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lunes, 4 de enero de 2021

La guerra de Vietnam

 

La guerra de Vietnam

 

Luis Guillermo Vélez Álvarez

Economista

 

La de Vietnam fue la guerra que a los miembros de mi generación nos tocó seguir en vivo y en directo. Por eso, es causa de sentimientos encontrados, verla convertida en una pieza más de la larga historia de las guerras de la humanidad en el monumental libro de Max Hastings[1], calificado de “Obra maestra” por Antony Beevor, el gran historiador de la Segunda Guerra Mundial.



Aunque ya entonces llevaba 23 años y faltaban siete más para su final, fue en 1968 cuando la guerra de Vietnam se convirtió en un acontecimiento cuyo suceder se incorporó a la vida cotidiana de millones de personas del mundo entero como consecuencia de la famosa Ofensiva del Tet, el Año Nuevo vietnamita.

Un año pródigo en acontecimientos fue 1968. Se inició con la Ofensiva del Tet, que marcó el comienzo del final de la guerra de Vietnam; continuó con el levantamiento estudiantil de mayo en París, que puso a tambalear el gobierno del General de Gaulle, y concluyó con la invasión soviética a Checoslovaquia en agosto, poniendo término al efímero experimento “socialismo con rostro humano” alentado por Alexander Dubcek con la famosa Primavera de Praga.

En lo militar la Ofensiva del Tet fue un rotundo fracaso. La idea era provocar un levantamiento popular masivo contra el gobierno de Vietnam del Sur, asaltando, con fuerzas combinadas del ejercito del Vietnam del Norte y los guerrilleros del Vietcong, treinta y seis de las cuarenta y cuatro capitales de provincia del Sur y decenas de pueblos y aldeas. El levantamiento popular no se produjo y las fuerzas comunistas debieron ceder poco a poco a las fuerzas estadounidenses y del ejercito de Vietnam del Sur el control de las ciudades y poblados que habían ocupado.

Sobre el saldo del Tet para los comunistas, escribe Hastings:

“Pasado el Tet, la moral del ejercito norvietnamita y el Vietcong estaba por los suelos. Eras conscientes de su derrota militar, en la que unos veinte mil hombres habían perdido la vida” (P. 520)

“Las pérdidas del Vietcong todavía se agravaron más – hasta llegar a unos cincuenta mil muertos – durante el segundo y tercer mini-Tet, en mayo y agosto de 1968, que fueron un fracaso espectacular” (P. 521)

Y sin embargo esto no fue lo que quedó en la mente de los dirigentes políticos y militares de Estados Unidos y, menos, por supuesto, en la de la opinión pública norteamericana e internacional. En su lugar se instaló la imagen de la humillación sufrida por la gran potencia con el asedio por unas cuantas horas de su embajada en Saigón por unos cuantos guerrilleros del Vietcong. Este fue un golpe demoledor para el prestigio de Estados Unidos y, en particular, para el del general William Westmoreland, que estaba al mando de la mayor fuerza militar desplegada por su país desde la Segunda Guerra Mundial.

Aunque no faltaron algunas advertencias bien documentadas de las que informa Hastings, la ofensiva del Tet cogió de sorpresa a los dirigentes y militares de Estados Unidos y Vietnam del Sur porque históricamente la llegada del año nuevo vietnamita estaba acompañada de una tregua en todos los frentes. El presidente Vietnam del Sur, Nguyen Van Thieu, estaba de vacaciones, razón por la cual no le tocó presenciar el ataque fácilmente repelido de 15 guerrilleros del Vietcong contra la sede de su gobierno.

En la Ofensiva del Tet los comunistas se tomaron la ciudad de Hue, la segunda del Sur, situada cerca de la frontera con del Norte, y pusieron sitio a la base de Khe Sanh, cuya caída habría sido el equivalente a la de Dien Bien Phu que puso fin a la guerra de Indochina con la derrota de Francia en 1954. En ambos lugares, Hue y Khe Sanh, se libraron cruentas batallas de las que salieron derrotados los comunistas, quienes sin embargo quedaron como los héroes y vencedores de la Ofensiva del Tet, en buena medida, gracias a la forma como los medios de comunicación presentaron los acontecimientos. Ese paradójico resultado, Hastings lo resume de esta forma: 

“El Tet fue una manifestación extraordinaria de una verdad importante sobre las guerras modernas: el éxito o el fracaso no se pueden juzgar solamente – ni siquiera principalmente – a partir de los criterios militares. La imagen es crucial, y los hechos de febrero de 1968 fueron percibidos como un desastre para las fuerzas armadas estadounidenses”. (P. 475)

Es comprensible, aunque no justificable en forma alguna que, al final de la Segunda Guerra Mundial, Francia se haya obstinado en mantener su desvencijado imperio colonial. A pesar de la exaltación exagerada que hacen los franceses de las acciones de La resistance, la verdad es que para los ocupantes alemanes estas no eran más que pequeñas molestias, poco significativas al lado sustancial apoyo que en recursos materiales y humanos les brindó el régimen títere de Vichy.

Para ser algo más que un país liberado entre otros y mantener su autoestima de gran potencia, Francia necesitaba preservar ese imperio colonial. O al menos eso era lo que pensaban los mediocres políticos de la Cuarta República que no vacilaron en desplegar la fuerza, con especial brutalidad, en sus posesiones de ultramar cada vez que se presentaba una revuelta anticolonialista. Lo hicieron en Argelia, Madagascar e Indochina.

En este último territorio encontraron una resistencia que no habrían podido contener – no se diga doblegar – de no haber contado con el apoyo de los Estados Unidos, especialmente a partir de 1950, después de que los comunistas chinos se tomaron el poder y empezaron a dar apoyo a sus camaradas vietnamitas. Para Estados Unidos en cierta forma lo de Vietnam se convertiría en un escenario más de su enfrentamiento con los comunistas chinos que había derrotado a su protegido Chiang Kai-shek, expulsándolo a Taiwan, y que apoyaron a Kim IL-sung cuando, en junio de 1950, su ejercito traspasó el paralelo 38 invadiendo a Corea de Sur.

Esto último permite destacar una diferencia fundamental entre la guerra de Corea y la de Vietnam. En la primera, Estados Unidos intervino para defender pequeño país de la agresión de un régimen comunista apoyado por la China de Mao y la Unión Soviética de Stalin. Aunque los dirigentes de Estados Unidos creyeron siempre que su intervención en Vietnam era de la misma naturaleza que la de Corea, los medios de comunicación, sensibles a la propaganda comunista, la hicieron ver como la continuación de una guerra colonialista en la que los imperialistas yanquis habían tomado el relevo de los fracasados imperialistas franceses.

Esa falta de legitimidad de las acciones bélicas ante los medios y la opinión pública reforzó la característica distintiva de Estados Unidos en el escenario internacional, el ser una potencia vacilante e insegura que, si la hubieran dejado en paz, se habría mantenido al margen de las dos guerras mundiales. Una potencia sin ambición alguna de convertirse en un imperio, como dijera Borges.

Su intervención en la Primera Guerra Mundial, que definió el resultado de la contienda, solo se produjo después de que Alemania decidió que sus submarinos hundieran barcos mercantes norteamericanos y de que el gobierno del Kaiser ofreciera su apoyo al gobierno de México para iniciar una guerra en su contra a fin de recuperar a Texas y los demás territorios perdidos en el siglo XIX. Muy probablemente, sin el ataque Pearl Harbor, Estados Unidos no le hubiera declarado la guerra al Japón y, muy seguramente, su intervención se habría limitado al enfrentamiento en el Pacífico sin entrar en Europa, si Alemania no le declara la guerra. En ambos casos, la historia de la humanidad habría sido muy diferente.

Aunque mucho antes de la salida definitiva de los franceses, Estados Unidos asumió el costo económico de la guerra de Indochina, desde un principio su intervención adoleció de falta de claridad en los propósitos y ausencia de determinación para alcanzarlos, lo que contrasta con la magnitud de las fuerzas desplegadas: 500.000 hombres y más de 2.000 bombarderos en su punto máximo. Resulta asombroso que esa fuerza estuviera destinada solamente a contener el avance de los comunistas en el Sur sin decidirse jamás a invadir a Vietnam del Norte por temor a provocar la intervención directa del ejército chino. Curiosamente, según documenta Hastings, ni los chinos ni los soviéticos estaban dispuestos a involucrar sus tropas en lo que Brezhnev llamó las “ciénagas del Vietnam”. Pero eso es algo que los estadounidenses ignoraban en ese momento.  

El Tet tuvo un efecto político devastador en los Estados Unidos. Johnson ordenó suspender los bombardeos más allá del paralelo 20, anunció su determinación abstenerse de participar en la carrera presidencial, empezó el retiro de las tropas y autorizó el inicio de unas conversaciones de paz en Paris a las que los comunistas enviaron un responsable de mediano rango. Querían, ciertamente, empezar conversar, pero no mostraban ningún afán por concluir. 

Cuando Nixon asumió la presidencia en 1969 tenía la determinación de llegar a un acuerdo sin que ello se interpretara como una rendición y sin menoscabar el prestigio de los Estados Unidos frente a los aliados que confiaban en ellos. Curiosamente los aliados europeos, que jamás acompañaron el esfuerzo de guerra, cuestionaban, en privado y en público, su intervención en Vietnam. El soberbio y desagradecido general de Gaulle, tan experto en derrotas militares, recomendó en repetidas ocasiones el retiro de las tropas norteamericanas y la transformación del Vietnam del Sur en un país “neutral”.

La lectura del libro de Hastings hace poner en duda el prestigio de Henry Kissinger como gran diplomático y, sobre todo, gran conocedor del funcionamiento de las cosas en el mundo comunista. Como sus antecesores, sobreestimó el grado de involucramiento efectivo y potencial de China y la Unión Soviética en Vietnam y creyó equivocadamente que el meridiano de la paz pasaba por Pekín y por Moscú. De ahí su peregrinaje persistente por esas capitales y por Paris, donde, desde 1968, se adelantaban unas conversaciones que los delegados vietnamitas deseaban prolongar.  

Hastings pone en evidencia la enorme cantidad de errores políticos y militares cometidos por los estadounidenses en Vietnam.  Todo eso puede ser cierto, pero el principal error de los Estados Unidos, con su estrategia de contención, fue el haberse dejado involucrar en lo que Mao Tse Tung llamara “la guerra popular prolongada”.

Un régimen totalitario puede eliminar o mitigar fácilmente las consecuencias políticas internas de las acciones militares, no así un régimen democrático sometido al escrutinio permanente de la prensa y a la realización de elecciones periódicas. En una democracia, la derrota militar de los comunistas en el Tet de 1968 habría acabado con la carrera política de Le Duan y los miembros de politburó que planearon y ejecutaron la ofensiva. Pero incluso, antes del Tet, las atrocidades de los comunistas y las grandes pérdidas militares les habrían enajenado totalmente el apoyo de la población si esta hubiera podido conocerlas por los medios, expresarse en manifestaciones callejeras y participar eventos electorales.

Y como si esto fuera poco está el cine. La imagen de la guerra de Vietnam en el mundo occidental es la transmitida por los patéticos personajes de las películas de Kubrick (Full Metal Jacket), Coppola (Apocalypse Now) y Stone (Platoon) que contrastan con los héroes de la Segunda Guerra Mundial presentados en la extraordinaria película de Spielberg, Rescatando al soldado Ryan.

Quizás no sea ocioso recordar que el soldado que debe ser rescatado, James Francis Ryan, es uno de los cuatro hermanos de una misma familia que participan en el desembarco de Normandía. Al enterarse de que tres de ellos han muerto en el combate, el general George Marshall ordena que James sea encontrado y enviado de inmediato al lado de su madre. En medio de esa espantosa guerra, que cobró millones de vidas, la de un solo individuo se hace especialmente importante y amerita ser preservada a cualquier costo. No creo que ninguno de los dirigentes comunistas del Vietnam hubiera actuado como el general Marshall en similares circunstancias. Y esto hace una gran diferencia.

Aunque la propaganda de la izquierda occidental convirtió a Ho Chi Minh, a Giap, a Le Duan y sus camaradas en “héroes liberadores”, nada oculta el hecho de que, como buenos comunistas, cuando conquistaron el poder, en el Norte, primero, y, luego, en el Sur, propagaron el terror, acabaron la libertad e impusieron un régimen totalitario completamente inhumano. Por eso, y con todo lo que sabemos del comunismo hoy en día, tienen más vigencia que entonces las palabras que, en 1985, a propósito de la intervención de su país en Vietnam, dijera el presidente Ronald Reagan: “Va siendo hora de reconocer que la nuestra, ciertamente, fue una causa noble”.    

LGVA

Enero de 2021.

 

 



[1] Hastings, Max (2018, 2019). La guerra de Vietnam. Una tragedia épica, 1945 – 1975. Editorial Crítica – Planeta. Impreso en Bogotá, junio de 2019.

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