Los impuestos y el personalismo económico
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista, Docente Universidad EAFIT
Decía don
Julio Caro Baroja que los españoles no eran individualistas, sino
personalistas, lo que no es la misma cosa. El individualista se sabe igual a los
demás ciudadanos y entiende que es titular de los mismos derechos y responsable
de las mismas obligaciones. El personalista, por su parte, cree que es único en
su especie y que esto le confiere prerrogativas especiales y lo dispensa de cumplir
obligaciones fastidiosas, que están bien para los demás, pero en modo alguno
para él. La discusión sobre el proyecto de ley de financiamiento ha puesto en
evidencia que el personalismo es parte arraigada de la herencia que recibimos
de la Madre Patria y que al cabo de más de 200 años de vida independiente no
hemos podido superar.
Un sistema
tributario ideal es aquel que no interfiere, o interfiere poco, en la conducta económica
de los contribuyentes, es decir, que las elecciones de los consumidores y de
los productores son las mismas sin los impuestos o con ellos. Esto se refiere
tanto a la composición de la demanda y de la oferta como a las decisiones de
ahorro e inversión. Neutralidad es el nombre de este atributo, que es de buen
recibo en una sociedad individualista, pero que repugna en aquellas, como la
colombiana, donde prevalece el personalismo económico o el gremialismo, una de sus
formas travestidas. El “oenegenismo” es otra de ellas.
En sus
intervenciones ante las comisiones del Congreso, recogidas en la ponencia para
primer debate, los dirigentes gremiales, con contadas excepciones, mostraron
escaso interés por los aspectos generales de la reforma en discusión y se
centraron en la defensa de los beneficios particulares ya existentes en el
Estatuto Tributario o en la obtención de algunos más.
Por ejemplo,
un IVA generalizado, con tarifa única y moderada, es un buen impuesto desde el
punto de vista de la neutralidad. Sin embargo, no fue este el aspecto más
importante de la discusión y en su lugar aparecieron los argumentos
particulares de cada uno de los sectores. Está bien el IVA, declara un gremio,
pero no a los libros porque hay que fomentar la lectura; cuidado con eliminar
la exenciones en materia de información y cultura, dice el de más allá; nada de
gravar la leche, porque los niños la beben; ni las motos de bajo cilindraje,
porque la usan los pobres; ni a los ladrillos y el cemento, porque se vuelve
inviable la construcción de las viviendas VIS y VIP; etc., etc. etc. En síntesis,
todos están de acuerdo con el IVA, siempre que los bienes y servicios de su
propio sector queden excluidos, exentos o, por lo menos, con tarifa reducida.
Entonces la
mirada se orienta hacia los impuestos directos – renta y patrimonio – cuya progresividad es, a juicio de los
políticos y muchos economistas, el mejor instrumento de la “justicia social”.
En el proceso de fijación de los impuestos directos, tanto o más que en los
indirectos, se pone de manifiesto de forma superlativa la deshonestidad económica,
política y moral de nuestro sistema tributario. Para ganar el aplauso la
galería y sin que importe su real incidencia, los políticos buscan fijar las
mayores tasas nominales a las empresas, al patrimonio y a las rentas de
capital; al tiempo que subrepticiamente se introducen exenciones y beneficios
que reducen las tasas efectivas de los agentes económicos con mayor influencia
en el congreso o el ejecutivo.Naturalmente todas las exenciones, beneficios
y gabelas que se otorgan están animadas por loables propósitos como la
preservación del empleo, el incentivo a la formalización o el estímulo a las
inversiones en actividades económicas “estratégicas”.
El
personalismo económico no es, como parece creer don Julio Caro, un rasgo específico
del modo de ser español y, menos aún, una característica de la naturaleza
humana. El personalismo y el gremialismo son la respuesta racional de los
agentes frente a la acción de un estado hipertrofiado que, otorgando beneficios
e imponiendo cargas, invade todos los ámbitos de la vida económica suplantando la
acción del mercado. En la medida en que
el proceso voluntario del mercado es distorsionado por los beneficios y cargas
arbitrariamente impuestas por el estado, para no resultar perjudicados, los
agentes económicos se ven forzados a intervenir intensamente - por medio de sus
operadores gremiales, sindicales y políticos - en los procesos de asignación de
los impuestos y distribución del gasto público. Esas intervenciones incluyen el
soborno y la extorsión.
Desde hace varios
años se viene hablando en el País de la necesidad de una reforma que haga más
neutral nuestro sistema tributario. La han propuesto los economistas académicos
y los técnicos de los organismos multilaterales y, en principio, la aceptan los
gremios económicos y muchos dirigentes prominentes de la política. El actual Ministro de Hacienda intentó hacerla
aprobar cuando desempeñaba ese mismo cargo en el primer gobierno del expresidente
Uribe. Posteriores intentos han fracasado total o parcialmente. La razón de
esos fracasos no se hay que buscarla en el diseño mismo de las propuestas, pues
los principios de un buen sistema tributario son ampliamente conocidos desde
Adam Smith y no es difícil plasmarlos en un articulado.
El problema
radica en que un gobierno que no quiera ser neutral frente a la economía no
puede impulsar, y menos gestionar, un sistema tributario que lo sea. La neutralidad
del gobierno pasa por reducir su tamaño, renunciar al asistencialismo
desaforado y dejar en manos de los agentes privados la mayor parte de las
decisiones sobre consumo, ahorro y orientación de las inversiones. Sin eso, los
miembros de la sociedad no podrán creer que serán tratados como individuos
iguales ante la ley y los tributos y, en defensa de sus intereses, se refugiarán
en el personalismo y el gremialismo, que inexorablemente conducen a un estado
más grande, cuya viabilidad financiera es periódicamente comprometida las insaciables
demandas de subsidios, beneficios, gabelas, exenciones y privilegios de todo
tipo.
LGVA
Diciembre de
2018.
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