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jueves, 7 de noviembre de 2019

La atmósfera económica


La atmósfera económica
(Para mi esposa, Gloria Cecilia)


Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista


Introducción

Los peces no saben que son peces, no saben que viven en el agua, no saben que al agua es su ambiente vital fuera de cual su existencia es imposible. Cada pez vive su vida de pez hasta que un pez más grande lo engulle o hasta que un pescador lo saca de su medio, entonces muere sin haberse percatado de que era un pez y de que el agua era su medio vital.

Los animales terrestres se parecen a los peces en que tampoco tiene conciencia de su medio vital, la atmósfera, aunque si saben qué es el agua, saben que no pueden vivir en ella y también que no pueden vivir sin ella. Los hombres saben un poco más que los animales pues tienen conciencia de la atmósfera y, los que han recibido alguna educación, saben algo de cómo se formó, de los gases que la conforman y otras cosas más. Tanto los que saben algo y como los que no saben nada, porque jamás lo aprendieron o porque olvidaron lo aprendido, pueden pasar su vida tranquilamente en medio de la atmósfera, completamente ignorantes, como lo peces en medio del agua.

La vida económica de los hombres tiene, como la vida natural, una atmósfera en medio en el cual puede desarrollarse de una forma más adecuada que sin ella o, más precisamente, cuando es escasa. Al igual que la natural, cuya densidad en oxígeno disminuye con la altura sobre el nivel del mar, la atmósfera económica tiene diversos grados de densidad, unos más propicios que otros para el florecimiento exitoso de la actividad individual.  

Una de las características más asombrosas de la Gran Sociedad en la que vivimos – el término es de Adam Smith - es que los hombres podemos subsistir ignorando todo o casi todo lo referente a los trabajos requeridos para suplir nuestras necesidades básicas de alimentación, abrigo y salud, y las otras necesidades que el avance de la civilización ha ido creando. La mayoría carecemos de las habilidades sin las cuales no podría subsistir un indígena del Amazonas. No sabemos cazar, pescar o identificar los frutos alimenticios; no sabemos distinguir las yerbas medicinales de las venenosas; somos incapaces de construir un bohío, tallar una canoa, fabricar un arco o una caña de pescar o confeccionar un mínimo vestido. También podemos vivir ignorando todo sobre la combustión, la mecánica o electromagnetismo, saberes en los cuales se apoyan las comodidades de la vida moderna.

Perdidos en la selva, la mayoría de nosotros moriríamos pronto; pero, en la Gran Sociedad, podemos subsistir con nuestros pequeños oficios, muchos de los cuales no tienen ninguna, o solo una muy remota, relación con los oficios de la subsistencia o los oficios del lujo y el confort. Esto es posible gracias a los 5 elementos de la atmósfera económica: la división del trabajo, el intercambio voluntario, la propiedad, el dinero y el cálculo económico. Aunque pueden identificarse y describirse de manera separada, estos elementos de la atmósfera económica se hayan profundamente imbricados y la desaparición o debilitamiento de alguno de ellos es nocivo para todos los demás.

El origen de la atmósfera económica o, más precisamente, de sus elementos, se remonta al pasado más remoto de la humanidad sin que nadie sepa con certeza el momento de su aparición. Se encuentran registros de los elementos de la atmósfera en documentos antiquísimos, como la Biblia y el Código de Hammurabi, o monumentos arqueológicos, como los templos egipcios o las pirámides aztecas. Porque esos elementos están presentes en todos los pueblos y culturas, incluso entre las más primitivas.

Lo más extraordinario es que la aparición de los elementos de esa atmósfera no obedeció a ningún designio deliberado ni tuvo el objetivo expreso de obtener los grandes beneficios que de ellos se derivan. Solo en los tiempos más recientes, cuando la razón humana tomó conciencia de ellos, se han ido introduciendo cambios deliberados que han mejorado su funcionamiento, cuando se ajustan a su lógica interna; pero que han resultado desastrosos cuando la contrarían. 
     
La división del trabajo

A la pregunta: ¿usted qué es?, siempre, o casi siempre, respondemos mencionando un oficio, una ocupación, un servicio por el recibimos un pago monetario, con el cual compramos cosas útiles -materiales e inmateriales- que proceden de los oficios, las ocupaciones o los servicios de otros, a quienes, en su inmensa mayoría, desconocemos porque habitan en otro lugar de nuestra ciudad o de nuestro país o en otro país, situado, tal vez, en otro continente. Cuando entregamos o recibimos dinero, estamos en realidad intercambiando servicios los unos con los otros, inmersos en una colosal división del trabajo de escala planetaria.



Pocas veces nos detenemos a pensar en lo que significa el extraordinario privilegio de poder disponer, en nuestros hogares y empresas, de la inmensa cantidad de cosas útiles - sin las cuales la vida sería extremadamente penosa-  que no sabemos quién las hace ni cómo las hace, solo por hacer nosotros mismos una pequeña cosa, por saber un pequeño oficio, por prestar un pequeño servicio que, de alguna forma, directa o indirectamente, resulta útil a personas que tampoco saben de nuestra existencia. Y, sin embargo, ahí estamos, colaborando los unos con los otros, sin proponérnoslo, sin casi pensar en ello. Eso es la división del trabajo.

Adam Smith, más que en la cantidad de trabajo que en conjunto ejecutamos, encontró en su división la principal causa de la riqueza de una nación, entendida como la cantidad de bienes y servicio que en un período determinado satisfacen las necesidades de sus habitantes. Para ilustrar el poder de la división del trabajo en la elevación de la productividad, el ilustre economista escocés, utilizó el célebre ejemplo de una pequeña fábrica de alfileres en la cual, diez trabajadores, ejecutando de forma separada las 18 operaciones requeridas, alcanzaban a producir cuarenta y ocho mil alfileres, es decir, cuatro mil ochocientos por operario, cada uno de los cuales no produciría más de 20 si ejecutara por sí mismo las 18 tareas. ¡Cuál sería el asombro de Smith al saber que hoy en el mundo se producen 2 automóviles o 50 teléfonos móviles por segundo, en cuya fabricación intervienen miles de trabajadores dispersos en decenas de países!

La división del trabajo aumenta nuestra productividad porque nos hace más diestros, porque nos permite ahorrar tiempo, el más escaso de los recursos, y porque aguza nuestra inventiva de nuevos procedimientos y nuevos productos. Los pueblos más pobres no lo son porque sus gentes trabajen poco, de hecho, trabajan mucho para suplir sus necesidades básicas. En algunos lugares del mundo la gente tiene que dedicar 4 ó 5 horas diarias a conseguir agua más o menos potable. En general, en los países más pobres gran cantidad de gente está dedicada a la producción de alimentos, a la agricultura. En los países más ricos se necesita menos personas para producir comida o bienes manufacturados, con el trabajo de muy pocas de ellas basta para alimentar y vestir a miles o millones que pueden así dedicarse a otras cosas como la música, el teatro, el cine, la literatura, el deporte, la filosofía o la economía. Repitamos lo que muchas veces se ha dicho: la civilización es la diversidad de los oficios.

Nadie inventó esa maravilla de la división del trabajo, es decir, a nadie, en un momento dado, se le ocurrió decir: ¡dividamos el trabajo, especialicémonos que eso nos traerá grandes beneficios! En algún momento del pasado remoto de la humanidad, los hombres fueron descubriendo que sus habilidades innatas o adquiridas los hacían más aptos para unos oficios que otros. Luego se fue ampliando y profundizando como fruto de la interacción social, la cual produce resultados no esperados ni buscados por alguien en particular. Esta es una idea fundamental que, Hayek, importante economista austríaco, sintetiza bajo el concepto de orden espontáneo, la cual, como se verá, tiene que ver también con los otros elementos de la atmosfera económica. Terminemos esta parte con un bello texto de Adam Smith, que nos llevará derecho al siguiente componente de la atmósfera económica:  

 “En una tribu de cazadores o pastores un individuo, pongamos por caso, hace las flechas o los arcos con mayor presteza y habilidad que los otros. Con frecuencia los cambia por ganado o por caza con sus compañeros y encuentra, al fin, que por este procedimiento consigue una mayor cantidad de las dos cosas que si él mismo hubiera salido al campo por su captura. Es así cómo, siguiendo su propio interés, se dedica casi exclusivamente a hacer arcos y flechas, convirtiéndose en una especie de armero. Otro destaca en la construcción del andamiaje y del techado de sus pobres chozas o tiendas, y así se acostumbra a ser útil a sus vecinos que le recompensan igualmente con ganado o caza, hasta que encuentra ventajoso dedicarse por completo a esa ocupación, convirtiéndose en una especie de carpintero constructor.  Parejamente otro se hace herrero o calderero, el de más allá curte o trabaja pieles, indumentaria habitual de los salvajes. De esta suerte, la certidumbre de poder cambiar el exceso del producto de su propio trabajo, después de satisfechas sus necesidades, por parte del producto ajeno que necesita, induce al hombre a dedicarse a una sola ocupación, cultivando y perfeccionando el talento o el ingenio que posea para cierta especie de labores”

El intercambio voluntario

Repitamos esa idea: la certidumbre de poder cambiar el producto del trabajo propio por el del trabajo ajeno. Aquí la palabra clave es cambiar. Smith habla de un cierto rasgo de la naturaleza humana, la propensión a cambiar, reconoce que no sabe si es innata o adquirida, pero conjetura que quizás se asocie al desarrollo del lenguaje. En cualquier caso, parece ser un rasgo típicamente humano pues aún no se ha observado a un perro cambiando un hueso con otro.



No es fácil saber qué fue primero si la división del trabajo o el intercambio. Smith sugiere que la primera surgió del segundo y, lo más importante, que esa división del trabajo depende de la extensión del intercambio, de la amplitud del mercado. Una pequeña reflexión nos lleva asumir esa idea como evidente, como parece ser igualmente evidente que esa división del trabajo y ese intercambio se desarrollan al unísono: el crecimiento del mercado permite una mayor división del trabajo y el aumento de esta requiere del crecimiento de aquel.

El intercambio voluntario no es, por supuesto, la única forma de obtener bienes o servicios de los demás. La guerra, que permite el despojo puro y simple de los demás o su sometimiento a nuestra voluntad, y la mendicidad, que busca tocar la benevolencia o al altruismo de los otros, son las otras dos. A lo largo de los siglos y en todas las sociedades estas tres formas se han combinado en diverso grado. En la antigüedad, la guerra pudo haber sido la forma dominante de obtener bienes y servicios de los demás al punto que el gran filósofo Aristóteles la consideraba como un arte adquisitivo natural al mismo tiempo que condenaba el cambio o el comercio como anti-natural.

En su obra “Política”, Aristóteles enumera las formas o artes de adquirir riqueza. Están, nos dice, las gentes que “no se procuran su alimento mediante el cambio y el comercio” sino que desempeñan una actividad productiva por sí misma, cuales son el pastoreo, la agricultura, la piratería, la pesca y la caza. Está también en arte de la guerra que es “un arte adquisitivo por naturaleza”. Finalmente está el arte del cambio o el comercio que Aristóteles denomina la crematística. A sus ojos, la crematística era anti-natural porque conducía a la riqueza ilimitada.  

Aristóteles, quien vivió en el siglo IV antes de Cristo, vio la crematística, al igual que su maestro Platón, como una especie de mal necesario, que, aunque tolerada en la Polis, debía ser limitada en sus alcances. Aristóteles condenó especialmente la que a sus ojos era la forma más anti-natural de la crematística: el préstamo a interés. Toda la antipatía contra el comercio y la usura que aún se manifiesta en los países de occidente procede de la obra de estos filósofos. Viviendo en un mundo de pequeños estados, en guerra permanente los unos con los otros, los grandes filósofos no pudieron entender el enorme potencial del intercambio voluntario. Lo que resulta comprensible en su caso, pero no en el de nosotros.

Si un intercambio es rigurosamente voluntario tiene que beneficiar a las dos partes porque de lo contrario no se realizaría. Existe la absurda idea de que cuando dos cosas se cambian es porque tienen el mismo valor, como si el valor fuera una sustancia medible objetivamente y adherida a la materialidad de las cosas. El valor es totalmente subjetivo y no existe – como dijo el economista Carl Menger – por fuera de la conciencia de cada uno. Cuando entrego una cosa a cambio de otra es porque lo que recibo vale para mí más que lo que entrego y para la contraparte ocurre exactamente lo contrario.

Antes de seguir, una observación. No hay que confundir el valor con el precio que tiene, ese sí, una realidad objetiva. Para constatarlo basta con mirar las etiquetas de los bienes en un supermercado. El tránsito del valor subjetivo al precio objetivo – o, más técnicamente hablando, el paso de la teoría del valor a la teoría del precio – requiere una explicación que sin ser extremadamente compleja excede los alcances de esta nota y es innecesaria para el propósito de la misma. Basta con decir aquí, que el precio, es decir, la relación cuantitativa en que se cambia una cosa por otra, resulta del regateo entre las partes guiado por las diferentes valoraciones que de las cosas intercambiadas tienen las personas. Esto es válido para cualquier intercambio aislado como para la vasta red de intercambios en la que nos encontramos inmersos en la Gran Sociedad.

Hay una condición fundamental sin la cual el intercambio voluntario no podría llevarse a cabo: el reconocimiento mutuo por los cambistas de la propiedad de cada uno sobre los bienes cambiados. Esto nos lleva al tercer componente de la atmósfera económica: la propiedad.


La propiedad

El origen da la propiedad, no como figura jurídica, sino como concepto económico, se pierde también en la oscuridad de los tiempos más remotos. Para entenderlo no necesitamos hacer una excusión histórico-antropológica, sino una lógico-filosófica, para lo cual nos apoyaremos en las ideas de John Locke, filósofo inglés del siglo XVII.



El punto de partida de Locke es el axioma de la auto-posesión:  cada uno es dueño de su propia persona. Ese es el primer derecho de la persona a partir del cual se desarrollan todos los demás derechos, en particular el derecho de propiedad.

Si soy dueño de mi propia persona lo soy también de todo aquello que produzca con mi actividad física y mental a veces combinada - aunque no necesariamente, como en el caso de las ideas que surgen de mi cerebro – con los recursos naturales libres. Los resultados de esa combinación y, eventualmente, también dichos recursos naturales, se convierten en mi propiedad. Es mía la manzana que tomo de un árbol silvestre cuya propiedad nadie ha reclamado y el árbol también puede ser mío si lo reclamo para mí por haber sido su descubridor.  También es mi propiedad lo obtenido con mi actividad combinada con los recursos de otro que voluntariamente consiente a ello. En la realidad cotidiana de nuestro tiempo las cosas son más complejas, pero en lo expuesto está la esencia del asunto y basta con atenernos a ella.

La propiedad se ejerce sobre los bienes útiles y escasos, que son también los que tienen valor para las personas, los que son apropiables e intercambiables. Una bolsa de arena de las playas del Japón puede ser muy escasa en Colombia, pero probablemente carecerá de valor a menos que alguien le encuentre alguna utilidad. La utilidad no es un rasgo inherente a los objetos del mundo natural, está asociada al conocimiento que las personas tienen de las propiedades de los diversos materiales. Durante siglos el petróleo y el carbón mineral fueron totalmente inútiles y no es improbables que vuelvan a serlo en el futuro. La escasez está referida no a la disponibilidad absoluta de las cosas útiles sino a su disponibilidad relativa a circunstancias de tiempo y lugar. Una botella de agua en el desierto de La Guajira a las 2 de la tarde de un día cualquiera puede tener un gran valor para las personas y alcanzar un precio elevado. Es importante nunca olvidar que un bien económico es algo con unas propiedades físicas localizado en un lugar determinado en un momento también determinado. La ignorancia esto está tras la mayor parte de los errores de razonamiento económico.     

Las cosas de mi propiedad son las que puedo usar, consumir, guardar, regalar, prestar, cambiar e, incluso, destruir. Propietario es quien puede disponer a su antojo de sus cosas, de sus activos y derechos. En este sentido, la propiedad siempre es privada e individual, lo cual no excluye que se puede ejercer por un colectivo, como los accionistas de una sociedad anónima o los miembros del Politburó. Así las cosas, la propiedad de todo el pueblo, la propiedad pública o la propiedad cooperativa no son más que ficciones jurídicas. Siendo pues siempre privada, la discusión sobre la propiedad está referida, en último término, a la legitimidad de su adquisición y a las restricciones que el derecho positivo le impone.

Una historia de la propiedad sería la historia de la lucha de los hombres por imponer restricciones a la propiedad de los otros o por liberarse de las que le son impuestas. Esto asume la forma de guerras entre imperios, entre ciudades estados, entre feudos, en fin, entre los estados nacionales de la época modera. Pero también son las luchas de los esclavos contra los amos, de los siervos de la gleba contra los señores feudales y las luchas liberales de la época moderna por limitar el poder de estado que puede acabar con la propiedad individual de la que, paradójicamente, es el garante.

Cuando en los siglos XVII y XVIII, la ilustración opuso al derecho divino de los monarcas la idea del individuo libre y dueño de sí mismo por naturaleza, se encontró con el problema de que, no estando sujetos a ningún poder, esos individuos estarían en guerra permanente los unos con los otros en defensa de sus vidas y sus bienes, llevando entonces una vida corta, miserable y ruin, como la describiera Hobbes. Aparece como solución la idea del pacto o del contrato social mediante el cual los individuos aceptan renunciar a su derecho natural al ejercicio de la fuerza para defenderse y depositan dicho derecho en un poder soberano por encima de todos que será ejercido de por un individuo, monarquía, o por un grupo de ellos, república.

La solución adoptada no podía ser sino imperfecta porque un estado – gobernado por hombres de la misma naturaleza que todos los hombres - con el poder necesario para garantizar la propiedad individual y el cumplimiento de los contratos que se derivan del intercambio individual, también tendría el poder suficiente para violentar esa propiedad y alterar a su amaño y beneficio los contratos. Por esa razón surge, simultáneamente, con la idea del pacto y del origen popular del poder, la idea de limitar dicho poder sujetándolo a la ley o, mejor aún, esa ley de leyes que se denomina constitución. Ayn Rand, novelista y filósofa, expresó esto diciendo que el gobierno se necesita para defendernos de los criminales y la constitución para defendernos del gobierno.

Ahí están ya delineados los elementos constitutivos del orden político de las democracias liberales modernas: estado fuerte, principio de legalidad y gobierno responsable. Un estado fuerte es aquel que efectivamente controla su territorio y es capaz de recaudar los impuestos necesarios para llevar a cabo sus funciones y proveer los servicios que de él se esperan.  El principio de legalidad significa que los gobernantes que administran de forma temporal los recursos y medios de acción del estado están obligados a ejercer el poder conforme a determinadas normas conocidas por todos. Finalmente, el gobierno es responsable cuando está sometido a la voluntad del pueblo que se expresa en diverso tipo de instituciones de participación popular de las cuales la realización de votaciones periódicas para el cambio de los gobernantes es la más importante. 

El dinero

La evidencia económica más inmediata que tiene una persona nacida en las sociedades modernas es la del dinero. Desde niños aprendemos a usarlo, especialmente a gastarlo, sabemos que todo lo compra y que carecer de él nos hace desgraciados. Posteriormente aprendemos lo difícil que es conseguirlo y, unos más que otros, aprenden a ahorrarlo y a invertirlo provechosamente.



De manera generalmente intuitiva entendemos sus funciones: medio de cambio general, reserva de valor y unidad de medida del precio de todas las cosas. Llegamos a saber que el dinero en su forma de billetes es producido por los bancos estatales y algunos llegan a entender que los bancos comerciales también crean dinero. Sabemos también que casi siempre está perdiendo valor porque los precios de las cosas están siempre aumentando. Algunos perciben que esa pérdida de valor resulta de que se ha creado una cantidad excesiva de dinero con relación a la cantidad de bienes y servicios producidos.

La mayoría de las personas pasan sus vidas usando el dinero sin entenderlo demasiado ni preocuparse por entenderlo, como ocurre con el lenguaje, que podemos usar sin ser lingüistas ni saber gramática ni nada por el estilo. Aprendemos a usar el dinero de la misma manera que aprendemos a hablar nuestra propia lengua: por medio de la interacción social. Pero es bueno saber algo más sobre el dinero para salir de dos errores en los que incurre la mayoría de la gente: i) confundir el dinero con formas monetarias específicas y ii) la creencia de que el dinero es necesariamente una creación del estado. La gente sale de ese error cuando ya es demasiado tarde, cuando el dinero de su país es destruido en medio de la hiperinflación por la acción de un gobierno irresponsable.

Volveremos sobre este último punto, pero antes es importante entender que el dinero es una relación social, cuyo origen es antiquísimo, que se expresa en las distintas formas monetarias que los hombres han ido adoptando con el avance de la civilización. La historia del dinero es la historia de su desmaterialización.

Todo empieza por el trueque que es el intercambio directo de una cosa útil por otra. En el mundo del trueque todas las mercancías son medio de cambio, reserva de valor y medida del precio de todas las demás. De lo cual resulta que una economía de trueque es una economía en la cual todas las mercancías son mercancía-dinero.

El trueque tiene dos graves inconvenientes: la doble coincidencia de necesidades y la dificultad de encontrar las proporciones adecuadas para que el intercambio pueda realizarse. Si no necesito lo que el otro tiene ni el otro necesita lo que yo tengo o existiendo la necesidad solo de un lado, el intercambio no es posible. Pero aun cuando los cambistas necesitan mutuamente los bienes que poseen, las características materiales pueden hacer imposible encontrar las proporciones que convengan a los valores percibidos por cada cual. No es posible cambiar dos peces por medio arco, por ejemplo, si esa es la proporción que se ajusta a los valores percibidos.

Con el desarrollo de los intercambios se fue evidenciando que algunos bienes resultaban útiles para una mayor cantidad de cambistas. Esto llevó a la aparición de bienes que no se demandan por sí mismos, es decir, por tener utilidad inmediata para los cambistas, sino, porque sabiendo que tenían utilidad para otros, se recibían para ser usados como medio de pago en un intercambio posterior.  Ciertas mercancías como la sal, las pieles, el ganado, etc. se destacan de las demás y se convierten en moneda a medida que se generaliza su aceptación en los intercambios.

La característica común a todo aquello que en alguna circunstancia histórica funcionó como dinero es que, por una razón u otra, percibida por los individuos que comercian, su capacidad de intercambiarse por otras mercancías era mayor que la de las demás. El economista austríaco Carl Menger habla de capacidad de venta o de mercancías más vendibles. Modernamente se da a este atributo el nombre de liquidez.  Veamos un texto de Menger:

“El interés económico de cada uno de los agentes de la economía les induce pues, cuando alcanzan un mayor conocimiento de sus ventajas individuales, a intercambiar sus mercancías por otras, incluso aunque esta últimas no satisfagan de forma inmediata su finalidad de uso directo. Y ello sin previos acuerdos, ni presión legislativa e incluso sin prestar atención al interés público. Ocurre de este modo, bajo el poderoso influjo de la costumbre, presente por doquier a medida que aumenta la cultura económica, que un cierto número de bienes, que son siempre los que, en razón de tiempo y lugar, mayor capacidad de venta poseen, son siempre aceptados por todos en las operaciones de intercambio y pueden intercambiarse a su vez por otras mercancías (…) El origen del dinero es, como hemos visto, del todo natural y, por consiguiente, sólo en muy contados casos puede atribuirse a influencias legislativas. El dinero no es una invención estatal ni el producto de un acto del legislador. La sanción o aprobación por parte de la autoridad es, pues, un factor ajeno al concepto del dinero. El hecho de que unas determinadas mercancías alcancen la categoría de dinero surge espontáneamente de las relaciones económicas existentes, sin que sea precisas medidas estatales”

Así pues, como los otros elementos de la atmósfera económica - la división del trabajo, el intercambio y la propiedad – nadie inventó el dinero. En todos los pueblos y culturas se fue desarrollando espontáneamente a medida que los intercambios económicos se hacían más extensos y complejos.

Llegados a este punto hay que referirse a la manera en que los metales preciosos - el oro y la plata - llegan a convertirse en la forma monetaria o en la forma de dinero más reconocida en a lo largo de la historia universal.

“El oro y la plata no son dinero por naturaleza, pero el dinero es, por naturaleza, oro y plata” escribe Marx. Esta idea se encuentra en la obra de muchos economistas de todas las épocas y todos los países. En el siglo XVIII, Ferdinando Galiani, un monje italiano, señala que la utilización de los metales preciosos como moneda “no resultó de una elección libre y caprichosa, sino de una necesidad relacionada con la naturaleza misma de los metales y con los requisitos de la moneda”  Finalmente, Menger se expresa de manera similar: “De la precedente exposición de la naturaleza y origen del dinero se desprende claramente que, en las circunstancias normales de las relaciones comerciales de los pueblos civilizados, los metales nobles se convierten, de manera natural, en dinero económico”

¿Cuáles son pues esos atributos naturales de los metales preciosos que los convierten naturalmente en dinero?: i) divisibilidad en alícuotas partes sin pérdida de valor, ii) elevado valor por unidad de volumen o peso, determinado por su escasez relativa y iii) durabilidad pues el paso del tiempo no menoscaba sus atributos físicos manteniendo su valor.  




Hoy entendemos que el dinero no es ni debe ser necesariamente una mercancía. Sin embargo, los atributos señalados de los metales preciosos corresponden a las características que definen el concepto abstracto del dinero y a las que en circunstancias normales debe tener el dinero fiduciario que es la forma predominante del dinero en el mundo moderno.

Un paso adelante en esta historia es la aparición de la acuñación. La utilización de los metales preciosos con fines monetarios no está libre de inconvenientes. Aunque menos problemático que el ganado, los metales preciosos son engorrosos de transportar, pesar, dividir y comprobar su autenticidad y grado de pureza. Esa idea se encuentra en muchos autores. Veamos cómo la expresa Menger:

“De entre estos inconvenientes que se derivan de la utilización de los metales nobles con fines dinerarios se destacan como los más importantes los debidos a la difícil comprobación de su autenticidad y de su grado de pureza y a la necesidad de dividir estos duros metales en las piezas correspondientes a las transacciones. Son dificultades que no pueden eliminarse sin pérdida de tiempo y sin sacrificios económicos”.

La acuñación parece ser algo muy antiguo. Según Heródoto, el historiador griego, esta innovación es obra de Creso, rey de Lidia, hacia finales del siglo VIII antes de J.C. En cualquier caso, con la acuñación se resuelven algunos problemas, pero, como veremos, aparecerán otros. Volvamos a Menger.

“La significación para la economía de las monedas acuñadas radica, pues, en que (prescindiendo de la operación mecánica de la división del metal noble en las cantidades requeridas) cuando las recibimos no tenemos que comprobar su autenticidad, pureza y peso y cuando las damos también nos ahorramos esta comprobación”

Aquí aparece un concepto que es fundamental para el entendimiento de la moneda en todas sus formas: confianza. El que los agentes crean que la moneda acuñada elimina todos los inconvenientes señalados depende de la confianza en la honestidad del acuñador. La aceptación de las modernas monedas fiduciarias depende de la confianza que tengamos en la estabilidad de su valor y de la confianza en que serán aceptadas por otras personas.

Aunque la acuñación empezó y subsiste aún como actividad privada, con ella los estados empiezan a asumir el control de la moneda. Desde los romanos todos los estados – grandes y pequeños – emplearan en su provecho el poder de acuñación. Las discusiones monetarias sobre la circulación metálica tienen que ver con las alteraciones en las monedas acuñadas – los cambios subrepticios en su peso y ley – y las consecuencias de ello sobre la actividad económica.

La cuestión es relativamente simple de explicar. Una moneda de cierta denominación, digamos la libra, está definida por cierta cantidad de metal noble combinado en determinadas proporciones. Una libra es, por ejemplo, una moneda de 20 gramos de peso de ley 900. La ley de la moneda es la porción del metal noble en el peso total. Con 200 gramos pueden acuñarse 11 libras. El acuñador o la casa de moneda, que será una dependencia del gobierno, se queda con una de ellas y entrega las otras 10 al dueño del metal. El cobro por la acuñación se denomina el señoreaje y en el ejemplo equivale a la onceava moneda.

En el curso de la historia los gobiernos se fueron reservando el derecho de acuñación dentro de su territorio. Con frecuencia los gobernantes venales alteraban el peso o la ley de las monedas acuñadas para aumentar de esta forma sus ingresos. Este subterfugio tenía un efecto temporal pues con mayor o menor rapidez el mercado se percataba del dolo y la moneda alterada perdía valor: en el mercado interno disminuía su poder adquisitivo y se devaluaba con relación a las monedas de otros países.

Ya en la Edad Media al lado de la circulación metálica se desarrolló una activa y amplia circulación de letras de cambio emitidas por agentes privados, entre los que se destacaron los orfebres lombardos. En las principales ciudades de Europa estaban establecidos orfebres o banqueros que tenían vínculos comerciales y financieros entre ellos. Un comerciante florentino que necesitaba realizar compras en Londres, en lugar de viajar cargado de monedas, exponiéndose a los salteadores de caminos, se presentaba ante un orfebre de Florencia al que entregaba su metálico a cambio del cual éste le libraba una letra pagadera en Londres por su corresponsal. Así, el comerciante hacía el viaje entre las dos ciudades, al llegar a Londres redimía su letra y realizaba sus transacciones.




Es fácil imaginar, dada la confianza que inspiraba el emisor, que las letras circularan entre los comerciantes y banqueros durante mucho tiempo y en diversas transacciones antes de su redención efectiva. También podía ocurrir que nunca se redimieran y que se compensaran en las cuentas de los banqueros. En algún momento las letras empezaron a expedirse al portador y circulaban como efectivo al igual que las monedas. De esta forma va apareciendo el billete de banco.

Como ha señalado Galbraith, el proceso de creación de dinero por los bancos “es tan simple que repugna a la mente”. La clave de todo está en que los depositantes del efectivo metálico a cambio del cual reciben los certificados de depósito, las letras y, finalmente, los billetes de banco no se presentan todos al mismo tiempo a reclamar el oro o las monedas depositadas. La práctica les enseñará pronto a los banqueros que para atender el flujo de retiros basta tener en caja en dinero oro o monedas sólo una fracción del monto total de billetes o certificados emitidos. Así, un banquero que ha recibido un depósito de 100 emite a favor del depositante certificados o billetes por ese monto. En esa operación el metálico es reemplazado en la circulación por los billetes. Supongamos ahora que un comerciante solicita un préstamo de 100 al banquero. Éste le entrega sus propios billetes y registra en su contabilidad una cuenta por cobrar en tanto que el comerciante registra una cuenta por pagar. Los billetes son un activo para el comerciante y un pasivo del banco. Y así el banco crea dinero de la nada. El limite a la capacidad de creación de dinero está impuesto por el monto de dinero metálico que el banquero sabe que debe tener para atender el flujo de retiros.

La creación monetaria moderna funciona de la misma forma con la única diferencia de que la reserva está constituida no por metálico sino por dinero del banco central: efectivo o depósitos. Los primeros bancos de emisión fueron bancos privados. La aparición de los bancos estatales de emisión y del consiguiente monopolio de los gobiernos es un fenómeno del siglo XIX y aún del siglo XX.

La creación monetaria por los bancos comerciales es extremadamente fácil de entender. Un cliente obtiene de banco un crédito de 100 millones. El banco le abre una cuenta corriente por ese valor e inmediatamente registra en su activo una cuenta por cobrar a dicho cliente. La cuenta corriente es un activo del cliente y un pasivo del banco. Por su parte el cliente registra en su contabilidad una cuenta por pagar que es la contrapartida de la cuenta por cobrar de la contabilidad del banco. Y así, de la nada, se crearon los 100 millones. Con el banco central ocurre exactamente lo mismo: el dinero emitido por el banco central – sus billetes y monedas -  que está en poder de la gente o como reserva en los bancos comerciales es un activo de estos y un pasivo del banco central. La única diferencia entre el banco central o banco emisor y los bancos comerciales es que estos están obligador a mantener reservas en la moneda creada por el emisor.

La moneda moderna está conformada por la moneda de crédito creada por los bancos comerciales - que asume la forma de depósitos en cuentas corrientes y de ahorro a favor de los particulares – y por las especies monetarias puestas en circulación por los bancos emisores: billetes, monedas y depósitos a favor de los bancos comerciales. Esta moneda moderna una moneda enteramente fiduciaria, completamente desmaterializada, cuyo valor no está directamente vinculado al precio de ninguna mercancía.  Con la desaparición del patrón oro en los años 30 y la supresión de la convertibilidad del dólar en 1971, desapareció el vínculo directo con el precio del oro.  

El dinero no siempre ha sido, como lo es hoy, una creación de los estados, y nada garantiza que lo siga siendo indefinidamente en el futuro. El monopolio de la emisión por los estados nacionales es un fenómeno histórico reciente Se están registrando cambios importantes que indican el surgimiento de nuevas formas de organización monetaria. En 2000 se creó el Euro, una moneda supranacional, cuya aparición supuso la desaparición de las monedas nacionales de varios países. También se ha dado el caso de países – como Ecuador y Panamá – que adoptaron como moneda propia la moneda creada en otro país. En fin, en 2008 apareció un sistema descentralizado de transacciones electrónicas que tiene una unidad monetaria denominada el bitcoin. Las formas monetarias están siempre en mutación más no así el concepto de dinero – medio de cambio, reserva de valor y unidad de medida de los precios – como componente profundo de la atmósfera económica. Cuando una forma monetaria concreta no corresponde a ese concepto abstracto, es decir, cuando suple inadecuadamente esas funciones, la atmósfera económica se deteriora y los agentes económicos, si pueden, la abandonan.

Para los cambistas una moneda buena, este es el primer requisito, es aquella que mantiene su valor a lo largo del tiempo. El segundo requisito de una buena moneda es que las variaciones en su cantidad no afecten las relaciones de intercambio de los bienes en el tiempo y en el espacio. Esto es lo que se llama neutralidad de la moneda. Para que la moneda sea neutral, es preciso que el acceso a la creación monetaria sea proporcional a la contribución de cada cual a la creación de la riqueza real.  
   
El cálculo económico

El cálculo de utilidad debe ser extremadamente antiguo y probablemente existe desde que el hombre es hombre, desde que la razón suplantó al instinto, desde que emergió la acción humana guiada por el pensamiento. El cálculo económico, que es la expresión sofisticada del cálculo de utilidad, está asociado a la generalización del dinero como medida de los valores, es decir, a la generalización de los precios monetarios. También debe ser muy antiguo y, al igual que el de los otros componentes de la atmósfera económico, su desarrollo ha sido espontáneo y no en respuesta a designio voluntario alguno.


En los inicios del intercambio, el trueque directo de un par de bienes entre dos cambistas, que se encuentran de forma esporádica y accidental, está mediado casi exclusivamente por un cálculo subjetivo del disfrute esperado. Una vez que los encuentros entre los cambistas se hacen más frecuentes, entran también en consideración otras posibilidades de cambio con otros cambistas en otros lugares o con los mismos en otros momentos. El regateo de cantidades se torna más complejo, pues las razones de cambio de las transacciones corrientes empiezan a estar influidas por las razones de cambio de transacciones pasadas y por las que se puede esperar que resulten de transacciones en otro momento y otro lugar.
La generalización de los precios monetarios, es decir, la generalización de una medida común del valor, tiene un efecto extraordinario pues permitirá aún más que el recuerdo de los precios de transacciones pasadas y los de las transacciones en otros lugares afecten los precios de las transacciones corrientes y de las transacciones futuras. Esto da nacimiento a la especulación que no es otra cosa que la expectativa sobre los precios que tendrán las mercancías en otros puntos del tiempo y del espacio. Y, por supuesto, da nacimiento al arbitraje que nos otra cosa que comprar o vender en un mercado para vender o comprar en otro mercado distante, espacial o temporalmente o ambos, del mercado corriente.  

De esta forma los bienes, además de sus atributos materiales, adquieren una dimensión temporal y una dimensión espacial que los transforma de objetos del mundo físico en objetos del mundo económico propiamente dicho y que transforma igualmente a los simples calculadores de utilidad en arbitrajistas y especuladores, es decir, en calculadores económicos.

En su forma más básica, y a la postre en las más refinadas, cálculo económico no es otra cosa que la comparación de dos sumas de dinero, que es capaz de hacer el más humilde comerciante, la que recibo y la que pago, de cuya diferencia sale otra suma que recibe diferentes nombres: ganancia, beneficio, utilidad, provecho, lucro, etc.  En algún momento, probablemente entre aquellos que empezaron a dedicarse al intercambio – a la compra venta – como actividad especializada, surgió la idea de que más importante que el monto absoluto de la ganancia era su relación con la suma pagada dando lugar al desarrollo del concepto de tasa de ganancia, tasa de beneficio o rentabilidad.

Puede argüirse que, más que un componente de la atmósfera económica, el cálculo económico es un atributo de las personas, como el cálculo de utilidad. Esto es cierto en buena medida, pero la experiencia sugiere que la aparición de calculistas económicos estimula la aparición de muchos más. El mayor desarrollo de cálculo económico en un país o en una época se expresa en la existencia de un gran número de esos calculistas especializados que llamamos empresarios. Venecia en el siglo XVI, Ámsterdam en el siglo XVII, Inglaterra en XVIII y Estados Unidos en el XIX seguramente vieron como la aparición de empresarios daba lugar a la aparición de otros más y otros a medida que esa forma de ser se contagiaba y llegaba convertirse en un elemento constitutivo de la atmósfera económica y apreciado socialmente. Al contrario, cuando el cálculo económico es visto como algo censurable, en razón de las concepciones religiosas o ideológicas, la actividad empresarial no florece, el cálculo económico se embota y las economías se estancan y declinan, como ocurrió con la España de los Austrias, a lo largo de los siglos XVII y XVIII, y los países socialistas de planeación centralizada en el siglo XX.

Epílogo

La prosperidad de un país, ya de dijo, se mide como la producción por habitante en un período determinado. Esto es así porque la mayoría de las personas prefieren más bienes que menos y de la mayor variedad posible. Aunque las grandes religiones - el hinduismo, el budismo, el cristianismo y el islam – exaltan la pobreza y predican el ideal ascético, esto, con excepción de algunos iniciados, influye poco en la conducta de la mayoría de los fieles.

El deseo de poseer bienes no basta por sí mismo, es necesario que las personas tengan también la disposición de acometer el esfuerzo requerido para obtenerlos y la esperanza, más o menos cierta, de que dicho esfuerzo será recompensado por un mayor bienestar material. No hay pruebas de que algunos pueblos o razas sean en conjunto más esforzados o talentosos que otros y, aunque los hombres todos, de todos los pueblos y todas las razas, tendemos a la “nonchalance”, la escasez nos compele al esfuerzo, pero hay algunos más esforzados que otros y que aprovechan mejor las oportunidades que brinda la atmósfera económica.

No se sabe de peces que, en búsqueda de su propio beneficio, hayan tratado de deteriorar el agua para perjudicar a otros; ni de animales terrestres hacerlo con la atmósfera natural, en detrimento de aquellos con los que comparten el hábitat. Pero en el caso de la atmósfera económica si se observa con frecuencia que algunos hombres o grupos de hombres busquen usar para sí mismos, con exclusión de otros, algunos o todos los componentes de la atmósfera económica, aun corriendo el riesgo de destruirlos parcialmente para todos.

Cuando un agente obtiene ventajas para desarrollar sus propias actividades – como beneficios fiscales para invertir en ellas, privilegios exclusivos o patentes que impiden la entrada de otros o limitaciones al comercio de los productos de sus competidores – está afectando el desarrollo espontáneo de la división del trabajo, el intercambio libre y el derecho de propiedad. El acceso privilegiado al crédito supone siempre un acceso privilegiado a la creación de dinero y por esa vía la pérdida de la neutralidad de la moneda. La pérdida de neutralidad de la moneda distorsiona también el cálculo económico de una forma más sutil que puede resultar a la larga más perniciosa, por lo difícil de detectar, que la distorsión que resulta cuando la moneda, a causa siempre de su creación excesiva, pierde valor persistentemente frente a todos los bienes y frente a otras monedas, en esos fenómenos conocidos como inflación y devaluación.

Pero los daños que un hombre o un grupo de hombres pueden ocasionar en la atmósfera económica serán siempre temporales y remediables, por la acción de otros hombres, si no están respaldados por la determinación de los gobiernos. Esa es la paradoja de las sociedades modernas, ya señalada a propósito de la propiedad pero que se extiende a todos los elementos de la atmósfera económica, el agente poderoso que se precisa para preservarla es el mismo que tiene el poder requerido para destruirla o, lo que ha ocurrido más frecuentemente, dañarla gravemente.

Son muchas la formas mediante las cuales el gobierno puede alterar la atmósfera económica: los impuestos, el gasto, las regulaciones a la producción y el comercio, la manipulación monetaria, las patentes, el control de precios, la propiedad gubernamental, las limitaciones a la propiedad privada, los aranceles, el control de cambios, etc. Todas ellas afectan, no siempre de forma deliberada, la libertad de los individuos de aprovechar las oportunidades de la atmósfera económica, limitando su desarrollo espontáneo y ocasionando su deterioro. Dejo el lector el ejercicio de identificar los elementos de la atmósfera económica afectados por cada una de las formas de intervención del estado mencionadas o por las adicionales que pueda imaginar.



La otra gran paradoja de la época moderna, quizás más asombrosa que la ya mencionada, es que la destrucción de la atmósfera económica, en la mayoría de los países, no proviene de la acción de gobiernos despóticos, que proceden así contra el querer mayoritario de sus pueblos. No, no es así. Son esos mismos pueblos – sus empresarios, sus trabajadores, sus capitalistas, sus terratenientes, sus profesionales independientes, sus indigentes, sus sacerdotes y pastores, sus funcionarios e, incluso, sus delincuentes y criminales- quienes demandan y obtienen de los gobiernos intervenciones de un nivel cada vez más específico sin percatarse de que la multiplicación ilimitada de esas intervenciones conduce al acrecentamiento del poder del gobierno, del cual se hacen cada vez más dependientes, a la pérdida de su libertad y a la claudicación de la responsabilidad personal y a la destrucción de la atmósfera económica que les permitía prosperar. En definitiva, a la servidumbre voluntaria de la que hablara el gran Étienne de La Boétie hace como 500 años. 

LGVA

Noviembre de 2019.

4 comentarios:

  1. Excelente ilustracion.amena lectura. Muchas gracias

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  2. Cómo las dinámicas sociales construyen categorías que nos determinan actualmente. Son las dinámicas sociales y no una entidad arbitrariamente creada las que dan origen a estás dimensiones (la división del trabajo, el dinero- mercancía, la propiedad), entendería que es una de las ideas centrales de este escrito.

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  3. Doctrina Económica Contemporanea

    Excelente lectura

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