El mito de los 200 años de olvido
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista
Las opiniones que la gente tiene sobre la historia de
su país inciden decisivamente en sus posiciones políticas. En la formación de
esas opiniones, enseña Hayek, los mitos históricos desempeñan un papel tan
importante como los mismos hechos históricos. Los mitos históricos son
construcciones derivadas de las concepciones históricas dominantes que se
enseñan en la escuela y se moldean a través del cine, la literatura, el
periodismo y el discurso político.
Los mitos históricos que dominan la mentalidad de los
colombianos provienen de la ya bastante vieja “Nueva Historia de Colombia”,
desarrollada por Jaime Jaramillo Uribe y sus discípulos. Una primera versión se
publicó en 1978, bajo el nombre de Manual de historia de Colombia; la
versión ampliada, de nueve tomos, fue publicada en 1989 por la Editorial
Planeta. De ahí han salido los textos escolares bajo cuya influencia los colombianos
han formado sus nociones y opiniones de la historia.
Como todas las “nuevas historias”, porque las hay en
todos los países de América Latina, la colombiana abrevó en las fuentes de la
escuela francesa de los Annales – la de Febvre, Bloch, Braudel, etc. – así
llamada por la revista en la que divulgaron sus trabajos: Annales d´histoire
économique et sociale. El propósito de este nuevo enfoque era sustituir el
enfoque tradicional de la historiografía centrado en el acontecer político y
militar.
Ahora bien, la escuela de los Annales tiene una gran
convergencia temática y metodológica con la historiografía marxista de la cual
toma la idea básica del materialismo histórico según la cual la historia de la
humanidad es la historia de la lucha de clases. No sorprende por ello que los
epígonos de las “nuevas escuelas históricas” latinoamericanas se dieran a la
tarea de encontrar en la historia de sus países elementos de feudalismo y de
capitalismo naciente, con sus proletarios y sus burguesías.
Los nuevos historiadores imaginan que las élites de la
naciente república y sus inmediatos sucesores, las oligarquías, estaban dotadas
de una especie de clarividencia que les habría permitido anticipar dos futuros
posibles en uno de los cuales, el sombrío, sus descendientes reinarían sobre
unas masas empobrecidas sometidas a su yugo y otro, el luminoso, donde todos
los hombres gozarían de libertad y abundancia económica. Como si eso fuera
poco, suponen, además, que esos pérfidos personajes estaban en capacidad de
torcer el destino de la Nación y orientarlo hacia el futuro sombrío, nuestro
presente, que juzgan injusto y desigual.
La más reciente exposición de ese mito se encuentra en
la obra de Antonio Caballero Holguín, Historia de Colombia y sus oligarquías,
y su expresión política es la fábula de “los 200 años de soledad y olvido”, que
el presidente Gustavo Francisco Petro Urrego expone cada vez que habla ante
poblaciones pobres de sus fortines electorales, los departamentos del club
colombiano de la miseria: Nariño, Cauca, Chocó y La Guajira.
En la época del nacimiento de la República, aparte de
unos cuantos criollos acomodados, todos en la Gran Colombia – indios, negros,
mestizos, zambos, mulatos, cuarterones y ochavones – eran gente pobre e
ignorante. De hecho, lo que después sería el Cauca Grande, que incluiría Nariño
y Chocó, era la región más rica, con sus grandes haciendas coloniales y su
minería del oro. Expresión de ello su
predomino político durante la primera mitad del siglo XIX: cuatro de los ocho
presidentes que se sucedieron entre 1830 y 1850 eran caucanos.
La ley
del 11 de octubre de 1821, emanada del Congreso de Cúcuta, declaró a los indios
libres de tributo y decretó el reparto individual de la tierra de los
resguardos. Dispuso también que personas pertenecientes a otros grupos étnicos
pudiesen establecerse en los resguardos arrendando sus tierras. El decreto del
15 de octubre de 1828, promulgado por Bolívar, ratifica el reparto de los
resguardos a las familias indígenas y la posibilidad de arrendar a los no
indígenas las tierras sobrantes. La ley 6 de marzo de 1832 dispone que los
indígenas no pueden vender sus parcelas antes de 10 años, plazo que se eleva a
20 en 1834, mediante la ley del 2 de junio. La constitución de l863 autorizó a
los indios para vender sus propiedades.
En algunas
regiones, especialmente en Cauca y Nariño, los indígenas se opusieron a la
disolución de los resguardos, muchos de los cuales lograron sobrevivir hasta
nuestros días, después de ser ratificada su existencia por la ley 89 de 1890. En
Cundinamarca y Boyacá la disolución fue total. Los descendientes de los
indígenas habitantes de estos últimos departamentos viven en Bogotá, Tunja y
demás pueblos de la región. Su nivel de vida es ostensiblemente mayor que el de
los descendientes de los indígenas del Cauca y Nariño que conservaron sus
resguardos. La constitución de 1991, en su artículo 329, los sacralizó como
“propiedad colectiva y no enajenable”.
Hoy, los departamentos de Nariño, Cauca, La Guajira y
Chocó tienen casi el 10% de la población y aportan menos del 5% del PIB; por
ello, su producto por habitante es muy inferior a la media nacional. Si fueran
países soberanos, registrarían cuantiosos déficits comerciales y de cuenta
corriente y estarían endeudados. Sus propios recaudos están entre 15% y 20% de
sus ingresos corrientes por lo que tienen una dependencia extrema de las
transferencias de la Nación.
Están atrapados en formas de producción arcaicas, como
los resguardos y las tierras comunales, que impiden el avance de la
productividad; pero sus mediocres y corruptos dirigentes políticos, por los que
votan una y otra vez, los tienen convencidos de que su pobreza es causada por
los habitantes de otras regiones más prósperas del País de quienes reclaman de
forma airada y violenta el pago de una supuesta deuda histórica que se remonta
al pasado colonial.
LGVA
Enero de 2024.
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