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lunes, 20 de agosto de 2018

No voy a votar la consulta anti-corrupción


No voy a votar la consulta anti-corrupción

Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista, Docente Universidad EAFIT

Algunos amigos me han pedido que les explique mi decisión de no votar la consulta anti-corrupción. Trataré de hacerlo brevemente.

En general, no me gustan los llamados mecanismos de participación ciudadana o de democracia directa: plebiscitos, referendos, consultas, etc. Salvo cuando la convocatoria se hace a comunidades pequeñas, los habitantes de un municipio, y sobre una o dos cuestiones puntuales muy precisas, la creación de un tributo o el empleo de unos recursos, estos mecanismos, básicamente, sirven al interés político de sus promotores, usualmente el mandatario de turno, independiente de la importancia sustantiva del asunto o los asuntos consultados. Los términos de la consulta suelen ser tramposos y orientados a inducir la respuesta que favorece inexorablemente al gobernante o a quien hace la pregunta.

Creo que Robespierre tiene el mérito de haber establecido en la época moderna la consulta directa al pueblo cuando hacía que las barras de la Asamblea Nacional decidieran a grito pelado la suerte de los candidatos a la guillotina. Los bolcheviques, en los inicios de su revolución, también decidían sus cuestiones por la aclamación de la turbamulta que asistía a los soviets. Francisco Franco Bahamonde, Fidel Castro Ruz y Augusto Pinochet Ugarte al parecer adoraban las consultas, referendos y plebiscitos como quiera que cada uno de ellos convocó dos o tres, que ganaron por aplastante mayoría, para aprobar leyes o constituciones escritas por sus serviles asesores.  Adolfo Hitler sometió a referendo la ley habilitante que le permitió gobernar dictatorialmente haciendo caso omiso del Bundestag donde no tenía la mayoría. 

Contrariamente a la opinión de mucha gente, pienso que los mecanismos plebiscitarios son la negación de la democracia porque excluyen el debate y la deliberación, que es lo que da lugar a los matices, a las diferencias, a las transacciones y, finalmente, a los acuerdos, todo lo cual es esencia de la política, como dijera Locke. Cuando me enfrento a un cuestionario que me exige responde Si o No a una pregunta mañosa, experimento la misma sensación que siento ante un ladrón que apuntándome con un revolver me pone a escoger entre la bolsa y la vida. Con las imperfecciones que tiene nuestro congreso - que tampoco es el peor del mundo, dicho sea de paso- prefiero que todas las cuestiones importantes de nuestra sociedad se decidan allí y no mediante los tales mecanismos de participación ciudadana.  Habla bien de nuestra democracia y de nuestra ciudadanía que el referendo de Uribe de 2003 no haya alcanzado el umbral, que Juan Manuel Santos haya sido derrotado en su plebiscito tramposo y que la consulta oportunista de Claudia López vaya a naufragar por falta de votos.

Creo que lo expuesto es suficiente para justificar mi decisión de abstenerme de votar la consulta de Claudia López y, muy probablemente, cualquiera otra. No obstante, voy a exponer una razón adicional: la consulta es un engaño porque no ataca las verdaderas causas de la corrupción como son las regulaciones que asfixian la actividad empresarial, la burocracia que crece sin límite alguno alentando el clientelismo político y el asistencialismo rampante que está convirtiendo a la ciudadanía en una masa demandante que se cree con derecho a todo.  Nada de eso se toca en la consulta y no puede tocarse porque su propósito no es acabar con la corrupción sino hacer de la supuesta lucha contra ésta en un instrumento para el avance político de sus promotores.

Lo más grave del actual debate sobre la corrupción es que está alentando dos creencias estrechamente ligadas que me parecen especialmente nefastas y cuya propagación entre las masas puede poner en riesgo nuestro orden político y económico.  La primera es la creencia de que nuestras instituciones son completamente deleznables carcomidas como están por la corrupción y, la segunda, que bastaría acabar con ella para que como por ensalmo desaparecieran todos los males que aquejan la República: pobreza, falta de oportunidades, desigualdad y todos los demás.

La lucha contra la corrupción - al igual que la lucha contra la pobreza, la desigualdad o la injusticia -  hace parte del arsenal ideológico de todos los demagogos que en la tierra han sido y la mayor parte de los tiranos antiguos y modernos han salido de los demagogos. Para decirlo sin ambages: los promotores de la consulta anti-corrupción me parecen unos vulgares demagogos y, por tanto, unos tiranuelos en potencia. 

Un gobierno impersonal, que trate a todos los ciudadanos por igual, e integrado por funcionarios competentes interesados en el bien público, que actúan conforme a una ley, también impersonal y abstracta, y que responden políticamente por sus actuaciones es el ideal del orden político. Creo que nuestro orden político está bastante lejos de ese ideal. Es aún demasiado oligárquico y aunque no está mal en libertades civiles ni en pluralismo electoral, flaquea en el funcionamiento del gobierno y cultura política. El tamaño del gobierno es excesivo, pero aún tolerable, y en la administración, aunque infestada estúpidos y corruptos, han logrado consolidarse núcleos de eficiencia con funcionarios honestos y competentes.

A pesar de sus imperfecciones, el orden político colombiano es algo que vale la pena defender y contribuir a mejorar; pero no creo que la tal consulta ni la exaltación política de sus promotores sean la mejor forma de hacerlo. Todo lo contrario. Hoy la principal amenaza proviene más que de la corrupción de su utilización política por los demagogos que atizarán sin descanso la hoguera de indignación para obtener el favor de los electores. Si los demagogos llegan a tener éxito podría abrirse el paso hacia la tiranía que es la peor forma de gobierno y que puede resultar extremadamente difícil de derrocar. Ahí está la cotidiana y trágica lección de Venezuela, ideal político de los demagogos colombianos.

LGVA
Agosto de 2018.

domingo, 19 de agosto de 2018

Reforma fiscal, sí; reforma tributaria, no.


Reforma fiscal, sí; reforma tributaria, no.

Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista, Docente Universidad EAFIT

Para proponer la elevación de la tarifa o la ampliación de la base de un impuesto existente - o, incluso, para proponer la creación de uno nuevo - no se necesita ser un gran hacendista; la gracia está en suministrar buenos servicios con los tributos existentes o con menos, lo que no es imposible. Esto lo decía, según creo, Maffeo Pantaleoni y, lo que suscitó en mí gran entusiasmo, el Presidente Duque dijo algo parecido cuando estaba en campaña, pero su Ministro de Hacienda o no lo escuchó o lo ha olvidado.

Los grandes hacendistas del siglo pasado – los suecos Knut  Wicksell y Erik Lindahl, los italianos Luigi Einaudi y Maffeo Pantaleoni - pensaban que en el diseño y formulación de la política fiscal debía prestarse atención simultánea a los ingresos y a los gastos públicos pues de esa forma habría coherencia entre las distintitas aplicaciones y las fuentes de financiación. Todo parece indicar que esto no es una práctica a la usanza en Colombia.

Los integrantes de Comisión de Expertos para la Equidad y la Competitividad Tributaria (CEECT), cuyo trabajo sirvió de sustento a la última o penúltima - ¡vaya usted a saber! - reforma tributaria “estructural”, se excusaron de tratar el tema del gasto argumentando que eso estaba por fuera de sus términos de referencia[1]. Quizás para colmar esa falencia, en dicha reforma se incluyó un artículo que disponía la creación de otra comisión –  Comisión del Gasto y la Inversión Pública (CGIP) - que se ocupara, ahora sí, del asunto del gasto.

Después de varios meses de trabajo, esa comisión llegó a la no por previsible menos inverosímil conclusión de que el gasto del gobierno nacional no se puede recortar ni en un centavo y que hay que enfocarse “en determinar posibles ganancias en eficiencia, eficacia y equidad del gasto con los recursos actualmente disponibles”. Curiosamente, la CGIP, aunque en su mandato no estaba el tema de los ingresos, consideró importante recomendar que el gobierno “evalúe de nuevo medidas para lograr un mayor recaudo” y, ¡cómo no!, “un sistema tributario más eficiente y equitativo”. Dudando quizás del impacto de sus recomendaciones, advierte que éstas “no pueden ser interpretadas como necesidad de aumento en los gastos, a no ser que haya un esfuerzo en ingresos”. ¡Háganme el favor!

Los malos diagnósticos conducen a malas recomendaciones. La CGIP advierte, lo que sabe todo el mundo, que estamos ad portas de una crisis fiscal o, en su prudente leguaje, que “el panorama fiscal no está despejado”; y encuentra el origen del “oscurecimiento” del panorama fiscal en la “abrupta reducción de los precios internacionales del petróleo y otros bienes básicos” que redujo los ingresos del gobierno. Es decir, la culpa no fue de nadie.

Es verdad que los países dependientes de las exportaciones primarias con escaso o nulo poder de mercado poco o nada pueden hacer para evitar las variaciones de precios de sus productos. Sin embargo, el impacto de dichas variaciones sobre sus economías y su sector público depende ese si en buena medida de su manejo macroeconómico. Hace ya siete años, en lo mejor de la fase ascendente del ciclo de precios del petróleo, el primer gobierno Santos implantó una reforma del estado mediante la cual se resucitaron tres ministerios que no le estaba haciendo falta a nadie – salvo a los políticos y a sus clientelas – y se crearon una veintena de “Agencias”   – de inteligencia, infraestructura, minería, defensa jurídica del estado, superación de la pobreza, contratación pública, etc. -   y se creó también un poderoso Departamento de la Prosperidad Social que agrupaba varias entidades, antiguas y nuevas, y programas de política social asistencialista. También por esas mismas calendas se aprobó una generosa ley de víctimas, se renunció a racionalizar el gasto del sistema de salud, se dilapidaron las regalías petroleras y se elevaron los salarios oficiales por encima de la inflación. Sobre la base de unos ingresos cuyo carácter transitorio nadie desconocía se montó un impresionante andamiaje burocrático y se incrementó el gasto asistencialista a niveles sin precedentes. En un artículo publicado por entonces en este mismo blog escribí:

“El gobierno de Santos prepara hoy alegremente – ley de víctimas, seguridad social en salud sin restricción presupuestal, creación de miles de empleos públicos con la reforma del estado, incremento de los salarios oficiales por encima de la inflación y la piñata de las regalías -  el escenario de la próxima crisis fiscal”[2].  

La situación fiscal del País no es una fatalidad causada por fuerzas “exógenas”, es el resultado de las decisiones – desacertadas decisiones - de personas que en su momento ejercieron responsabilidades públicas y debe ser resuelta por las decisiones – acertadas decisiones- de las personas que actualmente detentan esas responsabilidades. No es cierto que no pueda recortarse el gasto de funcionamiento. Podríamos empezar por desmontar todas esas agencias que ejercen funciones paralelas a los ministerios y, las que efectivamente se requieran, entregarlas de nuevo a éstos. Debe abandonarse el hábito de creer que cada actividad o problema del País requiere un ministerio o una agencia gubernamental. En cuanto a los ministerios, ya hay evidencia de cerca de 8 años de que se puede funcionar con 3 menos de los existentes.

Dicen los expertos de la CGIP que para recortar y racionalizar el gasto público se requieren reformas institucionales, constitucionales, legales y sabe Dios qué más. Es decir, el recorte del gasto podrá hacerse en las calendas griegas. No lo creo. Una directiva presidencial, ordenando a todos los ministros y directores de agencias gubernamentales un recorte de 15% de sus presupuestos, tendría más impacto sobre las finanzas públicas que tres reformas tributarias. Hace un par de años publiqué en este mismo blog un artículo en el que mostraba que era posible un ahorro de 20 billones de pesos recortando solamente el gasto de funcionamiento[3]. Ahí lo dejo nuevamente como una especie de guía para la acción. El Presidente Duque podría dar ejemplo renunciando a su corte de consejeros pues para aconsejarlo están los ministros, que ya son bastantes. El Ministro de Hacienda y la Directora del DNP podrían mostrarnos su pericia de hacendistas liderando la aplicación de los recortes en todos los ministerios de suerte que los ministros demuestren su competencia haciendo más y mejores cosas con menos dinero, porque a fin de cuentas para gastar a rodos el dinero de los contribuyentes no se necesita gente muy ilustrada.

Cuando se habla de recortar el gasto, los políticos y sus economistas de cabecera ponen el grito en el cielo y corren a escudarse tras los pobres y hablan de justicia, de equidad, de paz y todo lo demás. Pero esos mismos políticos se rasgan las vestiduras denunciando la corrupción en la aplicación del gasto y esos mismos economistas nos informan que el gasto social está tan mal focalizado que en su mayor parte beneficia a personas que no son pobres. ¿Por qué no recortar un gasto que no llega a los pobres?

Evidentemente no es fácil desmontar todo el aparataje asistencialista que se ha construido para gestionar el llamado gasto público social. Lo primero que hay que hacer es sincerarlo y empezar por llamar las cosas por su nombre. Un subsidio mal focalizado es un subsidio del que se está apropiado alguien que no lo amerita por su condición económica y apropiarse así de un subsidio es un acto de corrupción. El DNP y otras entidades han estimado en 80 billones de pesos los subsidios de toda clase del gobierno central solamente. Esto equivale a 9% del PIB. Según el DNP, los quintiles 4 y 5 de la distribución de ingresos se apropian del 40% de estos subsidios. Esto es particularmente grave en el caso del sistema pensional donde el 50% va al quintil más alto de la distribución.  Hay grandes distorsiones en todas las grandes categorías de subsidio como se pone en evidencia en la tabla que muestra la distribución del gasto en subsidios por quintiles de ingreso.

El caso de los servicios públicos domiciliarios es también notable. Es evidente que la estratificación es ya un mecanismo inadecuado de focalización de subsidios en ese sector como quiera que el porcentaje la población subsidiada es hoy mayor que el de hace 30 años cuando se empezó a aplicar. Si en este sector la asignación de subsidios se hiciera con el puntaje SISBEN que se emplea en salud, las contribuciones de los estratos altos cubrirían los subsidios de la población pobre y sobraría dinero.


El programa bandera de las viviendas gratis de la administración Santos debe ser sometido a una cuidadosa evaluación de impacto pues parece tener también un elevado sesgo de inclusión. Hace algunas semanas visité un pequeño municipio donde se construyeron 80 de esas viviendas. Recorriendo el barrio en cuestión pude constatar que 30 de ellas estaban desocupadas y otras 20 en arriendo pues los propietarios residen en el campo o en otros municipios, según me informaron los líderes comunitarios con los que hice el recorrido.

El gobierno anterior presentó al Congreso un proyecto de ley – el 186 de 2016- que además de introducir un sistema mejorado para la identificación de los beneficiarios de los subsidios establece un procedimiento uniforme para su creación que pone en cintura a los congresistas que alegremente aprueban leyes que crean subsidios y cargas al sector privado sin preocuparse de sus fuentes de financiación. También en ese proyecto se establece claramente la temporalidad de los subsidios, se obliga al ejecutivo a hacer un análisis de calidad y pertinencia de ellos, a su evaluación periódica y se imponen medidas sancionatorias a quien acceda a un subsidio sin cumplir los requisitos y a los funcionarios públicos que los asignen inadecuadamente.  

El Presidente Duque conoce bien ese proyecto como quiera que fue su ponente en el senado y debe saber que la aplicación de lo allí dispuesto aliviaría sustancialmente las finanzas públicas en unos pocos años y llevaría al País hacia un esquema de subsidios regido por los principios legalidad, transparencia, efectividad, eficiencia, redistribución del ingreso y sostenibilidad fiscal. En lugar de andar entretenido con una consulta que solo sirve para complacer a la galería y a los intereses políticos de sus promotores, el Presidente Duque debería enfocarse en combatir las verdaderas causas de la corrupción que son al mismo tiempo las causas del desequilibrio crónico de las finanzas públicas: el gasto burocrático desbordado y el asistencialismo rampante.

Así las cosas, una verdadera reforma fiscal debería tener los siguientes puntos:

1.    Recorte inmediato de un 15% del presupuesto de todos los ministerios y agencias gubernamentales.
2.    Adopción de un sistema unificado para la creación, focalización, seguimiento y evaluación de los subsidios, siguiendo las líneas de proyecto de ley 186 de 2016, probablemente el proyecto de ley de mayor trascendencia que se ha presentado al congreso en los últimos 20 años. 
3.    Reforma tributaria no fiscalista que mejore la distribución de las cargas, elimine distorsiones, evite al máximo la evasión y contemple la reducción progresiva de las tarifas del IVA y renta, en consonancia con los resultados de los dos primeros puntos.

Este plan fiscal debería estar complementado con reformas al sistema pensional y de seguridad social en salud, asuntos sobre los cuales abundan los diagnósticos y las buenas propuestas.

Estas cosas no son fáciles, Presidente Duque, pero haga el esfuerzo de tal suerte que si no alcanza a reducir el tamaño del gobierno por lo menos evite que aumente durante su mandato. Esto ya sería un gran logro.

LGVA

Agosto de 2018.