El Barco de Malcolm Deas
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista
Malcolm Deas ha escrito un hermoso libro. Por supuesto
que es un libro riguroso y bien documentado, como corresponde a un escrupuloso
historiador de su talla. Pero es también un libro hermoso, calificativo tal vez
impropio para un trabajo académico, pero a mí me pareció que lo era, quizás por
la enorme simpatía y admiración que me inspiran biógrafo y biografiado y por el
dolor que sentí leyendo algunas de sus partes. La belleza, como se sabe, se asocia
más a la tristeza que a la hilaridad.
A Deas lo admiro porque escribe con cariño de la
historia de nuestro País, algo que les falta a muchos de nuestros historiadores
nacionales, y por su genuina modestia de hombre verdaderamente sabio. Hace
muchos años estuvo dictando una conferencia en la Biblioteca Pública Piloto de
Medellín. Los organizadores del evento se sentían avergonzados por la magra
concurrencia, no más de una veintena de asistentes, que les parecía indigna de
los pergaminos de su invitado. Sospechando quizás ese azoramiento, Deas empezó
su charla agradeciendo la amplia asistencia pues él estaba acostumbrado – dijo
- a no tener más de tres o cuatro
oyentes en sus clases de historia de América Latina en la Universidad de
Oxford.
Siempre que pienso en Barco, lo imagino encerrado en
su oficina del Palacio de Nariño, acompañado, quizás, de Germán Montoya y Gustavo Vasco, una oscura noche de noviembre de 1989, pendiente de lo que
ocurría en el Congreso, donde Carlos Lemos Simmons, su Ministro de Gobierno, cuyo
discurso esa noche honra toda su vida, libraba en solitario una dura lucha por
impedir que un Congreso acobardado por el terrorismo de Pablo Escobar
introdujera en el texto de su proyecto de reforma constitucional un artículo
que prohibía la extradición. El proyecto fue retirado. Después
Barco, con un decreto de dudosa ortodoxia, abrió la Caja de Pandora de la
séptima papeleta que condujo a la Constituyente de 1991. En todo caso, a Virgilio
Barco le tocó gobernar un País acosado y acobardado por el terrorismo desatado
por el Cartel de Medellín y desorientado por la claudicación de sus jueces y la
pusilanimidad de la mayor parte de dirigentes políticos.
El tratado de extradición con Estados Unidos se firmó
en 1980, en el gobierno de Turbay Ayala y con Barco Vargas como embajador en
Washington. Cuando se convirtió en Ley de la República, en 1982, la notica no mereció
en El Tiempo más que un titular de tres columnas. López Michelsen dejó crecer el
narcotráfico mirando para otro lado, argumentando que era un problema de los
gringos. Modificó el estatuto cambiario para permitir la compra de los dólares provenientes
de esa actividad por el Banco de la República a través de lo que Lleras
Restrepo llamó la “ventanilla siniestra”. Turbay Ayala ocupado como estaba en
enfrentar el desafío del M-19 – asalto al Cantón Norte, toma de la embajada de
República Dominicana – le prestó poca atención.
Belisario Betancur quiso apaciguar a los
narcotraficantes prometiendo no aplicar el tratado de extradición, no obstante,
nombró a Rodrigo Lara como Ministro de Justicia con la orden de enfrentarlos.
El asesinato de Lara, a quien los narcos quisieron desprestigiar con un
supuesto soborno, provocó la reacción airada de Betancur quien extraditó a
algunos personajes cercanos a los narcos. Se inició así la guerra con el
narcotráfico para la cual el Gobierno Nacional estaba pobremente preparado. Barco
heredó de Betancur esa guerra al igual que el caótico proceso de paz con la
guerrilla, herido de muerte por el asalto del M-19 al Palacio de Justicia que
había convertido el gobierno de éste en un cadáver insepulto.
Creo que Barco, como la mayoría de los dirigentes del
País, con la excepción de Galán, no había calibrado la magnitud del desafío que
para la Nación representaba el narcotráfico. Inició su gobierno con la ilusión
de modernizar las instituciones políticas y económicas dejando atrás el modelo
frente nacionalista de gobiernos compartidos, que se había extendido durante
tres administraciones después de terminada la vigencia constitucional del
Frente Nacional, e iniciando el desmonte del proteccionismo cepalino, empezando
por eliminar, como lo hizo, su piedra angular: el control de cambios. Con su
Plan Nacional de Rehabilitación buscaba responder a la problemática del campo
con un esquema diferente al reformismo agrarista de los años sesenta. Todos
esos propósitos se vieron parcialmente opacados por la guerra con el narco que
se convirtió en la principal preocupación y ocupación de su gobierno.
En esa guerra el gobierno de Barco estuvo
tremendamente solo, acompañado no más por un grupo de aguerridos políticos del
Nuevo Liberalismo, unos cuantos jueces de gran integridad y un puñado de
periodistas que no quisieron callar. Todos pagaron por ello un elevado precio. La
Corte Suprema de Justicia, amedrentada, declaró inaplicable el tratado de extradición,
en diciembre de 1986, con el argumento deleznable de que la ley que lo adoptaba
no había sido firmada por el presidente Turbay Ayala sino por Zea Hernández, el
ministro delegatario en funciones presidenciales. Barco la volvió a firmar y en
febrero de 1987 extraditó a Carlos Lehder. En junio de ese año, nuevamente la
Corte declaró la inconstitucionalidad del tratado. Barco respondió aplicando la
extradición por la vía administrativa y ahí tuvo que enfrentar la pusilanimidad
del Consejo de Estado que en marzo de 1988 declaró inexequibles los decretos de
extradición de Pablo Escobar y otros narcos, expedidos por el ministro de
justicia Enrique Low Murtra, quien, en abril de 1991, completamente
desprotegido, sería acribillado cuando abordaba la buseta para ir a dictar sus
clases en una universidad de Bogotá.
Los años de formación académica de Barco están
narrados con base en la correspondencia entre don Jorge Barco y su hijo, estudiante
de ingeniería en el MIT. Deas, acertadamente, usa profusamente esa
correspondencia, al igual que la intercambiada entre Barco y su novia Carolina, que le sirve para describir los inicios de su actividad política en Norte de
Santander. Esa actividad y su notable formación académica – ingeniero y master
en economía del MIT - le permitieron escalar posiciones en la política nacional.
Será ministro de obras públicas y de agricultura de
Lleras Camargo y declinará el ministerio de hacienda en el gobierno de Valencia
por considerar que sus ingresos en dólares por las regalías de la concesión
heredada de su abuelo eran incompatibles con el manejo cambiario responsabilidad
de ese ministerio. Carlos Lleras Restrepo lo nombrará alcalde de Bogotá para no
verse obligado a tenerlo como ministro en su gabinete. En el debate sobre la
cuestión agraria y la acelerada urbanización del País de los años sesenta, Barco
estuvo más del lado de las ideas de su amigo Lauchin Currie que del agrarismo
de Lleras. Después de dejar la alcaldía es nombrado director en el Banco
Mundial, cargo en el que permanece hasta 1974.
Los acontecimientos que se presentaron en los años del
gobierno de Barco son de los más dolorosos en la historia del País y no
conviene olvidarlos para la valoración justa de lo que fue su presidencia. “Es difícil
encontrar – dice Deas – en la historia reciente de Occidente un Estado
democrático confrontado con amenazas tan graves como fue el caso de Colombia a
mediados de los años ochenta”[1]. Una enumeración no exhaustiva
de algunos sucesos basta ilustrar la magnitud del desafío que enfrentó.
Un mes antes de la posesión de Barco, en julio de 1986,
es asesinado Hernando Baquero Borda, juez de la Corte Suprema. En diciembre es
acribillado Don Guillermo Cano, director de El Espectador. Después vendrían los secuestros de Andrés
Pastrana, Álvaro Gómez y Francisco Santos y los asesinatos de los candidatos
presidenciales Jaime Pardo, en octubre de 1987, Luis Carlos Galán, en agosto de
1989, Bernardo Jaramillo, en marzo de 1990, y Carlos Pizarro, en abril de 1990.
Cayeron también asesinados Carlos Mauro
Hoyos, en enero de 1988, Antonio Roldan, en julio de 1989, y el coronel
Franklin Quintero, el 18 de agosto de 1989, el mismo día que Luis Carlos Galán.
Y el colmo de los ultrajes a la sociedad: la bomba al Espectador, en septiembre
de 1989, y en noviembre de ese mismo año las bombas al edificio del DAS y al
vuelo 203 de Avianca, y la operación pistola contra los agentes de policía de
Medellín desatada por Pablo Escobar que dejó más de 200 agentes muertos.
Habida cuenta de todo esto, probablemente se entienda
la verdad que encierran las palabras con las que Gustavo Vasco respondiera a la
pregunta: ¿Cuál fue el mayor logro en la vida de Barco?:
“Mantener el Estado Colombiano. Todavía no creo cómo
se mantuvo hasta el final. Había días en que no veíamos de dónde tenerlo, cómo
sostenerlo”[2]
Y también la verdad de la palabra con la que Deas
termina su libro calificando la persona de Barco: admirable.
LGVA
Septiembre de 2019.
[1] Deas, Malcolm. Barco: vida y sucesos de un presidente
crucial y del violento mundo que enfrentó. Taurus, Penguin Random House
Grupo Editorial, Bogotá, septiembre de 2019. Página 192.
[2] Idem, pagina 241.
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