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martes, 28 de septiembre de 2021

Recuerdos de un liceísta de la generación de 1971

 

Recuerdos de un liceísta de la generación de 1971

 

Luis Guillermo Vélez Álvarez

Economista, Liceísta de 1971

 

Mi cuñada Dora Helena dijo un día que yo era, antes que, nada un Bachiller. Lo dijo cuando era ya un economista, pero bien sabía yo que, viniendo de ella, conocedora del lenguaje como pocas, esa denominación era un gran elogio. Creo que sobre todo en mi vida fui un buen Bachiller: los conocimientos y la formación que me hacen merecedor de ese nombre los adquirí en el Liceo Antioqueño, el liceo de bachillerato de la Universidad de Antioquia. 

Ser estudiante del Liceo en ese entonces era motivo de orgullo. Allí se entraba por mérito, después de pasar un exigente examen de admisión o, como fue mi caso, de entrar eximido de ese examen por ser uno de los mejores estudiantes del quinto grado de las escuelas de Medellín. Allí llegaban, como al Marco Fidel Suarez, los mejores escolares de la Ciudad, de toda condición social. Había muchachos de familias adineradas de El Poblado, Prado o Laureles mezclados con muchachos de Aranjuez, La América, Manrique o Belén. Ahí estábamos todos iguales, habíamos llegado por mérito y por mérito nada más nos diferenciábamos en el Liceo. Allí no se respetaba pinta, ni profesores ni condiscípulos respetábamos pinta.

En primero de bachillerato los grupos se formaban por mérito. En el A, que fue el mío, y el B estaban los eximidos. Del C en adelante se agrupaban de acuerdo con las calificaciones obtenidas en el examen de admisión, para garantizar cierta homogeneidad en los grupos. Esto era sabido por todo mundo y nadie se escandalizaba de eso. Por eso en mi grupo me tocó con muchachos grandotes, pero la diferencia de estatura era resultado de las diferencias en el ritmo de crecimiento de unos grupos de chicos que teníamos la misma edad, entre 12 y 13 años. Entre esos gigantes bondadosos recuerdo a un muchacho Medina y a otro de apellido García.  

El Liceo estaba situado en el Barrio San Germán, al lado del cerro El Volador, por la carretera que partiendo de la Setenta lleva a Robledo, San Cristóbal y a los municipios de Occidente. Eran una instalaciones modernas, grandes, funcionales. Un complejo de seis edificios unidos por amplios corredores de columnas metálicas y planchas de concreto. Alrededor de los edificios había jardines, patios, canchas deportivas, espacios abiertos, espacios amplios, espacios generosos. Había, incluso, une estanque con patos, gansos y pisingos. La planta física misma estaba hacia el oriente del amplio terreno de unas cinco hectáreas, rodeado con cerca de malla. Hacia el lado occidental había un pequeño bosque y jardines muy bien cuidados. Nunca había visto colegio tan hermoso ni lo volvería a ver.

La mayoría de los chicos llegábamos al Liceo en los buses verdiblancos de la Acción Social Universitaria. Los buses nos recogían en el Centro, en Colombia con Carabobo, y ahí volvían a dejarnos a la salida de clases. A ese sitio llegábamos por nuestros propios medios desde todos los barrios de la Ciudad. Yo llegaba muchas veces al Liceo en el carro de mi papá, que me llevaba por las mañanas. A la salida de clase siempre iba al Centro con los demás muchachos.

El bus entraba por la puerta que daba hacia el costado suroriental, había otra al lado opuesto, pero por ahí solo entraban los profesores que tenía carro, que eran más bien pocos. La mayoría de ellos se viajaba con nosotros en los buses de la Acción Social que llegaban a un amplio patio parqueadero donde todos descendíamos. A la derecha estaba la cancha de futbol, bien trazada, con las medidas reglamentarias y sólidas porterías en los extremos norte y sur. La cancha se comunicaba directamente con amplias mangas y las estribaciones del Cerro el Volador.

Al frente del parqueadero había una edificación que iniciaba en una especie de sótano a nivel del parqueadero y terminaba en las instalaciones de la cafetería. En ese edificio quedaban el taller de fotografía, el salón de clases de guitarra, la sede del coro, el depósito de los accesorios de gimnasia, la sede de la banda de guerra y el taller y salón de clases de Don Darío Tobón Calle, profesor de artes en tercero y cuarto de bachillerato. También quedaban los baños donde nos cambiábamos para las clases de educación física y nos bañábamos al terminarlas.

De los parqueados caminábamos a los bloques de salones que eran cuatro: uno de los primeros y otro de los segundos; los terceros y los cuartos compartían bloque, al igual que los quintos y los sextos. Aunque había pequeñas diferencias, cada bloque, albergaba en su primer piso la sala de profesores, la oficina del director y otras instalaciones como laboratorios. En el segundo piso quedaban los salones. En todos los bloques había grandes murales al fresco pintados por el Maestro Jorge Cárdenas, quien hacía parte de la planta profesoral del Liceo. En mi primer año el Maestro Cárdenas estaba trabajando en el mural del bloque de primero. Varias veces, sobre todo en los primeros días, en el recreo, con otros curiosos, me arrimaba a verlo. Era un hombre alto, moreno, serio y de mirada dulce. Mientras trabajaba portaba siempre una boina en la cabeza y bajo su delantal blanco estaba siempre de traje, sin el saco, pero con la corbata. Este hombre pintaba de corbata.

El director de primero era Don Luis María Sanchez, profesor de español y autor de la serie de seis libros de Español y Literatura que se seguían en el Liceo y otros colegios de la Ciudad. Nunca recibí clases con Don Luis María, pero amé muchos sus libros, sobre todo por las selecciones de lecturas.

Mi profesor de español y literatura en primero de bachillerato fue don Luis López. Era un hombre canoso, con el pelo totalmente blanco, cara enrojecida y aire permanentemente malhumorado. En las clases de español de primero y segundo nos hacían aprender poesías, que debíamos declamar en público, y leer fragmentos en voz alta, también en público. Esos ejercicios eran fundamentales para desarrollar la memoria y para aprender a leer.

Uno cree que sabe leer, pero cuando le toca hacerlo en voz alta, frente a cuarenta compañeros que ante el más pequeño error se van a burlar sin piedad, se da cuenta de que es mucho lo que le falta por aprender. Ante la más pequeña vacilación, empezaba el murmullo, que se convertía en risa contenida, con una palabra trastocada, o en sonora carcajada con esos cambios de puntuación que alteran completamente el sentido de la frase. Fue así como un muchacho, cuyo nombre no recuerdo, se chantó el ominoso apodo que lo acompañaría todo el bachillerato y más allá. En el texto de Luis María Sanchez decía: “¿Será Pio quién canta?” Para su desgracia, el muchacho leyó: “Serapio, ¿quién canta?” Y ahí quedó bautizado el hombre por el resto de sus días en el Liceo.

Un día llegaron al salón un par de viajeros a pedir dinero. Hablaron de que eran caminantes deseosos de conocer los países de su nuestra amada América Latina. Y ¿de dónde vienen ahora? preguntó el profesor. Bueno, la verdad es que venimos del Perú, empezó a decir uno de los mochileros. ¡Qué va hombre, deja de ser mentiroso, vos sos de Villahermosa!, gritó un muchacho Bedoya desde el fondo del salón. La colecta fue un fracaso.

Los profesores nos regañaban, pero en raras ocasiones nos sancionaban disciplinariamente, por burlarnos de los compañeros en aprietos en la lectura en voz alta, de los que olvidaban su poesía o de los que respondía mal las preguntas de los examencitos orales a los que frecuentemente nos sometía. Ahora estoy seguro de esa exposición al escarnio público hacia parte de la estrategia pedagógica del Liceo, los profesores nos metían en ese juego para que con la burla y el sarcasmo ayudáramos a educarnos los unos a los otros. En ocasiones el juego se tornaba peligroso.

Esteban Rodríguez Santamaría era un muchacho altísimo, amable, pero un poco lento de entendederas. A pesar de ser grandote era objeto de muchas burlas sin que recurriera a su fuerza física para hacerse respetar, hasta que decidió hacerlo en contra mía. Estábamos ya en segundo, en clase de Biología, que se dictaba en un saloncito especial con urnas llenas de animales disecados, piedras y algunas plantas. Don Guillermo, a quien llamábamos Marranito, estaba tomando la lección y la victima de turno era el pobre Esteban, que por no tener la más remota idea de lo que le preguntaban se puso a llorar. Era una vaina vergonzosa, ridícula, estábamos acostumbrados a las güevonadas de Esteban, pero esto era algo totalmente fuera de lugar. Pero más fuera de lugar fue que Don Guillermo, conmovido por las lágrimas de Esteban, anunciara que lo calificaba con 4, a pesar de que no había respondido nada.



Luego Don Guillermo me tomó la lección a mí. Me preguntó por una planta que yo sabía bien era una rosácea de la familia de las melastomatáceas, pero en lugar de responder lo sabido, dije que no sabía y me puse a simular un llanto ruidoso, que hizo que el grupo estallara a carcajadas y provocó la furia de Don Guillermo quien de inmediatamente me expulsó de clase, me clavó un cero en biología y la rebaja de una nota en disciplina. Lo más asombroso fue la reacción de Esteban. En el recreo me buscó, me cogió como un muñeco, me llevó a un rincón del jardín y me pegó severa paliza. Estando encima de mí, golpeándome a sus anchas, de pronto de detuvo, arrancó a llorar y me dijo: no te burlés de mí Frijolito, ayúdame más bien. La tarde de ese día fue la primera de muchas en las que a la salida del Liceo me iba para la casa de la familia Rodríguez Santamaría, en el Barrio Los Ángeles, abajo del Colegio de María Auxiliadora, a estudiar con Esteban. Fuimos buenos amigos a lo largo de todo el bachillerato.

Un sábado, muchos años después, mi cuñada Dora Helena, que estaba buscando un carro de segunda, anunció que iba a ver el lote de Esteban Rodríguez Santamaría, de quien le habían dicho era un hombre muy honrado. Yo lo conozco, estudiamos juntos en bachillerato, somos muy amigos, es un jayán así de alto. Si querés de acompaño. Esteban me reconoció de inmediato. Qué hubo, Frijolito, ¡qué alegría de verte! ¡Qué te pasó Esteban, te encogiste, güevón, por qué estás tan chiquito!  No recuerdo si Dora compró el carro o no. Esa tarde y otras en las que volví visitarlo en su lote, conversé mucho con Esteban. Reía a carcajadas recordando que había pasado el bachillerato y luego la carrera de Administración de Empresas en EAFIT prácticamente sin saber leer. Frijolito, decía regocijado, la educación de este país es un culo, a mí me graduaron siendo analfabeta, yo no sé sino vender carros. Se había casado con una mujer llamada Pili, también egresada de EAFIT, en ese entonces ejecutiva de CONAVI. Habían tenido dos hijos y Pili adoraba a Esteban. Todo mundo lo quería. Siempre disfruté la amistad de ese hombre bondadoso de corazón sencillo.

Siendo profesor de la Facultad de Economía, con mis colegas del Departamento de Economía, creamos el primer posgrado de la Universidad de Universidad de Antioquia al que llamamos Especialización en Política Económica. Hasta entonces los únicos posgrados de la Universidad eran las especializaciones médicas. La nuestra fue la primera de otras áreas del saber. Después vendrían muchas más, en la de Antioquia y en todas las universidades del País. En las discusiones previas sobre las materias que debían impartirse, su contenido y los textos guías defendí un punto de vista muy sencillo: debemos usar los textos que se usan en las mejores escuelas de economía del mundo. Creía entonces, como creo ahora, que una escuela se define, al igual que las universidades medievales por los libros que se enseñan en ella. Fue así como adoptamos la Macroeconomía de Sargent y la Microeconomía de Varian como textos guía. Esa convicción, que creía formada en durante mis estudios de posgrado en Francia, tenía un origen más profundo: mi experiencia en primero de bachillerato en el Liceo y, en particular, en el Curso de Religión de Don Cesar.

Don Cesar era un hombre delgado, lampiño, de pómulos hundidos y con ligeras marcas de viruela. Su cabello era negro, rebelde, que se paraba como espinas de erizo, cuando estaba bien motilado, o flotaba en cadejos alegres cuando llevaba algún tiempo sin visitar la peluquería. Me parecía un monje vestido de traje y hablaba, con entusiasmo y convicción, como si se estuviera dirigiendo, no a unos bachilleres primerizos, sino a un grupo de novicios a quienes iniciaba en el conocimiento riguroso de la Palabra de Dios.

El texto de esta clase, dijo el primer día, es la Biblia, vamos a leer la Biblia, vamos a aprender interpretarla. Vamos a leer la Nácar-Colunga. Deben comprarla. Se refería a la traducción de los monjes dominicos Eloíno Nácar Fúster y Alberto Colunga Cueto. Ese día oí esos nombres por primera vez, para no olvidarlos jamás, y escuché también por primera vez la palabra Hagiógrafo que, como casi nadie sabe, es el nombre que se da a los autores de los textos bíblicos y, por extensión, sus lectores e intérpretes. Don Cesar quería que fuéramos unos pequeños hagiógrafos. Mi papá me compro una biblia Nácar-Colunga que me acompañó muchos años. La leí mucho, bajo la guía de mi Maestro, adquirí muchos conocimientos bíblicos con los que aún hoy descresto a mis amigos. Sigo leyendo y amando la Biblia que, como repetía Don Cesar, no es un libro sino toda una biblioteca.

Lo de Don Cesar ejemplifica el elevado nivel de la enseñanza impartida en el Liceo y el elevado nivel de sus docentes. Era gente que sabía y que desplegaba ese saber antes sus alumnos de forma clara, sistemática, contundente y sin concesiones de ninguna índole, porque era eso lo que había que saber. El que aprendió, aprendió, el que estudió, estudió y el que no estudió, se rajó. Así eran las cosas en el Liceo Antioqueño de la Universidad de Antioquia. El Liceo ostentaba la categoría de Facultad y eso nos hacía sentir orgullosos, nos sentíamos universitarios desde primero de bachillerato y desde primero, en la clase de música de Pechicorcho aprendimos el Himno de la U de A, que era también el Himno del Liceo.

Pechicorcho era el apodo de Don Gustavo Sierra, profesor de música de primero y segundo bachillerato; el de tercero y cuarto era Don Alberto Ospina. En primero y segundo aprendíamos himnos y canciones, algo de historia de la música y un poco de escritura musical, para lo cual teníamos un cuaderno de pentagramas. Siempre he lamentado no haber tomado más en serio las clases de lectura en las que la repetición del sonsonete “doooo, dooo, reee, reee”, moviendo la muñeca de la mano derecha para marcar el ritmo, me causaba, como a la mayor parte mis compañeros, mucha hilaridad. Don Gustavo dirigía el Coro del Liceo para el cual audicioné sin fortuna.

Las clases de Don Alberto estaban dedicadas a la historia ilustrada de la música. Será mejor decir, escuchada. Don Alberto tenía un pequeño tocadiscos de plástico, de color rojo y blanco, rojo palidecido y blanco amarillentado por los años. Lo llevaba a las clases con una pila de discos, uno de los cuales nos hacía escuchar cuando hablaba del autor correspondiente. “Ho, ho, ho, hoy, vamos a escucuchar, la Misa del Papa San Marcerlo, de pa…pa…pa…Palestrina”, decía por fín. La gaguera de don Alberto no nos importaba, nos sumíamos en la música, que él interrumpía para hacer, siempre gagueando, alguna observación erudita, musical o histórica.

Don Alberto Ospina era bastante dado a la bebida. Con frecuencia llegaba a las clases en el temblor de la muerte de esos guayabos feroces que tocan cuerpo y alma. En una ocasión, Memo Montoya, cuya amistad frecuento aún hoy, le preguntó con insolente amabilidad: Don Alberto, ¿es verdad que usted toma mucho aguardiente? Qué va hombre, es más el que derramo, fue su increíble respuesta, mientras ponía trabajosamente en el tocadiscos el disco que temblaba en sus manos y empezó a sonar la Sinfonía de los Juguetes, cuya autoría, explicó, se atribuye a Joseph Haydn o a Leopold Mozart, el papá de Wolfgang Amadeus.  Don Alberto argumentaba en favor Haydn. 

Otro gran personaje de primero, recordado por todo liceísta, era don Marco Tulio Castaño, acuarelista envigadeño, que firmaba sus cuadros con el acrónimo de Matuca, que naturalmente era su apodo, apodo este, que por razones que ya no recuerdo fue heredado en diminutivo por Julio Jaime Calderón: Matuquita.

La materia de Matuca se llamaba artes plásticas y nos enseñaba a dibujar y a manejar la plastilina y el yeso. En dibujo la cosa fue más bien pasable, pero con el yeso y la plastilina mis fracasos fueron estruendosos, a pesar de la ayuda de mi mamá y de un muchacho de apellido Peña, que vivía en Belén AltaVista.

Con la plastilina uno hacía, sobre una tabla, una especie arabesco, trabajo que tomaba varias semanas pues solo podíamos trabajar en clase. Inicialmente, se hacía un rectángulo de plastilina, de unos dos centímetros de grosor, que se delimitaba con palillos de paleta. Hecho el rectángulo se procedía a sacar la plastilina excedente para que fuera saliendo la figura deseada, que pulíamos y pulíamos hasta que Matuca conceptuaba que esta lista para el vaciado en yeso.

El yeso lo compramos en un almacén de pinturas que quedaba en la Calle Colombia. Peña me explicó muy bien el proceso y cada cual se fue para su casa a trabajar. La figura en plastilina y sus alrededores en la tabla se engrasaban abundantemente. Con trozos de madera se le ponía una especie de cerco y así quedaba lista para recibir el yeso. El yeso, un polvo blanco fastidioso, se mezclaba con agua hasta obtener una pasta maleable con la que se cubría la figura de plastilina hasta los bordes de madera. Había que hacerlo rápidamente, antes de que el yeso se secara. Una vez secado el yeso, se retiraba la tabla y salía el negativo. Gran alegría sentimos mi mamá y yo cuando vimos el arabesco dentro del bloquecito de yeso. No sabíamos que esa era la parte más fácil y que nos esperaba el desencanto.

El negativo se engrasaba abundantemente y se procedía a echarle encima una capa de la pasta de yeso de la que debía salir el positivo. Cuando secó el yeso procedimos a la separación y nada. Negativo y positivo se habían fundido en un sólido bloque que no se dejaba separar sin destrozarlo. Teníamos bastante yeso lo intentamos una vez más, y otra, y otra, recurriendo incluso a la ayuda de Peña, quien había hecho lo suyo al primer intento y acudió a socorrernos. A las once de la noche, cuando ya se había agotado el yeso, teníamos cinco primorosos bloques blancos. Mijo, llévelos mañana para que el profesor vea que trabajó, que se esforzó, mientras yo lloriqueaba maldiciendo mi malas suerte. Hágale caso a su mamá, Frijolito, reforzaba el solidario Peña.

Le presenté mis cinco bloques a Matuca, esperando su típico: ¡Qué son esos pegotes, hombre, hombre qué son esos pegotes! Sin mediar palabra, Matuca tomó uno de los bloques y dirigiéndose al grupo, mostrando el bloque que tenía en la mano, empezó a decir: miren qué belleza, miren qué hermosura, parece un bloque de Mármol de Carrara, solo falta el cincel de un Miguel Ángel o un Rodin, para que haga salir la divina figura que hay dentro de él. Y en ese momento, con un gesto histriónico que nunca olvidé, soltó desdeñosamente el bloque que cayó al suelo y se partió en pedazos. Hoy la escena me resulta hilarante, pero en ese momento nadie rio, nadie dijo nada; después de anunciarme una calificación de cuatro con cinco, la más alta que obtuve en Artes Plásticas, Matuca llamó a otro muchacho a presentar su trabajo. Así eran las cosas en el Liceo.

No me fue tan bien con Matuca con ocasión del Castillo Medieval. Debíamos hacer en yeso figuras geométricas – cubos, pirámides, cilindros, etc. – y luego armar con ellas una estructura cualquiera. Algunos llegaron con impresionantes puentes colgantes y edificios de varios pisos, uno llegó, con lo que dijo era la Refinería de Ecopetrol. Llegado mi turno, presenté mi Castillo Medieval del que mi mamá y yo estábamos orgullosos. Hombre, pero qué son eso pegotes, qué son esos pegotes hombre, decía Matuca, mientras se sobaba la cara, y empezó a soltar la retahíla humillante que a todos nos encantaba cuando era otro el que la padecía: tonterías, carajadas, estupideces, ñoñerías, pendejadas, estulticias, estolideces, etc. Aunque no lucía bien al lado de las obras de ingeniería de mis compañeros, mi Castillo no era un trabajo malo, Matuca, lo sabía, tanto es así que me calificó con un cuatro. Simplemente ese era el día en que me tocaba a mí la retahíla.

A lo largo del año a uno siempre le tocaban dos o tres cosas con Matuca. Mi tercera fue en clase de dibujo. Había que dibujar un paisaje, un atardecer con un sol poniente. Para cada elemento del paisaje, Matuca había indicado un color. Todos trabajábamos aplicados en nuestros pupitres mientras Matuca se paseaba por el salón. En un momento se paró a mi lado y señalando mi sol, preguntó: ¿cuál es ese color? Anaranjado. ¿Cuál color te dije? Amarillo. Eso te dije hombre, te dije amarillo, hombre que amarillo, que amarillo hombre, te dije amarillo hombre y repetía una y otra vez, que amarillo, hombre, durante un lapso que se me hizo infinito. Las cosas de Matuca no ofendían a nadie, pues no tenían la intención de ofender. Realmente alegraban la vida y nos dejaban recuerdos memorables.  

Tuvimos unos espléndidos profesores de artísticas. En segundo estaba don Darío Espinosa, también pintor y escultor. Nos enseñó talla en madera. Se tallaba con unos punzones llamados de media caña que comprábamos en la papelería Bolívar. Innecesario decir que mamá hizo unas tallas que nos merecieron muy buenas notas. En tercero y cuarto tuvimos a Don Darío Tobón Calle – escultor, arquitecto, pintor al caballete y también muralista. En clase nos ponía a hacer casitas y modelos en balso, mientras él contaba historias de su vida en Europa y de su antepasado, el artista santarroseño, Marcos Tobón Mejía. Había en el salón de clase un pequeño museo donde Don Darío conservaba algunas miniaturas de Tobón Mejía, que mirábamos con lupa, asombrados de ver pintado en un botón hermosos paisajes increíblemente detallados. Decía don Darío que eso se pintaba con una cerda de pincel solo un poco más gruesa que un cabello.

En quinto nos esperaba don Jorge Cárdenas, un pintor clásico, contemporáneo y compañero de Fernando Botero, que llegaba siempre a sus clases vestido de traje oscuro, que portaba con singular elegancia. Don Jorge andaba con un proyector de diapositivas y libros de arte traídos de Europa. Había escrito un pequeño libro de historia del arte que arrancaba con ilustraciones de la Cueva de Altamira y de la Venus de Willendorff y concluía con las Damas de Aviñón de Picasso. En sus clases recorríamos con sus diapositivas los grandes museos de Europa: Louvre, El Prado, Galería de los Uffizi, etc. Don Jorge tenía predilección por la pintura realista holandesa, pero creo que su pintor favorito era Alberto Durero.

Además del gran arte universal, Don Jorge nos hablaba de la obra de los artistas antioqueños y nos invitaba a ver sus obras en el entonces llamado Museo de Zea, situado al lado de la Iglesia de La Veracruz. Fui muchas veces a ese mueso y recorría fascinado sus salas que me parecían maravillosas pues aún no había conocido ninguno de los grandes muesos de Europa. Hoy después de haber visitado muchos muesos y de haber visto muchos cuadros, sigo sintiendo el recuerdo de mis recorridos solitarios, porque no era mucha la gente lo visitaba.

Al frente de la entrada estaba un cuadro de gran formato de Diego Rivera llamado El despertar del indio a la civilización, que durante muchos años fue la posesión más importante del Museo, antes de que lo suplantara el Pedrito, el primer cuadro que Fernando Botero donó a la Ciudad. Otra de las grandes obras era el Cristo del Perdón, de Francisco Antonio Cano, quien tenía una sala completa dedicada a su obra, retratos y paisajes. El gigantesco retrato de Rafael Núñez me causó siempre gran impresión. Había obras otros pintores antioqueños: Eladio Vélez, Francisco Madrid, Humberto Chávez, Pedro Nel Gómez y otros más, cuya obra el maestro Jorge Cárdenas estudió en su libro Evolución de la pintura y la escultura en Antioquia escrito con su esposa Tulia Eugenia Ramirez.

Nos hablaba también Don Jorge de las iglesias y monumentos de Medellín. Por él aprendimos que la iglesia de Jesús Nazareno, que nos parecía muy bonita, era en realidad un esperpento arquitectónico de lo peor y que la iglesia de San Antonio, con su inmensa cúpula era una de las más bellas de la Ciudad. Aprendimos a valorar la sobria elegancia del Hospital San Vicente de Paul y la majestuosidad del Palacio Nacional, hoy convertido en un centro comercial de lo más vulgar. De cada iglesia nos hacía un pequeño recuento de su historia y una descripción de sus estilos arquitectónicos. Con Jorge Cárdenas aprendí a amar las iglesias de mi Ciudad y las de todas partes. Sus enseñanzas me prepararon bien para apreciar las espléndidas catedrales europeas y las modestas capillas pueblerinas. Donde quiera que vaya, pueblo o gran ciudad, visito sus iglesias y sé mirarlas y valorar sus méritos arquitectónicos y artísticos de los que no carece totalmente ninguna de ellas, incluidas las más humildes.

Don Jorge pintó, no sé si por encargo o mero gusto, retratos de algunos de sus alumnos. Hizo uno de Adrían Chamorro, tocando violín, y otro de Arnoldo Ramirez, con un libro en la mano. Los exhibió titulados: El violinista Adrían Chamorro y el escritor Arnoldo Ramirez. Adrían llegó a ser un gran violinista, Arnoldo no publicó nada. La obra más conocida de Don Jorge es el retrato de Porfirio Barba-Jacob que está en el Museo de Antioquia. El Maestro Cárdenas falleció en 2018, un año antes había mostrado su obra en la Biblioteca de EAFIT.

El escultor Alonso Ríos Vanegas, discípulo de Jorge Marín Vieco, fue nuestro profesor de arte en sexto. Estaba todavía muy joven, tendría uno 25 años, y carecía de la cancha y la confianza en sí mismos de los otros grandes artistas que fueron nuestros profesores. Rios hablaba permanentemente de su maestro y de su fascinante de fundición en la que hacía sus obras en la Finca Salsipuedes, situada en la parte alta del Barrio Robledo. Estando ya en la Universidad fui un par de veces a Salsipuedes, con Fernando Alirio López Castaño, quien era amigo de Jorge Marín hijo. Salsipuedes era la bella mansión mágica y fascinante de la canción de Lucho Bermúdez. Jorge hijo quería convertirla en una especie de centro cultural donde vivieran y trabajaran   poetas, músicos y artistas plásticos. La cosa no resultó muy bien y el lugar se fue llenando de hippies que de arte más bien pocón, pero de marihuana y guaro bastantón. Aconsejado por Alirio, que era un amigo sincero, Jorge se fue deshaciendo todos esos vividores que estaban acabando con la casa de sus padres y con su patrimonio. Hoy Salsipuedes en una Casa Museo que vale la pena visitar.

Ya que apareció, hay que seguir con él. Fernando Alirio López Castaño fue uno de mis mejores amigos del Liceo y siguió siéndolo durante muchos años más. Era de la barra de Campoamor, junto con La Pulga, William Ramirez, y Tulito, Julio Hoyos. Conformaban un trio fenomenal: alegres, divertidos, mamagallistas, buenos estudiantes sin mucho esfuerzo y con intereses intelectuales muy amplios, al igual que muchos de mis compañeros.  Fuimos compañeros desde primero a sexto, pero nuestra amistad se profundizó en los últimos tres años durante los cuales compartimos nuestro gusto por la literatura, la filosofía, la historia y la política. Teníamos conversaciones con un grupo del que hacían parte también Luis Fernando Palacio, León Zuleta, Arnoldo Ramirez y otros más. Todos éramos lectores infatigables y desordenados y tratábamos de descrestarnos los unos a los otros presumiendo de nuestros conocimientos, de algún dato novedoso o de un libro que habíamos leído antes que los demás. Nos creíamos intelectuales y competíamos por parecer más intelectuales que los otros.

Fernando Alirio pudo haber sido un gran escritor y en cierta forma lo fue, al menos en el aspecto cuantitativo. Desde el bachillerato escribía profusamente en grandes hojas de papel oficio en las que, con una letra apretada, algo fea pero perfectamente legible, anotaba y anotaba todas las ocurrencias que se le venían a la cabeza. Un día, cuando estábamos en cuarto o quinto, apareció con un gran libro empastado de hojas blancas que le había hecho un impresor amigo. Todos los días andaba con ese libro, anotando, anotando, lo que según decía, sería la historia de nuestra vida en el Liceo. No sé cuál fue el destino de ese libro, pero ¡cómo me gustaría tenerlo entre mis manos en este momento! Alirio tuvo la feliz intuición de que nuestra vida de escolares tenía algo de maravilloso y que sus avatares merecían ser contados, ser recordados.

Algún día, en quinto o sexto de bachillerato, se apareció con veinte o treinta hojas de oficio manuscritas. Era una carta dirigida tal vez a Luis Fernando Palacio. En los meses siguientes todos sus amigos fuimos recibiendo, uno a uno, inmensas pastorales en las que con gracia y ternura nos expresaba sus sentimientos y recordaba minuciosamente los eventos de la amistad con cada uno de nosotros. Podía referirse detalladamente a la forma en que nos miramos algún día en una clase de historia o de literatura en primero o segundo de bachillerato. Recordaba lo que alguien había dicho en algún momento remoto en clase, en el recreo o en un partido de fútbol. Además de Palacio, fuimos destinatarios de esas increíbles cartas suyas William Correa, Arnoldo Ramirez, La Pulga, León Zuleta y diez o doce más. La mía, que conservé durante varios años, se perdió en algún trasteo, tal vez cuando Gloria y yo nos fuimos para Francia.

Estando en la Universidad, donde empezó a estudiar derecho que después cambió por literatura, continuó escribiendo cartas. Esa escritura delirante consumía la mayor parte de su tiempo y de su energía intelectual. Escribió cartas zaherientes contra algunos de sus profesores de derecho que despreciaba, pero sobre todo cartas de amor a las muchas mujeres que amó entre las cuales es estuvo Gloria a quien dirigió por lo menos dos de sus profusas cartas y a quien amó toda su vida. Alirio, que según me parece no fue muy afortunado en cosas de amor - nunca tuvo una verdadera novia, nunca se casó- tenía el curioso hábito de enamorarse de las novias de sus amigos, buscaba hacerse amigo de ellas y les escribía cartas y poemas, más que con el propósito de quitárselas, con el de meterse de alguna forma en esa intimidad, de hacer una especie de “menage a trois” intelectual y afectivo.

En la Universidad conversábamos mucho, Alirio y yo. Muchas veces caminábamos, desde la Universidad hasta el Centro, para ahorrarnos un pasaje o por el simple placer de caminar, pues en la Medellín de entonces era grato caminar. Un día, en la parada de bus del cruce de Carabobo con Barranquilla vimos, los dos al mismo tiempo, un billete de cincuenta pesos tirado en el suelo. De inmediato Alirio se metió en la fila de quienes esperaban el bus y puso su maletín sobre el preciado billete. Cuando los pasajeros tomaron su bus, recogimos nuestro billete y continuamos nuestro camino. Rápidamente tomamos la decisión de gastar nuestros cincuenta pesos en un par de las suculentas bananas Split que vendían en Fuente Azul, la elegante heladería que quedaba en Junín, y costaban 25 pesos cada una. Eso era un dineral, habida cuenta de que el salario mínimo legal vigente en 1972, el año de esa aventura, era $ 660 mensuales. Ese salario mínimo alcanza para 26 bananas en Fuente Azul, el de hoy compra 91 en Crepes & Waffles, el único lugar donde se vende una banana comparable, aunque remotamente, a la de Fuente Azul.

Mi helado favorito es la banana Split, no porque me guste mucho, en realidad no soy muy amante de los helados, sino porque me he pasado la vida buscando una banana que me recuerde el sabor, el olor, la increíble clamosidad y, sobre todo, que dure tanto como la banana de ese día. No sé cuánto rato estuvimos sentados, en esas acogedoras sillas de espaldar elevado, un frente al otro, paladeando, disfrutando lentamente esa delicia que nos había regalado la vida. Ese rato es para mí como algo fuera del tiempo, como un pedazo de eternidad que sigue ahí, durando, con Alirio y yo instalados para siempre en él, con nuestras bananas que nunca se acaban. 

Terminada su licenciatura en literatura, Alirio viajó a la Unión Soviética donde estudió ruso y literatura rusa y continuó escribiendo cartas. Muchos años después lo encontré por azar, caminando por el Centro, cuando se desempeñaba como coordinador de la educación a distancia para Antioquia y Chocó de alguna universidad de Bogotá. Tenía, en el Edificio Vélez Ángel de la Avenida de Greiff, una oficina grandísima en la que, además de los papeles académicos y administrativos de su cargo, alojaba su biblioteca personal y decenas de plantas, pues la jardinería fue también una de sus pasiones. Por eso había sido gran amigo de mi mamá a quien le encantaban sus visitas cuando vivíamos en la casa de San Pablo.

Mirando los estantes de su biblioteca, como siempre hago cada vez que entro en una, vi su colección de los libros de Michel Foucault, cuya obra amaba Alirio y de quien yo me había descantado al descubrir, cuando hacía mi tesis de doctorado, que todo el capítulo de Las palabras y las cosas titulado “Cambiar” era un vulgar plagio de un autor del Siglo XVIII que había tenido la oportunidad de leer en la Biblioteca Santa Genoveva de París. Discutimos mucho de Foucault de cuyo pensamiento me había alejado yo por razones aún más importantes que el vergonzoso plagio. Por supuesto ninguno de nosotros cambió su punto de vista. Alirio estuvo muy feliz cuando en otra visita le regalé el Raymond Russell de Foucault, que faltaba en su colección, y el extraño libro de Russell, Locus Solus, del que Foucault hace un pormenorizado análisis en el libro mencionado. Aunque tuvimos otros breves encuentros ocasionales, esa fue la última vez en que compartí con Alirio como amigo. Después supe por La Pulga de su fallecimiento víctima de un fulminante ataque cardíaco que lo sorprendió en Junín con La Playa, cerca de su lugar de trabajo.

Ya en su vida adulta Alirio abandonó la escritura de las cartas. Ya no hay a quién y ya para qué. En todo caso continuó escribiendo pequeños poemas y comentarios a los poemas de otros poetas tan desconocidos como él que eran sus amigos. La poca literatura que publicó, en modestas ediciones financiadas por una cooperativa financiera de la que uno de sus amigos poetas era gerente, me pareció más bien malita. No así la literatura que vivió, pues ahora lo entiendo, cuando estábamos en el Liceo, Alirio vivía como si estuviera metido en una novela, la novela de su vida y la nuestra, de ahí su obsesión proustiana por contarlo todo, en su libro y en sus interminables cartas, en las que ahora entiendo quería dejar el recuerdo de ese tiempo que estábamos viviendo para evitar que se convirtiera en un tiempo perdido para la memoria. No sé qué haya pasado con el libro empastado, es probable que aún esté en su casa de Campoamor en la que habitó hasta el final de sus días. No es improbable que allí estén también las copias de sus cartas, porque ese orate maravilloso que fue Alirio, tenía la costumbre de escribirlas por duplicado, entregando una al destinatario y conservando otra para su archivo. Quizás en una casa de Campoamor estén los manuscritos de la obra del Marcel Proust colombiano.

La Pulga, William Ramirez, otro de los muchachos de Campoamor que llegaron al Liceo, era un mamagallista incorregible. Estaba riendo todo el tiempo, haciendo bromas que a nadie ofendían y a todos agradaban porque eran bromas tiernas, dulces, amables como era su carácter. Fue el responsable de muchos de los apodos de nuestros compañeros. A Galeano le decía Colocolo, a Julio Hoyos Tulito, y así.  Desde primero a mí me bautizó como Frijolito, mote que me acompañó todo el bachillerato y que como aún me llaman los condiscípulos del Liceo. Frijolito, me decía, vos no fuiste parido sino cagado, salía corriendo, esperando que yo lo persiguiera para darle una paliza. Eso hacía con todos, pero nadie lo perseguía, nadie le pegaba.

Como todos los de Campoamor, jugaba bien al futbol, pero ni jugándolo lo abandonaba su gusto por las payasadas y hacía bromas futbolísticas, como entregarle deliberadamente el balón a un contrario o fingirse el lesionado lanzando alaridos de intenso dolor. En una ocasión llegó hasta la portería del equipo contrario y, cuando tenía el arquero vencido, en lugar de marcar el gol, volvió sobre sus pasos y corrió como loco, sin que nadie lo detuviera porque nadie entendía lo que estaba haciendo, hasta su propio arco y marcó un espléndido autogol. Me equivoqué, me equivoqué, gritaba, mientras sus compañeros, más divertidos que enojados, lo castigaban con suaves coscorrones. 

La pasión de La Pulga era la literatura. Ya en quinto o sexto se metió con Joyce y era capaz de recitar de corrido largos trozos el increíble monólogo de Penélope. Se hizo profesor de literatura en un liceo de bachillerato y escribió algunas cosas, entre ellas la memoria del Campoamor de su niñez, que divulgó parcialmente en pequeños textos y en entrañables entrevistas radiales. Ya siendo adultos lo visité en su casa, la misma de su juventud, en la que habitó toda su vida. Tenía un hermoso hogar conformado por su esposa y dos hermosas hijas que lo aman con devoción. Carolina, la mayor, es economista y trabajó conmigo en ECSIM, el único centro de investigación económica independiente de Medellín, fundado por mi querido amigo Diego Gómez. Hoy Carolina vive en Estados Unidos, donde desarrolla su carrera profesional. La Pulga sigue en Campoamor, en su apacible hogar, continúa enseñada literatura, recordando la vida de su viejo barrio y, quizás, como lo hago yo, nuestra vida en el Liceo.

 Recorrer la galería de mis amigos del Liceo haría este relato interminable. Fueron muchos y muchos son aquellos cuya amistad conservé a lo largo de los años. Las amistades nacidas en la escuela o el bachillerato, cuando se mantienen o renacen en la vida adulta, tienen una característica de la que carecen las que se forman después, en la universidad o en la vida laboral. La mayoría de estas últimas, no todas, suelen ser el resultado, más o menos racional, de una identidad de intereses o de un propósito compartido; cuando esos intereses o propósitos desaparecen, la amistad se debilita y termina por extinguirse. Las viejas amistades escolares que perduran están basadas en una especie de complicidad, que surge a borbotones en los encuentros alegres de condiscípulos en la forma de recuerdos chistosos que la revelan oblicuamente, pero que es mucho más profunda que eso porque es una complicidad pudorosa, porque es la complicidad de la desnudez.

Uno de los grandes choques del liceísta de primero se presentaba en los baños al momento de desvestirse para ponerse la pantaloneta de educación física o de entrar a ducharse y vestirse una vez concluida la clase. Ver a los grandotes de quinto y sexto pasear sus grandes vergas emergiendo de sus pubis peludos causaba una fuerte impresión en niños de once o doce años, que ocultaban con pudor sus escuálidos pipicitos, sus minúsculos testículos y sus pubis vergonzosamente ralos. El temor a la burla era completamente infundado pues los dueños de las grandes vergas comprendían indulgentemente la turbación de los pipichicos porque ellos ya habían pasado por eso. El choque de la iniciación a la desnudez física, aunque impactante, se superaba rápidamente. No así el de la espiritual que se presenta muchos años después cuando el azar nos depara el encuentro con un antiguo condiscípulo y al momento de saludarlo efusivamente, por el apellido o el viejo apodo, descubrimos que estamos desnudos el uno frente al otro y ese descubrimiento nos convierte de inmediato en cómplices.

Es por eso que, sin importar la vida que hayamos vivido después de salir del Liceo, sin importar que haya sido mediocre o exitosa, sin importar los títulos o los honores alcanzados, ante los amigos de infancia y juventud seguimos siendo los frijolitos, los colocolos, los pirris, las pulgas, los serapios que fuimos en la escuela o el liceo. Cuando se está en la primaria o el bachillerato uno no siente que su vida vaya para ninguna parte. Uno está ahí, viviendo simplemente y, sobre todo, siendo, siendo como es o como va siendo o como los otros lo hacen ser. Y es ser como se es, es justamente la desnudez, la desnudez del alma.

Cuando cumplimos veinticinco años de egresados, asistí en el Hotel Dann Carlton, a un encuentro organizado por Colocolo, Luis Aníbal Galeano, exitoso constructor, y Matuquita, Julio Jaime Calderón, brillante ejecutivo. Allí estaban todos mis condicípulos – Moreno Casafuz, Esteban Rodríguez, el Muerto, Memo Aristizabal, Perucho, Memo Montoya, etc. – y algunos profesores de los que recuerdo solo a Roger Goez, profesor de química en quinto. Fue un encuentro alegre que terminó, como a las nueve de la mañana del otro día, en mi casa a donde llegué con diez o doce de ellos a las dos o tres de la madrugada. Me encantó encontrarlos y volví a ver a algunos de ellos en eventos promovidos por ese infatigable cultor de la amistad liceísta en que se convirtió Julio Jaime Calderón. No he dejado nunca de querer a mis amigos liceístas, aunque sé poco de sus vidas actuales. Los quiero como están en mi memoria, completamente desnudos, y soy feliz cuando el azar nos depara algún encuentro casual donde surge de manera natural la evocación de nuestra antigua complicidad. 

El Liceo tenía una maravillosa biblioteca, situada en el primer piso del bloque de tercero-cuarto. El bibliotecario era Jaime Sarrazola, buen conocedor de libros, amable sin melosidad, tremendamente estricto en el cumplimiento de las devoluciones de los libros prestados y exigente en el buen trato que debía darse al material. Los libros de la biblioteca no podían rayarse, ni ser maltratados ni mucho menos mutilarse. Esto último se consideraba casi un delito, que en caso grave se pagaba con la expulsión.

Esto fue lo que estuvo a punto de ocurrirle a un muchacho de apellido Guisao en tercero de bachillerato. En clase de historia la profesora, Doña Socorro Ramirez, había asignado a cada uno de los alumnos un tema de consulta. El día en que había que presentar la tarea, Doña Socorro llamó de primero a Guisao. Este, desde su pupitre, empezó a leer un texto increíblemente bien escrito. William, ¿de dónde sacó esa información? ¿La copió de algún libro de la biblioteca? No, señorita, la tengo aquí en unas hojitas. Muestre a ver. Y William caminó hasta el pupitre de la profesora llevando las hojas arrancadas de un libro de la biblioteca. Doña Socorro ya sabía de la mutilación, Sarrazola le había informado, y por el asunto del libro mutilado sabía también quién era el responsable. Pero quiso montar el espectáculo humillante de Guisao para darnos a los demás una inolvidable lección. Ese día no hubo clase de historia, Doña Socorro habló sin parar durante toda la hora del respeto debido a los libros mientras el infeliz Guisao escuchaba lagrimeante, con la cabeza agachada, parado ahí, al frente de todos, al lado del pupitre de la profesora.

Doña Socorro Ramirez fue una gran educadora, como casi todos mis maestros de entonces que, más que enseñar, educaban y no tenían ningún temor de hacerlo. Había llegado al Liceo con la inmensa reputación de haber sido durante años la rectora del CEFA, por aquel entonces el colegio femenino público más prestigioso de Medellín. El Liceo Antioqueño de las mujeres. Allí estudiaron mis hermanas. Entonces los maestros del sector público ya tenían su régimen especial de jubilación que les permite alcanzar fácilmente dos pensiones. Doña Socorro alcanzó la primera más cerca de los cuarenta que de los cincuenta. Era alta, blanca, lozana, elegante, hermosa de verdad. Los profesores todos le coqueteaban y los ardientes adolescentes que éramos sus alumnos disputábamos por tener el mejor lugar en el aula para apreciar sus largas piernas. A parte de eso, las clases de historia universal de Doña Socorro eran fascinantes, era una delicia oírla hablar del Tratado de Tordesillas. Volví a encontrarla como Rectora del Colegio Colombo Británico donde mis hijos hicieron su primaria y el bachillerato. Su presencia fue un factor determinante en la decisión de matricular a mis hijos en ese colegio.

En primero de bachillerato ocurrió en la Biblioteca un evento inolvidable. El rector de la Universidad era el Doctor Lucrecio Jaramillo Vélez, abogado y latinista, que había sucedido en el cargo a Ignacio Vélez Escobar, el hombre que hizo la Ciudad Universitaria. Don Lucrecio, así le decíamos, tuvo la ocurrencia dictarnos a los chicos del Liceo un seminario sobre La Comedia, llamada divina, como el gustaba decir, de la que había hecho su propia traducción. Al medio día, después del almuerzo, los que queríamos, íbamos a la biblioteca, a escuchar de Don Lucrecio, quien iba narrando e interpretando al mismo tiempo el viaje de Dante a los infiernos. Con una erudición digna del Colegio de Francia, confrontaba su traducción con las de otros autores y no vacilaba en leer trozos en antiguo toscano. A mi don Lucrecio me parecía, con su rostro blanco y su cabeza encanecida, como una especie de romano al que solo le faltaba la corona de laurel para ser igual a Virgilio. 

Si alguien dice haber estudiado en el Liceo Antioqueño a mediados de los años sesenta y no recuerda a Pompilio, está mintiendo. Por los bloques de primero y segundo, principalmente, merodeaba, por eso años, un hombre viejo vestido de traje ajado, con corbata deshilachada y sombrero de fieltro maltratado, unas gafas grandes de montura de pasta negra en las que un pedazo de tela remplazaba una pata perdida, cargando una inmensa caja llena de periódicos, libros y folletos y fumando todo el tiempo un cigarrillo piel roja insertado en un garabato de alambre que hacía las veces de boquilla. Ese era Pompilio.

La leyenda urbana decía que Pompilio era un antiguo profesor del Liceo, extraordinariamente sabio, que, como Alonso Quijano, había enloquecido a causa de sus innumerables lecturas. Sobre todo, en los primeros días de clases, a la salida del recreo, multitud de escolares de primero de bachillerato hacían corro en torno a Pompilio para escuchar su supuesta sabiduría, cuyo prestigio se esforzaba en mantener intercalando uno que otro latinajo en los relatos que con una vocecita ronca y asordinada hacía para deleite de sus asombrados oyentes.

Después, sin dejar de creer en su sabiduría, nos íbamos distanciando de Pompilio, de sus charlas aptas para primíparos no para los grandes de segundo, y lo saludábamos cariñosamente, hola Pompilio, cada vez que el azar nos daba ocasión. No sabíamos entonces que Pompilio se había instalado en el alma de cada uno y que su entrañable recuerdo nos acompañaría para siempre. Casi toda mi vida he tenido maletines o morrales grandes, llenos de libros, periódicos y folletos, como la caja de Pompilio. 

Don Abraham Gonzalez no era, por supuesto, ningún orate, pero tenía, como Pompilio, una inmensa reputación de sabio. Se decía de él que era un gran filólogo y gramático, eximio latinista y un profundo conocedor de la historia colombiana, materia que nos enseñó. Era el más alto y el más viejo de todos los profesores del Liceo y todo mundo lo trataba con especial respeto. Vestía siempre traje azul de rayas, con chaleco y leontina, y elegante sombrero de fieltro que ocultaba su calva y brillante cabeza negra que exhibía en sus clases a las que nunca entraba de sombrero, el cual dejaba en el perchero de la sala de profesores, pues era mala educación portarlo cuando se estaba en recintos cerrados.

El relato de la historia patria por Don Abraham era asombrosamente novelesco y nutrido de increíbles detalles. Como si hubiera estado allí, Don Abraham contaba la conversación entre Vasco Núñez de Balboa y el indio Panquiaco, cuando éste le reveló la existencia de otro mar al sur el istmo de Panamá, el Mar del Sur. También parecía haber estado presente al anochecer del siete de agosto de 1819, cuando el soldado niño Pascasio Martínez rechazó las monedas de oro que le ofrecía José María Barreiro, el comandante español derrotado en la Batalla de Boyacá, por dejarlo escapar. ¡Ni todo el oro del mundo podrá comprar la libertad de una nación! repetía don Abraham con su voz recia y tono teatral las palabras que habría dicho Pascasio al infeliz Barreiro. A Pascasio lo ascendieron a Sargento y le prometieron un premio de trescientos pesos que nunca recibió. Recibió una sola vez la pensión de un peso mensual que el Congreso le asignó en 1880. Pascasio murió en 1885.

Pero el mejor relato de Don Abraham era el de la acción heroica del Negro Piñango en lo alto de las murallas de Cartagena durante el sitio español de 1815. Después de días de intenso bombardeo y de intentos fracasado por alcanzar la muralla, un soldado del ejército de la reconquista consiguió escalarla y con el grito ¡Víva España! clavó la bandera en el más elevado baluarte. ¡No, porque aún vive Piñango! En ese momento don Abraham movía su brazo como quien lanza un machetazo, mientras decía, con voz recia, y de un tajo el cortó la cabeza. Ese fue un instante espectacular en mi vida en el que pienso cada vez que les respondo a mis amigos que me preguntan cómo estás con ese ¡aún vive Piñango!

¡Filemón Aristizabal, cincuenta y siete años de edad y nunca me he hecho una paja! Así empezó, golpeándose el pecho con la palma de la mano derecha, la primera clase de educación física a la que asistí en el Liceo. Tenía dos hijos, Guillermo, mi contemporáneo, y Raúl, dos o tres años mayor, que padecieron algunas vergüenzas por las chifladuras de su padre, a quien amaron mucho. Las clases de Don Filemón eran una combinación de educación sexual con educación física. Durante la primera parte hablaba de los efectos nocivos de la paja, incluidas tonterías como aquella de que al masturbador contumaz le crecen pelos en la palma de la mano, y de los peligros para la salud de ir donde las putas. Señores, hoy vamos a hablar de las putas, si señores, de las putas. Y arrancaba a disertar sobre la sífilis y la gonorrea mientras nos mostraba unos carteles con grandes penes llenos de chancros. Después nos mandaba a subir corriendo al Cerro el Volador mientras él leía la prensa, esperando, cronómetro en mano, la llegada de los corredores.

Desde muy niño era adicto a las noticias. Mi papá lleva todos los días El Colombiano y yo lo leía de pe a pa y me mantenía enterado de la actualidad nacional e internacional. Con varios de mis compañeros seguimos los acontecimientos decisivos de 1968: la Primavera de Praga y el Mayo de París. Estábamos en tercero, que por esa y otras razones fue para mí el año más significativo del bachillerato.

Mi principal contradictor de aquellos días fue Benhur León Adalberto Zuleta Ruiz, uno de los hombre más valientes y determinados que he conocido en mi vida. Era hijo de un carpintero comunista, que bautizaba a sus hijos con nombre triples entre los cuales no faltaba el de un personaje histórico. Otro de sus hijos tenía un Beethoven en su tripleta y una hija una Aída en la suya. Varias veces visité su casa-taller en Belén San Bernardo, impregnada del olor de la madera y atestada libros y revista de la Unión Soviética y ejemplares de Voz Proletaria por todas partes.

León era entonces un comunista ortodoxo pro-soviético sin fisura alguna. Dubcek y los demás líderes checoeslovacos era agentes del imperialismo yanqui, la invasión del Pacto de Varsovia estaba totalmente justificada, porque había que defender el socialismo, y Jan Palach, el muchacho que se incineró a lo bonzo en la Plaza de San Wenceslao para protestar contra la invasión, un perfecto idiota útil al servicio del imperialismo. No había quien moviera a León de esa posición como no hubo quien lo moviera de su ortodoxia y su militancia comprometida. Zuleta vendía Voz Proletaria, el semanario del Partido Comunista Colombiano, pegaba carteles, asistía a reuniones de su célula, participaba en mítines, buscaba nuevos militantes y regaba tachuelas los días de paro o en las marchas del día del trabajo.

Las convicciones comunistas de León empezaron de debilitarse cuando estábamos en sexto y se desvanecieron totalmente en los primeros años de universidad. Desde el bachillerato, sus camaradas de la Juventud Comunista empezaron a hostilizarlo por su inocultable homosexualidad. Fuimos más tolerantes sus amigos no comunistas quienes valoramos siempre su inteligencia, sus convicciones y su valentía. No toleraba que le dijeran marica y no vacilaba en liarse a puños con quien lo hiciera, a pesar de su pequeña estatura y su débil contextura. Zuleta nunca fue un marica ni tuvo gestos o hablar amanerados. Era homosexual y era muy hombre, lo fue siempre.

Creo que la transformación intelectual que lo llevó a romper con los comunistas y lo convirtió en el lobo solitario defensor de la condición homosexual, empezó con el conocimiento de la obra de Wilhelm Reich, un discípulo de Freud que tuvo el delirio de hacer una síntesis entre el marxismo y el psicoanálisis. Después leería a Foucault, a Deleuze, a Guattari y a todos los filósofos franceses que convirtieron la homosexualidad en una forma de la política. Inspirado en todos ellos, se inventó un periódico, El Otro, que escribía, imprimía y distribuía él mismo. León fue el primero en defender el derecho de los homosexuales a ser tratados como ciudadanos iguales a los demás. Lo hizo con inteligencia, pasión, provocación y, hasta, agresividad, en una época en que eso significaba asumir grandes riesgos. Asumió riesgos con la bebida, la drogas, la promiscuidad sexual.

Lo reprendí frecuentemente por su desenfreno, sonreía en silencio, pues sabía que a mí no podía salirme con la cerreta de que la trasgresión sexual era un acto político, según la prédica de los intelectuales franceses. Esa bazofia ecléctica la reservaba para seducir a sus jóvenes admiradores. Dejé de verlo desde que, en 1990, abandoné la Universidad y me fui a trabajar a EPM. León murió brutalmente asesinado a cuchilladas el 23 de agosto de 1993, en su apartamento del Barrio Loreto. Nunca se supo quién lo hizo, no hubo siquiera un sospechoso, su muerte no se investigó. Era el asesinato de un marica más.

¡Marino, las hojas!, ¡Marino, las hojas! Así le gritábamos de Don Marino el profesor de Ciencias Naturales de tercero. El texto guía eran unas hojas impresas que el hombre nos vendía. Supuestamente eran dos paquetes, pero Don Marino solo entregaba el primero, el segundo nunca llegó y eso al parecer había pasado con todas y cada una de las promociones. Por eso los estudiantes todos, desde cuarto a sexto, le gritaban ¡Marino, las hojas! sin que él se inmutara. Era un hombre divertido, alegre, dicharachero y buen profesor. Gracias a él muchos liceístas conocimos el mar.

El hombre tenía una especie de trato con un hotelero de Tolú y todos los años, en las vacaciones de mitad de año, empacaba un montón de muchachos de tercero en un bus de la Acción Social y se los llevaba a conocer el mar. Con esa increíble capacidad de sacar dinero no se sabe de dónde, mi papá, sin reticencia, me pagó el costo del paseo. En ese entonces el viaje a la Costa era toda una odisea. El pavimento se acaba en El Hatillo y de ahí en adelante casi todo era carretera destapada, con pequeños tramos pavimentados aquí y allá. A las tres de la tarde, salimos de la Plazuela Nutibara, a donde mi papá me llevó, esperando luego con aire compungido la partida del bus.  Llegamos a Tolú al amanecer del otro día.

Yo iba en la primera fila, al lado de Marino, quien todo el viaje estuvo pendiente de que Abelardo, el chofer, no fuera vencido por el sueño. Cuando vi el mar, majestuoso, inmenso, grité, ¡el mar!, ¡el mar!, despertando a todos mis compañeros que dormitaban en sus asientos. Jamás volví a sentir esa emoción con la visión del mar, ni desarrollé por él la fascinación física que experimentan muchas personas.

Con los años perdí el sentido de disfrute de la arena y de las olas. En las ciudades costeras me abruma el calor y el contacto con la arena de la playa y el agua salada me resulta repulsivo. El mar se convirtió para mí en una figura literaria, cuya máxima expresión es “La mer”, así, en francés, como en el poema Cementerio Marino de Paul Valery. Definitivamente soy un hombre de montañas, son las montañas de Antioquia las que me transmiten esas sensaciones físicas que tocan el alma.

El hotel estaba situado a todo el frente del mar, solo separado de la playa por una pequeña calle abierta, como hoy, al tránsito de vehículos. La playa era amplia y limpia y penetraba en el mar muchos metros. Los pescadores faenaban sus trasmallos en las cercanías del hotel que eran las cercanías del pueblo mismo en el que abundaban todavía las chozas de bareque techadas de paja. Hoy Tolú es un pueblo feo, que podría estar situado en cualquier parte, lejos del mar. La playa, falta de espolones adecuados, ha desaparecido por los embates de las olas. Instalados en el hotel, quedábamos en completa libertad. Marino permanecía tumbado en una silla de madera, tomado cerveza en las mañanas y ron en las tardes, conversando incasablemente con el dueño del hotel a quien llamaba “Capitán”. En vistas posteriores a Tolú, impulsado por la nostalgia, busqué siempre, sin fortuna, ese hermoso hotel. Nadie sabía de su existencia, nadie recordaba un hotel cuyo dueño hubiese sido un “Capitán”.

El regreso fue igualmente azaroso como la ida, agravado por un derrumbe, por los lados de Ventanas, que nos mantuvo varias horas detenidos en la carretera. El viaje duró más de veinte horas, llegué a mi casa al amanecer, cubierto de polvo por todas partes y protegiendo, envuelta en la ropa sucia, una coca de porcelana que había comprado para mi mamá.

A mi mamá le gustaba coleccionar platos de vajilla que colgaba en una de las paredes del comedor. La mayoría de sus platos los consiguió canjeándolos por ropa vieja a los ropavejeros que recorrían el barrio. No era inusual, en mi casa, cuando buscabas una camisa o una pantaloneta enterarse de que mi mamá, al verla ya vieja y raída, la había cambiado por un plato o una coca. ¡Póngase la coca, mijo, decía socarronamente! De todas las cocas que tuvo la que más amó durante muchos años fue la que le traje. Frecuentemente la tomaba entre sus manos y mirando a su interior decía ver mi rostro empolvado de la noche en la que se la entregué a mi regreso del viaje a Tolú. ¡Mi carita sucia! ¡Mi carita sucia!  - repetía una y otra vez.

LGVA

Septiembre de 2021.

 

8 comentarios:

  1. Gracias "Frijolito" por la oportunidad de permitirme volver a esos inolvidables años del Liceo Antioqueño para aquellos quienes nos graduamos en 1971. Relatas con detalle lo que fue esa vida para quienes tuvimos la suerte de pertenecer a esa maravillosa generación. Me permitiste volver a mi memoria los nombres de aquellos profesores quienes impregnaron en nuestras mentes unos conceptos que marcaron para siempre nuestras vidas y los nombres de aquellos quienes fueron nuestros compañeros a quienes nunca olvidaré. Un abrazo para ti y tu esposa Gloria de quien fui compañero de clases en la Universidad de Antioquia cuando estudiaba Administración de Empresas. Tambien recuerdo a tu padre de quien recibí una pocas clases de conducción en el carro de los "Intocables". Ahora, ya mayor, jubilado y felizmente abuelo te envío un gran abrazo y un gran gracias por este bello documento.

    Jaime Franco
    playa.mendoza@sbcglobal.net

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    1. Gracias Jaime por ese mensaje. Me da felicidad saber que te agradó. Gloria también te saluda. Un abrazo, LG.

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  2. Hola Luis Guillermo
    Que placer sentí al recibir esta historia , de verdad me encontré con una historia fantástica y más aún cuando se vive y se comparte , pareciera estar en el Liceo nuevamente ,que maravilla de escritor, Mil gracias por ser parte de mi historia y mil gracias por traer estos momentos tan especiales a mi memoria .
    Un abrazote gigante

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  3. Me acabo de acordar de un episodio que sucedió cuando estábamos en primero de bachillerato en 1966, del que tu debías haber sido testigo:un dia, durante el recreo de la mañana, en las faldas del cerro El Volador que daban de frente al liceo, un caballo y una yegua decidieron hacer el amor. Para muchos de nosotros era la primera vez que veíamos un acto semejante y recuerdo que casi todo el liceo se vino a ser testigo de lo que estaba sucediendo. En esas sonó el timbre indicando que debíamos retornar a los salones de clase pero nadie lo hizo puesto queríamos seguir viendo en que paraba el acto entre los dos animales, obligando a los profesores a venir en persona por nosotros con amenazas de lo que podría suceder si no lo hacíamos de inmediato. Recuerdo tan pronto regresamos a los salones, los profesores tuvieron que improvizar una clase de educación sexual a todo el alumnado.

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  4. Gracias Luis Guillermo por tu maravilloso relato. De verdad que me transportó a los años de nuestro bachillerato en el Liceo Antioqueño.
    Desde hace más de 25 años resido en los EEUU y he perdido el contacto con algunos de mis compañeros liceistas incluyendo Esteban Rodríguez,con quien también estudié en EAFIT.
    Cuanto me gustaría asistir a una de sus reuniones para lo cual viajaría desde aquí siempre que me avisen con tiempo.
    Me pueden contactar a:
    kittpinta9705@gmail.com.

    Espero sus noticias,

    Abrazos

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  5. Que extraordinario relato y mejor recuerdo de nuestros años en el LICEO ANTIOQUEÑO.

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  6. Rogelio Betancur Bravo5 de julio de 2022, 14:02

    Gracial Mil.....aunque comence mi bachiller en 1975 y me gradue en 1980, fue como si usted estuviese narrando mi experiencia como liceista. Nunca olvidare mi primer dia como en El Liceo Antioqueno de La Universidad de Antioquia. Todos los primerizos en fila de acuerdo a nuestras inicialed de appellido paterno, en el Pabellon de La Bandera, cantando el himno y esperando nuestro llamado para ingresar a nuestra aula. Me senti tan grande e importante, que en dicho momento no me hubiese cambiado por nadie. Me gradue en 1980 y parti a vivir a EEUU dode ya residia mi familia desde algun tiempo atras. El ultimo dia de clases, fui el ultimo en salir de alli....Pues en me daba cuenta que " mi familia liceista" ya no era mas...me esperaba un futuro incierto, el comfort del hogar liceista se habia esfumado....El vacio aun persiste....42 anos despues.
    Gracias por tan vivida ilustracion de la vida de un Liceista. Con orgullo, aun digo, que yo soy un egresado del Liceo Antioqueno de la Universidad de Antioquia.
    Rogelio Betancur Bravo- Bachiller 1980

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  7. Gracias por tan gratos recuerdos. Yo me gradué en el 84. Muchas de mis mejores memorias quedaron allí. Vivo hoy en día en los Estados Unidos; cuanto quisiera una reunión con mis viejos amigos del Liceo Antioqueño.

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