovar Pinzón, Hermes. “La lenta ruptura con el pasado colonial (1810-1850)”. En Ocampo (2007), página 118.
[6] Díaz (1989), página 210.
[7] Citado por Liévano Aguirre (1968) página 52-53.
[8] Gilhodes, P. (1989). Página 308-309.
[9] Ídem. Página 310.
[10] Íd. Página 310
[11] LeGrand (1988). Páginas 118 – 119.
[12] Gilhodes (1989). Páginas 312-313.
[13] Citado en Bejarano (2007). Página 231.
[14] LeGrand (1988). Página 118, nota 77.
[15] Arango, Mariano (1977). Páginas 78-79.
[16] Bejarano (2007). Página 230.
[17] Gilhodes (1989). Página 313.
[18] Ídem, página 316.
[19] Ídem, página 319.
[20] Ocampo (2007). Página 259.
[21] LeGrand (1988). Página 205.
[22] Arango (1977) página 154.
[23] Citado por Arango (1977) páginas 155-156.
[24] Citado por Gilhodes (1989). Página 336.
[25] Gilhodes (1989 B). Páginas 360-361.
[26] Ídem. Páginas 352 -351
[27] Heshusius (2005). Página 27.