¡La plusvalía no existe!
(Para el Tino Jaramillo y su prima)
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista
Hace algunos días escuché en la radio de la mañana a
un señor hablando de plusvalía. Me parecía increíble el tono ex – cathedra de
su exposición y más increíble aún el hecho de que ninguno de los contertulios le
dijera: ¡cállese, hombre, la plusvalía no existe!
La plusvalía es a la economía lo que el flogisto es a
la química, es decir, una sustancia invisible que se creía estaba adherida a
las cosas que hacen combustión, de la misma forma en que la plusvalía se creía estaba
adherida a las cosas que tienen valor. Cuando se descubrió el oxígeno, los
químicos desecharon el flogisto; cuando se descubrió la teoría subjetiva del
valor, los economistas desecharon la teoría del valor trabajo, en la que se
fundamenta la teoría de la plusvalía. Los discípulos de Marx continúan creyendo
en su existencia, a pesar de que el pobre Marx se había percatado de que el de la
plusvalía era un cuentazo sin asidero alguno, como explico a continuación.
De sus lecturas hegelianas de juventud, Marx sacó el
relato de la alienación del hombre por las mercancía en la que la sociedad
capitalista había transformado el producto material del trabajo, es decir, la transformación
del valor de uso en valor de cambio. Cuando estudió un poco de economía se dio
cuenta de que su historia de la alienación - con toda la pompa lingüística
hegeliana de la tesis, la antítesis, la contradicción y todo lo demás – en nada
difería de los alegatos sentimentales de los burgueses bienintencionados del
socialismo utópico que tanto despreciaba – Fourier, Owen y Cabet – y echó mano
de una idea sacada de un tal Rodbertus, un economista tan desconocido entonces
como hoy, y se vino con el cuento de la plusvalía que trató de mezclar con la
teoría del valor trabajo de Smith y Ricardo.
Como no hay producción sin trabajo, al hombre se le
ocurrió hacer una analogía con las antiguas sociedades de clases – el
esclavismo y el feudalismo – en las cuales las clases dominantes, los amos y
los señores feudales, someten a las clases trabajadoras, esclavos y siervos, y
se apropian por la fuerza de la mayor parte del producto del trabajo de los
oprimidos. Pensó entonces que en el capitalismo la cosa era más o menos igual
porque la institución de la propiedad privada daba a la burguesía el poder de
disponer de los medios de producción y de forzar por tanto a los obreros,
mediante el contrato de trabajo, a vender su fuerza de trabajo solo por una
parte de lo que pueden producir. El capitalista se apropia del resto como una
ganancia que obtiene sin esfuerzo alguno. Esta es la esencia de la teoría
de la explotación.
El problema que se le apareció luego es que el obrero no es
propiedad del capitalista, como el esclavo del amo, ni puede el capitalista
forzarlo a trabajar en su fábrica, como lo hace el señor feudal con el siervo
en su tierra. En la economía de mercado generalizado, la explotación, si es que
existe, tiene que surgir de las mismas relaciones de intercambio. Y entonces
Marx se puso a estudiar juicioso el problema de los precios que rigen los
intercambios en los economistas más importantes, Adam Smith y David Ricardo,
principalmente.
Para estos autores la relación de intercambio entre un
par de mercancías, es decir, la cantidad de la una que se da por una cantidad
de la otra, está determinada por la cantidad de trabajo invertido en la una y
en la otra. Sin
entender muy bien los enormes problemas que tenía esa teoría, que los
discípulos de Ricardo, en particular un socialista italiano llamado Piero
Sraffa, tardaron más de siglo y medio en medio resolver, Marx se dijo a sí
mismo: por ahí es la cosa.
Se le
ocurrió primero que toda la inmensa diversidad de los trabajos del hombre, que
él llamó trabajos concretos, podían reducirse a una misma clase de trabajo
uniforme, que él llamó trabajo abstracto, por la simple razón de que todos
ellos no son, en último término, más que gasto de energía humana pura y simple.
Y así creyó haber resuelto el problema del intercambio entre cualquier par de
mercancías, que de contera le permitía resolver el espinoso asunto de la
explotación en el proceso de mercado.
Como
todas las mercancías son una fracción determinada de ese trabajo humano general
y abstracto, el valor de cualquiera de ellas puede descomponerse en dos partes,
la que paga el trabajo y aquella con la que se queda el capitalista explotador,
que Marx, que se tenía confianza en eso de inventar nombres, llamó la
plusvalía.
Plusvalía = Valor de la mercancía – valor del salario.
La
resta puede hacerse porque todas las magnitudes son una misma cosa: tiempo de
trabajo homogéneo y abstracto. Admitiendo resuelto, como lo hacen los marxistas
creyentes, que el valor del producto puede medirse en tiempo de trabajo, queda
por resolver en problema de medir el valor del salario, también en tiempo de
trabajo. Y aquí Marx tuvo otra de sus ocurrencias: el valor del salario es el
valor de las cosas en las que los obreros gastan su salario nominal, los medios
de vida, la canasta familiar.
Pero
resulta que esos medios de vida, esa canasta familiar, está formada un conjunto
de cosas heterogéneas: pan, huevos, leche, etc. Para conocer su valor es
preciso conocer los precios de las cosas que la conforman. Y conocido el valor
de la canasta, es preciso conocer el salario nominal por unidad de tiempo de
trabajo y poder así determinar el valor del salario en tiempo de trabajo
homogéneo. Es decir, hay que dar por conocidos los precios y el salario en
términos monetarios, que es precisamente lo que se trata de explicar. Estamos
ante un razonamiento circular.
Marx
no se detuvo ante esa minucia y nosotros tampoco lo vamos a hacer, dando por resuelto
el problema de la plusvalía. Así, si el valor de la mercancía es de 12 horas de
tiempo de trabajo y el del salario 6, la plusvalía será 6 horas. La tasa de
plusvalía, que es la relación entre la plusvalía y lo pagado en salarios, será
de 100%.
Pero
se venía un problema mayor de cual Marx no podía hacer mutis por el foro, sin
hacer un completo ridículo. Resulta que los capitalistas, la remuneración que
reclaman por su capital, que se llama beneficio, guarda relación con el valor
total del capital invertido y no con el valor gastado en pagar salarios. A la
parte gastada en medios de producción -
maquinaria, edificios, etc. - Marx, ese gran bautizador, la llamó
capital fijo, y a la gastada en salarios, capital variable.
Supongamos,
para ilustrar el asunto, que hay un par de capitalistas cada uno de los cuales
invierte un capital de 100, medido en unidades de trabajo. Uno de ellos
(capitalista 1) gasta 90 en medios de producción y 10 en salarios. El otro
(capitalista 2) gasta 90 en salarios y 10 en medios de producción. Suponiendo
que la tasa de plusvalía es de 100%, la misma para ambos porque el salario es el
mismo, y como el valor de las cosas es todo el trabajo invertido en ellas, es
decir, la suma del capital fijo, el variable y la plusvalía, las cuentas de
nuestros capitalistas son las siguientes:
Uno en
economía puede suponer cualquier cosa, menos que la gente es boba. Y bobo sería
el capitalista 1, si invirtiendo los mismos 100 que el capitalista 2, se
conformara con una ganancia de 10 mientras que su compadre tiene una de 90.
Como no hay nada más móvil que el capital en busca de ganancia, los
capitalistas moverían sus capitales de una rama a otra hasta que todos
obtuvieran el mismo beneficio con relación al capital invertido. El movimiento
solo se detendría cuando se llegue a la igualación de la tasa de beneficio,
como en el cuadro que sigue:
El
problema aquí es que una mercancía que tiene, en términos de trabajo, un valor
de 110, tendría un precio de producción de 150, y la de valor trabajo de 190,
pasa a tener un precio de producción de 150. La relación de intercambio pasa de
0,579 unidades de la mercancía 2 por una unidad de la mercancía 1, a una
relación de una a una.
No había
sino dos opciones: abandonar el cuento del valor trabajo y la plusvalía por ser
incompatible con la característica distintiva del capitalismo, la igualación de
la tasa de beneficios, o mantenerlo, lo cual implicaba suponer que los
capitalistas son bobos.
Marx
era consciente de este problema, del cual ha debido advertirle su amigo Engels,
quien, como capitalista industrial que era, sabía cómo son las cosas del
beneficio. Pero aun así se dejó venir con el primer tomo de El Capital,
publicado en 1867. Cuando todo mundo, es decir, los que entendían del asunto,
le cayó encima, incluidos sus amigos comunistas, los tranquilizó diciendo, ya
tengo la solución, viene más adelante. Y quedaron expectantes de la genialidad
que se venía pues equivalía más o menos a la cuadratura del círculo con regla y
compás.
Y
fueron pasando los años y de aquello, nada. Metido en ese berenjenal, Marx
empezó a beber más que antes y, ante el apremio de Engels, respondía con un ya
casi, ya casi, a sacar excusas, es que me dieron forúnculos y no me puedo ni sentar, y nuevas solicitudes de dinero, que cada vez molestaban más a
Engels, quien se quejaba de haberse visto obligado a vender un caballo
de paso para darle plata a su amigo. Hay una inmensa correspondencia en la que los amigos hablan de todas esas cosas. Marx murió en 1883 y de aquello, nada.
A la
muerte de Marx, el atribulado Engels, recogió el amasijo de manuscritos del
finado y se puso a trabajar, quizás con la esperanza de recuperar con el
producto de las ventas algo del capital invertido. En 1885 consiguió publicar
el tomo dos y, 27 años después del tomo uno, en 1894, salió con el tomo tres,
donde el mundo expectante esperaba encontrar la anhelada solución a lo que
desde entonces se llama el problema de la transformación de los valores en
precios de producción.
No hay
forma de saber si la “solución” del tomo tres es obra de Marx o de Engels. En
todo caso fue una completa chorrada: unos cuadros, parecidos a los de atrás, en
los que los valores se transformaban en precios de producción, pero seguían sin
explicar la relación de intercambio entre los bienes que es lo que realmente
importa. La economía nace como ciencia cuando se plantea que las relaciones de
intercambio entre los bienes no son contingentes y caprichosas, como aparentan
serlo, sino que están regidas por una ley susceptible de ser descubierta y
entendida por la razón.
Hay en
ese tomo III un texto maravilloso, ignorado por los marxistas, en el que Marx o
Engels, váyase a saber quién lo escribió, reconoce que la teoría de valor
trabajo no explica los precios en el capitalismo. Miren la belleza:
“El cambio de las mercancías por sus valores o
aproximadamente por sus valores presupone, pues, una fase mucho más baja que el
cambio a base de los precios de producción, lo cual requiere un nivel bastante
elevado en el desarrollo capitalista. (…) Prescindiendo de la denominación de
los precios y del movimiento de éstos por la ley del valor, es, pues,
absolutamente correcto considerar los valores de las mercancías, no sólo teóricamente
sino históricamente, como el prius de los precios de producción. Esto se
refiere a los regímenes en que los medios de producción pertenecen al obrero,
situación que se da tanto en el mundo antiguo como en el mundo moderno respecto
al labrador que cultive su propia tierra y respecto al artesano” (El Capital, Tomo III, Fondo de Cultura Económica,
México, 1971, páginas 181-182)
Es decir, la ley del valor trabajo, fundamento de la
teoría de la plusvalía y por tanto de la teoría de la explotación en el régimen
de producción capitalista, que funciona cuando no hay capitalistas, deja de regir justamente con el advenimiento de ese
régimen de producción. Si las relaciones de intercambio no son reguladas por la
ley del valor trabajo, hay que concluir que la plusvalía existe tanto como el
flogisto.
LGVA
Junio de 2020.
Excelente
ResponderEliminarBuen artículo, Muchas gracias.
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