¿Por qué fracasan los países? – Un comentario
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista, Docente Universidad EAFIT
Consultor, Fundación ECSIM.
Daron Acemoglu y
James Robinson han reunido en libro los resultados de sus estudios sobre
desarrollo económico adelantados en los últimos años. Se trata de un buen libro,
escrito con la pretensión de llegar a un auditorio mucho más amplio que el de
los círculos académicos especializados. Ese es uno de sus méritos. Tiene muchos
otros, aunque no suficientes como para que igualarlo en su trascendencia con La
Riqueza de la Naciones, como lo hace el profesor Akerlof, deje de resultar un
tanto hiperbólico.
El tema por
supuesto no es novedoso. La explicación de las causas de la riqueza o la
pobreza de las naciones es la cuestión central de la obra fundacional de la
economía. La orientación que a nuestra disciplina dio la llamada revolución
marginalista la sepultó durante décadas. Resurgió, en los años cincuenta y
sesenta con la obra de los grandes economistas del desarrollo como Simon
Kuznets y Arthur Lewis. Un nuevo renacimiento se presentó con el
institucionalismo histórico de Douglas North, corriente en la cual se inscriben
las contribuciones de Acemoglu y Robinson.
Más recientemente, la cuestión ha sido abordada por los historiadores
económicos David Landes y Niall Ferguson en un par de obras notables – Riqueza y pobreza de las Naciones y Civilización: occidente y el resto – que
guardan grandes semejanzas con el trabajo de Acemoglu y Robinson tanto en su
temática como en cuestiones de método.
El aparato
conceptual empleado por Acemoglu y Robinson es extremadamente sencillo aunque
su aplicación a la interpretación del acontecer de largos períodos históricos
resulte más problemática de lo que los autores parecen creer. Una nación – y al
parecer también un imperio, como el romano, o toda una época histórica, como el
feudalismo – puede caracterizarse por sus instituciones políticas y económicas.
Unas y otras pueden ser incluyentes o extractivas. Su combinación genera
sinergias que son determinantes en el desarrollo económico de los pueblos. Así,
cuando en una nación se da la coincidencia afortunada de instituciones
políticas y económicas incluyentes se produce el círculo virtuoso del
desarrollo – la economía crece, la gente inventa cosas, el ingreso se
distribuye más equitativamente y todo lo demás – y al mismo tiempo, por efectos
de retroalimentación, las instituciones, las de ambas clases, se hacen más
incluyentes. Esto explicaría la historia inglesa desde los inicios de la
revolución industrial. Si por el contrario, la nación en cuestión tiene la
desgracia de padecer al mismo tiempo instituciones políticas y económicas
extractivas, ello da lugar al círculo vicioso de la pobreza, el estancamiento y
la miseria en el marco de unas instituciones que, por un similar proceso de
retroalimentación, se hacen cada vez más extractivas y ominosas. Corea del
Norte sería el ejemplo a mostrar. La
combinación de instituciones políticas incluyentes y económicas extractivas, o
viceversa, da lugar a equilibrios inestables que pueden ser alterados por
choques exógenos o coyunturas críticas, en la expresión de los autores, que
llevan a grandes conflictos sociales de los que puede resultar una combinación
virtuosa o viciosa de instituciones dependiendo ello del resultado impredecible
de los dados de la historia. China es el caso actual de esta combinación
inestable. La tablita resume las
combinaciones.
El esquema
anterior supone la existencia de un gobierno nacional fuerte y centralizado que
controle todo el territorio y que tenga el monopolio de la fuerza, la
tributación y la moneda. La ausencia de todo
esto daría lugar a un estado o nación fallida, con múltiples centros de poder
político y militar, cuyas disputas interminables impiden todo avance económico,
perpetuando la miseria y la desigualdad. Es el estado hobbesiano de la
naturaleza, la guerra de todos contra todos donde la vida es corta, miserable y
ruin. La atribulada Somalia y los demás países del club de la miseria de
Collier son los ejemplos. Pero cuidado: la aparición del Leviatán es condición
necesaria más no suficiente para que surja el círculo virtuoso. La China de Mao
y la Rusia de Stalin son ejemplos de poderosos leviatanes engendradores de
miseria y sufrimiento.
Pero falta una
pieza en el esquema sin la cual resultaría imposible explicar ciertas anomalías
históricas. La Rusia de Lenin y Stalin se industrializó y creció vigorosamente
durante varias décadas después de la revolución de octubre. Su ciencia avanzó:
sus científicos desarrollaron la bomba atómica y pusieron en órbita el primer
objeto creado por el hombre. Su avance económico suscitó la admiración de
muchos intelectuales y economistas occidentales que, ciegos ante las tropelías
de un régimen criminal, veían allá el inicio del camino esplendoroso de la
humanidad. Seguramente la mayoría de sus habitantes llegaron a disfrutar de una
mejor situación económica que la de sus antepasados de la época zarista. ¿Cómo
entender entonces que unas instituciones políticas excluyentes y extractivas
hubieran podido propiciar durante varias décadas el crecimiento económico? Es
aquí donde interviene la cuestión de la naturaleza del crecimiento y donde
aparecen, deus ex machina, las nociones de crecimiento innovador y destrucción
creativa del gran Schumpeter; las cuales también resultan especialmente útiles
para explicar por qué algunos países se “obstinan” en mantener instituciones
políticas y económicas que impiden el desarrollo.
Debe saludarse,
en primer lugar, que los autores hallan rescatado las ideas schumpeterianas de
los librillos sobre innovación y emprendimiento con los que se abrevan a los
estudiantes de las escuelas mediocres de administración y economía[1]. En su casi olvidado libro, Teoría del desenvolvimiento económico,
publicado en 1910, Schumpeter propuso como explicación de los ciclos económicos
la ocurrencia de choques de oferta que alteraban la relación entre precios y
costos de producción en las vecindades del equilibrio. Schumpeter dio a esos
“choques de oferta” el nombre de innovación; la cual podía consistir en la
introducción al mercado de un producto o servicio nuevo; la aplicación de
nuevos procesos a productos ya existentes; la apertura de un nuevo mercado o la
trasformación de las estructuras de mercado existentes. Cualquier cambio de
estos debía producir un distanciamiento entre el precio y el costo marginal de
donde surgía el beneficio del empresario. El éxito del empresario exitoso
provocaba la aparición de oleadas de imitadores que, mediante la movilización
masiva de crédito, desplazaban recursos de las ramas o actividades de
producción tradicionales, donde en razón de la competencia los beneficios
empresariales eran mediocres o nulos, hacia los nuevos sectores en los que se
esperaba obtener beneficios extraordinarios. Esto daba lugar a la fase de
expansión del ciclo económico; en la fase de contracción la economía asimilaba
progresivamente la innovación, los beneficios extraordinarios tendían a
desaparecer a medida que por la generalización de la innovación los precios se
ajustaban nuevamente a los costos marginales y se llegaba a una nueva vecindad
del equilibrio walrasiano. La duración de las fases de expansión y contracción
dependían del alcance de la innovación. En su obra, El ciclo económico, publicada en 1939, Schumpeter distinguió entre
innovaciones de gran calado, que daban lugar a largos períodos de expansión, e
innovaciones menores, que se insertaban dentro de los procesos expansivos de
las innovaciones mayores, dando lugar a ciclos más cortos, insertos igualmente
dentro de los ciclos mayores. Schumpeter identificó tres ciclos estando los
menores anidados dentro del ciclo mayor. El ciclo mayor, en el que se inscriben
los dos menores es conocido como ciclo largo de Kondratieff, el cual tendría
una duración de unos cincuenta años. Hasta acá Schumpeter.
Acemoglu y
Robinson toman de Schumpeter la idea de destrucción creativa. Un crecimiento
económico sostenible y de círculo virtuoso es el que está basado en la
innovación. Un país, y este sería el caso de la Rusia soviética, puede crecer,
incluso durante largo tiempo, con base en innovaciones ya incorporadas al
proceso de producción o flujo circular de países más avanzados. La Rusia
soviética pudo crecer porque adoptó las innovaciones y la tecnología ya
desarrolladas en Inglaterra y Estados Unidos, principalmente. Socialismo es
energía eléctrica y poder soviético, diría Lenin. Pero una vez que se agotaron
los efectos de este crecimiento imitativo, el crecimiento en Rusia se estancó
falto de innovaciones que le dieran un nuevo impulso. ¿Por qué ocurrió eso? Y
aquí está la clave de todo: las instituciones políticas extractivas implantadas
en la Unión Soviética no alentaban e incluso impedían la innovación. A la gente
se la puede obligar a trabajar más, pero no se la puede forzar a ser creativa.
Una última
consideración permite el cierre del modelo. El proceso de crecimiento basado en
la innovación supone la desaparición de negocios, empresas y sectores de
actividad enteros ante la emergencia de lo nuevo por el traslado de recursos
productivos. Esa es la destrucción creativa. Como lo anotan los autores, la
destrucción creativa produce ganadores y perdedores. Ahora bien usualmente son
estos últimos quienes detentan el poder político y económico. Si llegan a ser
conscientes de las trascendencias de la innovación, es decir, de la magnitud la
amenaza que representa para su poder, se opondrán a ella con todas sus fuerzas.
Las élites políticas y económicas se oponen a la innovación no porque ignoren
sus consecuencias, sino porque las perciben demasiando bien. La supuesta oposición de
los imperios austro-húngaro y ruso al ferrocarril y a la industrialización
sería ilustrativa de esa situación.
En ninguna parte
definen los autores los conceptos de instituciones incluyentes y extractivas.
Al parecer esperan que con la carga semántica de esas palabras en su uso
corriente y con las descripciones históricas del texto el lector se forme una
idea adecuada. Y en efecto, eso es lo que ocurre, aunque puede dar lugar a
ciertas confusiones. En cualquier caso, me parece que las instituciones
políticas son incluyentes cuando distribuyen el poder político generando
contrapesos a la manera de Montesquieu. Naturalmente
la atomización del poder político no puede ser tal que arrase los fundamentos
del estado centralizado. Las instituciones económicas y políticas serían
incluyentes o no-extractivas cuando propician la innovación al permitir que la
gente se apropie en mayor o menor medida de las ganancias de su creación y al
impedir, al propio tiempo, por la acción de los contrapesos, que los se ven
amenazados por la destrucción creativa hagan abortar el proceso innovador. Los
fabricantes de velas franceses buscaron que el gobierno impidiera la expansión
de la electricidad porque con eso se perderían miles de empleos, según decían.
El esquema de
Acemoglu y Robinson resulta bastante persuasivo para explicar procesos como la
revolución industrial: ¿por qué en Inglaterra? como se preguntan Landes y
Ferguson cuyas respuestas son en muchos aspectos más completas que la de
nuestros autores. También es útil para entender la situación de los países del
club de la miseria y de la guerra y los procesos políticos y económicos de
algunos países latinoamericanos, que se debaten entre instituciones incluyentes
y excluyentes en el complicado proceso de construcción del estado-nación. Curiosamente,
al evaluar esos procesos, el libro carece de la perspectiva histórica que le
sobra cuando sus autores se embarcan en el audaz proyecto de aplicar su esquema
a la explicación de la revolución neolítica o a la caída del imperio romano de
occidente. Con la caída de la república las instituciones políticas romanas se
tornaron más excluyentes razón por la cual se inició una decadencia que duraría
más de cuatrocientos años. Con eso se explica todo, nada más ni nada menos ¡Por
favor! Pobre Gibbon, que dedicó su vida a explicar el asunto en los diez o más
tomos de su The History of the Decline and
Fall of the Roman Empire[2].
El hecho es que cuando el esquema empieza a aplicarse no ya a las
naciones sino a la explicación de toda una época histórica, empieza a tener un
cierto aire de familia con el materialismo histórico de Marx. Busqué en vano en
la extensa bibliografía una referencia al Viejo Topo. No obstante, creo que
está por allí hozando de alguna forma. Recordemos su esquema.
Lo que Marx llama un modo de producción se caracteriza por dos
elementos: sus fuerzas productivas y sus relaciones de producción. Las primeras
hacen referencia al estado de la ciencia, la técnica y a sus aplicaciones a la
producción. Las segundas están referidas a las reglas de distribución del
producto social entre los trabajadores y aquellos que no lo son, es decir, los
dueños de los medios de producción y los que a la postre establecen las
condiciones del trabajo. Marx tipifica tres tipos de relación: esclavo-amo;
siervo-señor feudal; trabajador-capitalista; las cuales dan lugar a tres modos
de producción: esclavismo, feudalismo y capitalismo. Esas relaciones de
producción tienen una expresión jurídica, política e ideológica – imperio,
monarquía, feudo, democracia burguesa, etc. – mediante la cual los dueños del
poder económico buscan perpetuar las relaciones de producción de las que se
benefician. En determinada etapa de su desarrollo, las relaciones de producción
(instituciones económicas) y las instituciones políticas que las acompañan
propician el avance de las fuerzas productivas (innovación y destrucción
creativa) y por consiguiente, el desarrollo económico. En algún momento esas
relaciones de producción de impulsoras se convierten trabas del avance de las
fuerzas productivas y se inicia una época de revolución y convulsión social de
la que emerge un modo de producción más avanzado. Marx pensaba que cada modo de
producción empieza a desarrollar a su interior las relaciones de producción del
modo de producción que le sucederá. Así, por ejemplo, el modo de producción
capitalista se habría gestado progresivamente en las entrañas del modo de
producción feudal hasta el momento en que su avance fue tan importante que se
hizo incompatible con las instituciones políticas dominantes y se inicia la
época de las grandes revoluciones burguesas descritas en lo político por Hobsbawm y en lo económico por Dobb, dilectos
discípulos de Marx.
El esquema de
Acemoglu y Robinson comparte a la vez al atractivo y la deficiencia del de
Marx. El atractivo de sintetizar en unas cuantas categorías la enorme
complejidad del proceso histórico; la deficiencia de resultar irrefutable – en
términos popperianos – y tautológico cuando se trata de explicar toda una época histórica. No obstante, hay que reconocer que
Acemoglu y Robinson escapan al determinismo en la medida en que tienen en
cuenta el accidente histórico o lo circunstancial de la historia que hace que
nada por deseable o detestable que pueda esté jugado de avance. Así las
cosas, cuando se admite el papel de lo accidental o fortuito en el devenir
histórico es forzoso asumir los límites de los esquemas y entender que su
alcance no va más allá suministrarnos unas “cajas vacías” útiles que nos sirven
para comprender las cosas cuando las llenamos de contenido empírico. Y este es el
riego que entrañan estas generalizaciones: el de creer que cuando se han
entendido se ha entendido todo y se renuncia al estudio de las circunstancias
concretas aferrados de una “explicación” general y carente de sustancia.
Me parece que algunos
de los párrafos dedicados a Colombia son la parte más deplorable de este libro.
Afloran las generalidades, los prejuicios y afirmaciones lapidarias que no
tienen otro sustento que los testimonios de un criminal y las “investigaciones”
de una ONG politizada. Veamos algunas “perlas”.
“Durante los
últimos cincuenta años, la mayor parte de los politólogos y de los gobiernos
han considerado que Colombia es una democracia (…) Tras un gobierno militar de
corta vida, que acabó en 1958, se han celebrado elecciones con regularidad, aunque, hasta 1974, existía un pacto por el
que se alternaban el poder político y la presidencia entre los dos partidos
políticos tradicionales, los conservadores y liberales. De todas formas,
dicho pacto, el Frente Nacional, fue ratificado por el pueblo colombiano a
través de un plebiscito, y todo esto
parece suficientemente democrático” (página 441).
No hay un error
de traducción. En el texto original las frases resaltadas son igualmente
insidiosas.
El Frente
Nacional fue en efecto un acuerdo político celebrado entre los dos partidos
tradicionales para poner fin a la violencia política. Pero fue algo mucho más
significativo que un mero acuerdo burocrático entre políticos que simplemente
querían monopolizar el poder. Los políticos que firmaron el acuerdo y sus
partidos eran representativos de la nación.
Había un conflicto violento por la distribución del poder y las partes
llegaron a un acuerdo político que fue refrendado en las votaciones de mayor
participación en la historia política colombiana. Y eso es suficientemente democrático.
¿Qué de sorprendente hay en eso? Los
franceses, después de la liberación, llegaron a un acuerdo para distribuir el
poder político entre todas las fuerzas que habían participado en la
resistencia. El Frente Nacional, cosa que nadie ignora, puso fin a la violencia
política: durante su vigencia la tasa de homicidios llegó a su más bajo nivel
en los últimos 60 años. Adicionalmente, es, visto en su conjunto el período de
mayor crecimiento económico en la historia colombiana. Y también es un período
de importantes avances en materia social.
Otra “perla”:
“A pesar de que
Colombia tenga una larga historia de elecciones democráticas, no tiene
instituciones inclusivas. Su historia ha estado marcada por violaciones de
libertades civiles, ejecuciones extrajudiciales, violencia contra los civiles y
guerra civil” (página 442)
Aquí la falta de
rigor llega a extremos inimaginables. Hacer elecciones periódicas competitivas
y entregar el poder al ganador se llama democracia y ese es el rasgo esencial
de las instituciones políticas inclusivas. En cuanto a la segunda parte del
párrafo, no se puede negar que cosas como esas han ocurrido, aunque jamás en la
escala a la que incita pensar un texto tan lapidario. En el siglo XIX, Colombia
ciertamente tuvo guerras civiles; más no en el siglo XX y mucho menos en la
actualidad. No en ningún sentido técnico del término ni en el sentido que
sugieren las confrontaciones que la historia tipifica como tales.
Sin embargo, las
“perlas” mencionadas y otras más que sería ocioso sacar contrastan con algunos
juicios, con los que difícilmente es posible estar en desacuerdo, y que revelan
un perspectiva histórica y un conocimiento más refinado de las cosas. Se lee:
“Colombia no es
el caso de Estado fracasado a punto de hundirse. Sin embargo, es un Estado sin
centralización suficiente y con una autoridad lejos de ser completa sobre todo
su territorio” (Página 446).
Uno más para
terminar:
“En Colombia,
muchos aspectos de las instituciones políticas y económicas han pasado a ser
más inclusivos con el tiempo. Sin embargo, ciertos grandes elementos
extractivos permanecen”. (Página 447).
LGVA
Febrero de 2013.
[1] ¿Quiere
ser rico? Conviértase en empresario innovador: invente una cosa que a todo
mundo le guste y que solo usted sepa hacer. Ese es la fórmula mágica del océano
azul.
[2] No es obvio que las
instituciones políticas del imperio hubieran evolucionado haciéndose más
excluyentes. La extensión de la ciudanía un número cada vez mayor de habitantes
del imperio sugiere lo contrario. Más aún, la designación de emperadores de
origen no itálico, como los españoles trajanos y varios otros es tan incluyente
políticamente como la elección de Obama. Aunque hay que reconocer que no
siempre esas designaciones fueron las más afortunadas: el brutal Heliogábalo
era sirio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario