Los papeles de Panamá, la evasión fiscal y la
hipocresía universal
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista, Docente Universidad EAFIT
Consultor, Fundación ECSIM
En
muchos países y en diversas circunstancias eludir y evadir impuestos son actos
de legítima defensa. Los paraísos fiscales existen porque buena parte de los
países del mundo han sido convertidos en infiernos o purgatorios fiscales por políticos
estatistas empeñados en hacer “justicia social” y “redistribución del ingreso” con
el dinero ajeno. Eso no impide que sean esos mismos políticos estatistas quienes
encabezan la lista de los propietarios de las famosas empresas “offshore”
creadas para eludir o evadir impuestos. Para eso son las “offshore”, lo demás
son subterfugios.
En el
Libro V de La riqueza de las Naciones, después de discutir sobre las funciones
y gastos del gobierno, Adam Smith encara el problema de su financiación.
Examina, en primer lugar, la posibilidad de que el gobierno – el Soberano, como
dice Smith - derive sus ingresos del
ejercicio de actividades mercantiles, para concluir tajantemente que “no
existen dos caracteres más incompatibles que el de Soberano y el de
comerciante” y que el capital y las tierras pertenecientes al estado son
“fuentes de renta impropias” para enjugar los gastos del gobierno, razón por la
cual “no queda otro remedio (…) que
recurrir a los impuestos de una u otra naturaleza”. Los impuestos son pues el mal menor. Para
evitar que fueran en exceso perjudiciales, dejó Smith a la posteridad los
cuatro principios de una buena tributación que desde entonces han repetido
todos los tratadistas de la materia sin añadir nada de fondo, pero que han sido
olvidados casi completamente por los políticos y sus asambleas legislativas
donde se decretan los impuestos[1]. También se ha olvidado la
sabia advertencia de Smith:
“Un impuesto excesivo constituye un poderoso estímulo
a la evasión, por lo cual las penalidades a los contraventores crecen
proporcionalmente a la tentación que la ocasiona. La ley, contrariamente a los
principios de justicia, suscita, primero, la tentación de infringirla y,
después castiga a quien la viola…”
Y si
al impuesto excesivo se añade la corrupción y el gasto exagerado, queda
completo el dispositivo que induce a la evasión. Smith, una vez más:
“En todos aquellos países donde hay un gobierno
corrompido, y donde existe la sospecha de que se incurre en grandes dispendios
y se dispone en forma indebida de los ingresos públicos, es muy frecuente que
se respeten muy poco las leyes que protegen las contribuciones”
Bryan
O´cconor es un canadiense, repartidor de pizzas en Toronto por allá en los años
70. Bryan llevaba siempre una pequeña libreta en la que religiosamente anotaba
todas las propinas que recibía en su trabajo para, decía, no correr el riesgo
de omitir ni un centavo recibido en su declaración de impuestos. Nunca he
conocido a nadie más como Bryan. Creo que él y probablemente el rigorista Immanuel
Kant son en la historia de la humanidad las únicas personas que pagaron voluntariamente
la totalidad de sus impuestos. De Bryan
estoy seguro.
Tampoco
creo que Jesucristo cuando, respondiendo a los fariseos sobre el pago de los
impuestos, dijo aquello de “dar al Cesar lo que es del Cesar” fuese
completamente sincero. A fin de cuentas, el hombre, después de abandonar el
honorable trabajo de la carpintería, no tuvo al parecer ocupación alguna que
generara un ingreso que pudiera ser gravado. Probablemente por ello fue
derrotado en la célebre votación en que compitiera con Barrabás, quien ese sí,
armas en mano, se rebelara contra los ominosos tributos de la Roma Imperial.
Desde la
antigüedad los pueblos se han rebelado contra los tributos. Las provincias
romanas se levantaban frecuentemente contra las depredaciones fiscales y los atropellos
de sus gobernantes[2].
Las guerras campesinas de Alemania, de las que Federico Engels, el compadre de
Marx, ha dejado un vívido relato, fueron rebeliones fiscales[3]. En fin, la revolución francesa
se inició como un levantamiento de los estados generales contra los impuestos y
por un gobierno barato[4]. Curiosamente el siglo XX,
que vio crecer vertiginosamente el tamaño de los gobiernos y los impuestos, estuvo
libre de revueltas y rebeliones fiscales. Y no precisamente porque todos los
contribuyentes se comporten como Bryan O`cconor.
Los
gobiernos modernos, aunque no menos voraces que los del pasado, son más
atemperados y han renunciado a las prácticas más ominosas para el cobro de los
impuestos: el asesinato y la tortura. Sin embargo, no son pocos los que castigan
con penas de cárcel la evasión sin que esto le parezca escandaloso a la opinión
mayoritaria. Este es el caso de México, Chile y Perú, los socios de Colombia en
la Alianza del Pacífico, cuyo vergonzoso ejemplo propuso el gobierno imitar en
la pasada reforma tributaria.
De dientes
para afuera, los economistas adoradores del Leviatán, los políticos y los
politólogos que les sirven, los periodistas, los abogados tributaristas y, en
general, la opinión pública mayoritaria, todos ven al evasor como un criminal y
al gobierno que lo persigue y castiga como el defensor de la sociedad, sin que
importe cuan corrupto y abusivo sea. In illo témpore, el evasor era visto como un
héroe que se enfrentaba a un estado ladrón[5]. La inversión de valores de
nuestra época tiene un fondo de hipocresía que nadie puede negar.
En
casi todos los países, las asambleas legislativas que votan los impuestos están
integradas en su mayoría por políticos profesionales interesados en conservar, concediéndoles
beneficios especiales, los votos de grupos particulares y el soporte de las gentes
acaudaladas que contribuyen a sus campañas. Los grupos de interés y sus operadores
políticos están dispuestos a reconocerse beneficios los unos a los otros con la
esperanza de que serán las arcas generales del estado las que sufraguen los
costos. Todo es un regateo de intereses de cruzados que lleva a regímenes fiscales
casuísticos y enmarañados, totalmente alejados de los predicamentos de solidaridad, equidad y eficiencia que no son en definitiva más que la tapadera
de intereses particulares. Los economistas, abogados, tributaristas y demás técnicos
que asesoran a los gobiernos en el diseño de las reformas tributarias
estructurales, que se anuncian periódicamente pero que nunca llegan; suelen ser
también los asesores de las empresas y personas acaudaladas que buscan reducir
su tasa efectiva de tributación. La clase media se defiende con la subfacturación
o la no-facturación e inventándose pasivos y gastos en sus declaraciones de
impuestos. Los más pobres, a los que usualmente solo alcanza la tributación indirecta,
se unen a las protestas ruidosas de los funcionarios públicos que viven de los
impuestos y reciben siempre el apoyo de los políticos que compiten por sus
votos. Ese es el fondo común de eso que llaman el Estado, donde todos quieren
sacar mucho y aportar poco. Pero eso sí, todos a una contra la evasión.
Los
gobiernos del mundo entero en su incesante lucha contra el problema de la evasión
creado por ellos mismos con su voracidad fiscal y su indecoroso desempeño,
decidieron conformar una coalición internacional contra los llamados paraísos fiscales,
donde los mismos integrantes de esos gobiernos buscan refugio para sus fortunas
bien o mal habidas. La Santa Alianza del reaccionario Guizot y la Internacional
Comunista del revolucionario Marx, son los antecedentes de esta nueva y
tenebrosa internacional estatista que amenaza la movilidad de los capitales y
la libertad individual. Pero, porque supuestamente lo de las “offshore” es un
asunto de los ricos, todo mundo aplaude en una expresión universal de envidia e
hipocresía.
El
problema de la evasión nacional e internacional no se resuelve con la creación de
una policía fiscal universal. Gobiernos pequeños, moderados, austeros y
sistemas tributarios sencillos y ajustados a las cuatro reglas de Smith son el
mejor antídoto contra la evasión. Pero en el estado actual de la opinión pública
dominante que acepta y reclama – como diría Walter Lippman - un estado grande que
administre sus asuntos en lugar de un estado que imparta justicia entre hombres
libres que administran sus propios asuntos, resulta por lo menos anacrónico
invocar al viejo y sabio Smith.
LGVA
Abril
de 2016.
1.
Los ciudadanos de cualquier Estado deben contribuir al
sostenimiento del Gobierno, en cuanto sea posible, en proporción a sus
respectivas aptitudes, es decir, en proporción a los ingresos que disfruten
bajo la protección estatal.
2.
El impuesto que cada individuo debe pagar debe ser
cierto y no arbitrario.
3.
Todo impuesto debe cobrarse en el tiempo y de la
manera que sea más cómodos para el contribuyente.
4.
Toda contribución debe percibirse de tal forma que
haya la menor diferencia posible entre las sumas que salen del bolsillo del contribuyente
y las que ingresan al tesoro público, acortando el período de exacción lo más
que se pueda.
[2] . Indro Montanelli, en su deliciosa Historia de Roma, ha
dejado este ilustrativo cuadro de lo que acontecía en la época de la guerra
civil entre optimates y populares encabezados por Sila y Mario,
respectivamente: “Puesto que todo dependía del dinero, el dinero se había
convertido en la única preocupación de todos. En la burocracia había aún, se
comprende, funcionarios competentes y honrados. Mas la mayoría eran ladrones
incompetentes que, por ejercer un cargo en la administración de una provincia,
no sólo renunciaban a los honorarios, sino que los pagaban, seguros de que en
un año se resarcirían sobradamente. Y, en efecto, se resarcían; con los
impuestos, con la rapiña, con la venta de los habitantes como esclavos. César,
cuando le fue asignada España, debía a sus acreedores algo así como quinientos
millones de liras. En un año lo devolvió todo. Cicerón se ganó el título de
«hombre de bien» porque en su año de gobierno en Sicilia, puso de lado tan sólo
sesenta millones y, en sus cartas, lo pregonó a todos como un ejemplo. Los
militares no se comportaban mejor. De sus empresas en Oriente, Lúculo volvió
millonario a su casa. Pompeyo trajo de las mismas regiones un botín de seis o
siete mil millones al tesoro del Estado y de quince mil al suyo particular. Era
tal la facilidad de multiplicar el capital cuando se tenía el suficiente para
comprarse un cargo, que los banqueros se lo prestaban a quien no lo tenía al
tipo de un cincuenta por ciento de interés. El Senado prohibió a sus miembros
practicar esa innoble usura. Pero la prohibición fue soslayada con nombres
prestados. Incluso hombres de gran dignidad como Bruto estaban asociados con
usureros que administraban su dinero prestándolo en aquellas condiciones. En
manos de una clase dirigente tan corrupta, Roma se había convertido ya en una
bomba que aspiraba dinero en todo su Imperio para permitir a una categoría de
sátrapas una vida cada vez más fastuosa y un lujo cada vez más insolente”.
[3] Es oportuna una cita en beneficio de sus herederos modernos los
socialdemócratas y los socialistas de todos los partidos tan amantes del estado
grande y los impuestos suculentos. Hablando de los príncipes de la alta nobleza,
escribe don Federico: “No convocaban los estados sino cuando ya no les quedaba
otra salida. Decretaban impuestos y negociaban empréstitos; raras veces
reconocieron el derecho de los estados a aprobar los impuestos y aún menos
dejaban que se ejerciese. Aun así, el príncipe casi siempre obtenía la mayoría
gracias al apoyo de los dos estados que, libres de tributos, disfrutaban del
producto de los impuestos: los caballeros y los prelados. Las necesidades de
los príncipes aumentaban con el lujo y la importancia de la vida cortesana, con
los ejércitos permanentes y con los crecientes gastos de gobierno. La carga
tributaria se hizo cada vez más abrumadora. Una gran parte de las ciudades
estaban protegidas por sus privilegios; y toda la carga recaía de lleno sobre
los campesinos, tanto sobre los dominiales de los propios soberanos como sobre
los siervos de sus caballeros. Cuando no bastaba la imposición directa se
añadió la indirecta; recurrieron a las maniobras más ingeniosas del arte
financiero para llenar los vacíos del erario. Cuando ya no quedaba otro camino,
habiendo empeñado lo que era posible empeñar, cuando todas las ciudades libres
se negaban a conceder más crédito, los príncipes procedían a operaciones
monetarias de las más sucias; acuñaban moneda mala e imponían un curso forzado,
alto o bajo, según convenía al fisco”
[4] . La
revolución francesa se inició cuando Luis XVI, aconsejado por Necker, tuvo la desafortunada
idea de convocar los Estados Generales, cosa que no se hacía desde 1.641. El
gran Alexis de Tocqueville, ilustre representante de la nobleza, en su obra “El
antiguo régimen y la revolución” dejó escrito lo siguiente: “Aunque la
desigualdad en materia de impuestos imperase en todo el continente europeo, en
pocos sitios se había hecho tan visible e incisiva como en Francia. (…) Ahora
bien, entre todas las formas de distinguir a los hombres y discriminar las
clases, la desigualdad en los impuestos resulta la más perniciosa y la más apta
añadir el aislamiento a la desigualdad y hacer en cierto modo incurables uno y
otra. Véanse sus efectos: cuando el burgués y el noble no están sujetos a pagar
el mismo impuesto, el reparto y la cobranza de éste acentúan cada año con un
rasgo claro y preciso el límite de sus clases respectivas.(…) Me atrevo a
asegurar que el día en que la nación (…) permitió a los reyes establecer un
impuesto general sin su concurso, y en que la nobleza tuvo la cobardía de dejar
que se impusieran cargas al tercer estado con tal de quedar ella exenta, ese
día se sembró el germen de casi todos los vicios y abusos que fueron minando al
antiguo régimen, hasta causarle la muerte…”
[5] El último liberal colombiano que empleó esa expresión fue Carlos Lemos
Simmons quien dio ese título al libro que publicara en 1991, donde escribió
frases como esta.
“Aquí lo único que se ha nacionalizado realmente, es la
inmoralidad... El ladrón privado tarde o temprano cae. El oficial tarde o
temprano sube... El pillo privado desfalca a su patrón. El pillo público, a
toda la nación. Al particular lo ronda el Estado. Pero, ¿qué pasa cuando el que
hace la ronda es el mismo ladrón?”. No sobra recordar que Lemos Simmons fue nombrado vice-presidente en sustitución
de Humberto de la Calle y tuvo su palomita presidencial en 1998 en reemplazo
temporal de Ernesto Samper Pizano.