El golpe de estado permanente de la Corte
Constitucional y las pilatunas del magistrado Pretelt
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista, Docente Universidad EAFIT
Desde hace 23 años
la Corte Constitucional viene legislando. Sería más preciso decir que viene
cogobernando mediante sus sentencias, que es el nombre técnico de sus ucases
inapelables. En las dos últimas décadas, el país ha registrado - primero con
asombro y después con creciente resignación- la forma como la Corte en sucesivas
sentencias, especialmente las referidas a los derechos económicos, invade las
órbitas de las otras ramas del poder público en cuya delimitación insistiera
con tanto empeño el Barón de Montesquieu.
Lo que más llama
la atención es indiferencia olímpica de la corte ante las consecuencias presupuestales
y económicas de unas sentencias mediante las cuales pretendía defender los
derechos de los pobres. A finales del siglo pasado, destruyó el sistema de
crédito hipotecario supuestamente para proteger el derecho a la vivienda de
algunos ciudadanos que no podían o no querían honrar sus deudas. Durante cerca
de tres años se paralizaron el crédito hipotecario y la construcción lesionándose
así el derecho a la vivienda y al trabajo de miles de ciudadanos. Una
consecuencia probablemente no buscada por la corte pero de cuya ocurrencia
podría haber sido advertida por cualquier estudiante de economía. En 2003, la Corte
enterró la posibilidad de ampliar la base del IVA al declarar inexequible su
cobro a un conjunto de bienes y servicios argumentando que esa decisión se
había tomado en un contexto de creciente pobreza e indigencia razón por la cual
“la carga tributaria adicional que recae sobre las personas de bajos ingresos
agravará su precaria situación o les hará más difícil superarla”. Loable
propósito. Pero olvidó la corte que las frutas, las verduras, la papa, la
carne, el pollo, el pescado, los huevos, la leche, el pan, las hortalizas, el
arroz, el maíz, los anticonceptivos, los arriendos y los servicios públicos,
que nunca podrán tener IVA, son consumidos por toda clase de gente, pobre y no
pobre, y que los principales beneficiarios de su sensibilidad social son las
familias que mercan en las tiendas de Carulla. Y así ha venido tomando muchas
otras decisiones como la del mínimo vital gratuito o las que tienen que ver con
el acceso ilimitado a los servicios de salud, con la ingenua creencia de que la
pobreza se supera con acciones de tutela y no con crecimiento económico y
productividad.
El hecho es, como
lo señala el ilustre jurista Javier Tamayo Jaramillo, en su portentosa obra La decisión Judicial, que la Corte “...en
su afán de hacer justicia en favor de los débiles, ha acumulado en los últimos
20 años un poder desmedido que así hubiera sido sin proponérselo, tiene en
serio peligro el equilibrio de pesos y contrapesos que exige la marcha
institucional del País”[1].
Ese poder
desmedido, siempre según Tamayo Jaramillo, se expresa de dos maneras:
“En primer lugar, mediante sentencias paradigmáticas
sin posibilidad de control, acude a una interpretación antisemántica y valorista
de las leyes y de algunas las normas constitucionales. Como se ve, la esencia
de esta interpretación conduce a la sustitución del derecho legal o
constitucional hecho por el pueblo o por el parlamento, por un derecho basado
en reglas y subreglas creadas por la misma Corte Constitucional. En
innumerables oportunidades, los textos normativos sucumben como fichas de
cartón arrasadas por la imagen omnipresente de la presunta sentencia justa. Es
la opinión subjetiva de los magistrados (...) contra las normas previamente
establecidas por el poder constituyente. En esa forma, el decisionismo de la
corte sustrae a punta de sentencias, buena parte del contenido normativo de los
códigos y demás sistemas legales o administrativos. Es el aniquilamiento lento
pero seguro del poder parlamentario y del poder ejecutivo.
En segundo lugar, contrariando la claridad del
artículo 230 de la Constitución, la Corte Constitucional convierte en
obligatorios sus propios precedentes, con lo cual unifica el derecho judicial
bajo su óptica valorista e ideológica, hasta el punto de convertir en
prevaricato el desobedecimiento de uno de esos precedentes. Es la mejor manera
de aniquilar la función legisladora del parlamento”[2]
En su extensa
obra, que se lee con alarma y desconcierto, Tamayo Jaramillo explica el origen
y las implicaciones de la interpretación valorista adoptada por la corte. Dicha
forma de interpretación tiene su origen en la obra de Carl Schmitt, quien fuera
el teórico constitucional del totalitarismo nazi. Las implicaciones ya están
enunciadas en los textos citados: la aniquilación de la división de poderes y
la pérdida de toda seguridad jurídica, porque según proclama la corte, “los derechos son aquello que los jueces
dicen a través de las sentencias de tutela”[3].
Lo que implica, como señala Tamayo Jaramillo, que “el derecho escrito como tal
no vale y que sólo vale lo que decidan los jueces”[4].
El problema que
enfrenta el País es extremadamente grave. La interpretación valorista, que es
básicamente una interpretación ideológica, parece estar profundamente arraigada
como consecuencia del tipo la enseñanza que predomina desde hace varias décadas
en las escuelas de derecho. Buena parte de ellas son meros centros de
adoctrinamiento ideológico donde el activismo de la corte constitucional es
ensalzado y ésta es vista como portaestandarte de la justicia social sin que
importe que en sus decisiones pase por encima de los textos legales y
constitucionales. Abogado que se apegue a los textos legales y que proponga una
interpretación semántica de los mismos es visto como un reaccionario defensor
de los poderosos y enemigo de los pobres. El daño que profesores incompetentes
y supuestamente progresistas le han hecho al derecho es inconmensurable. Es
aquí donde está el problema real de la corte y del derecho en Colombia, más
allá del miserable escándalo del magistrado Pretelt.
Lo más seguro es
que a la Corte Constitucional y a todas las otras continúen llegando abogados
tan pletóricos de ideales de “justica social” como ignorantes de lo que
significa una restricción presupuestal, salvo en sus negocios. Por esa y otras
razones, la llegada a las altas cortes debería ser el final de la carrera de
los juristas. No deberían llegar allí sino aquellos que ya resolvieron -mejor
bien que mal- sus ambiciones económicas, profesionales y políticas. Solo
deberían llegar a esas cortes, abogados con sesenta o más años, con amplia
experiencia judicial, que estarían obligados a permanecer allí por el resto de
sus vidas o hasta la edad de jubilación forzosa que podría fijarse en setenta y
cinco años. Así, no buscarían ser magistrados aquellos que quieran llegar a las
cortes para adquirir prestigio, experiencia y relaciones que después les
permitan litigar con éxito ante ellas o fortalecer sus propios negocios. Las
altas cortes dejarían también de ser un lugar de tránsito de políticos
camuflados que busquen reconocimiento con sentencias populares.
LGVA
Marzo de 2015.
Si se quiere mantener una corte que interpreta el pensamiento de "justicia social" de todos los Colombianos, no debería estar integrada solo de abogados; se requiere que también la integren economistas y posiblemente otras profesiones (no ingenierías, claro está).
ResponderEliminarTienes razón, Diego. Debe eliminarse el monopolio de los abogados en la interpretación de los textos legales y constitucionales.
Eliminar