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miércoles, 8 de enero de 2014

Los literatos y la economía


Los literatos y la economía

(A propósito de la divertida pelea de Hector Abad y William Ospina)

Para mi amigo Juan Carlos Bejarano

 

Luis Guillermo Vélez Álvarez

Economista, Docente Universidad EAFIT

 

Hace pocos días el literato Héctor Abad Faciolince publicó en El Espectador una columna en la que, contrariamente al inventario de miserias y lacras sociales al que nos tiene habituados, hacía un reconocimiento de los avances del País en reducción de la pobreza y mejoras en la calidad de vida de las personas. Debo admitir que me sorprendió gratamente y creo haber enviado el texto a mis paupérrimos círculos en las redes sociales. El escrito en cuestión  desató la ira del también literato William Ospina quien, desde su columna en El Espectador, abreva semanalmente a su lectores con prédicas sobre la pobreza, la desigualdad, la corrupción, la tragedia ambiental, el imperialismo, las multinacionales perversas y sabe Dios qué más. Entiendo perfectamente a Ospina: su viejo compañero de lucha se ha convertido en un abyecto turiferario de la oligarquía, en un cipayo del imperialismo, en un traidor de los humillados, nada más ni nada menos. 

Debo decir que aprecio el trabajo de ambos “contendientes” como escritores de obras de ficción.  He leído algunas de ellas y creo están entre las mejores de la literatura colombiana. Pienso en Angosta, de Abad, y en Ursua, de Ospina. No me ocurre lo mismo con sus escritos[1] de - ¿cómo llamarlos? - crítica económica y social. Eventualmente los leo – más los de Abad que los de Ospina, excesivamente hirsutos para mi gusto – para hacerme a una idea del estado del arte de los prejuicios sobre el funcionamiento de la sociedad. En lo conceptual, no es usual encontrar en esos cajonados de frases nada distinto a la teoría de la conspiración, popularizada en nuestro medio por Antonio Caballero - ese gran especialista en tópicos y maestro de todos los demás- cuyos escritos me conmovieron en mi remota juventud hasta que adquirí un entrenamiento mínimo en economía. 

Pertenezco en efecto a la profesión más detestada por los literatos: la de los economistas. Debo decir, adicionalmente, que dentro de ella me ubico en el “bando” de quienes confían más en el mercado que en los políticos para el manejo de la escasez y no encuentran que haya nada vergonzoso en enriquecerse con la actividad empresarial ni nada meritorio en la perpetuación de la pobreza con el asistencialismo. Soy lo que los literatos considerarían como un “neoliberal” de la peor especie. Por eso, usualmente, estoy en desacuerdo con ellos en materias económicas. Pero hay una diferencia: estoy en desacuerdo con sus opiniones porque las entiendo; ellos están en desacuerdo con las de los economistas porque carecen de la formación requerida para entenderlas.

Ignoro cómo Abad llegó a las opiniones que provocaron la ira santa de Ospina. Una epifanía, probablemente, en alguien tan desdeñoso de los datos y el análisis económico. En cualquier caso estoy de acuerdo con ellas como lo estaría cualquiera que se tome el trabajo de revisar unas cuantas estadísticas. Pero este no es el caso de Ospina. Inútil recurrir para persuadirlo a la evidencia empírica que él acostumbra a rechazar paladinamente. Se me ocurre - en lugar de hablar del PIB, de la línea de pobreza, la esperanza de vida, de la escolaridad, la cobertura en salud, etc.- referirme a la misma situación de los literatos como indicador de la mejora en las condiciones económicas de la gente.

Además de Abad y Ospina, puede haber hoy en Colombia una veintena de escritores que viven total o parcialmente de la venta de sus libros. Hace 20 o 30 años esto era impensable. Probablemente el único era Garcia Márquez, quien alcanzó esa condición al cabo de muchos años de trabajo. Los anteriores – Rivera, Mejía Vallejo, Caballero Calderón, etc.- y los incontables poetas que en nuestra historia han sido se vieron siempre obligados desempeñar otras actividades para subsistir. Y ni hablar de los escritores y poetas del siglo XIX. Para todos ellos la literatura fue siempre una actividad subalterna en la que ocupaban su tiempo de ocio. La excepción es el iracundo Vargas Vila de quien se dice obtuvo cuantiosos ingresos de su incontinente pluma.

El siglo XX marca la aparición del escritor profesional. En el XIX unos pocos - Balzac, Dumas, Hugo y Dickens -   alcanzaron esa condición. Incluso personajes como Flaubert, Proust y Tolstoi pudieron escribir sus obras amparados de la necesidad por sus cuantiosas fortunas heredadas. En cualquier caso, el escritor profesional es un producto del crecimiento de la riqueza y de la profundización de la división del trabajo propiciadas por la extensión de la economía de mercado tan denostada por buena parte de los miembros de esa profesión. En eso, en Colombia, Ospina se lleva con ventaja el palmarés.   

En efecto, la mayoría de los escritores e intelectuales suelen experimentar especial antipatía por la economía de mercado o el “capitalismo salvaje” como acostumbran llamarla. Como aún en las sociedades más ricas, la gente prefiere el futbol, la televisión, el cine y muchas otras cosas a lectura de novelas o poesía, a muchos escritores les resulta especialmente penoso obtener en el mercado el reconocimiento monetario del valor que ellos mismos atribuyen a sus obras. Y lo es mucho más en un país como Colombia donde se venden menos de 40 millones de libros anuales, el 65% de los cuales son textos escolares, profesionales o religiosos[2].   Naturalmente, como la mayoría de los seres humanos, los escritores, siempre seguros de su propia valía, no se hacen cargo de su fracaso frente al mercado y lo atribuyen las manipulaciones de la propaganda que pervierte los gustos, a una sociedad basada en el afán de lucro y, ¿adivinen qué?, a la falta de apoyo del estado que desdeña la cultura.

Lo que distingue al literato es su capacidad de elaborar y comunicar ideas. Esta capacidad puede dar lugar a diversos productos: novelas, poemas, ensayos o columnas periodísticas. Algunos de ellos se especializan; muchos otros, como Abad y Ospina, prefieren adoptar procesos de producción conjunta y hacen de todo. Probablemente ello tiene una motivación puramente intelectual y altruista: un irresistible impulso de ilustrar a la sociedad; probablemente responde a un móvil más pedestre: la necesidad de completar el congruo estipendio de las obras de ficción. O ambos, no importa; pero es usual que los literatos, en algún momento de su carrera y según los vaivenes de su prestigio, salten a las páginas de periódicos y revistas a pontificar sobre economía y política.

Por falta de entrenamiento profesional, los literatos, con rara excepciones como Mario Vargas Llosa, son incapaces de concebir la sociedad económica como un organismo sujeto a ciertas leyes que no pueden ser violadas impunemente.  La perciben como una organización que puede configurarse según la buena o mala voluntad de determinados actores que detentan el poder de hacerlo. Esta es la base de la teoría de la conspiración. Bastaría con que esos actores -que con frecuencia los literatos agrupan en esa entelequia que llaman el estado- fueran benevolentes, sabios y honestos para que la sociedad funcionara bien y los pobres no fueran tan pobres. Pero no, “la sociedad no (...) lo permite porque está organizada para impedir toda promoción, para perpetuar a los ricos en su riqueza y dejar que los pobres se mueran de hambre a las puertas de los hospitales”[3], como escribe, completamente serio, el inefable William Ospina.  No es difícil encontrar en las columnas de Abad lindezas semejantes.

Uno no debería preocuparse de que los literatos exhiban desvergonzadamente en periódicos y revistas su ignorancia sobre cuestiones económicas. Es una forma de ganarse la vida como cualquier otra. El problema es que tienen cierta influencia especialmente entre los jóvenes bien intencionados y de buen corazón cuyo entendimiento está aún en formación. Es un prejuicio muy arraigado el de creer que una persona excelente en determinado campo de la ciencia o en las letras está por ello capacitada para pronunciarse ex – cátedra sobre cualquier asunto económico o social. Esta puede ser una de las razones de la influencia de los literatos. Otra está en el hecho de que hacen suyos los prejuicios y frustraciones de todos aquellos que no son muy exitosos en el mercado.

Los literatos suelen reclamar la intervención del gobierno en los mercados para evitar, dicen, las injusticias del “capitalismo salvaje”. En ocasiones me siento tentado a acompañarlos en sus reclamos de intervención en el mercado donde ellos se enseñorean: el mercado de las ideas. Pero no, eso se llama censura. Como Tocqueville, creo que la libertad de prensa es buena no por los beneficios de ella misma sino por los males que se evitan al mantenerla y que acarrearía su supresión.  Por eso, reconociendo la bondad de sus intenciones, hay que leer con indulgencia sus columnas mayestáticas y divertirse con sus confrontaciones. Sin embargo, no está por demás pedirles un poco de pudor intelectual y algo de respeto por los conocimientos de los que carecen.

LGVA

Enero de 2014.   

 

 

 




[1] Usualmente nuestros literatos ejercen la” crítica económica y social” en columnas periodísticas. Ospina ha escrito también un par de libros de “sociología histórica” (¿Dónde está la línea amarilla? y Pa´ que se acabe la vaina) donde predica que el destino trágico de Colombia inició con el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán por la oligarquía colombiana. Abad no ha perpetrado ninguno, hasta donde conozco.
[2] Cámara Colombiana del Libro. Estadísticas del libro en Colombia. Informe Anual 2012. Tabla 1, página 6.
[3] Ospina, W. (1997). ¿Dónde está la franja amarilla? Editorial Norma, Colección milenio. Bogotá, 1999. Página 37.

6 comentarios:

  1. Te felicito por ser capaz de leer a este par de tósigos. Mi capacidad de aguante no llega hasta sabiondos de oficio como éstos. BAV

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  2. Oye Luis Guillermo, me uno al señor anónimo. Lo verraco es que te leas las columnas de esos manes y además tengas la paciencia de regañarlos.

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  3. Cómo te parece, Tito. La verdad desde hace días tenía ganas de cascarlos, especialmente, a Ospina. Bejarano me carió y ese fue el resultado. Me divertí mucho. Un abrazo, LG.

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  4. Llego a este blog por accidente. Leo esto: "estoy en desacuerdo con sus opiniones [las de William y Héctor] porque las entiendo; ellos están en desacuerdo con las de los economistas porque carecen de la formación requerida para entenderlas". ¿De veras las entiende? ¿De veras tiene formación para entender cuando ellos hablan de sentido, de humanidad, de justicia, de hombre, de futuro? No dudo de que tenga respuestas o significados para estas preguntas, pero ¿quiere eso decir que las entiende? ¿Ha dudado últimamente? No, en serio. ¿Ha dudado sinceramente?

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  5. Debe ser muy duro para el autor de este blog saber que en 200 años nadie lo va a recordar, en cambio, Héctor Abad y William Ospina ya hacen parte de la historia de la literatura colombiana y global. De otra parte, las ideas y epistemes económicas en las que cree totalmente el autor de este blog, en 200 años serán tan obsoletas, que serán apenas objetivo de estudio de los historiadores de la economía.

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  6. Lamento llegar a una columna de este carácter. El obscurantismo de las ciencias sociales, en las que encontramos a la economía muy a su pesar -supongo, surge de poner en extremos dos maneras de entender el mundo: los números y las letras. El problema real surge cuando alguien, como usted, toma bando de alguno de los extremos y considera que nadie podría decir algo serio desde el otro bando. En los dos extremos hay errores, espero note su equivocación.

    Las tesis que usted critica como erradas, en especial en la que usted cita a Ospina, son propias del marxianismo. Como buen economista, incluso neoliberal, Marx es un autor que no puede ser obviado para entender el funcionamiento del mercado. El problema suyo es que pone como sinónimos "no estar de acuerdo con alguien" con "el otro está equivocado". Peor aún, pone ese "el otro está equivocado" como gente ignorante, que no debiera hablar sobre cosas que solo usted -así lo leo- pudiera hablar. Así, partiendo del desacuerdo con lo que otros afirman, usted decide llegar hasta el juicio y el señalamiento; partiendo de una diferencia cosmovisional, usted pretende poseer la verdad que otros no ven. Partiendo tal verdad -aparentemente moderna, usted no abandona la idea de verdad de la alta edad media.

    Pudo haber sido un escrito inteligente. No lo fue.

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