Castillo y Rada: Secretario de Hacienda
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista, Socio ECSIM
Introducción
En la primera de sus
célebres memorias al Congreso, presentada a los 18 meses de estar en el cargo, el Secretario de Hacienda de la República de
Colombia, Don José Maria del Castillo y Rada, señalaba que el establecimiento de
una sólida administración de hacienda, sin la cual no es viable una república, de
por sí un problema arduo en países antiguos y donde reina la paz, enfrenta
espantosas dificultades en un país nuevo y agobiado por una larga y obstinada
guerra que lo ha empobrecido por la parálisis del comercio, la destrucción de
capitales y la reducción de la población.
Le tocó a Castillo y
Rada, el primer ministro de hacienda en la historia del País, desempeñar su cargo,
para el que había sido nombrado en el Congreso de Cúcuta, en un período,
1821-1828, especialmente turbulento, como quiera que la guerra de independencia
no había concluido todavía y la República, nacida en los congresos de Angostura
y Cúcuta, no lograba aún definirse ni institucional ni territorialmente.
Antecedentes del personaje
Nacido, el 21 de
diciembre de 1776, en el seno de una distinguida familia cartagenera, recibe la
mejor educación posible en la época, latín y humanidades, en el Colegio Mayor
de Nuestra Señora del Rosario, y, filosofía y jurisprudencia, en la Universidad
de Santo Tomás, donde obtiene el grado de doctor en Derecho Civil. Ejerce la
cátedra de esta disciplina en el Colegio de San Carlos de Cartagena y en el
Colegio del Rosario de Bogotá. En 1802, es admitido para desempeñarse como
abogado en los Reales Consejos y todas las Audiencias de Indias y durante siete
años ejerce su profesión en Bogotá.
Interviene activamente
en los acontecimientos independentistas que se desencadenaron con ocasión de la
invasión de España por Napoleón en 1808. En ese año, participa en el intento
frustrado de establecer en Bogotá una Junta Suprema con propósitos
independentistas. La consideración del Virrey Amar por su tío y tutor el
General Narváez, lo salva de ser castigado por su acción sediciosa. Viaja a
Cartagena y allí vivirá los acontecimientos de 1810, interviniendo, una vez
más, en el intento, nuevamente frustrado, de proclamar, en abril de ese año, la
Junta Suprema de Cartagena.
Una vez proclamada la
independencia, el 20 de julio de 1810, se vincula de diversas formas al
esfuerzo de transformar el virreinato de la Nueva Granada en un estado
soberano. A principios de 1811, está presente en el Congreso Constituyente del
Reino donde presentó un proyecto de constitución republicana enfrentado al
proyecto monárquico de Tadeo Lozano, el que finalmente se adoptó, proclamando a
Fernando VII como rey del Estado de Cundinamarca. En 1812, representando a
Mariquita y Tunja, es diputado del Congreso de las Provincias Unidas en el cuál
se adopta el acta de confederación que debía ser ratificada por todas las
provincias. También en 1812 participa en la proclamación de la independencia
absoluta de Cartagena.
Durante todo ese
período de la Primera República, 1810-1816, conocido como el de la Patria Boba,
Castillo y Rada viaja incansablemente por todo el País, se relaciona con los
más destacados patriotas, escribe abundantemente en El Argos de la Nueva Granada y presta servicios en diferentes
cargos como gobernador del Estado de Tunja y Presidente de las Provincias
Unidas. En ejercicio de ese cargo, en noviembre de 1814, conoce a Bolívar,
quien en ese entonces es – lo escribe en sus Memorias – un general desgraciado
que regresa de su desafortunada campaña en Venezuela. En 1815, Fernández
Madrid, sucesor de Camilo Torres en la presidencia de las Provincias Unidas, lo
nombra Ministro de Guerra, cargo que está desempeñando cuando las fuerzas
españolas de la reconquista ocupan a Bogotá el 6 de mayo de 1816.
La condena a ser
ahorcado por traición le es conmutada por prisión perpetua, gracias, según sus
biógrafos, a la solicitud de clemencia elevada ante el general Morillo por las
damas de la sociedad santafereñas, entre la cuales gozaba de especial aprecio,
pues, según Medardo Rivas, “ejercía un prestigio mágico sobre el bello sexo por
el encanto de su palabra dulce”. En agosto de 1817 se beneficia del indulto
concedido por Fernando VII a todos los condenados por traición en las colonias
de América. Durante casi dos años permanece aislado y al margen de los
acontecimientos militares y políticos que se están presentando en otras partes
del País. Por sus antecedentes sediciosos, es nuevamente llevado a prisión en
abril de 1819. En julio de 1820 es puesto en libertad, como resultado de un canje
de prisioneros acordado por el general Mariano Montilla, quien al mando de las
tropas libertadoras está ocupando a Barranquilla y se dispone a marchar sobre
Cartagena.
Estos son los
antecedentes del personaje que el 7 de junio de 1821 toma asiento en el
Congreso Constituyente de Cúcuta en representación de las provincias de Neiva,
Pamplona y Cartagena.
Diputado en el Congreso de Cúcuta
El Congreso de Cúcuta
tenía la misión de dar forma institucional a la República de Colombia,
proclamada en diciembre de 1819 en el Congreso de Angostura. A la Villa del
Rosario de Cúcuta llegaron los más destacados intelectuales de todas las
provincias de la antigua Capitanía de Venezuela y del extinto Virreinato de la
Nueva Granda, de cuya unión surgió la novísima República. Allí llegaron, entre
otros, el doctor José Félix Restrepo, de Antioquia, el abogado José Ignacio de
Márquez, de Boyacá, y el caraqueño Pedro Gual, quien rivalizaría con Castillo y
Rada en conocimientos de economía y hacienda.
Iglesia del Rosario de Cúcuta – Sede del
Congreso de 1821
Además de la
Constitución de la Gran Colombia, el Congreso de Cúcuta expidió una abundante
cantidad de leyes y decretos sobre una amplia variedad de asuntos. Lo que en la
constitución de hoy se denomina “El régimen económico y fiscal”, en la de
Cúcuta queda definido en no más de cinco concisos artículos.
El artículo 55
establece las atribuciones del Congreso en materia económica entre las cuales
se cuentan: fijar los gastos públicos anuales; disponer lo conveniente para la
administración, conservación y enajenación de los bienes nacionales; establecer
impuestos, derechos y contribuciones y velar sobre su inversión; contraer deuda
pública, establecer un banco nacional y determinar y uniformar el valor, peso,
tipo y nombre de la moneda.
Decir que son
meramente económicos, sería minimizar la importancia de artículos como el 177:
“Ninguno podrá se privado de la menor porción de su propiedad ni ésta será
aplicada a usos públicos, sin su propio consentimiento, o el del Cuerpo
Legislativo”; el 178: “No será prohibido a los colombianos ningún género de
trabajo, de cultura, de industria o de comercio”; el 179: “Se prohíbe la
fundación de mayorazgos y toda clase de vinculaciones”; en fin, el 180: “No se
extraerá del Tesoro común cantidad alguna de oro, plata, papel u otra forma
equivalente, sino para objetos e inversiones ordenados por la ley”.
La legislación
propiamente económica emanada del Congreso de Cúcuta fue amplia y se ocupó
principalmente de los impuestos, el comercio exterior y la moneda. Ospina Vásquez, en su
célebre apología histórica del proteccionismo, describe con amplitud los
impuestos coloniales y reproduce la estimación de su importancia en el recaudo
hacia 1810, incluida por Francisco Soto en su Memoria de Hacienda de 1837. El
Congreso de Cúcuta tiene la tarea de demoler esa tributación ominosa, pero
trata de hacerlo con el cuidado de no menoscabar los precarios ingresos de la
naciente República.
Una ley suprime el
estanco del aguardiente, el segundo en importancia en el recaudo, y declara
libre su destilación; pero otra mantiene el del tabaco, equivalente al 20% del
recaudo, porque no es posible desestancarlo “sin causar gran detrimento a las
finanzas públicas”. Son abolidos los derechos se sisa y de exportación interior
al igual que los derechos pagados por los lavadores de oro o mazamorreros. Se
suprime la alcabala para todos los bienes, excepto los bienes raíces y los
extranjeros. El diezmo fue mantenido a la espera de un concordato con la
iglesia. Quizás con la esperanza de que sea una fuente de recursos que
sustituya las heredadas de la colonia, una ley promulgada el 30 de septiembre
crea una contribución directa sobre la renta.
Mención aparte merece
la eliminación del tributo indígena, de un costo fiscal reducido, menos del 2%
del recaudo, pero de especial significación por la visión de ciudadanía que entraña.
Es inevitable citar el artículo primero de esa ley para apreciar cuánto hemos
retrocedido en esta materia:
“Los indígenas de Colombia, llamados indios en
el código español, no pagarán en lo venidero el impuesto conocido con el
degradante nombre de tributo; ni podrán ser destinados a servicio alguno por
ninguna clase de personas, sin pagárseles el correspondiente salario, que antes
estipulen. Ellos quedan en todo iguales a los demás ciudadanos y se regirán por
las mismas leyes”.
Le legislación de
aduanas y comercio exterior tiene un marcado sesgo proteccionista lo cual, como
anota Aníbal Galindo, no es sorprendente pues los diputados, por la simple
razón del momento histórico, estaban imbuidos por la visión mercantilista del
comercio internacional. Es muy probable que la mayoría de ellos ignoraran el
inglés y muy seguramente pocos tuvieron acceso a la primera traducción española
de la Riqueza de la Naciones, la de
José Alonso Ortiz, publicada en 1794. Además, justamente en 1821, se está
publicando la edición definitiva de Los
Principios de Economía Política y Tributación de David Ricardo, donde se
presenta por primera vez de forma rigurosa la teoría de las ventajas
comparativas, fundamento de la visión liberal del comercio internacional.
Pero, aun así, los proteccionistas
de Cúcuta promovieron un proteccionismo más inteligente y atinado que el de
sus émulos de hoy. Declararon libres de
derechos la importación de libros, imprentas e implementos para las labores
agrícolas y la navegación. Prohibieron la importación de café, añil, azúcares y
melaza y eliminaron los derechos de exportación a esos productos y al
aguardiente y las maderas de construcción. Establecieron un arancel de
importación progresivo más bajo para insumos y materias primas y más alto para
bienes de consumo y bienes suntuarios. En un remoto anticipo del Plan Vallejo,
dispusieron la devolución de los derechos de importación a los productos
extranjeros que se exportaran luego desde el País. En fin, se ordenó liberal de
todo impuesto los productos importados y exportados en la provincia de Riohacha,
para promover su desarrollo.
Para enfrentar la
escasez de numerario se ordenó la emisión de 200.000 pesos de moneda de cobre y
la acuñación de monedas platino, a razón de 4 pesos fuertes la onza de platino purificado. Se prohibió la exportación
de este metal y se le dio a esta moneda poder libertario total. Se decretó la
emisión de 200.000 pesos de papel moneda curso forzoso, respaldado por el
producto de las salinas de Zipaquirá, Nemocón y Tausa, monopolio fiscal de la
Nación. Aunque el historiador Frank Safford da como un hecho la emisión
efectiva, ninguno de los numismáticos consultados ha visto un billete con la
leyenda: páguese al portador 2 pesos sal. Ninguna de estas disposiciones tuvo
un alcance práctico. En la Memoria al Congreso de 1823, Castillo informa que no
ha sido posible la acuñación de las monedas de platino ni de las de cobre.
Estas disposiciones
constitucionales y legales, buena parte de las cuales son salidas de su propio
caletre, constituyen el marco de actuación del Secretario de Hacienda Castillo
y Rada entre 1821 y 1828.
El secretario de hacienda en acción
Las tres Memorias de
Hacienda, presentadas al Congreso en 1823, 1826 y 1827, y sus cartas al
Vice-presidente Santander, dan testimonio, a la vez, de las enormes
dificultades para aplicar la legislación económica emanada del Congreso de
Cúcuta y de la sólida convicción de Castillo de que esa legislación era en lo
fundamental apropiada y que los benéficos resultados que se esperaban de la
misma dependían de su comprensión y aceptación por la ciudadanía y de una buena
administración, lo que supone funcionarios responsables que cumplan cabalmente
sus obligaciones.
Por eso, al tiempo que
revela el estado de la hacienda pública, Castillo trata de persuadir: explicando
y enseñando los principios de la tributación y la administración eficiente de
los recursos públicos. Había sido profesor al inicio de su carrera y volverá a
serlo durante los últimos años de su vida, después de su retiro de la vida
pública.
El Secretario de Hacienda Castillo y
Rada
Al exponer las cifras
de la Hacienda, bastante escasas y poco confiables, Castillo muestra el optimismo
esperanzado que se resume en una frase: hemos avanzado, pero todavía falta
mucho. En la Memoria de 1923 habla de un recaudo de 5 millones de pesos,
todavía insuficiente para cubrir los gastos, pero, afirma, superior al del
antiguo régimen, que Francisco Soto, en su Memoria de 1837, citada por Ospina
Vásquez, cifraba en cerca de 2.5 millones. En la Memoria de 1827, sostiene que
el recaudo de rentas ordinarias supera ligeramente los 12 doce millones, a
despecho de las perturbaciones que aún persisten y de la inactividad de las
administraciones departamentales que parecen que esperar que las leyes actúen
solas.
Castillo está
convencido de que la legislación tributaria emanada de Cúcuta, obra suya en lo
fundamental, es adecuada porque, conforme a “los principios luminosos de que
todo impuesto es un mal” está diseñada para infligir a los ciudadanos el menor
mal posible y les da la libertad de aplicarse a todo género de industria, que
es “la verdadera fuente de la riqueza pública e individual”. Este es el
principal leitmotiv de su argumentación: “si se quiere hacer abundante el producto
de las contribuciones es indispensable estimular el interés de los ciudadanos y
facilitarles los medios de ejercitar libremente todo género de industria,
removiendo todas las trabas que la entorpecen”, insiste en su Memoria de 1823.
Su pensamiento sobre
la contribución directa muestra una curiosa evolución. En la Memoria de 1823,
cuando todavía espera que pueda ser implantada cuando la disponibilidad de
información requerida lo haga posible, afirma que los legisladores de Cúcuta
veían en ella origen de la prosperidad mientras que las indirectas “tienen el
carácter de enfermedades ocultas, desconocidas pero mortales (…) insensibles
para los contribuyentes; pero estos se ven estacionarios en su fortuna, sin
prosperar, cuando no retroceden y corren todos los días al abismo de la
pobreza”. En la Memoria de 1827, quizás
cansado de la inoperancia de las administraciones departamentales, que han sido
incapaces de levantar los catastros y hacer las listas de los contribuyentes, y
de la hostilidad de los contribuyentes potenciales que han convencido al
Libertador de que su establecimiento es contrario a la paz, logrando su
abolición en 1826, se resigna y concede “las contribuciones directas deben
sostenerse· como un recurso subsidiario, y cobrarse se solamente cuando las
indirectas no cubran todos los gastos”. Habría que esperar hasta 1918 para ver
el establecimiento de la contribución directa a nivel nacional.
El otro tema
reiterativo en las Memorias es el de la importancia de una buena administración
para lograr los objetivos de recaudo. Si, a pesar de contar con una legislación
tributaria que está entre las menos malas, no progresa como debían los
tributos, ello se debe a la deficiente administración. Las leyes no actúan
solas, insiste una y otra vez. “La excelencia del gobierno – señala - se estima por la bondad de la administración.
El mejor gobierno es siempre el mejor administrado. La administración no es
otra cosa que el gobierno puesto en acción”.
No fueron fáciles las
cosas para Castillo en el ejercicio de sus funciones. Entonces como hoy, cuando
los recaudos son insuficientes para cubrir los gastos y atender la deuda, la
culpa es del secretario o ministro de Hacienda, que no ha sabido dotar a la
Nación de una legislación adecuada que supla las demandas persistentes de los
demás secretarios o ministros que solo “saben” gastar. “Los secretarios del
despacho – dirá- somos todos iguales, e iguales son nuestros deberes (…) y
todos deberíamos ser juzgados con igualdad”.
Al Vicepresidente
Santander, que, presionado por Bolívar y los demás ministros, lo presiona a su
turno por tributos extraordinarios, le envía, a pesar de que le ha manifestado
que no quiere lecciones, el 9 de septiembre de 1826, una señera carta, recogida
por Rodríguez Piñeres, que es todo un tratado en miniatura de hacienda pública
racional.
Mi encargo, le escribe
al Vicepresidente, no puede limitarse “a la resolución de un problema especial
(…) y faltaría a mi deber si me contrajera únicamente a proponer a V.E. un
remedio parcial y momentáneo, porque el mal se repetiría agravado”.
Más adelante, indica
que “no debe entenderse que no alcanzan las rentas cuando no se recaudan o no
se satisfacen, o cuando no se administran bien o se distribuyen mal. Con propiedad
y verdad sólo puede decirse que no alcanzan las rentas del Estado cuando
recaudadas fielmente todas las contribuciones legales, son todavía mayores los
gastos”.
Luego hace una
relación del progreso de la actividad económica y manifiesta su desconcierto
porque los rendimientos de los impuestos y contribuciones no han progresado de
la misma forma. Y apuesta: “si se cobrasen fielmente los impuesto y
contribuciones, sus rendimientos actuales se duplicarían por lo menos”.
Para lograrlo, reta a
Santander, diciendo que lo primero que hay que hacer es que V.E. “despliegue la
enérgica severidad que lo caracteriza, que haga restablecer el vigor de todas
las leyes y conmine a los encargados de su ejecución con la responsabilidad más
eficaz”.
Una vez asegurado el
crecimiento de las rentas por una administración eficaz de los existentes, hay
algo más que hacer antes de decretar nuevos tributos: “recurrir a los ahorros
que pueden hacerse”. Y hace una lista de los recortes que pueden hacerse para
concluir que “en todos estos ramos (…) si no hay disipación, falta toda la
economía que debiera existir y al fin de un año el gasto es muy crecido”.
Todo lo cual le
permite concluir que: “si se logra, por el vigor y la severidad en los casos de
infracción, aumentar las entradas y si se consigue por los ahorros disminuir
los gastos, seguramente queda resuelto el problema actual”.
Epílogo
Castillo deja el cargo
de Secretario de Hacienda, en el que había sido ratificado por Bolívar, para
presidir la Convención de Ocaña, donde lidera la fracción bolivarista, que
fracasa en su propósito de cambiar la Constitución de Cúcuta por una que fuera
más del agrado del Libertador. En agosto de 1828, Bolívar, erigido dictador, lo
nombra presidente de los consejos de ministros y estado. Tiene un importante
papel en todos los acontecimientos de esos años turbulentos que anteceden la
disolución la Gran Colombia.
La salida, de Bogotá
rumbo a Santa Marta, de un Libertador desprestigiado y asediado por sus
enemigos, afecta la posición de Castillo, por su cercanía con Bolívar, a quien,
incluso, remplazó en la presidencia, entre el 9 de enero de 1829 y el 28 de
julio del mismo año. Aun así, vuelve a ser secretario de despacho, esta vez en
la cartera del Interior, del gobierno de Domingo Caicedo. La posesión de
Santander como presidente, en septiembre de 1832, deja a Castillo sin espacio
en la vida política, pues aquel poco quiere saber de su otrora secretario de
hacienda y de quien, después de la conspiración septembrina, logró que la pena
de muerte le fuera conmutada por el destierro.
En diciembre de 1832,
Castillo toma posesión de la Rectoría del Colegio Mayor de Nuestra Señora del
Rosario, a pesar de que Santander había vetado su inclusión en la terna de
candidatos. En 1833 incursiona nuevamente en la política, representando a
Cartagena en un senado que lo nombra su presidente, a pesar de la enconada
oposición de Santander, cuyo resentimiento con Castillo, lo lleva a abstenerse
de tributarle homenaje alguno con ocasión de su muerte ocurrida el 23 de
febrero de 1835.
Bibliografía
Castillo y Rada, José
María, Memorias de hacienda 1823, 1826 y
1827. Bogotá, Universidad
Nacional de Colombia, Biblioteca Digital.
http://www.bdigital.unal.edu.co/10862/
Galindo, Aníbal, Estudios económicos y fiscales, Bogotá,
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Lecompte Luna, Álvaro,
Castillo y Rada: el grancolombiano, Bogotá,
Instituto Caro y Cuervo, 1977.
Ospina Vásquez, Luis, Industria y protección en Colombia
1810-1930, Medellín, Oveja Negra, 1974.
Palacios, Marco y
Safford, Frank, Colombia país
fragmentado, sociedad dividida: su historia. Bogotá, Grupo Editorial Norma,
2002.
Rodríguez Piñeres,
Eduardo, La vida de Castillo y Rada, Bogotá,
Academia Colombiana de Historia, 1949.
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