Los
literatos y la economía
(A
propósito de la divertida pelea de Hector Abad y William Ospina)
Para
mi amigo Juan Carlos Bejarano
Luis
Guillermo Vélez Álvarez
Economista,
Docente Universidad EAFIT
Hace pocos días el literato Héctor
Abad Faciolince publicó en El Espectador una columna en la que, contrariamente al
inventario de miserias y lacras sociales al que nos tiene habituados, hacía un
reconocimiento de los avances del País en reducción de la pobreza y mejoras en
la calidad de vida de las personas. Debo admitir que me sorprendió gratamente y
creo haber enviado el texto a mis paupérrimos círculos en las redes sociales. El
escrito en cuestión desató la ira del
también literato William Ospina quien, desde su columna en El Espectador,
abreva semanalmente a su lectores con prédicas sobre la pobreza, la
desigualdad, la corrupción, la tragedia ambiental, el imperialismo, las
multinacionales perversas y sabe Dios qué más. Entiendo perfectamente a Ospina:
su viejo compañero de lucha se ha convertido en un abyecto turiferario de la
oligarquía, en un cipayo del imperialismo, en un traidor de los humillados,
nada más ni nada menos.
Debo decir que aprecio el
trabajo de ambos “contendientes” como escritores de obras de ficción. He leído algunas de ellas y creo están entre
las mejores de la literatura colombiana. Pienso en Angosta, de Abad, y en
Ursua, de Ospina. No me ocurre lo mismo con sus escritos[1] de - ¿cómo llamarlos? -
crítica económica y social. Eventualmente los leo – más los de Abad que los de
Ospina, excesivamente hirsutos para mi gusto – para hacerme a una idea del
estado del arte de los prejuicios sobre el funcionamiento de la sociedad. En lo
conceptual, no es usual encontrar en esos cajonados de frases nada distinto a
la teoría de la conspiración, popularizada en nuestro medio por Antonio
Caballero - ese gran especialista en tópicos y maestro de todos los demás- cuyos
escritos me conmovieron en mi remota juventud hasta que adquirí un
entrenamiento mínimo en economía.
Pertenezco en efecto a la
profesión más detestada por los literatos: la de los economistas. Debo decir,
adicionalmente, que dentro de ella me ubico en el “bando” de quienes confían
más en el mercado que en los políticos para el manejo de la escasez y no
encuentran que haya nada vergonzoso en enriquecerse con la actividad
empresarial ni nada meritorio en la perpetuación de la pobreza con el
asistencialismo. Soy lo que los literatos considerarían como un “neoliberal” de
la peor especie. Por eso, usualmente, estoy en desacuerdo con ellos en materias
económicas. Pero hay una diferencia: estoy en desacuerdo con sus opiniones
porque las entiendo; ellos están en desacuerdo con las de los economistas
porque carecen de la formación requerida para entenderlas.
Ignoro cómo Abad llegó a las
opiniones que provocaron la ira santa de Ospina. Una epifanía, probablemente,
en alguien tan desdeñoso de los datos y el análisis económico. En cualquier
caso estoy de acuerdo con ellas como lo estaría cualquiera que se tome el
trabajo de revisar unas cuantas estadísticas. Pero este no es el caso de
Ospina. Inútil recurrir para persuadirlo a la evidencia empírica que él
acostumbra a rechazar paladinamente. Se me ocurre - en lugar de hablar del PIB,
de la línea de pobreza, la esperanza de vida, de la escolaridad, la cobertura
en salud, etc.- referirme a la misma situación de los literatos como indicador
de la mejora en las condiciones económicas de la gente.
Además de Abad y Ospina,
puede haber hoy en Colombia una veintena de escritores que viven total o
parcialmente de la venta de sus libros. Hace 20 o 30 años esto era impensable.
Probablemente el único era Garcia Márquez, quien alcanzó esa condición al cabo
de muchos años de trabajo. Los anteriores – Rivera, Mejía Vallejo, Caballero
Calderón, etc.- y los incontables poetas que en nuestra historia han sido se
vieron siempre obligados desempeñar otras actividades para subsistir. Y ni
hablar de los escritores y poetas del siglo XIX. Para todos ellos la literatura
fue siempre una actividad subalterna en la que ocupaban su tiempo de ocio. La
excepción es el iracundo Vargas Vila de quien se dice obtuvo cuantiosos
ingresos de su incontinente pluma.
El siglo XX marca la
aparición del escritor profesional. En el XIX unos pocos - Balzac, Dumas, Hugo
y Dickens - alcanzaron esa condición. Incluso personajes
como Flaubert, Proust y Tolstoi pudieron escribir sus obras amparados de la necesidad
por sus cuantiosas fortunas heredadas. En cualquier caso, el escritor
profesional es un producto del crecimiento de la riqueza y de la profundización
de la división del trabajo propiciadas por la extensión de la economía de
mercado tan denostada por buena parte de los miembros de esa profesión. En eso,
en Colombia, Ospina se lleva con ventaja el palmarés.
En efecto, la mayoría de los
escritores e intelectuales suelen experimentar especial antipatía por la
economía de mercado o el “capitalismo salvaje” como acostumbran llamarla. Como
aún en las sociedades más ricas, la gente prefiere el futbol, la televisión, el
cine y muchas otras cosas a lectura de novelas o poesía, a muchos escritores les
resulta especialmente penoso obtener en el mercado el reconocimiento monetario
del valor que ellos mismos atribuyen a sus obras. Y lo es mucho más en un país
como Colombia donde se venden menos de 40 millones de libros anuales, el 65% de
los cuales son textos escolares, profesionales o religiosos[2]. Naturalmente, como la mayoría de los seres
humanos, los escritores, siempre seguros de su propia valía, no se hacen cargo
de su fracaso frente al mercado y lo atribuyen las manipulaciones de la
propaganda que pervierte los gustos, a una sociedad basada en el afán de lucro y,
¿adivinen qué?, a la falta de apoyo del estado que desdeña la cultura.
Lo que distingue al literato
es su capacidad de elaborar y comunicar ideas. Esta capacidad puede dar lugar a
diversos productos: novelas, poemas, ensayos o columnas periodísticas. Algunos
de ellos se especializan; muchos otros, como Abad y Ospina, prefieren adoptar
procesos de producción conjunta y hacen de todo. Probablemente ello tiene una
motivación puramente intelectual y altruista: un irresistible impulso de
ilustrar a la sociedad; probablemente responde a un móvil más pedestre: la
necesidad de completar el congruo estipendio de las obras de ficción. O ambos,
no importa; pero es usual que los literatos, en algún momento de su carrera y
según los vaivenes de su prestigio, salten a las páginas de periódicos y
revistas a pontificar sobre economía y política.
Por falta de entrenamiento
profesional, los literatos, con rara excepciones como Mario Vargas Llosa, son
incapaces de concebir la sociedad económica como un organismo sujeto a ciertas
leyes que no pueden ser violadas impunemente. La perciben como una organización que puede
configurarse según la buena o mala voluntad de determinados actores que
detentan el poder de hacerlo. Esta es la base de la teoría de la conspiración.
Bastaría con que esos actores -que con frecuencia los literatos agrupan en esa
entelequia que llaman el estado- fueran benevolentes, sabios y honestos para
que la sociedad funcionara bien y los pobres no fueran tan pobres. Pero no, “la
sociedad no (...) lo permite porque está organizada para impedir toda
promoción, para perpetuar a los ricos en su riqueza y dejar que los pobres se
mueran de hambre a las puertas de los hospitales”[3], como escribe,
completamente serio, el inefable William Ospina. No es difícil encontrar en las columnas de
Abad lindezas semejantes.
Uno no debería preocuparse
de que los literatos exhiban desvergonzadamente en periódicos y revistas su
ignorancia sobre cuestiones económicas. Es una forma de ganarse la vida como
cualquier otra. El problema es que tienen cierta influencia especialmente entre
los jóvenes bien intencionados y de buen corazón cuyo entendimiento está aún en
formación. Es un prejuicio muy arraigado el de creer que una persona excelente
en determinado campo de la ciencia o en las letras está por ello capacitada
para pronunciarse ex – cátedra sobre cualquier asunto económico o social. Esta
puede ser una de las razones de la influencia de los literatos. Otra está en el
hecho de que hacen suyos los prejuicios y frustraciones de todos aquellos que
no son muy exitosos en el mercado.
Los literatos suelen
reclamar la intervención del gobierno en los mercados para evitar, dicen, las
injusticias del “capitalismo salvaje”. En ocasiones me siento tentado a
acompañarlos en sus reclamos de intervención en el mercado donde ellos se
enseñorean: el mercado de las ideas. Pero no, eso se llama censura. Como
Tocqueville, creo que la libertad de prensa es buena no por los beneficios de
ella misma sino por los males que se evitan al mantenerla y que acarrearía su
supresión. Por eso, reconociendo la
bondad de sus intenciones, hay que leer con indulgencia sus columnas
mayestáticas y divertirse con sus confrontaciones. Sin embargo, no está por
demás pedirles un poco de pudor intelectual y algo de respeto por los
conocimientos de los que carecen.
LGVA
Enero de 2014.
[1]
Usualmente nuestros
literatos ejercen la” crítica económica y social” en columnas periodísticas.
Ospina ha escrito también un par de libros de “sociología histórica” (¿Dónde
está la línea amarilla? y Pa´ que se acabe la vaina) donde predica que el
destino trágico de Colombia inició con el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán por
la oligarquía colombiana. Abad no ha perpetrado ninguno, hasta donde conozco.
[2] Cámara Colombiana del Libro.
Estadísticas del libro en Colombia. Informe Anual 2012. Tabla 1, página 6.
[3]
Ospina, W. (1997). ¿Dónde está la franja amarilla? Editorial
Norma, Colección milenio. Bogotá, 1999. Página 37.
Te felicito por ser capaz de leer a este par de tósigos. Mi capacidad de aguante no llega hasta sabiondos de oficio como éstos. BAV
ResponderEliminarOye Luis Guillermo, me uno al señor anónimo. Lo verraco es que te leas las columnas de esos manes y además tengas la paciencia de regañarlos.
ResponderEliminarCómo te parece, Tito. La verdad desde hace días tenía ganas de cascarlos, especialmente, a Ospina. Bejarano me carió y ese fue el resultado. Me divertí mucho. Un abrazo, LG.
ResponderEliminarLlego a este blog por accidente. Leo esto: "estoy en desacuerdo con sus opiniones [las de William y Héctor] porque las entiendo; ellos están en desacuerdo con las de los economistas porque carecen de la formación requerida para entenderlas". ¿De veras las entiende? ¿De veras tiene formación para entender cuando ellos hablan de sentido, de humanidad, de justicia, de hombre, de futuro? No dudo de que tenga respuestas o significados para estas preguntas, pero ¿quiere eso decir que las entiende? ¿Ha dudado últimamente? No, en serio. ¿Ha dudado sinceramente?
ResponderEliminarDebe ser muy duro para el autor de este blog saber que en 200 años nadie lo va a recordar, en cambio, Héctor Abad y William Ospina ya hacen parte de la historia de la literatura colombiana y global. De otra parte, las ideas y epistemes económicas en las que cree totalmente el autor de este blog, en 200 años serán tan obsoletas, que serán apenas objetivo de estudio de los historiadores de la economía.
ResponderEliminarLamento llegar a una columna de este carácter. El obscurantismo de las ciencias sociales, en las que encontramos a la economía muy a su pesar -supongo, surge de poner en extremos dos maneras de entender el mundo: los números y las letras. El problema real surge cuando alguien, como usted, toma bando de alguno de los extremos y considera que nadie podría decir algo serio desde el otro bando. En los dos extremos hay errores, espero note su equivocación.
ResponderEliminarLas tesis que usted critica como erradas, en especial en la que usted cita a Ospina, son propias del marxianismo. Como buen economista, incluso neoliberal, Marx es un autor que no puede ser obviado para entender el funcionamiento del mercado. El problema suyo es que pone como sinónimos "no estar de acuerdo con alguien" con "el otro está equivocado". Peor aún, pone ese "el otro está equivocado" como gente ignorante, que no debiera hablar sobre cosas que solo usted -así lo leo- pudiera hablar. Así, partiendo del desacuerdo con lo que otros afirman, usted decide llegar hasta el juicio y el señalamiento; partiendo de una diferencia cosmovisional, usted pretende poseer la verdad que otros no ven. Partiendo tal verdad -aparentemente moderna, usted no abandona la idea de verdad de la alta edad media.
Pudo haber sido un escrito inteligente. No lo fue.