El
Brexit y el futuro de la Unión Europea
“Nous
ne coalisons pas des États, nous unissons des hommes”
(Jean Monnet).
Luis
Guillermo Vélez Álvarez
Economista,
Universidad EAFIT
A finales de la Edad Media,
informa Francis Fukuyama, había en Europa unos 450 estados feudales o
semi-feudales[1];
cada uno con sus impuestos, sus fronteras, sus ejércitos, su moneda. La
movilidad de las personas era muy limitada por la servidumbre de la gleba y el
tráfico de mercancías estaba agobiado por las aduanas, los portazgos y los
peajes. Según Eli Hecksher, el gran historiador del mercantilismo, hacia los siglos
XIII y XIV, había en el Rin unos 60 puestos aduaneros; eran 77 en el Danubio y
130 en el Loira. Ya en la época de Enrique IV, siempre según Hecksher, un
transporte de sal de Nantes a Nevers, unos 450 kilómetros, aparece tributando
por portazgos 100 escudos, cuando el valor de la mercancía no excedía los 25[2]. Se necesitaron más de 500
años para pasar de esos 450 feudos a los 25 estados modernos que tenía Europa a
mediados del siglo XX. En algo menos de 50 años se creó ese espacio de libre movilidad
de personas, mercancías y capitales llamado Unión Europea.
El germen de la Unión
Europea es el tratado de Paris de 1951,
que dio origen a la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), conformada
por Francia, Alemania Occidental, Italia, Bélgica, Luxemburgo y Holanda. Robert
Schuman, su inspirador, era un francés de cultura alemana nacido en Luxemburgo,
quien se definió a sí mismo como un hombre de frontera. El otro, Jean Monnet,
era un hombre de negocios y banquero de inversión con vocación cosmopolita, hablaba
perfectamente el inglés y bastante bien el alemán. Ambos entendieron que las
dos guerras civiles europeas, impropiamente llamadas guerras mundiales,
probablemente no hubieran acontecido en un espacio económico de libertad
comercial. La gente que comercia usualmente no va a la guerra. Su proyecto de
Europa, como dijera Monnet, no era una coalición de estados, sino la unión de
las personas.
Los ingleses han mantenido siempre frente a la
integración de Europa una actitud a la vez expectante, interesada y desconfiada.
No se vincularon a la CECA, ingresaron tardíamente a la Comunidad Económica Europea
en 1973, se mantuvieron al margen del espacio Shengen e, incapaces de renunciar
a su vieja libra, rechazaron el Euro.
Los gobiernos ingleses, especialmente el de Margaret Thatcher, se resistieron
siempre al aumento del poder de la burocracia de Bruselas y al giro
asistencialista que fue tomando la comunidad por la presión de Francia y otros
estados miembros. Argumentaban que su contribución al sostenimiento del
gobierno comunitario era excesiva de cara a los beneficios. Hay algo de verdad
en eso, pero solo es la espuma del asunto.
El proyecto de la Unión
Europea casi desde sus inicios ha tenido las dos caras de Jano bifronte. Una,
liberal, la que corresponde al ideal de sus inspiradores y ojalá sea la del
futuro; otra, estatista y asistencialista, que se fue desarrollando al interior
de sus estados miembros. La liberalización de los mercados mercancías, trabajo
y capital; la regulación comunitaria de los mercados de electricidad y gas; en
fin, la creación de una moneda común para facilitar los intercambios de todo
tipo e imponer disciplina presupuestal a los gobiernos de los estados miembros;
se han desarrollado en paralelo con el crecimiento del gobierno asistencialista
en todos los países miembros. Así, la lucha por la distribución del presupuesto
público que se daba al interior de los países, se trasladó progresivamente a la
arena del presupuesto comunitario del cual cada gobierno aspiraba a tener una
mayor tajada y una menor contribución. La ideología y las prácticas
asistencialistas están profundamente arraigadas en política nacional de todos
los estados miembros al punto de que nadie – de derecha o izquierda – puede hacerse
elegir sin prometer prebendas, protección social, seguridad en el empleo y
muchas cosas más. Esto es lo que está tras la bancarrota de Grecia y las
dificultades de Portugal, España o Francia. Eso es lo que está también tras el
Brexit, que fue acogido por los votantes no por que aspiran a más libertad
económica, mayor responsabilidad individual, más riesgo y menos asistencialismo sino por todo lo contrario.
Los logros de la Unión
Europea son más importantes que los inconvenientes que a su construcción plantean
los gobiernos grandes, asistencialistas y proclives a la corrupción con los que
habrá que seguir luchando hasta el fin de los tiempos en Europa y en el mundo
entero. El Brexit como la bancarrota griega, de la que ya nadie se acuerda,
serán vistos como tropiezos en el proceso de ampliación de la libertad
económica, que nunca será absoluta, y de construcción de formas de gobierno,
que nunca serán perfectas, pero que pueden ser tolerablemente mediocres sin que
ello impida progreso económico. Quizás
sea útil recordar la sabiduría de Adam Smith: “La violencia y la injusticia de
los gobernantes de la humanidad es un mal muy antiguo, y tememos que, dada la
naturaleza de los negocios humanos, no se pueda encontrar remedio alguno a ese
mal”. Y terminar con esta aguda observación también de su inagotable cosecha: “Si
una nación no pudiera prosperar sino gozando de una libertad y una justicia
absolutas, no habría nación en el mundo que hubiese prosperado”[3]
LGVA
Julio de 2016.
[2] Véase: Hecksher, E.F. (1931,1983)
La época mercantilista. Fondo de
Cultura Económica, México, 1983. Capítulo II: “La disgregación aduanera y la
lucha contra ella” Páginas 29 a 94.
[3] Smith, A. (1776, 1979). La riqueza de las naciones. Fondo de
Cultura Económica. México, 1979. Páginas
437 y 601.
Excelente...como siempre!
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