sábado, 21 de marzo de 2015

El golpe de estado permanente de la Corte Constitucional y las pilatunas del magistrado Pretelt


El golpe de estado permanente de la Corte Constitucional y las pilatunas del magistrado Pretelt

 

Luis Guillermo Vélez Álvarez

Economista, Docente Universidad EAFIT

 

Desde hace 23 años la Corte Constitucional viene legislando. Sería más preciso decir que viene cogobernando mediante sus sentencias, que es el nombre técnico de sus ucases inapelables. En las dos últimas décadas, el país ha registrado - primero con asombro y después con creciente resignación- la forma como la Corte en sucesivas sentencias, especialmente las referidas a los derechos económicos, invade las órbitas de las otras ramas del poder público en cuya delimitación insistiera con tanto empeño el Barón de Montesquieu.

Lo que más llama la atención es indiferencia olímpica de la corte ante las consecuencias presupuestales y económicas de unas sentencias mediante las cuales pretendía defender los derechos de los pobres. A finales del siglo pasado, destruyó el sistema de crédito hipotecario supuestamente para proteger el derecho a la vivienda de algunos ciudadanos que no podían o no querían honrar sus deudas. Durante cerca de tres años se paralizaron el crédito hipotecario y la construcción lesionándose así el derecho a la vivienda y al trabajo de miles de ciudadanos. Una consecuencia probablemente no buscada por la corte pero de cuya ocurrencia podría haber sido advertida por cualquier estudiante de economía. En 2003, la Corte enterró la posibilidad de ampliar la base del IVA al declarar inexequible su cobro a un conjunto de bienes y servicios argumentando que esa decisión se había tomado en un contexto de creciente pobreza e indigencia razón por la cual “la carga tributaria adicional que recae sobre las personas de bajos ingresos agravará su precaria situación o les hará más difícil superarla”. Loable propósito. Pero olvidó la corte que las frutas, las verduras, la papa, la carne, el pollo, el pescado, los huevos, la leche, el pan, las hortalizas, el arroz, el maíz, los anticonceptivos, los arriendos y los servicios públicos, que nunca podrán tener IVA, son consumidos por toda clase de gente, pobre y no pobre, y que los principales beneficiarios de su sensibilidad social son las familias que mercan en las tiendas de Carulla. Y así ha venido tomando muchas otras decisiones como la del mínimo vital gratuito o las que tienen que ver con el acceso ilimitado a los servicios de salud, con la ingenua creencia de que la pobreza se supera con acciones de tutela y no con crecimiento económico y productividad.

El hecho es, como lo señala el ilustre jurista Javier Tamayo Jaramillo, en su portentosa obra La decisión Judicial, que la Corte “...en su afán de hacer justicia en favor de los débiles, ha acumulado en los últimos 20 años un poder desmedido que así hubiera sido sin proponérselo, tiene en serio peligro el equilibrio de pesos y contrapesos que exige la marcha institucional del País”[1].   

Ese poder desmedido, siempre según Tamayo Jaramillo, se expresa de dos maneras:

“En primer lugar, mediante sentencias paradigmáticas sin posibilidad de control, acude a una interpretación antisemántica y valorista de las leyes y de algunas las normas constitucionales. Como se ve, la esencia de esta interpretación conduce a la sustitución del derecho legal o constitucional hecho por el pueblo o por el parlamento, por un derecho basado en reglas y subreglas creadas por la misma Corte Constitucional. En innumerables oportunidades, los textos normativos sucumben como fichas de cartón arrasadas por la imagen omnipresente de la presunta sentencia justa. Es la opinión subjetiva de los magistrados (...) contra las normas previamente establecidas por el poder constituyente. En esa forma, el decisionismo de la corte sustrae a punta de sentencias, buena parte del contenido normativo de los códigos y demás sistemas legales o administrativos. Es el aniquilamiento lento pero seguro del poder parlamentario y del poder ejecutivo.

En segundo lugar, contrariando la claridad del artículo 230 de la Constitución, la Corte Constitucional convierte en obligatorios sus propios precedentes, con lo cual unifica el derecho judicial bajo su óptica valorista e ideológica, hasta el punto de convertir en prevaricato el desobedecimiento de uno de esos precedentes. Es la mejor manera de aniquilar la función legisladora del parlamento”[2]

En su extensa obra, que se lee con alarma y desconcierto, Tamayo Jaramillo explica el origen y las implicaciones de la interpretación valorista adoptada por la corte. Dicha forma de interpretación tiene su origen en la obra de Carl Schmitt, quien fuera el teórico constitucional del totalitarismo nazi. Las implicaciones ya están enunciadas en los textos citados: la aniquilación de la división de poderes y la pérdida de toda seguridad jurídica, porque según proclama la corte, “los derechos son aquello que los jueces dicen a través de las sentencias de tutela”[3]. Lo que implica, como señala Tamayo Jaramillo, que “el derecho escrito como tal no vale y que sólo vale lo que decidan los jueces”[4].

El problema que enfrenta el País es extremadamente grave. La interpretación valorista, que es básicamente una interpretación ideológica, parece estar profundamente arraigada como consecuencia del tipo la enseñanza que predomina desde hace varias décadas en las escuelas de derecho. Buena parte de ellas son meros centros de adoctrinamiento ideológico donde el activismo de la corte constitucional es ensalzado y ésta es vista como portaestandarte de la justicia social sin que importe que en sus decisiones pase por encima de los textos legales y constitucionales. Abogado que se apegue a los textos legales y que proponga una interpretación semántica de los mismos es visto como un reaccionario defensor de los poderosos y enemigo de los pobres. El daño que profesores incompetentes y supuestamente progresistas le han hecho al derecho es inconmensurable. Es aquí donde está el problema real de la corte y del derecho en Colombia, más allá del miserable escándalo del magistrado Pretelt.   

Lo más seguro es que a la Corte Constitucional y a todas las otras continúen llegando abogados tan pletóricos de ideales de “justica social” como ignorantes de lo que significa una restricción presupuestal, salvo en sus negocios. Por esa y otras razones, la llegada a las altas cortes debería ser el final de la carrera de los juristas. No deberían llegar allí sino aquellos que ya resolvieron -mejor bien que mal- sus ambiciones económicas, profesionales y políticas. Solo deberían llegar a esas cortes, abogados con sesenta o más años, con amplia experiencia judicial, que estarían obligados a permanecer allí por el resto de sus vidas o hasta la edad de jubilación forzosa que podría fijarse en setenta y cinco años. Así, no buscarían ser magistrados aquellos que quieran llegar a las cortes para adquirir prestigio, experiencia y relaciones que después les permitan litigar con éxito ante ellas o fortalecer sus propios negocios. Las altas cortes dejarían también de ser un lugar de tránsito de políticos camuflados que busquen reconocimiento con sentencias populares.

LGVA     

Marzo de 2015.

 




[1] Tamayo Jaramillo, J. (2011). La Decisión Judicial. (Dos Tomos). Biblioteca Jurídica Dike. Medellín, 2011. Tomo I, página 61.
[2] Ídem, Tomo I, página 62.
 
[3]Ídem, Tomo II, página 1347.
 
[4] Ídem, Tomo II, página 1348.

2 comentarios:

  1. Si se quiere mantener una corte que interpreta el pensamiento de "justicia social" de todos los Colombianos, no debería estar integrada solo de abogados; se requiere que también la integren economistas y posiblemente otras profesiones (no ingenierías, claro está).

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    1. Tienes razón, Diego. Debe eliminarse el monopolio de los abogados en la interpretación de los textos legales y constitucionales.

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