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jueves, 16 de septiembre de 2010

Franklin Brito y el derecho de propiedad

Franklin Brito y el derecho de propiedad

Luis Guillermo Vélez Alvarez
Economista

Doscientas noventa hectáreas no son mucha tierra. No parece comprensible que Franklin Brito se inmolara por ellas y, menos aún, que el tirano de Venezuela lo dejara morir, aceptando el costo del desprestigio adicional de su régimen totalitario. Pero parece que Chávez calculó bien porque nadie, o casi nadie, ha dicho nada. Ningún gobierno europeo, ni el de Estados Unidos, ha dicho nada. El secretario de la OEA, que lanzó rayos y centellas sobre Honduras cuando su valiente pueblo se deshizo de un indigno aprendiz de tirano, calla cobardemente. También callan todos los gobiernos de América Latina. En Colombia tampoco nadie dice nada. Ninguna de las ONG defensoras oficiosas  de la libertad ha dejado oír su voz. Cobardía y pusilanimidad por doquier. Chávez calculó bien, Brito calculó mal.

El error de cálculo de Brito es monumental. Calculó mal la época en la que nació, la época en la que vivió, la época en la que decidió morir por el derecho natural a la propiedad, base de todo derecho. Brito era un hombre de otro tiempo. Contemporáneo espiritual de Locke, quien lo habría admirado por defender con su vida lo que él defendió con su pluma. Como Locke, Brito entendía visceralmente que todo hombre es propietario de su propia persona. Que nadie, sino él, tiene derecho sobre ella. Y dispuso de ella libremente dándonos con su muerte una lección de vida. 



En la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada en 1948, el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad aparece en primer lugar, artículo 3. Hay que avanzar hasta el artículo 17  – pasando por la no discriminación, la condena a la esclavitud, el no sometimiento a tortura, la personalidad jurídica, la igualdad ante la ley, el habeas corpus, el derecho a la defensa, la presunción de inocencia, el derecho a la intimidad, la libertad de circulación, el derecho de asilo, el derecho a la nacionalidad y otros derechos más – para encontrar la afirmación del derecho a la propiedad. Brito se saltó todos los artículos de la Declaración y el farragoso preámbulo y proclamó que para él el más importante de todos los derechos era el derecho a la propiedad privada.

Tal vez eso explique el vergonzoso silencio que rodea su sacrificio. Para qué dejarse morir, dirá mirando para otro lado, José Miguel Vivanco, el insufrible director de la División de las Américas de Human Rights Watch, si a fin de cuentas tenía todos los otros derechos y derechitos. Por qué, dirán las ONG socializantes, obstinarse en defender su propiedad privada si la ampulosa constitución bolivariana le garantizaba otras cinco o más formas de propiedad: pública, social, colectiva, comunitaria, cooperativa, mixta, etc. Si, definitivamente, Brito era un tonto, que no apreciaba los otros derechos más importantes, y un egoísta, que no quería compartir.

Es aquí donde reside la gran confusión de nuestra época: el olvido de que toda propiedad es privada en definitiva, lo único que debe discutirse es la legitimidad de su adquisición. Pero Brito, el último seguidor de Locke, no lo había olvidado. Él sabía bien, como lo debe saber cualquier ser humano que reflexione sobre las consecuencias del axioma básico de la libertad, la propiedad de la propia persona, que todas las “formas” de propiedad no son más que disfraces del expolio. Algo debía saber de Cuba, de China, de Rusia, de Corea de Norte y de todas las satrapías donde nomenclaturas totalitarias han dispuesto a su antojo de la supuesta propiedad colectiva a nombre de la igualdad y la fraternidad.

Brito era un pequeño propietario, un trabajador del campo. Tal vez por ello tenía plena conciencia de que el producto de ese trabajo en su heredad legítimamente adquirida era extensión de su propia persona. Que quienes se apropiaban de su tierra y de sus frutos se estaban apropiando de su propio ser y que por ello la pérdida de su propiedad era la pérdida de todos los demás derechos que sin aquella son pura retórica.

Probablemente Brito no escribía o no le interesaba escribir. No tenía un periódico, ni una revista, ni siquiera un blog. Hablaba poco, se guardaba sus opiniones. Seguramente la libertad de expresión, la libertad de imprenta y otras más eran libertades de las que jamás había hecho uso. No eran un delincuente y cumplía con la ley. Por ello seguramente jamás, salvo un accidente, iba a necesitar de las garantías jurídicas. No le interesaba mucho la política: podía pasarse de los derechos de elegir y ser elegido. No viajaba mucho, ni quería abandonar su país: la libre movilidad o el derecho de asilo, lo tenía sin cuidado. Necesitaba pocas libertades, las suficientes para el tamaño de su propiedad; porque la libertad como la propiedad se distribuye desigualmente, lo único igualitario es la servidumbre.

Allí estaba en su tierra, dedicado a su trabajo y llegaron los delincuentes. Delincuente, enseña Rothbard, es todo aquel que ataca a una persona o la propiedad producida por ella. El que ejerce violencia contra otros individuos o sus propiedades es delincuente aunque recurra a “medios políticos” arropado en los supuestos ideales de justica y solidaridad. Probablemente nunca había leído a Orwell, pero cuando su tierra, su propiedad, fue invadida por un estado delincuente, comprendió inmediatamente que despojado de ella estaba condenado a seguir el camino de  Winston Smith y se negó a ello. Se negó seguir el camino que lo conduciría a perder su libertad de conciencia, a perder su dignidad al verse obligado, como lo fuera Smith, a adorar a su verdugo. Se negó a entrar en la pesadilla totalitaria de Orwell y prefirió morir. Y al hacerlo triunfó allí donde fracasó Winston porque siguió siendo un individuo libre y  derrotó al Gran Hermano. Paz en su tumba.

Septiembre de 2010.    

Empleo, crecimiento y acumulación de capital

Empleo, crecimiento y acumulación de capital

Luis Guillermo Vélez Alvarez
Jesús Alonso Botero García[1]

Está haciendo carrera la insólita idea según la cual los empresarios, a causa de los exagerados incentivos tributarios, estarían invirtiendo demasiado  y que, en consecuencia, la capitalización de la economía colombiana estaría alcanzando un nivel excesivo, inconveniente para la generación de empleo. Si no fuera porque influyentes economistas la están apadrinando y porque el Gobierno Nacional al parecer la está comprando, no valdría la pena dedicar una sola línea a discutirla.

Aunque se ha presentado en diversas formas, el argumento, en lo esencial, se reduce a lo siguiente: el capital (K) y el trabajo (T) pueden combinarse en diversas proporciones para alcanzar un nivel dado de producción. Entre las diversas combinaciones que brinda una tecnología dada, el empresario elige la que minimiza sus costos. La decisión de emplear mayores o menores cantidades de uno u otro factor depende de su precio relativo. Si el capital es menos costo que el trabajo, los empresarios emplearán más capital y menos trabajo dentro de las posibilidades que les ofrece la tecnología de producción. Microeconomía elemental que se resume en la figura 1.

La curva roja, llamada isocuanta, representa todas las combinaciones de capital y trabajo que permiten alcanzar un nivel dado de producción. En la línea B el precio del trabajo relativo al capital es bajo y los empresarios emplean más del primero y menos del segundo. La línea A representa la situación contraria: por su bajo precio relativo los empresarios emplean más capital y menos trabajo.

Los estímulos tributarios a la inversión – descuento del 40% de las utilidades reinvertidas, zonas francas y todo lo demás – incentivan un mayor uso de capital y menos trabajo. La situación se vería agravada por las cargas laborales – parafiscales, seguridad social, etc. – que hacen aun más costoso el trabajo relativo al capital.  La consecuencia de ello es un crecimiento que genera muy poco empleo. La receta: modificar la relación de precios –eliminar las gabelas tributarias, los parafiscales, etc. – del capital y el trabajo para tener un crecimiento generador de empleo.

El argumento es realmente un poco más sofisticado, pero lo expuesto resume lo esencial. Naturalmente, que hay algo de verdad en la idea de la sustituibilidad entre el capital y el trabajo y la influencia de su precio relativo en las decisiones de los empresarios cuando se trata de un nivel de producción dado. Pero son cosas a las que no se les debe dar demasiada importancia cuando se habla del crecimiento de una economía. Hic Rodhus, hic salta!.



La cuestión del impacto del crecimiento sobre el empleo puede ilustrarse también de forma sencilla. El crecimiento implica un desplazamiento del nivel de producción. La isocuanta se mueve a la derecha. Como puede observarse en la figura 2 el efecto inicial de reducción del empleo asociado a una mayor intensidad de capital puede ser contrarrestado por el efecto del crecimiento. Es decir, el efecto ingreso prima sobre el efecto sustitución. Así las cosas, el desempleo  surge no porque estemos creciendo demasiado sino porque no estamos creciendo suficientemente.


Empecemos por el principio. Adam Smith estableció que la riqueza de las naciones, entendida como la producción anual por habitante, depende la porción de la población ocupada productivamente y del “ingenio, habilidad y pericia” con que se realiza el trabajo. Lo que hoy entendemos por productividad del trabajo. Anotó también que, más que de la primera causa, esa riqueza parecía depender de la segunda, pues en los países más pobres y atrasados  la parte de la población dedicada al trabajo solía ser mayor a la dedicada en los países más ricos y avanzados, en los cuales el trabajo de un solo hombre podía proveer la subsistencia de muchos otros por su elevada productividad. Demostró también que la acumulación de capital era en definitiva el  determinante de la productividad del trabajo. Toda su obra es un estudio de las causas de la acumulación de capital, de la fuerzas que la impulsan y de las que la obstaculizan. Desde entonces, todas las teorías y modelos sobre crecimiento económico que se han formulado y   todas las investigaciones empíricas realizadas han encontrado que la intensidad de capital – el stock de capital por trabajador – es alta en los países ricos y avanzados y baja en los países pobres y atrasados.  La figura 3 aporta, ¡cómo si fuere necesario!, una modesta evidencia adicional[2].


Ahora bien, la idea de que una elevada tasa de inversión en capital fijo y duradero, fuera perjudicial a los intereses de los trabajadores no sólo fue una chifladura los ludistas, enemigos declarados de la maquinaria en la época de la revolución industrial. Por el contrario, ha ocupado seriamente la atención de grandes economistas. Marx, por ejemplo, veía en ello la expresión de las contradicciones profundas del capitalismo que habrían de llevarlo a su destrucción. En su lucha competitiva por elevar la plusvalía relativa los capitalistas invertirían crecientemente en capital fijo – constante, en la terminología de Marx- elevando así la composición orgánica del capital social – relación entre el capital constante y el variable, este último equivalente a la masa salarial – lo que deprimiría la tasa general de beneficios. Keynes, por su parte, pronosticó que el desempleo causado por insuficiencia de la demanda efectiva sería sustituido por el causado por la adopción creciente de tecnologías ahorradoras de trabajo. Pero más que una amenaza para la humanidad, el autor de la Teoría General veía en ello la gran oportunidad de tiempo libre para el ocio, la vida contemplativa y el desarrollo espiritual.

Incluso, el austero Ricardo, portaestandarte del capitalismo industrial, profundamente convencido de que  “aplicación de la maquinaria a cualquier rama de la producción era un bien general”, señaló que “la sustitución de del trabajo humano por la maquinaria es, a menudo, muy perjudicial a los intereses de la clase trabajadora”. Pero después de examinar las circunstancias bajo las cuales se puede presentar esa situación, se apura a señalar que: “Espero que mis aseveraciones no conduzcan a inferir que no debe estimularse la maquinaria”. Ricardo pensaba, en efecto, que, “suponiendo que se descubre repentinamente mejor maquinaria que se usa en forma extensiva (…) desviando el capital de su empleo actual”,  la introducción de esa maquinaria provocaba una reducción del volumen de empleo. Creía, no obstante, que el capital ahorrado, finalmente, “sería utilizado en la producción de alguna otra mercancía útil a la sociedad”. Y advertía que cuando se desanimaba el empleo de maquinaria en un estado, el capital “será llevado al exterior, y ello será para la demanda de mano de obra más desalentador que el máximo empleo extensivo de maquinaria”[3].

No es la primera vez, y seguramente no será la última, que en Colombia se proponen políticas públicas orientadas a desanimar, para utilizar el término de Ricardo, la formación de capital fijo con el argumento de que generan desempleo. Hoy la novedad radica en que dichas propuestas están siendo auspiciadas por influyentes think tanks y prestigiosos centros académicos. En los años setenta eran los sindicalistas y los dirigentes despistados de la izquierda  los que alentaban estas ideas. Y llegaron a influenciar la política pública obteniendo, bajo el gobierno de López Michelsen, que en el Ministerio de Trabajo, cuando fungía como ministra doña María Helena de Crovo, se instalara una dependencia al parecer encargada de promover el atraso tecnológico pues su función principal consistía en alertar sobre las tecnologías destructoras de empleo. Consiguieron que Colombia fuera uno de los últimos países de América Latina donde se instalaron cajeros automáticos.

No parece razonable que, por sus efectos temporales sobre el empleo, suponiendo que los tenga, se pretenda desestimular el incremento del stock de capital por trabajador. Como se muestra en la figura 2 una baja relación capital trabajo es una condición propia de los países pobres y atrasados. Pero adicionalmente, como lo sugiere la figura 4, los bajos coeficientes de inversión, que conducen a bajas tasas de capitalización, se asocian a tasas de crecimiento mediocres[4].


Está de moda hablar de la India y de la China. El mundo está maravillado con los millones de personas que están saliendo de la pobreza extrema gracias a los empleos creados bajo el aliento de un crecimiento acelerado. Pero, hasta donde se sabe, esos millones de trabajadores no están ejecutando sus labores con sus manos desnudas o ayudadas con precarios instrumentos para permitir el empleo de muchos. Las cifras de cuadro sugieren lo contrario. Y no podría ser de otra forma: no se ha encontrado, desde los inicios de la revolución industrial, procedimiento distinto para salir de la pobreza que la elevación de la productividad del trabajo mediante el empleo herramientas, máquinas, equipo, tecnología, etc. Del aumento de la intensidad del capital y esto sólo se consigue con una elevada tasa de inversión.  

Recientemente, Jorgenson y Vu (2007), estudiando la relación entre la inversión en tecnologías de la información y el crecimiento económico mundial, redescubren esta verdad:

“About 35 – 40 percent of world growth can be attributed to the accumulation and deployment of capital and another a quarter to a third to the more effective use of labor.  We find that productivity (…) accounted for only 20 – 40 percent of growth”[5]


Si realmente un país pretende salir de la pobreza y el atraso, debe invertir, durante muchos años, una considerable fracción de su producto para  elevar su intensidad de capital. Como lo ha evidenciado recientemente Ross (2010),una vez más en la larga historia de la investigación económica, la transición del subdesarrollo al desarrollo no es otra cosa que el paso de una economía intensiva en trabajo a una intensiva en capital[6]. La mala noticia es que una vez se ha alcanzado el nivel de capitalización de un país desarrollado, es necesario seguir manteniendo elevadas tasas de acumulación para no correr el riesgo de volver al subdesarrollo. http://t2.gstatic.com/images?q=tbn:ANd9GcTxq5SFHbZcUxv-ms1RGnbPRxynxHuKXeH5spe4o4vau7FSAoc&t=1&usg=__NnY9jm-YD9K-T2p60qNLvJVdE6g=



A principios del siglo XX, una de  las actividades económicas más generadoras de empleo era la arriería. Miles de arrieros con sus recuas de mulas recorrían la inclemente geografía del país. A su paso encontraban fondas camineras, generación de empleo indirecto, para aliviarlos de sus fatigas, al igual que a sus animales. El levante de mulas ha debido ser una actividad muy desarrollada, lo mismo que la producción de alpargatas, de pochos y cotizas, de herraduras y zurriagos, de sacos de fique, en fin, de todos aquellos insumos necesarios para su esforzado trabajo. Miles y miles de empleos, miles de productos de producción nacional. Ignorantes quizás de que el factor trabajo era el abundante (barato) y de que podía sustituirse por el capital (costoso), los gobernantes y empresarios de la época procedieron a construir ferrocarriles y, más tarde, carreteras, a importar vagones, camiones y barcos de vapor, destruyendo miles y miles de empleos sumiendo al país en la profunda crisis de desempleo  de la que no salimos aún y dejando a los esforzados arrieros para desfiles de exhibición.

Septiembre de 2010. 



[1] Los autores son economistas, docentes e investigadores del Departamento de Economía de la Universidad EAFIT. Sus conceptos no comprometen la Institución.

[2] Las cifras sobre stock de capital por trabajador fueron tomadas de Penn World Table. Las de PIB por habitante de Index Mundi-Country Facts. 

[3] Ricardo, David (1823). Principios de Economía Política y Tributación. Capítulo XXI, De la Maquinaria.

[4] Las cifras fueron tomadas de Penn World Table.


[5] Jorgenson y Vu (2007).” Information Technology and the world growth resurgence”. 

[6] Ross, J. (2010). The transition from labour-intensive to capital-intensive growth during economic development http://ablog.typepad.com/keytrendsinglobalisation/2010/08/capital_intensive_growth.html 




jueves, 9 de septiembre de 2010

Servir a los pobres


Servir a los pobres
Luis Guillermo Vélez Alvarez
Economista, Docente Universidad EAFIT
Si la pobreza no existiera probablemente habría que inventarla para mantener ocupados a las legiones de políticos, sociólogos, economistas y toda clase de gentes bien intencionadas que consagran sus esfuerzos a su erradicación. Son muchas las personas y cuantiosos los recursos que se dedican a combatirla, aparentemente sin resultados, si nos atenemos a los clamores cotidianos de los políticos y otros apóstoles de los pobres. El cuadro muestra algunos indicadores de la pobreza en Colombia que, mirados desprevenidamente, parecen más bien  desalentadores.


Hay dos caminos seguros para llegar al fracaso y a la frustración: pedir lo imposible y oponerse a lo inevitable, decía Francisco Cambó. La incidencia de la pobreza está directamente relacionada con el nivel de ingreso del país. No podemos pretender tener el nivel de pobreza de Luxemburgo ni resignarnos, si ese fuera nuestro caso, con el de Burundi. No estamos en ninguno de esos extremos. Aparentemente, según la gráfica, Colombia tiene los pobres que corresponden a su nivel de desarrollo. México, Venezuela y Argentina, por ejemplo, tienen menor pobreza que Colombia pero, para su nivel ingreso, estarían peor. El caso contrario es el de Brasil, Costa Rica, Chile y Uruguay; lo cual sugiere que las políticas deliberadas de combate a la pobreza pueden tener resultados dentro del rango de lo posible.
No hay nada más difícil que ayudarles a los pobres, dice con frecuencia Hugo López, quien durante muchos años ha dedicado, con genuina pasión y sin espíritu misionero, su gran inteligencia y su portentosa capacidad de trabajo a la comprensión racional del fenómeno de la pobreza y al diseño de políticas públicas idóneas para combatirla.  El problema no sólo tiene que ver con los recursos que se transfieren a los pobres. Desde este punto de vista hemos progresado sustancialmente, aunque los apóstoles se obstinen en desconocerlo. En los años sesenta teníamos, como porcentaje de la población, tantos o más pobres que ahora; pero, a diferencia de hoy, cuando podemos ayudarles con nuestros propios recursos, en ese entonces recibíamos asistencia de CARE para alimentarlos. En 2005, la Misión de Pobreza, dirigida por Hugo López, estimó en US$ 20.000 millones las transferencias destinadas a los pobres. Una suma importante, entonces y ahora. El único problema es que el 50% de ella beneficiaba a los no pobres.
Las políticas asistenciales tienen y tendrán siempre ese problema, por más ingenio que gasten los especialistas en su diseño en poner obstáculos a los “colados”. Pero deben persistir en su trabajo para tratar de evitar en cuanto sea posible que se cumpla el viejo aforismo del pesimista Malthus: “las leyes de pobres nunca tendrán recursos suficientes para mantener los pobres que esas mismas leyes crean”.


Más grave aún que el efecto perverso de las políticas asistencialistas mal diseñadas, que perpetúan la pobreza, o el de las bien diseñadas, que en el mejor de los casos sólo la mitigan, es el de aquellas que obstaculizan los procesos económicos y las políticas públicas que en definitiva sacan a los pobres de esa condición. Más que el asistencialismo, lo que realmente sirve a los pobres son otras cosas.
En primer lugar está el crecimiento económico. Debería ser evidente que si tenemos muchos pobres es porque como sociedad somos igualmente pobres, porque no hemos crecido lo suficiente. Sin embargo, algunos atribuyen los avances en el desarrollo económico y social a la lucha social y a las buenas leyes que corrigen los defectos de un sistema intrínsecamente perverso. ¡Cómo si la redistribución hubiera sido posible antes de que hubiese algo qué redistribuir!. Se habla también de buscar un “crecimiento pro-pobre”, lo que parece significar, para que supuestamente haya mucho empleo, una baja relación capital-trabajo, es decir, una baja productividad, en suma, un crecimiento mediocre.  No hay nada que saque más gente de la pobreza que el crecimiento vigoroso y sostenido de las economías, basado en una fuerte acumulación de capital.
Después del crecimiento nada beneficia más a los pobres que una baja inflación. Colombia no ha padecido en más de cien años un episodio de hiperinflación. Pero hemos tenido períodos de inflación alta y persistente, entre 20% y 30% anual, que erosiona el ingreso de los pobres y el poder adquisitivo de sus tenencias en las que predominan el efectivo y los activos de baja rentabilidad. La autonomía del banco central y la política monetaria centrada en mantener a raya la inflación es probablemente el activo institucional más importante de la economía colombiana. Todavía con demasiada frecuencia se escuchan los reclamos de políticas monetarias expansionistas y devaluacionistas.
Esto lleva al tercer punto: una moneda fuerte. Una moneda devaluada devalúa el ingreso de los pobres y los priva de adquirir bienes importados o de producción nacional con componente importado de alguna significación. Curiosamente los apóstoles de los pobres hacen eco de los reclamos de los empresarios que buscan en la moneda devaluada la competitividad internacional que no les da su productividad.
Una economía abierta y un arancel bajo. El bienestar, el de todas las personas incluidas las pobres, depende de la cantidad y diversidad de los bienes y servicios que se adquieren con el ingreso. La apertura económica y la reducción de aranceles es lo que ha permitido que a los hogares de los pobres lleguen los electrodomésticos, los televisores y los teléfonos celulares. Y sin la obstinación por proteger una agricultura ineficiente – que precisa de un arancel de 80% para defenderse de las importaciones de arroz de Ecuador – tendrían más y más variados alimentos a más bajo precio, lo que redundaría en un salario real adecuado al desarrollo de las actividades urbanas generadoras de empleo.
Por último, más no de último, la educación. Una educación de calidad y pertinente. No el remedo de educación que ofrecen buena parte de esas entidades que arropadas bajo el apelativo de “públicas” monopolizan los recursos que el país destina a la formación de los pobres bajo el modelo ineficiente de subsidios a la oferta. Los hijos de los pobres tienen derecho a recibir una educación de la misma calidad que la recibida por los hijos de los ricos y la clase media. Deben poder elegir sus escuelas, colegios y universidades y aspirar a una enseñanza exigente, rigurosa y sin concesiones académicas. Los colegios y universidades públicas deben competir con los colegios y universidades privadas por los recursos que el país destina a los pobres bajo un sistema amplio de subsidios a la demanda que les de a éstos la posibilidad de elegir.  Los pobres, para salir de la pobreza, necesitan algo más que esa educación mediocre que mayoritariamente ahora se les ofrece y que genera más expectativas de bienestar que competencias para alcanzarlas.
Septiembre de 2010. 


La desventura de las telecomunicaciones públicas.

La desventura de las telecomunicaciones públicas.
El fracaso de la capitalización de la ETB
¿Quién paga esa destrucción de valor?

Luis Guillermo Vélez Alvarez

A principios de 1990 el sector de las telecomunicaciones en Colombia estaba compuesto, básicamente,  por 4 empresas estatales: una nacional, Telecom, que monopolizaba los servicios de larga distancia nacional e internacional, y 3 municipales, ETB EPM, y EMCALI, que explotaban los mercados locales más rentables – Bogotá, Medellín y Cali – y compartían con Telecom las rentas de monopolio de la larga distancia bajo un esquema de distribución denominado “Participaciones”. Los servicios de larga distancia y telefonía local producían más del 90% de los ingresos, la transmisión de datos era incipiente y la telefonía móvil apenas un rumor lejano. 


Pero el mundo de las telecomunicaciones estaba en movimiento. La ATT se había escindido 1984 en las 7 Baby Bells y había perdido el monopolio de la larga distancia con la llegada de una combativa empresa, US Spring. En Inglaterra, la British Telecom se había privatizado, también en 1984, y la competencia en larga distancia se había instalado también con Mercury Telecomunications. Seguiría la privatización de las poderosas empresas monopolísticas de los demás países europeos – Alemania, Italia, Francia, etc.- las que poco tiempo después, con sus abultadas chequeras, producto de la explotación monopolista de sus mercados, saldrían de compras por el mundo entero, sabedoras de que el acartelamiento planetario auspiciado por la UIT había llegado a su fin y que  en adelante el juego sería diferente. A Latinoamérica llegaron Telefónica de España, France-Telecom, Telecom-Italia y dos o tres de las 7 Baby Bells ávidas de comprar líneas fijas y concesiones de larga distancia, en ese entonces la forma obvia de adquirir “derecho de piso” en estos mercados. Llegaron a Perú, Brasil, Chile y Argentina pagando entre mil y mil quinientos dólares por línea fija. Colombia, por obra y gracia de los sindicatos y de los socialistas de todos los partidos, quedó al margen de esa “ola privatizadora” y con “orgullo nacionalista” mantuvo la propiedad pública de sus empresas de telecomunicaciones.
El gobierno de Gaviria intentó vender a Telecom. Una huelga brutal que dejó incomunicado el país durante dos semanas frustró esa pretensión. Estimativos conservadores valoraban la empresa en US$ 2.000 millones. Años después, el gobierno de Uribe entregaría a Telefónica los restos de Telecom a cambio de que se hiciera cargo del pasivo laboral estimado en US$ 350 millones. Los políticos locales de Cali y Medellín, los sindicatos y las ONG nacionalistas dieron entierro de tercera a las propuestas de escindir de sus empresas municipales los negocios de telecomunicaciones y venderlos al capital privado. Al precio en que se estaban transando las líneas fijas en América Latina valían por lo menos US$ 500, el de Cali,  y US$ 700 millones, el de Medellín. En Cali el negocio de telefonía no se ha podido escindir y agoniza pegado de la empresa madre que no marcha mucho mejor. Más de diez años después de que se presentara la propuesta, los políticos de Medellín aceptaron separar el negocio de telecomunicaciones de los de energía y aguas, pero la idea de asociación con el capital privado continúa siendo una herejía.  En Bogotá, Antanas Mockus, logró vender una participación minoritaria a los fondos de pensiones. En Antioquia, Alvaro Uribe, hizo lo propio con EDATEL. Sin poder avanzar en la privatización de las empresas estatales, el gobierno de Gaviria optó de vincular el capital privado a los nuevos negocios de telecomunicaciones: telefonía móvil, acceso a internet y transmisión de datos. En 1995 estos servicios representaban el 20% de los ingresos del sector; actualmente superan el 80%. Los servicios tradicionales de telefonía, que fueron la fortaleza de las telefónicas estatales, no llegan al 20%.
El fracaso de la ETB en su propósito de vincular un socio estratégico por capitalización reviste de actualidad esta vieja historia. Ciertamente, como activo estratégico, la ETB no es lo que era hace 15 ó, incluso, 10 años. No obstante, una empresa que factura US$ 700 millones, con un  margen EBITDA de 50%, poseedora de la red de cobre más grande del país y de 2.400.000 líneas fijas operando no es en forma alguna un activo despreciable para un inversionistas entrante, Telecom-Brasil, o ya establecido, Telmex o Telefónica.
El proceso estuvo marcado por múltiples obstáculos políticos, sindicales y hasta judiciales. Un juez, ignorante de la diferencia entre capitalización y venta, ordenó suspenderlo, argumentando que debía darse prioridad en la adquisición de acciones a los sindicatos y las cooperativas!.  Pero más que todas esas interferencias, que hacen parte de nuestro  folclor patriotero al que por fortuna parecen ya  acostumbrados los inversionistas extranjeros que descuentan esos costos del monto de sus ofertas, el proceso fracasó por la obstinación del Distrito, en cabeza de su alcalde, de imponer al socio estratégico la firma de un acuerdo de accionistas que lo comprometía a no integrar la operación de la ETB con sus otros negocios antes de 3 años. Todo ello para “proteger la inversión de la ciudad” según declaración del secretario de la ETB al El Tiempo y Portafolio, en noviembre del año pasado. Tres años en telecomunicaciones son una eternidad. En un sector donde la convergencia y el empaquetamiento de servicios es la norma, renunciar durante ese lapso a realizar la integración comercial de los negocios, que para todos los inversionistas potenciales era el determinante fundamental de su participación, hacía imposible la presentación de ofertas. Esto ya lo sabían las autoridades del Distrito y las directivas de la Empresa desde noviembre de 2009 cuando se relanzó el proceso de capitalización después de superado el obstáculo judicial ya mencionado. Los inversionistas potenciales, una vez conocidas las condiciones, plantearon esa objeción al Acuerdo de Accionistas incluido como Anexo A del Reglamento del Proceso. Alguna vergüenza y remordimiento, por este fracaso anunciado, deben tener los responsables del proceso porque de la versión del reglamento que hoy, septiembre 9 de 2010, aparece colgada en la página de la Empresa ha desaparecido, misteriosamente, el Anexo A.
Si, la historia se repite. Al igual que en 1992, cuando los sindicalistas y los políticos impidieron la venta de Telecom para “proteger la inversión” pública, las autoridades del Distrito hoy hacen lo propio con la ETB. Nadie duda de las buenas intenciones del Alcalde de Bogotá. Pero, si realmente quiere proteger la inversión pública, por favor, no la proteja tanto.
Septiembre de 2010.