La atmósfera económica
(Para mi esposa, Gloria Cecilia)
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista
Introducción
Los peces no saben que son peces, no saben que viven
en el agua, no saben que al agua es su ambiente vital fuera de cual su
existencia es imposible. Cada pez vive su vida de pez hasta que un pez más
grande lo engulle o hasta que un pescador lo saca de su medio, entonces muere
sin haberse percatado de que era un pez y de que el agua era su medio vital.
Los animales terrestres se parecen a los peces en que
tampoco tiene conciencia de su medio vital, la atmósfera, aunque si saben qué
es el agua, saben que no pueden vivir en ella y también que no pueden vivir sin
ella. Los hombres saben un poco más que los animales pues tienen conciencia de
la atmósfera y, los que han recibido alguna educación, saben algo de cómo se
formó, de los gases que la conforman y otras cosas más. Tanto los que saben algo
y como los que no saben nada, porque jamás lo aprendieron o porque olvidaron lo
aprendido, pueden pasar su vida tranquilamente en medio de la atmósfera,
completamente ignorantes, como lo peces en medio del agua.
La vida económica de los hombres tiene, como la vida
natural, una atmósfera en medio en el cual puede desarrollarse de una forma más
adecuada que sin ella o, más precisamente, cuando es escasa. Al igual que la
natural, cuya densidad en oxígeno disminuye con la altura sobre el nivel del
mar, la atmósfera económica tiene diversos grados de densidad, unos más
propicios que otros para el florecimiento exitoso de la actividad individual.
Una de las características más asombrosas de la Gran Sociedad
en la que vivimos – el término es de Adam Smith - es que los hombres podemos
subsistir ignorando todo o casi todo lo referente a los trabajos requeridos
para suplir nuestras necesidades básicas de alimentación, abrigo y salud, y las
otras necesidades que el avance de la civilización ha ido creando. La mayoría
carecemos de las habilidades sin las cuales no podría subsistir un indígena del
Amazonas. No sabemos cazar, pescar o identificar los frutos alimenticios; no
sabemos distinguir las yerbas medicinales de las venenosas; somos incapaces de
construir un bohío, tallar una canoa, fabricar un arco o una caña de pescar o
confeccionar un mínimo vestido. También podemos vivir ignorando todo sobre la combustión,
la mecánica o electromagnetismo, saberes en los cuales se apoyan las
comodidades de la vida moderna.
Perdidos en la selva, la mayoría de nosotros moriríamos
pronto; pero, en la Gran Sociedad, podemos subsistir con nuestros pequeños
oficios, muchos de los cuales no tienen ninguna, o solo una muy remota,
relación con los oficios de la subsistencia o los oficios del lujo y el confort.
Esto es posible gracias a los 5 elementos de la atmósfera económica: la
división del trabajo, el intercambio voluntario, la propiedad, el dinero y el
cálculo económico. Aunque pueden identificarse y describirse de manera
separada, estos elementos de la atmósfera económica se hayan profundamente
imbricados y la desaparición o debilitamiento de alguno de ellos es nocivo para
todos los demás.
El origen de la atmósfera económica o, más
precisamente, de sus elementos, se remonta al pasado más remoto de la humanidad
sin que nadie sepa con certeza el momento de su aparición. Se encuentran
registros de los elementos de la atmósfera en documentos antiquísimos, como la
Biblia y el Código de Hammurabi, o monumentos arqueológicos, como los templos
egipcios o las pirámides aztecas. Porque esos elementos están presentes en
todos los pueblos y culturas, incluso entre las más primitivas.
Lo más extraordinario es que la aparición de los
elementos de esa atmósfera no obedeció a ningún designio deliberado ni tuvo el
objetivo expreso de obtener los grandes beneficios que de ellos se derivan.
Solo en los tiempos más recientes, cuando la razón humana tomó conciencia de
ellos, se han ido introduciendo cambios deliberados que han mejorado su funcionamiento,
cuando se ajustan a su lógica interna; pero que han resultado desastrosos
cuando la contrarían.
La división del trabajo
A la pregunta: ¿usted qué es?, siempre, o casi
siempre, respondemos mencionando un oficio, una ocupación, un servicio por el
recibimos un pago monetario, con el cual compramos cosas útiles -materiales e
inmateriales- que proceden de los oficios, las ocupaciones o los servicios de
otros, a quienes, en su inmensa mayoría, desconocemos porque habitan en otro
lugar de nuestra ciudad o de nuestro país o en otro país, situado, tal vez, en
otro continente. Cuando entregamos o recibimos dinero, estamos en realidad
intercambiando servicios los unos con los otros, inmersos en una colosal
división del trabajo de escala planetaria.
Pocas veces nos detenemos a pensar en lo que significa
el extraordinario privilegio de poder disponer, en nuestros hogares y empresas,
de la inmensa cantidad de cosas útiles - sin las cuales la vida sería
extremadamente penosa- que no sabemos
quién las hace ni cómo las hace, solo por hacer nosotros mismos una pequeña
cosa, por saber un pequeño oficio, por prestar un pequeño servicio que, de
alguna forma, directa o indirectamente, resulta útil a personas que tampoco
saben de nuestra existencia. Y, sin embargo, ahí estamos, colaborando los unos
con los otros, sin proponérnoslo, sin casi pensar en ello. Eso es la división
del trabajo.
Adam Smith, más que en la cantidad de trabajo que en
conjunto ejecutamos, encontró en su división la principal causa de la riqueza
de una nación, entendida como la cantidad de bienes y servicio que en un
período determinado satisfacen las necesidades de sus habitantes. Para ilustrar
el poder de la división del trabajo en la elevación de la productividad, el
ilustre economista escocés, utilizó el célebre ejemplo de una pequeña fábrica
de alfileres en la cual, diez trabajadores, ejecutando de forma separada las 18
operaciones requeridas, alcanzaban a producir cuarenta y ocho mil alfileres, es
decir, cuatro mil ochocientos por operario, cada uno de los cuales no
produciría más de 20 si ejecutara por sí mismo las 18 tareas. ¡Cuál sería el
asombro de Smith al saber que hoy en el mundo se producen 2 automóviles o 50
teléfonos móviles por segundo, en cuya fabricación intervienen miles de
trabajadores dispersos en decenas de países!
La división del trabajo aumenta nuestra productividad
porque nos hace más diestros, porque nos permite ahorrar tiempo, el más escaso
de los recursos, y porque aguza nuestra inventiva de nuevos procedimientos y
nuevos productos. Los pueblos más pobres no lo son porque sus gentes trabajen
poco, de hecho, trabajan mucho para suplir sus necesidades básicas. En algunos
lugares del mundo la gente tiene que dedicar 4 ó 5 horas diarias a conseguir
agua más o menos potable. En general, en los países más pobres gran cantidad de
gente está dedicada a la producción de alimentos, a la agricultura. En los
países más ricos se necesita menos personas para producir comida o bienes
manufacturados, con el trabajo de muy pocas de ellas basta para alimentar y
vestir a miles o millones que pueden así dedicarse a otras cosas como la
música, el teatro, el cine, la literatura, el deporte, la filosofía o la
economía. Repitamos lo que muchas veces se ha dicho: la civilización es la
diversidad de los oficios.
Nadie inventó esa maravilla de la división del
trabajo, es decir, a nadie, en un momento dado, se le ocurrió decir: ¡dividamos
el trabajo, especialicémonos que eso nos traerá grandes beneficios! En algún
momento del pasado remoto de la humanidad, los hombres fueron descubriendo que
sus habilidades innatas o adquiridas los hacían más aptos para unos oficios que
otros. Luego se fue ampliando y profundizando como fruto de la interacción
social, la cual produce resultados no esperados ni buscados por alguien en
particular. Esta es una idea fundamental que, Hayek, importante economista
austríaco, sintetiza bajo el concepto de orden espontáneo, la cual, como se
verá, tiene que ver también con los otros elementos de la atmosfera económica.
Terminemos esta parte con un bello texto de Adam Smith, que nos llevará derecho
al siguiente componente de la atmósfera económica:
“En
una tribu de cazadores o pastores un individuo, pongamos por caso, hace las
flechas o los arcos con mayor presteza y habilidad que los otros. Con
frecuencia los cambia por ganado o por caza con sus compañeros y encuentra, al
fin, que por este procedimiento consigue una mayor cantidad de las dos cosas
que si él mismo hubiera salido al campo por su captura. Es así cómo, siguiendo
su propio interés, se dedica casi exclusivamente a hacer arcos y flechas,
convirtiéndose en una especie de armero. Otro destaca en la construcción del
andamiaje y del techado de sus pobres chozas o tiendas, y así se acostumbra a
ser útil a sus vecinos que le recompensan igualmente con ganado o caza, hasta
que encuentra ventajoso dedicarse por completo a esa ocupación, convirtiéndose
en una especie de carpintero constructor.
Parejamente otro se hace herrero o calderero, el de más allá curte o
trabaja pieles, indumentaria habitual de los salvajes. De esta suerte, la
certidumbre de poder cambiar el exceso del producto de su propio trabajo,
después de satisfechas sus necesidades, por parte del producto ajeno que
necesita, induce al hombre a dedicarse a una sola ocupación, cultivando y
perfeccionando el talento o el ingenio que posea para cierta especie de
labores”
El intercambio voluntario
Repitamos esa idea: la certidumbre de poder cambiar el
producto del trabajo propio por el del trabajo ajeno. Aquí la palabra clave es
cambiar. Smith habla de un cierto rasgo de la naturaleza humana, la propensión
a cambiar, reconoce que no sabe si es innata o adquirida, pero conjetura que
quizás se asocie al desarrollo del lenguaje. En cualquier caso, parece ser un
rasgo típicamente humano pues aún no se ha observado a un perro cambiando un
hueso con otro.
No es fácil saber qué fue primero si la división del
trabajo o el intercambio. Smith sugiere que la primera surgió del segundo y, lo
más importante, que esa división del trabajo depende de la extensión del
intercambio, de la amplitud del mercado. Una pequeña reflexión nos lleva asumir
esa idea como evidente, como parece ser igualmente evidente que esa división
del trabajo y ese intercambio se desarrollan al unísono: el crecimiento del
mercado permite una mayor división del trabajo y el aumento de esta requiere
del crecimiento de aquel.
El intercambio voluntario no es, por supuesto, la
única forma de obtener bienes o servicios de los demás. La guerra, que permite
el despojo puro y simple de los demás o su sometimiento a nuestra voluntad, y
la mendicidad, que busca tocar la benevolencia o al altruismo de los otros, son
las otras dos. A lo largo de los siglos y en todas las sociedades estas tres
formas se han combinado en diverso grado. En la antigüedad, la guerra pudo
haber sido la forma dominante de obtener bienes y servicios de los demás al
punto que el gran filósofo Aristóteles la consideraba como un arte adquisitivo
natural al mismo tiempo que condenaba el cambio o el comercio como
anti-natural.
En su obra “Política”, Aristóteles enumera las formas
o artes de adquirir riqueza. Están, nos dice, las gentes que “no se procuran su
alimento mediante el cambio y el comercio” sino que desempeñan una actividad
productiva por sí misma, cuales son el pastoreo, la agricultura, la piratería,
la pesca y la caza. Está también en arte de la guerra que es “un arte
adquisitivo por naturaleza”. Finalmente está el arte del cambio o el comercio
que Aristóteles denomina la crematística. A sus ojos, la crematística era
anti-natural porque conducía a la riqueza ilimitada.
Aristóteles, quien vivió en el siglo IV antes de
Cristo, vio la crematística, al igual que su maestro Platón, como una especie
de mal necesario, que, aunque tolerada en la Polis, debía ser limitada en sus
alcances. Aristóteles condenó especialmente la que a sus ojos era la forma más
anti-natural de la crematística: el préstamo a interés. Toda la antipatía
contra el comercio y la usura que aún se manifiesta en los países de occidente
procede de la obra de estos filósofos. Viviendo en un mundo de pequeños
estados, en guerra permanente los unos con los otros, los grandes filósofos no
pudieron entender el enorme potencial del intercambio voluntario. Lo que
resulta comprensible en su caso, pero no en el de nosotros.
Si un intercambio es rigurosamente voluntario tiene
que beneficiar a las dos partes porque de lo contrario no se realizaría. Existe
la absurda idea de que cuando dos cosas se cambian es porque tienen el mismo
valor, como si el valor fuera una sustancia medible objetivamente y adherida a
la materialidad de las cosas. El valor es totalmente subjetivo y no existe –
como dijo el economista Carl Menger – por fuera de la conciencia de cada uno.
Cuando entrego una cosa a cambio de otra es porque lo que recibo vale para mí más
que lo que entrego y para la contraparte ocurre exactamente lo contrario.
Antes de seguir, una observación. No hay que confundir
el valor con el precio que tiene, ese sí, una realidad objetiva. Para
constatarlo basta con mirar las etiquetas de los bienes en un supermercado. El
tránsito del valor subjetivo al precio objetivo – o, más técnicamente hablando,
el paso de la teoría del valor a la teoría del precio – requiere una
explicación que sin ser extremadamente compleja excede los alcances de esta
nota y es innecesaria para el propósito de la misma. Basta con decir aquí, que
el precio, es decir, la relación cuantitativa en que se cambia una cosa por
otra, resulta del regateo entre las partes guiado por las diferentes
valoraciones que de las cosas intercambiadas tienen las personas. Esto es
válido para cualquier intercambio aislado como para la vasta red de
intercambios en la que nos encontramos inmersos en la Gran Sociedad.
Hay una condición fundamental sin la cual el
intercambio voluntario no podría llevarse a cabo: el reconocimiento mutuo por
los cambistas de la propiedad de cada uno sobre los bienes cambiados. Esto nos
lleva al tercer componente de la atmósfera económica: la propiedad.
La propiedad
El origen da la propiedad, no como figura jurídica,
sino como concepto económico, se pierde también en la oscuridad de los tiempos
más remotos. Para entenderlo no necesitamos hacer una excusión
histórico-antropológica, sino una lógico-filosófica, para lo cual nos
apoyaremos en las ideas de John Locke, filósofo inglés del siglo XVII.
El punto de partida de Locke es el axioma de la
auto-posesión: cada uno es dueño de su
propia persona. Ese es el primer derecho de la persona a partir del cual se
desarrollan todos los demás derechos, en particular el derecho de propiedad.
Si soy dueño de mi propia persona lo soy también de
todo aquello que produzca con mi actividad física y mental a veces combinada -
aunque no necesariamente, como en el caso de las ideas que surgen de mi cerebro
– con los recursos naturales libres. Los resultados de esa combinación y, eventualmente,
también dichos recursos naturales, se convierten en mi propiedad. Es mía la
manzana que tomo de un árbol silvestre cuya propiedad nadie ha reclamado y el
árbol también puede ser mío si lo reclamo para mí por haber sido su
descubridor. También es mi propiedad lo
obtenido con mi actividad combinada con los recursos de otro que
voluntariamente consiente a ello. En la realidad cotidiana de nuestro tiempo
las cosas son más complejas, pero en lo expuesto está la esencia del asunto y
basta con atenernos a ella.
La propiedad se ejerce sobre los bienes útiles y
escasos, que son también los que tienen valor para las personas, los que son
apropiables e intercambiables. Una bolsa de arena de las playas del Japón puede
ser muy escasa en Colombia, pero probablemente carecerá de valor a menos que
alguien le encuentre alguna utilidad. La utilidad no es un rasgo inherente a
los objetos del mundo natural, está asociada al conocimiento que las personas
tienen de las propiedades de los diversos materiales. Durante siglos el
petróleo y el carbón mineral fueron totalmente inútiles y no es improbables que
vuelvan a serlo en el futuro. La escasez está referida no a la disponibilidad
absoluta de las cosas útiles sino a su disponibilidad relativa a circunstancias
de tiempo y lugar. Una botella de agua en el desierto de La Guajira a las 2 de
la tarde de un día cualquiera puede tener un gran valor para las personas y
alcanzar un precio elevado. Es importante nunca olvidar que un bien económico
es algo con unas propiedades físicas localizado en un lugar determinado en un
momento también determinado. La ignorancia esto está tras la mayor parte de los
errores de razonamiento económico.
Las cosas de mi propiedad son las que puedo usar,
consumir, guardar, regalar, prestar, cambiar e, incluso, destruir. Propietario
es quien puede disponer a su antojo de sus cosas, de sus activos y derechos. En
este sentido, la propiedad siempre es privada e individual, lo cual no excluye
que se puede ejercer por un colectivo, como los accionistas de una sociedad
anónima o los miembros del Politburó. Así las cosas, la propiedad de todo el
pueblo, la propiedad pública o la propiedad cooperativa no son más que
ficciones jurídicas. Siendo pues siempre privada, la discusión sobre la
propiedad está referida, en último término, a la legitimidad de su adquisición
y a las restricciones que el derecho positivo le impone.
Una historia de la propiedad sería la historia de la
lucha de los hombres por imponer restricciones a la propiedad de los otros o
por liberarse de las que le son impuestas. Esto asume la forma de guerras entre
imperios, entre ciudades estados, entre feudos, en fin, entre los estados
nacionales de la época modera. Pero también son las luchas de los esclavos
contra los amos, de los siervos de la gleba contra los señores feudales y las
luchas liberales de la época moderna por limitar el poder de estado que puede
acabar con la propiedad individual de la que, paradójicamente, es el garante.
Cuando en los siglos XVII y XVIII, la ilustración
opuso al derecho divino de los monarcas la idea del individuo libre y dueño de
sí mismo por naturaleza, se encontró con el problema de que, no estando sujetos
a ningún poder, esos individuos estarían en guerra permanente los unos con los
otros en defensa de sus vidas y sus bienes, llevando entonces una vida corta,
miserable y ruin, como la describiera Hobbes. Aparece como solución la idea del
pacto o del contrato social mediante el cual los individuos aceptan renunciar a
su derecho natural al ejercicio de la fuerza para defenderse y depositan dicho
derecho en un poder soberano por encima de todos que será ejercido de por un
individuo, monarquía, o por un grupo de ellos, república.
La solución adoptada no podía ser sino imperfecta
porque un estado – gobernado por hombres de la misma naturaleza que todos los
hombres - con el poder necesario para garantizar la propiedad individual y el
cumplimiento de los contratos que se derivan del intercambio individual,
también tendría el poder suficiente para violentar esa propiedad y alterar a su
amaño y beneficio los contratos. Por esa razón surge, simultáneamente, con la
idea del pacto y del origen popular del poder, la idea de limitar dicho poder
sujetándolo a la ley o, mejor aún, esa ley de leyes que se denomina
constitución. Ayn Rand, novelista y filósofa, expresó esto diciendo que el
gobierno se necesita para defendernos de los criminales y la constitución para
defendernos del gobierno.
Ahí están ya delineados los elementos constitutivos del orden político de las
democracias liberales modernas: estado fuerte, principio de legalidad y gobierno
responsable. Un estado fuerte es aquel que efectivamente controla su territorio
y es capaz de recaudar los impuestos necesarios para llevar a cabo sus
funciones y proveer los servicios que de él se esperan. El principio de legalidad significa que los
gobernantes que administran de forma temporal los recursos y medios de acción
del estado están obligados a ejercer el poder conforme a determinadas normas
conocidas por todos. Finalmente, el gobierno es responsable cuando está
sometido a la voluntad del pueblo que se expresa en diverso tipo de
instituciones de participación popular de las cuales la realización de
votaciones periódicas para el cambio de los gobernantes es la más importante.
El dinero
La evidencia económica más inmediata que tiene una
persona nacida en las sociedades modernas es la del dinero. Desde niños
aprendemos a usarlo, especialmente a gastarlo, sabemos que todo lo compra y que
carecer de él nos hace desgraciados. Posteriormente aprendemos lo difícil que
es conseguirlo y, unos más que otros, aprenden a ahorrarlo y a invertirlo
provechosamente.
De manera generalmente intuitiva entendemos sus
funciones: medio de cambio general, reserva de valor y unidad de medida del
precio de todas las cosas. Llegamos a saber que el dinero en su forma de
billetes es producido por los bancos estatales y algunos llegan a entender que
los bancos comerciales también crean dinero. Sabemos también que casi siempre
está perdiendo valor porque los precios de las cosas están siempre aumentando.
Algunos perciben que esa pérdida de valor resulta de que se ha creado una cantidad
excesiva de dinero con relación a la cantidad de bienes y servicios producidos.
La mayoría de las personas pasan sus vidas usando el
dinero sin entenderlo demasiado ni preocuparse por entenderlo, como ocurre con
el lenguaje, que podemos usar sin ser lingüistas ni saber gramática ni nada por
el estilo. Aprendemos a usar el dinero de la misma manera que aprendemos a
hablar nuestra propia lengua: por medio de la interacción social. Pero es bueno
saber algo más sobre el dinero para salir de dos errores en los que incurre la
mayoría de la gente: i) confundir el dinero con formas monetarias específicas y
ii) la creencia de que el dinero es necesariamente una creación del estado. La
gente sale de ese error cuando ya es demasiado tarde, cuando el dinero de su país
es destruido en medio de la hiperinflación por la acción de un gobierno
irresponsable.
Volveremos sobre este último punto, pero antes es
importante entender que el dinero es una relación social, cuyo origen es
antiquísimo, que se expresa en las distintas formas monetarias que los hombres
han ido adoptando con el avance de la civilización. La historia del dinero es
la historia de su desmaterialización.
Todo empieza por el trueque que es el intercambio
directo de una cosa útil por otra. En el mundo del trueque todas las mercancías
son medio de cambio, reserva de valor y medida del precio de todas las demás.
De lo cual resulta que una economía de trueque es una economía en la cual todas
las mercancías son mercancía-dinero.
El
trueque tiene dos graves inconvenientes: la doble coincidencia de necesidades y
la dificultad de encontrar las proporciones adecuadas para que el intercambio
pueda realizarse. Si no necesito lo que el otro tiene ni el otro necesita lo
que yo tengo o existiendo la necesidad solo de un lado, el intercambio no es
posible. Pero aun cuando los cambistas necesitan mutuamente los bienes que
poseen, las características materiales pueden hacer imposible encontrar las
proporciones que convengan a los valores percibidos por cada cual. No es posible
cambiar dos peces por medio arco, por ejemplo, si esa es la proporción que se
ajusta a los valores percibidos.
Con
el desarrollo de los intercambios se fue evidenciando que algunos bienes
resultaban útiles para una mayor cantidad de cambistas. Esto llevó a la
aparición de bienes que no se demandan por sí mismos, es decir, por tener
utilidad inmediata para los cambistas, sino, porque sabiendo que tenían
utilidad para otros, se recibían para ser usados como medio de pago en un
intercambio posterior. Ciertas
mercancías como la sal, las pieles, el ganado, etc. se destacan de las demás y
se convierten en moneda a medida que se generaliza su aceptación en los
intercambios.
La
característica común a todo aquello que en alguna circunstancia histórica
funcionó como dinero es que, por una razón u otra, percibida por los individuos
que comercian, su capacidad de intercambiarse por otras mercancías era mayor
que la de las demás. El economista austríaco Carl Menger habla de capacidad de
venta o de mercancías más vendibles. Modernamente se da a este atributo el
nombre de liquidez. Veamos un texto de
Menger:
“El interés económico de cada uno de
los agentes de la economía les induce pues, cuando alcanzan un mayor
conocimiento de sus ventajas individuales, a intercambiar sus mercancías por
otras, incluso aunque esta últimas no satisfagan de forma inmediata su
finalidad de uso directo. Y ello sin previos acuerdos, ni presión legislativa e
incluso sin prestar atención al interés público. Ocurre de este modo, bajo el
poderoso influjo de la costumbre, presente por doquier a medida que aumenta la
cultura económica, que un cierto número de bienes, que son siempre los que, en
razón de tiempo y lugar, mayor capacidad de venta poseen, son siempre aceptados
por todos en las operaciones de intercambio y pueden intercambiarse a su vez
por otras mercancías (…) El origen del dinero es, como hemos visto,
del todo natural y, por consiguiente, sólo en muy contados casos puede
atribuirse a influencias legislativas. El dinero no es una invención estatal ni
el producto de un acto del legislador. La sanción o aprobación por parte de la
autoridad es, pues, un factor ajeno al concepto del dinero. El hecho de que
unas determinadas mercancías alcancen la categoría de dinero surge
espontáneamente de las relaciones económicas existentes, sin que sea precisas
medidas estatales”
Así
pues, como los otros elementos de la atmósfera económica - la división del
trabajo, el intercambio y la propiedad – nadie inventó el dinero. En todos los
pueblos y culturas se fue desarrollando espontáneamente a medida que los
intercambios económicos se hacían más extensos y complejos.
Llegados
a este punto hay que referirse a la manera en que los metales preciosos - el
oro y la plata - llegan a convertirse en la forma monetaria o en la forma de
dinero más reconocida en a lo largo de la historia universal.
“El
oro y la plata no son dinero por naturaleza, pero el dinero es, por naturaleza,
oro y plata” escribe Marx. Esta idea se encuentra en la obra de muchos
economistas de todas las épocas y todos los países. En el siglo XVIII,
Ferdinando Galiani, un monje italiano, señala que la utilización de los metales
preciosos como moneda “no resultó de una elección libre y caprichosa, sino de
una necesidad relacionada con la naturaleza misma de los metales y con los
requisitos de la moneda” Finalmente,
Menger se expresa de manera similar: “De la precedente exposición de la
naturaleza y origen del dinero se desprende claramente que, en las
circunstancias normales de las relaciones comerciales de los pueblos civilizados,
los metales nobles se convierten, de manera natural, en dinero económico”
¿Cuáles
son pues esos atributos naturales de los metales preciosos que los convierten
naturalmente en dinero?: i) divisibilidad en alícuotas partes sin pérdida de
valor, ii) elevado valor por unidad de volumen o peso, determinado por su
escasez relativa y iii) durabilidad pues el paso del tiempo no menoscaba sus
atributos físicos manteniendo su valor.
Hoy
entendemos que el dinero no es ni debe ser necesariamente una mercancía. Sin
embargo, los atributos señalados de los metales preciosos corresponden a las
características que definen el concepto abstracto del dinero y a las que en
circunstancias normales debe tener el dinero fiduciario que es la forma
predominante del dinero en el mundo moderno.
Un
paso adelante en esta historia es la aparición de la acuñación. La utilización
de los metales preciosos con fines monetarios no está libre de inconvenientes.
Aunque menos problemático que el ganado, los metales preciosos son engorrosos
de transportar, pesar, dividir y comprobar su autenticidad y grado de pureza. Esa idea se encuentra en muchos autores. Veamos cómo
la expresa Menger:
“De entre estos inconvenientes que
se derivan de la utilización de los metales nobles con fines dinerarios se
destacan como los más importantes los debidos a la difícil comprobación de su
autenticidad y de su grado de pureza y a la necesidad de dividir estos duros
metales en las piezas correspondientes a las transacciones. Son dificultades
que no pueden eliminarse sin pérdida de tiempo y sin sacrificios económicos”.
La
acuñación parece ser algo muy antiguo. Según Heródoto, el historiador griego, esta
innovación es obra de Creso, rey de Lidia, hacia finales del siglo VIII antes
de J.C. En cualquier caso, con la acuñación se resuelven algunos problemas,
pero, como veremos, aparecerán otros. Volvamos a Menger.
“La significación para la economía de
las monedas acuñadas radica, pues, en que (prescindiendo de la operación
mecánica de la división del metal noble en las cantidades requeridas) cuando
las recibimos no tenemos que comprobar su autenticidad, pureza y peso y cuando
las damos también nos ahorramos esta comprobación”
Aquí
aparece un concepto que es fundamental para el entendimiento de la moneda en
todas sus formas: confianza. El que los agentes crean que la moneda acuñada
elimina todos los inconvenientes señalados depende de la confianza en la
honestidad del acuñador. La aceptación de las modernas monedas fiduciarias
depende de la confianza que tengamos en la estabilidad de su valor y de la
confianza en que serán aceptadas por otras personas.
Aunque
la acuñación empezó y subsiste aún como actividad privada, con ella los estados
empiezan a asumir el control de la moneda. Desde los romanos todos los estados
– grandes y pequeños – emplearan en su provecho el poder de acuñación. Las
discusiones monetarias sobre la circulación metálica tienen que ver con las
alteraciones en las monedas acuñadas – los cambios subrepticios en su peso y
ley – y las consecuencias de ello sobre la actividad económica.
La
cuestión es relativamente simple de explicar. Una moneda de cierta
denominación, digamos la libra, está definida por cierta cantidad de metal
noble combinado en determinadas proporciones. Una libra es, por ejemplo, una
moneda de 20 gramos de peso de ley 900. La ley de la moneda es la porción del
metal noble en el peso total. Con 200 gramos pueden acuñarse 11 libras. El
acuñador o la casa de moneda, que será una dependencia del gobierno, se queda
con una de ellas y entrega las otras 10 al dueño del metal. El cobro por la
acuñación se denomina el señoreaje y en el ejemplo equivale a la onceava
moneda.
En
el curso de la historia los gobiernos se fueron reservando el derecho de
acuñación dentro de su territorio. Con frecuencia los gobernantes venales
alteraban el peso o la ley de las monedas acuñadas para aumentar de esta forma
sus ingresos. Este subterfugio tenía un efecto temporal pues con mayor o menor
rapidez el mercado se percataba del dolo y la moneda alterada perdía valor: en
el mercado interno disminuía su poder adquisitivo y se devaluaba con relación a
las monedas de otros países.
Ya
en la Edad Media al lado de la circulación metálica se desarrolló una activa y
amplia circulación de letras de cambio emitidas por agentes privados, entre los
que se destacaron los orfebres lombardos. En las principales ciudades de Europa
estaban establecidos orfebres o banqueros que tenían vínculos comerciales y
financieros entre ellos. Un comerciante florentino que necesitaba realizar
compras en Londres, en lugar de viajar cargado de monedas, exponiéndose a los
salteadores de caminos, se presentaba ante un orfebre de Florencia al que
entregaba su metálico a cambio del cual éste le libraba una letra pagadera en
Londres por su corresponsal. Así, el comerciante hacía el viaje entre las dos
ciudades, al llegar a Londres redimía su letra y realizaba sus transacciones.
Es
fácil imaginar, dada la confianza que inspiraba el emisor, que las letras
circularan entre los comerciantes y banqueros durante mucho tiempo y en
diversas transacciones antes de su redención efectiva. También podía ocurrir
que nunca se redimieran y que se compensaran en las cuentas de los banqueros.
En algún momento las letras empezaron a expedirse al portador y circulaban como
efectivo al igual que las monedas. De esta forma va apareciendo el billete de
banco.
Como
ha señalado Galbraith, el proceso de creación de dinero por los bancos “es tan
simple que repugna a la mente”. La clave de todo está en que los depositantes
del efectivo metálico a cambio del cual reciben los certificados de depósito,
las letras y, finalmente, los billetes de banco no se presentan todos al mismo
tiempo a reclamar el oro o las monedas depositadas. La práctica les enseñará
pronto a los banqueros que para atender el flujo de retiros basta tener en caja
en dinero oro o monedas sólo una fracción del monto total de billetes o
certificados emitidos. Así, un banquero que ha recibido un depósito de 100
emite a favor del depositante certificados o billetes por ese monto. En esa
operación el metálico es reemplazado en la circulación por los billetes.
Supongamos ahora que un comerciante solicita un préstamo de 100 al banquero.
Éste le entrega sus propios billetes y registra en su contabilidad una cuenta
por cobrar en tanto que el comerciante registra una cuenta por pagar. Los
billetes son un activo para el comerciante y un pasivo del banco. Y así el
banco crea dinero de la nada. El limite a la capacidad de creación de dinero
está impuesto por el monto de dinero metálico que el banquero sabe que debe
tener para atender el flujo de retiros.
La
creación monetaria moderna funciona de la misma forma con la única diferencia
de que la reserva está constituida no por metálico sino por dinero del banco
central: efectivo o depósitos. Los primeros bancos de emisión fueron bancos
privados. La aparición de los bancos estatales de emisión y del consiguiente
monopolio de los gobiernos es un fenómeno del siglo XIX y aún del siglo XX.
La
creación monetaria por los bancos comerciales es extremadamente fácil de entender.
Un cliente obtiene de banco un crédito de 100 millones. El banco le abre una
cuenta corriente por ese valor e inmediatamente registra en su activo una
cuenta por cobrar a dicho cliente. La cuenta corriente es un activo del cliente
y un pasivo del banco. Por su parte el cliente registra en su contabilidad una
cuenta por pagar que es la contrapartida de la cuenta por cobrar de la
contabilidad del banco. Y así, de la nada, se crearon los 100 millones. Con el
banco central ocurre exactamente lo mismo: el dinero emitido por el banco
central – sus billetes y monedas - que
está en poder de la gente o como reserva en los bancos comerciales es un activo
de estos y un pasivo del banco central. La única diferencia entre el banco
central o banco emisor y los bancos comerciales es que estos están obligador a
mantener reservas en la moneda creada por el emisor.
La
moneda moderna está conformada por la moneda de crédito creada por los bancos
comerciales - que asume la forma de depósitos en cuentas corrientes y de ahorro
a favor de los particulares – y por las especies monetarias puestas en
circulación por los bancos emisores: billetes, monedas y depósitos a favor de
los bancos comerciales. Esta moneda moderna una moneda enteramente fiduciaria,
completamente desmaterializada, cuyo valor no está directamente vinculado al
precio de ninguna mercancía. Con la
desaparición del patrón oro en los años 30 y la supresión de la convertibilidad
del dólar en 1971, desapareció el vínculo directo con el precio del oro.
El
dinero no siempre ha sido, como lo es hoy, una creación de los estados, y nada
garantiza que lo siga siendo indefinidamente en el futuro. El monopolio de la
emisión por los estados nacionales es un fenómeno histórico reciente Se están
registrando cambios importantes que indican el surgimiento de nuevas formas de
organización monetaria. En 2000 se creó el Euro, una moneda supranacional, cuya
aparición supuso la desaparición de las monedas nacionales de varios países.
También se ha dado el caso de países – como Ecuador y Panamá – que adoptaron
como moneda propia la moneda creada en otro país. En fin, en 2008 apareció un
sistema descentralizado de transacciones electrónicas que tiene una unidad
monetaria denominada el bitcoin. Las formas monetarias están siempre en
mutación más no así el concepto de dinero – medio de cambio, reserva de valor y
unidad de medida de los precios – como componente profundo de la atmósfera
económica. Cuando una forma monetaria concreta no corresponde a ese concepto
abstracto, es decir, cuando suple inadecuadamente esas funciones, la atmósfera
económica se deteriora y los agentes económicos, si pueden, la abandonan.
Para
los cambistas una moneda buena, este es el primer requisito, es aquella que
mantiene su valor a lo largo del tiempo. El segundo requisito de una buena
moneda es que las variaciones en su cantidad no afecten las relaciones de
intercambio de los bienes en el tiempo y en el espacio. Esto es lo que se llama
neutralidad de la moneda. Para que la moneda sea neutral, es preciso que el
acceso a la creación monetaria sea proporcional a la contribución de cada cual
a la creación de la riqueza real.
El cálculo económico
El cálculo de utilidad debe ser extremadamente antiguo
y probablemente existe desde que el hombre es hombre, desde que la razón
suplantó al instinto, desde que emergió la acción humana guiada por el
pensamiento. El cálculo económico, que es la expresión sofisticada del cálculo
de utilidad, está asociado a la generalización del dinero como medida de los
valores, es decir, a la generalización de los precios monetarios. También debe
ser muy antiguo y, al igual que el de los otros componentes de la atmósfera
económico, su desarrollo ha sido espontáneo y no en respuesta a designio
voluntario alguno.
En los inicios del intercambio, el trueque directo de
un par de bienes entre dos cambistas, que se encuentran de forma esporádica y
accidental, está mediado casi exclusivamente por un cálculo subjetivo del
disfrute esperado. Una vez que los encuentros entre los cambistas se hacen más
frecuentes, entran también en consideración otras posibilidades de cambio con
otros cambistas en otros lugares o con los mismos en otros momentos. El regateo
de cantidades se torna más complejo, pues las razones de cambio de las
transacciones corrientes empiezan a estar influidas por las razones de cambio
de transacciones pasadas y por las que se puede esperar que resulten de
transacciones en otro momento y otro lugar.
La generalización de los precios monetarios, es decir,
la generalización de una medida común del valor, tiene un efecto extraordinario
pues permitirá aún más que el recuerdo de los precios de transacciones pasadas
y los de las transacciones en otros lugares afecten los precios de las
transacciones corrientes y de las transacciones futuras. Esto da nacimiento a
la especulación que no es otra cosa que la expectativa sobre los precios que
tendrán las mercancías en otros puntos del tiempo y del espacio. Y, por
supuesto, da nacimiento al arbitraje que nos otra cosa que comprar o vender en
un mercado para vender o comprar en otro mercado distante, espacial o
temporalmente o ambos, del mercado corriente.
De esta forma los bienes, además de sus atributos
materiales, adquieren una dimensión temporal y una dimensión espacial que los
transforma de objetos del mundo físico en objetos del mundo económico
propiamente dicho y que transforma igualmente a los simples calculadores de
utilidad en arbitrajistas y especuladores, es decir, en calculadores
económicos.
En su forma más básica, y a la postre en las más refinadas,
cálculo económico no es otra cosa que la comparación de dos sumas de dinero,
que es capaz de hacer el más humilde comerciante, la que recibo y la que pago,
de cuya diferencia sale otra suma que recibe diferentes nombres: ganancia,
beneficio, utilidad, provecho, lucro, etc. En algún momento, probablemente entre aquellos
que empezaron a dedicarse al intercambio – a la compra venta – como actividad
especializada, surgió la idea de que más importante que el monto absoluto de la
ganancia era su relación con la suma pagada dando lugar al desarrollo del
concepto de tasa de ganancia, tasa de beneficio o rentabilidad.
Puede argüirse que, más que un componente de la
atmósfera económica, el cálculo económico es un atributo de las personas, como
el cálculo de utilidad. Esto es cierto en buena medida, pero la experiencia
sugiere que la aparición de calculistas económicos estimula la aparición de
muchos más. El mayor desarrollo de cálculo económico en un país o en una época
se expresa en la existencia de un gran número de esos calculistas
especializados que llamamos empresarios. Venecia en el siglo XVI, Ámsterdam en
el siglo XVII, Inglaterra en XVIII y Estados Unidos en el XIX seguramente
vieron como la aparición de empresarios daba lugar a la aparición de otros más
y otros a medida que esa forma de ser se contagiaba y llegaba convertirse en un
elemento constitutivo de la atmósfera económica y apreciado socialmente. Al
contrario, cuando el cálculo económico es visto como algo censurable, en razón
de las concepciones religiosas o ideológicas, la actividad empresarial no
florece, el cálculo económico se embota y las economías se estancan y declinan,
como ocurrió con la España de los Austrias, a lo largo de los siglos XVII y
XVIII, y los países socialistas de planeación centralizada en el siglo XX.
Epílogo
La prosperidad de un país, ya de dijo, se mide como la
producción por habitante en un período determinado. Esto es así porque la
mayoría de las personas prefieren más bienes que menos y de la mayor variedad
posible. Aunque las grandes religiones - el hinduismo, el budismo, el
cristianismo y el islam – exaltan la pobreza y predican el ideal ascético,
esto, con excepción de algunos iniciados, influye poco en la conducta de la
mayoría de los fieles.
El deseo de poseer bienes no basta por sí mismo, es
necesario que las personas tengan también la disposición de acometer el
esfuerzo requerido para obtenerlos y la esperanza, más o menos cierta, de que
dicho esfuerzo será recompensado por un mayor bienestar material. No hay
pruebas de que algunos pueblos o razas sean en conjunto más esforzados o
talentosos que otros y, aunque los hombres todos, de todos los pueblos y todas
las razas, tendemos a la “nonchalance”, la escasez nos compele al esfuerzo, pero
hay algunos más esforzados que otros y que aprovechan mejor las oportunidades
que brinda la atmósfera económica.
No se sabe de peces que, en búsqueda de su propio
beneficio, hayan tratado de deteriorar el agua para perjudicar a otros; ni de
animales terrestres hacerlo con la atmósfera natural, en detrimento de aquellos
con los que comparten el hábitat. Pero en el caso de la atmósfera económica si
se observa con frecuencia que algunos hombres o grupos de hombres busquen usar
para sí mismos, con exclusión de otros, algunos o todos los componentes de la
atmósfera económica, aun corriendo el riesgo de destruirlos parcialmente para
todos.
Cuando un agente obtiene ventajas para desarrollar sus
propias actividades – como beneficios fiscales para invertir en ellas,
privilegios exclusivos o patentes que impiden la entrada de otros o
limitaciones al comercio de los productos de sus competidores – está afectando
el desarrollo espontáneo de la división del trabajo, el intercambio libre y el
derecho de propiedad. El acceso privilegiado al crédito supone siempre un
acceso privilegiado a la creación de dinero y por esa vía la pérdida de la
neutralidad de la moneda. La pérdida de neutralidad de la moneda distorsiona
también el cálculo económico de una forma más sutil que puede resultar a la
larga más perniciosa, por lo difícil de detectar, que la distorsión que resulta
cuando la moneda, a causa siempre de su creación excesiva, pierde valor
persistentemente frente a todos los bienes y frente a otras monedas, en esos
fenómenos conocidos como inflación y devaluación.
Pero los daños que un hombre o un grupo de hombres
pueden ocasionar en la atmósfera económica serán siempre temporales y
remediables, por la acción de otros hombres, si no están respaldados por la
determinación de los gobiernos. Esa es la paradoja de las sociedades modernas,
ya señalada a propósito de la propiedad pero que se extiende a todos los
elementos de la atmósfera económica, el agente poderoso que se precisa para preservarla
es el mismo que tiene el poder requerido para destruirla o, lo que ha ocurrido
más frecuentemente, dañarla gravemente.
Son muchas la formas mediante las cuales el gobierno
puede alterar la atmósfera económica: los impuestos, el gasto, las regulaciones
a la producción y el comercio, la manipulación monetaria, las patentes, el
control de precios, la propiedad gubernamental, las limitaciones a la propiedad
privada, los aranceles, el control de cambios, etc. Todas ellas afectan, no
siempre de forma deliberada, la libertad de los individuos de aprovechar las
oportunidades de la atmósfera económica, limitando su desarrollo espontáneo y
ocasionando su deterioro. Dejo el lector el ejercicio de identificar los
elementos de la atmósfera económica afectados por cada una de las formas de
intervención del estado mencionadas o por las adicionales que pueda imaginar.
La otra gran paradoja de la época moderna, quizás más
asombrosa que la ya mencionada, es que la destrucción de la atmósfera económica, en la mayoría de los países, no proviene de la acción de gobiernos despóticos, que proceden así contra el querer mayoritario de sus pueblos. No, no es así.
Son esos mismos pueblos – sus empresarios, sus trabajadores, sus capitalistas,
sus terratenientes, sus profesionales independientes, sus indigentes, sus
sacerdotes y pastores, sus funcionarios e, incluso, sus delincuentes y
criminales- quienes demandan y obtienen de los gobiernos intervenciones de un
nivel cada vez más específico sin percatarse de que la multiplicación ilimitada
de esas intervenciones conduce al acrecentamiento del poder del gobierno, del
cual se hacen cada vez más dependientes, a la pérdida de su libertad y a la
claudicación de la responsabilidad personal y a la destrucción de la atmósfera
económica que les permitía prosperar. En definitiva, a la servidumbre
voluntaria de la que hablara el gran Étienne de La Boétie hace como 500 años.
LGVA
Noviembre de 2019.
Excelente ilustracion.amena lectura. Muchas gracias
ResponderEliminarExcelente.
ResponderEliminarCómo las dinámicas sociales construyen categorías que nos determinan actualmente. Son las dinámicas sociales y no una entidad arbitrariamente creada las que dan origen a estás dimensiones (la división del trabajo, el dinero- mercancía, la propiedad), entendería que es una de las ideas centrales de este escrito.
ResponderEliminarDoctrina Económica Contemporanea
ResponderEliminarExcelente lectura