Pocos
partidos, mejor democracia: ¿por qué Colombia necesita un sistema partidista
sólido y limitado?
Luis
Guillermo Vélez Álvarez
Economista
I.
Introducción
En el debate fundacional de la
democracia moderna, James Madison y Thomas Jefferson encarnaron dos visiones
sobre la representación. Madison, defensor de la república representativa,
desconfiaba de los impulsos volátiles del pueblo y veía en las instituciones
intermedias, como los partidos, un filtro racional y necesario. Jefferson, por
su parte, creía en la virtud cívica y abogaba por la democracia directa, la
participación descentralizada y en la soberanía local. Desconfiaba de los
partidos.
Hasta la Constitución de 1991,
Colombia tuvo un desarrollo político madisoniano con un sólido bipartidismo, nacido
a mediados del Siglo XIX. El Partido Republicano, de Carlos E. Retrepo; la
Unión Nacional de Izquierda Revolucionaria, UNIR, de Jorge Eliecer Gaitán y la
Alianza Nacional Popular, ANAPO, de Gustavo Roja Pinilla fueron intentos
relativamente efímeros de romper el bipartidismo. Siempre, desde los años 20,
ha habido un pequeño partido comunista irrelevante electoralmente pero muy
vinculado a la guerrilla de las Farc.
La historia ha probado a
Madison más realista. La democracia directa, sin mediaciones, deriva fácilmente
en populismo, personalismo y fragmentación. Colombia es hoy un ejemplo vivo de
lo que ocurre cuando se debilitan los partidos y se exacerban los mecanismos de
representación individualizada, como el voto preferente o las candidaturas por
firmas.
Es hora de reivindicar el
sistema de partidos —pero no cualquier sistema: uno con pocos, fuertes y
responsables partidos—, que ejerzan su función de mediación, articulación
programática y garantía institucional. Este texto defiende esa tesis desde la
teoría política, la experiencia electoral colombiana y el análisis comparado.
II.
El naufragio de la dispersión
Tras la Constitución de 1991,
Colombia adoptó una lógica de “más es mejor”: más participación, más
candidatos, más partidos. El resultado fue el caos: en 2002, al Senado
concurrieron 321 listas de 60 partidos: 96 agrupaciones obtuvieron
curules. No había cohesión, ni gobernabilidad, ni control. La Cámara era una
colcha de retazos.
La reforma de 2003 corrigió
parcialmente el rumbo: umbral electoral, listas únicas, cifra repartidora,
prohibición de la doble militancia. El efecto fue inmediato: en 2006 solo 20
partidos inscribieron listas, 10 lograron representación. En 2010 fueron 14
listas y 8 partidos representados. El sistema se volvió más legible, más
gobernable.
Pero en la última década ha
vuelto a abrirse la compuerta: más de 35 partidos hoy tienen personería
jurídica. El sistema electoral, sin filtros fuertes, ha vuelto a derivar en
dispersión.
III.
¿Por qué pocos partidos?
Madison creía que los partidos
eran un mal necesario, pero inevitable en una república grande. Su función era filtrar
los intereses facciosos, articularlos en propuestas colectivas y permitir
el equilibrio entre gobierno y representación.
Esa función se pierde cuando
hay demasiados partidos pequeños sin ideología ni estructura. Entonces se
convierten en instrumentos de transacción: porciones de burocracia o
recursos públicos a cambio de apoyos puntuales. Nada más lejos del ideal
representativo.
Duverger lo anticipó con
claridad: los sistemas electorales moldean el número de partidos.
Sistemas proporcionales sin umbrales tienden al multipartidismo extremo; los
mayoritarios o proporcionales regulados conducen a sistemas de pocos partidos.
No es un accidente: las reglas determinan el sistema.
Un sistema con cinco o seis
partidos verdaderos —con estructura, disciplina y democracia interna— es
más democrático que uno con cincuenta microempresas electorales.
IV.
El
voto preferente: ¿libertad o clientelismo?
Uno de los principales
factores de debilitamiento de los partidos en Colombia ha sido el voto
preferente. Esta fórmula, que permite a los electores escoger un candidato
dentro de una lista, puede parecer democrática; pero en la práctica ha
resultado en una competencia personalista, costosa y fragmentada.
Cada candidato compite no solo
contra los de otros partidos, sino contra los de su propio partido. Esto incentiva
y facilita la compra de votos, el uso de recursos privados sin control y la
desarticulación de los programas colectivos. Como advertía Madison, los
intereses particulares sin filtros se convierten en facciones destructivas.
Además, el voto preferente ha
convertido las listas en agregados oportunistas, donde los candidatos no
comparten una visión común, sino solo el interés de acceder al poder. No hay
deliberación interna, ni estrategia programática, ni disciplina.
Es urgente eliminar el voto
preferente: listas cerradas, primarias internas obligatorias, topes de
gasto reales y control de financiación. La representación debe volver a ser
colectiva.
V.
¿Y
las candidaturas por firmas?
Jefferson creía en el
ciudadano independiente y virtuoso. Pero cuando la inscripción por firmas se
convierte en un negocio subcontratado a empresas recolectoras, lo que se
vende no es participación, sino acceso al tarjetón. Las candidaturas ciudadanas
devienen en personalismo sin rendición de cuentas, sin programa y sin partido.
Hoy en Colombia hay
empresas que cobran cientos de millones por asegurar las firmas necesarias.
Esto no amplía la democracia: la privatiza. Es necesario exigir a los
independientes mínimos de transparencia, estructura y rendición. De lo
contrario, el sistema se convierte en una feria electoral sin política.
Aunque imperfecta, porque
probablemente solo incrementaría el costo de la recolección, una solución sería
prohibir que los ciudadanos puedan firmar por más de un candidato.
VI.
El caso colombiano: partidos sin doctrina
y líderes sin partido
Colombia es hoy el ejemplo de
lo que ocurre cuando el sistema de partidos se descompone desde dentro por
efecto del voto preferente y la inscripción de candidatos por firmas.
De hecho, solo hay dos
partidos que pueden considerarse tales en algún sentido funcional: el Centro
Democrático y Cambio Radical. Pero incluso ellos dependen casi exclusivamente
del prestigio y la capacidad electoral de sus líderes fundadores, Álvaro
Uribe Vélez y Germán Vargas Lleras. Sin ellos, su cohesión doctrinaria y
operativa es tenue, si no inexistente.
El Centro Democrático se
organizó como un partido con vocación ideológica: defensa del orden, el
mercado, la seguridad democrática. Pero hoy es evidente que sin Uribe no
hay partido, ni identidad compartida, ni dirección creíble. Las facciones
internas operan de forma autónoma, ignorando directrices.
Cambio Radical vive una
situación similar: su fuerza deriva de la estatura política personal de Vargas
Lleras. Su ideología es difusa y su votación depende de pactos regionales,
muchos de ellos clientelistas. Su estructura formal como partido solo se
sostiene mientras su jefe político mantenga capacidad de negociación electoral.
Y ¿qué decir de los partidos
tradicionales? El Liberal y el Conservador no son más que franquicias
electorales al servicio de los parlamentarios. Personajes de peso
histórico, como César Gaviria o Andrés Pastrana, no ejercen ninguna
autoridad sobre sus bancadas, que hacen y deshacen según conveniencia
personal. Los congresistas ignoran las directivas partidarias, votan por
conveniencia, y arman alianzas ad hoc.
Esto no es un accidente
institucional, sino una consecuencia directa del voto preferente, que
reemplazó la lealtad doctrinaria por la competencia individual, y
debilitó la cohesión de las listas. Cuando los congresistas son elegidos por su
caudal propio, no le deben nada al partido: ni doctrina, ni programa, ni
jerarquía.
Así, el Congreso se convierte
en una reunión de individuos sin partido, más que en una cámara de
representación política. La doctrina cede ante la logística electoral.
VII.
Conclusión.
Jefferson soñó con la
democracia directa. Pero fue Madison quien entendió que la república moderna
necesita instituciones intermedias fuertes, capaces de articular
intereses sin caer en la fragmentación.
En Colombia, el voto
preferente y la apertura ilimitada han vaciado a los partidos de doctrina,
de disciplina y de jerarquía. Ni siquiera los partidos con líderes fuertes
sobrevivirán cuando sus jefes desaparezcan. Y los demás ya son estructuras
huecas, tomadas por intereses particulares.
Lo que necesitamos no es más
participación caótica, sino una arquitectura institucional sólida: pocos
partidos, partidos reales, con identidad, con jerarquía, con dirección, con
democracia interna y sin intermediarios de ocasión.
Es hora de dejar atrás el
sistema de franquicias electorales y reconstruir la representación política
sobre cimientos doctrinarios e institucionales. Esa fue la apuesta de
Madison. Y debe ser la nuestra.
Esto implica:
- Umbrales
reales para la personería jurídica.
- Listas
cerradas con primarias democráticas.
- Prohibición
de fragmentar listas o inscribir múltiples candidatos sin control.
- Reducción
del número de partidos mediante fusiones, exigencias legales y control de
financiación.
- Fortalecimiento
de la democracia interna partidaria.
Así, los partidos dejarán de
ser instrumentos de acceso al poder, y volverán a ser vehículos de deliberación,
propuesta y representación efectiva.
LGVA
Agosto de 2025