Populismo y libertad g
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista
Hasta hace algunos años el sustantivo populismo
no aparecía en los principales diccionarios de la lengua española, el de la RAE
y el María Moliner. Aparecía el adjetivo populista, definido como
“perteneciente o relativo al pueblo”, en el primero, y como “se aplica a los
partidos populares de algunos países”, en el segundo.
En su vigésima tercera edición, la de 2014, el
diccionario de la RAE trae por vez primera el término populismo y lo
define como la “tendencia política que pretende atraerse a las clases
populares”, precisando que se usa más en sentido despectivo. En consonancia con
esa definición, el adjetivo populista adquiere
una nueva acepción: “perteneciente, relativo o partidario del populismo”.
También el María Moliner se actualiza,
definiendo el populismo como “doctrina política que pretende
defender los intereses de la gente corriente, a veces demagógicamente”. Finalmente,
el diccionario de Salamanca de la editorial Santillana trae a su turno esta definición: “ideología y comportamiento que defienden demagógicamente los intereses
de las clases populares”.
Esas definiciones son
insuficientes para delimitar adecuadamente la noción de populismo. De
hecho, pueden aplicarse a cualquier ideología, a cualquier partido o a
cualquier político por la sencilla razón de que, en democracia, el proceso
político-electoral es siempre un intercambio de promesas por votos. Todos los
partidos pretenden defender los intereses de la gente, en especial de las
clases populares, y, para atraer los votos, todos están obligados a prometer algo
que supuestamente pueda lograrse poniendo en funcionamiento los medios de
acción del estado.
Así pues, la diferencia del populista
– discurso, partido o caudillo – con el no-populista - discurso,
partido o caudillo – es cuestión de grado y no de especie. Esa diferencia tiene
que establecerse con relación a las promesas y a los medios de acción empleados
para materializarlas. Por ello, el rasgo más notable del populismo es la
desmesura de las promesas y en el empleo de los medios de acción del gobierno.
La desmesura en las promesas
es algo bien conocido y, si el populista no llegara jamás al poder, sus
propuestas no serían más que apuntes divertidos de la vida política, como los
del doctor Gabriel Antonio Goyeneche de pavimentar el río Magdalena, para
agilizar la comunicación con la Costa Atlántica, y de ponerle una marquesina a
Bogotá, para protegerla de su inclemente clima. El problema es que la gente cree
en esas promesas, vota por ellas y, frecuentemente, lleva al poder a los
políticos más populistas.
El asunto de la seducción
que sobre las clases populares ejercen los demagogos ha sido tratado por la
ciencia política prácticamente desde Aristóteles. Esa era una de las razones,
quizás la más poderosa, por las cuales los liberales decimonónicos rechazaron
el voto universal y defendieron el voto censitario, limitado a personas
solventes y alfabetizadas. John Stuart Mill fue categórico al respecto: la
democracia no puede funcionar donde la gente es muy pobre y muy ignorante.
En el siglo XX, el desarrollo
del estado del bienestar asistencialista, posibilitado por la enorme capacidad
productiva del capitalismo, ha permitido instalar en la conciencia de la
mayoría de las personas la creencia de que el estado está en capacidad de
solucionar los males de la pobreza y la desigualdad, la creencia de que solo
basta “voluntad política” para que se implante entre los hombres el reino de la
“justicia social”.
Ese problema, extremadamente
complejo y que afecta a todas las democracias del mundo, ha llevado a que todos
los líderes y partidos se vean compelidos a incorporar dentro de su discurso y
sus programas ideas y propuestas populistas, son pena de no ganar jamás una
votación. Así como Hayek hablara, a mediados del siglo XX, de “socialistas de
todos los partidos”, hoy puede hablarse de “populistas de todos los partidos”.
Esto representa una enorme amenaza para la libertad.
En efecto, aunque la gente no sea plenamente consciente
de ello y algunos políticos busquen que no lo sea, toda votación en democracia
liberal es una elección entre libertad individual y coacción estatal. No existe
una sociedad completamente ácrata y ningún estado totalitario ha logrado
suprimir por completo los intercambios voluntarios. En las sociedades reales
los individuos viven una combinación de libertad y coacción. Las promesas
populistas requieren siempre de más coacción.
El estado tiene cinco formas o instrumentos de
inmiscuirse en la vida de las personas y limitar su libertad: la
reglamentación, los impuestos, la propiedad estatal, el control de la moneda y
el gasto público. Toda acción enderezada a lograr las promesas populistas
implica la movilización de uno o varios de esos instrumentos.
Es característico de los populistas su “torpeza”
en el manejo de los instrumentos de intervención económica de que disponen los
gobiernos. Esa “torpeza” es, inicialmente, consecuencia directa de la desmesura
de sus propósitos y, posteriormente, se retroalimenta en la medida en que los
errores desatan nuevas intervenciones para corregir los errores que esas mismas
intervenciones causan. Además de conducir al desastre económico, esas
intervenciones miman cada vez más la libertad económica de las personas, lo cual
ahonda el desastre económico y así sucesivamente, hasta la próxima votación. Pero
en muchos casos las cosas no terminan allí.
En la visión
contractualista el estado se instituye para proteger la vida y la propiedad de
los ciudadanos y garantizar las libertades que les son inherentes. La gran
paradoja consiste en que un estado con la suficiente fuerza para garantizarlas
tiene también la fuerza requerida para conculcarlas. Y esto es lo que puede ocurrir
allí donde el populismo acaba con la economía y las libertades
económicas: desaparecen la separación de poderes, el estado de derecho y las
elecciones periódicas.
La experiencia reciente de países como Venezuela,
Nicaragua y Bolivia muestra que las libertades políticas no pueden mantenerse
sin libertades económicas. Los desastres económicos y políticos de esos países
son desastres consentidos por sus ciudadanos que votaron por el populismo en
elecciones democráticas.
LGVA
Septiembre de 2021.
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