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miércoles, 6 de febrero de 2013

¿Por qué fracasan los países? – Un comentario


¿Por qué fracasan los países? – Un comentario


Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista, Docente Universidad EAFIT
Consultor, Fundación ECSIM.


Daron Acemoglu y James Robinson han reunido en libro los resultados de sus estudios sobre desarrollo económico adelantados en los últimos años. Se trata de un buen libro, escrito con la pretensión de llegar a un auditorio mucho más amplio que el de los círculos académicos especializados. Ese es uno de sus méritos. Tiene muchos otros, aunque no suficientes como para que igualarlo en su trascendencia con La Riqueza de la Naciones, como lo hace el profesor Akerlof, deje de resultar un tanto hiperbólico.  

El tema por supuesto no es novedoso. La explicación de las causas de la riqueza o la pobreza de las naciones es la cuestión central de la obra fundacional de la economía. La orientación que a nuestra disciplina dio la llamada revolución marginalista la sepultó durante décadas. Resurgió, en los años cincuenta y sesenta con la obra de los grandes economistas del desarrollo como Simon Kuznets y Arthur Lewis. Un nuevo renacimiento se presentó con el institucionalismo histórico de Douglas North, corriente en la cual se inscriben las contribuciones de Acemoglu y Robinson.  Más recientemente, la cuestión ha sido abordada por los historiadores económicos David Landes y Niall Ferguson en un par de obras notables – Riqueza y pobreza de las Naciones y Civilización: occidente y el resto – que guardan grandes semejanzas con el trabajo de Acemoglu y Robinson tanto en su temática como en cuestiones de método.

El aparato conceptual empleado por Acemoglu y Robinson es extremadamente sencillo aunque su aplicación a la interpretación del acontecer de largos períodos históricos resulte más problemática de lo que los autores parecen creer. Una nación – y al parecer también un imperio, como el romano, o toda una época histórica, como el feudalismo – puede caracterizarse por sus instituciones políticas y económicas. Unas y otras pueden ser incluyentes o extractivas. Su combinación genera sinergias que son determinantes en el desarrollo económico de los pueblos. Así, cuando en una nación se da la coincidencia afortunada de instituciones políticas y económicas incluyentes se produce el círculo virtuoso del desarrollo – la economía crece, la gente inventa cosas, el ingreso se distribuye más equitativamente y todo lo demás – y al mismo tiempo, por efectos de retroalimentación, las instituciones, las de ambas clases, se hacen más incluyentes. Esto explicaría la historia inglesa desde los inicios de la revolución industrial. Si por el contrario, la nación en cuestión tiene la desgracia de padecer al mismo tiempo instituciones políticas y económicas extractivas, ello da lugar al círculo vicioso de la pobreza, el estancamiento y la miseria en el marco de unas instituciones que, por un similar proceso de retroalimentación, se hacen cada vez más extractivas y ominosas. Corea del Norte sería el ejemplo a mostrar.  La combinación de instituciones políticas incluyentes y económicas extractivas, o viceversa, da lugar a equilibrios inestables que pueden ser alterados por choques exógenos o coyunturas críticas, en la expresión de los autores, que llevan a grandes conflictos sociales de los que puede resultar una combinación virtuosa o viciosa de instituciones dependiendo ello del resultado impredecible de los dados de la historia. China es el caso actual de esta combinación inestable.  La tablita resume las combinaciones.

 
El esquema anterior supone la existencia de un gobierno nacional fuerte y centralizado que controle todo el territorio y que tenga el monopolio de la fuerza, la tributación y la moneda.  La ausencia de todo esto daría lugar a un estado o nación fallida, con múltiples centros de poder político y militar, cuyas disputas interminables impiden todo avance económico, perpetuando la miseria y la desigualdad. Es el estado hobbesiano de la naturaleza, la guerra de todos contra todos donde la vida es corta, miserable y ruin. La atribulada Somalia y los demás países del club de la miseria de Collier son los ejemplos. Pero cuidado: la aparición del Leviatán es condición necesaria más no suficiente para que surja el círculo virtuoso. La China de Mao y la Rusia de Stalin son ejemplos de poderosos leviatanes engendradores de miseria y sufrimiento.

Pero falta una pieza en el esquema sin la cual resultaría imposible explicar ciertas anomalías históricas. La Rusia de Lenin y Stalin se industrializó y creció vigorosamente durante varias décadas después de la revolución de octubre. Su ciencia avanzó: sus científicos desarrollaron la bomba atómica y pusieron en órbita el primer objeto creado por el hombre. Su avance económico suscitó la admiración de muchos intelectuales y economistas occidentales que, ciegos ante las tropelías de un régimen criminal, veían allá el inicio del camino esplendoroso de la humanidad. Seguramente la mayoría de sus habitantes llegaron a disfrutar de una mejor situación económica que la de sus antepasados de la época zarista. ¿Cómo entender entonces que unas instituciones políticas excluyentes y extractivas hubieran podido propiciar durante varias décadas el crecimiento económico? Es aquí donde interviene la cuestión de la naturaleza del crecimiento y donde aparecen, deus ex machina, las nociones de crecimiento innovador y destrucción creativa del gran Schumpeter; las cuales también resultan especialmente útiles para explicar por qué algunos países se “obstinan” en mantener instituciones políticas y económicas que impiden el desarrollo.

Debe saludarse, en primer lugar, que los autores hallan rescatado las ideas schumpeterianas de los librillos sobre innovación y emprendimiento con los que se abrevan a los estudiantes de las escuelas mediocres de administración y economía[1].  En su casi olvidado libro, Teoría del desenvolvimiento económico, publicado en 1910, Schumpeter propuso como explicación de los ciclos económicos la ocurrencia de choques de oferta que alteraban la relación entre precios y costos de producción en las vecindades del equilibrio. Schumpeter dio a esos “choques de oferta” el nombre de innovación; la cual podía consistir en la introducción al mercado de un producto o servicio nuevo; la aplicación de nuevos procesos a productos ya existentes; la apertura de un nuevo mercado o la trasformación de las estructuras de mercado existentes. Cualquier cambio de estos debía producir un distanciamiento entre el precio y el costo marginal de donde surgía el beneficio del empresario. El éxito del empresario exitoso provocaba la aparición de oleadas de imitadores que, mediante la movilización masiva de crédito, desplazaban recursos de las ramas o actividades de producción tradicionales, donde en razón de la competencia los beneficios empresariales eran mediocres o nulos, hacia los nuevos sectores en los que se esperaba obtener beneficios extraordinarios. Esto daba lugar a la fase de expansión del ciclo económico; en la fase de contracción la economía asimilaba progresivamente la innovación, los beneficios extraordinarios tendían a desaparecer a medida que por la generalización de la innovación los precios se ajustaban nuevamente a los costos marginales y se llegaba a una nueva vecindad del equilibrio walrasiano. La duración de las fases de expansión y contracción dependían del alcance de la innovación. En su obra, El ciclo económico, publicada en 1939, Schumpeter distinguió entre innovaciones de gran calado, que daban lugar a largos períodos de expansión, e innovaciones menores, que se insertaban dentro de los procesos expansivos de las innovaciones mayores, dando lugar a ciclos más cortos, insertos igualmente dentro de los ciclos mayores. Schumpeter identificó tres ciclos estando los menores anidados dentro del ciclo mayor. El ciclo mayor, en el que se inscriben los dos menores es conocido como ciclo largo de Kondratieff, el cual tendría una duración de unos cincuenta años. Hasta acá Schumpeter.

Acemoglu y Robinson toman de Schumpeter la idea de destrucción creativa. Un crecimiento económico sostenible y de círculo virtuoso es el que está basado en la innovación. Un país, y este sería el caso de la Rusia soviética, puede crecer, incluso durante largo tiempo, con base en innovaciones ya incorporadas al proceso de producción o flujo circular de países más avanzados. La Rusia soviética pudo crecer porque adoptó las innovaciones y la tecnología ya desarrolladas en Inglaterra y Estados Unidos, principalmente. Socialismo es energía eléctrica y poder soviético, diría Lenin. Pero una vez que se agotaron los efectos de este crecimiento imitativo, el crecimiento en Rusia se estancó falto de innovaciones que le dieran un nuevo impulso. ¿Por qué ocurrió eso? Y aquí está la clave de todo: las instituciones políticas extractivas implantadas en la Unión Soviética no alentaban e incluso impedían la innovación. A la gente se la puede obligar a trabajar más, pero no se la puede forzar a ser creativa.

Una última consideración permite el cierre del modelo. El proceso de crecimiento basado en la innovación supone la desaparición de negocios, empresas y sectores de actividad enteros ante la emergencia de lo nuevo por el traslado de recursos productivos. Esa es la destrucción creativa. Como lo anotan los autores, la destrucción creativa produce ganadores y perdedores. Ahora bien usualmente son estos últimos quienes detentan el poder político y económico. Si llegan a ser conscientes de las trascendencias de la innovación, es decir, de la magnitud la amenaza que representa para su poder, se opondrán a ella con todas sus fuerzas. Las élites políticas y económicas se oponen a la innovación no porque ignoren sus consecuencias, sino porque las perciben demasiando bien. La supuesta oposición de los imperios austro-húngaro y ruso al ferrocarril y a la industrialización sería ilustrativa de esa situación.

En ninguna parte definen los autores los conceptos de instituciones incluyentes y extractivas. Al parecer esperan que con la carga semántica de esas palabras en su uso corriente y con las descripciones históricas del texto el lector se forme una idea adecuada. Y en efecto, eso es lo que ocurre, aunque puede dar lugar a ciertas confusiones. En cualquier caso, me parece que las instituciones políticas son incluyentes cuando distribuyen el poder político generando contrapesos a la manera de Montesquieu.  Naturalmente la atomización del poder político no puede ser tal que arrase los fundamentos del estado centralizado. Las instituciones económicas y políticas serían incluyentes o no-extractivas cuando propician la innovación al permitir que la gente se apropie en mayor o menor medida de las ganancias de su creación y al impedir, al propio tiempo, por la acción de los contrapesos, que los se ven amenazados por la destrucción creativa hagan abortar el proceso innovador. Los fabricantes de velas franceses buscaron que el gobierno impidiera la expansión de la electricidad porque con eso se perderían miles de empleos, según decían.

El esquema de Acemoglu y Robinson resulta bastante persuasivo para explicar procesos como la revolución industrial: ¿por qué en Inglaterra? como se preguntan Landes y Ferguson cuyas respuestas son en muchos aspectos más completas que la de nuestros autores. También es útil para entender la situación de los países del club de la miseria y de la guerra y los procesos políticos y económicos de algunos países latinoamericanos, que se debaten entre instituciones incluyentes y excluyentes en el complicado proceso de construcción del estado-nación. Curiosamente, al evaluar esos procesos, el libro carece de la perspectiva histórica que le sobra cuando sus autores se embarcan en el audaz proyecto de aplicar su esquema a la explicación de la revolución neolítica o a la caída del imperio romano de occidente. Con la caída de la república las instituciones políticas romanas se tornaron más excluyentes razón por la cual se inició una decadencia que duraría más de cuatrocientos años. Con eso se explica todo, nada más ni nada menos ¡Por favor! Pobre Gibbon, que dedicó su vida a explicar el asunto en los diez o más tomos de su  The History of the Decline and Fall of the Roman Empire[2].

El hecho es que cuando el esquema empieza a aplicarse no ya a las naciones sino a la explicación de toda una época histórica, empieza a tener un cierto aire de familia con el materialismo histórico de Marx. Busqué en vano en la extensa bibliografía una referencia al Viejo Topo. No obstante, creo que está por allí hozando de alguna forma. Recordemos su esquema.

Lo que Marx llama un modo de producción se caracteriza por dos elementos: sus fuerzas productivas y sus relaciones de producción. Las primeras hacen referencia al estado de la ciencia, la técnica y a sus aplicaciones a la producción. Las segundas están referidas a las reglas de distribución del producto social entre los trabajadores y aquellos que no lo son, es decir, los dueños de los medios de producción y los que a la postre establecen las condiciones del trabajo. Marx tipifica tres tipos de relación: esclavo-amo; siervo-señor feudal; trabajador-capitalista; las cuales dan lugar a tres modos de producción: esclavismo, feudalismo y capitalismo. Esas relaciones de producción tienen una expresión jurídica, política e ideológica – imperio, monarquía, feudo, democracia burguesa, etc. – mediante la cual los dueños del poder económico buscan perpetuar las relaciones de producción de las que se benefician. En determinada etapa de su desarrollo, las relaciones de producción (instituciones económicas) y las instituciones políticas que las acompañan propician el avance de las fuerzas productivas (innovación y destrucción creativa) y por consiguiente, el desarrollo económico. En algún momento esas relaciones de producción de impulsoras se convierten trabas del avance de las fuerzas productivas y se inicia una época de revolución y convulsión social de la que emerge un modo de producción más avanzado. Marx pensaba que cada modo de producción empieza a desarrollar a su interior las relaciones de producción del modo de producción que le sucederá. Así, por ejemplo, el modo de producción capitalista se habría gestado progresivamente en las entrañas del modo de producción feudal hasta el momento en que su avance fue tan importante que se hizo incompatible con las instituciones políticas dominantes y se inicia la época de las grandes revoluciones burguesas descritas en lo político por Hobsbawm y en lo económico por Dobb, dilectos discípulos de Marx.

El esquema de Acemoglu y Robinson comparte a la vez al atractivo y la deficiencia del de Marx. El atractivo de sintetizar en unas cuantas categorías la enorme complejidad del proceso histórico; la deficiencia de resultar irrefutable – en términos popperianos – y tautológico cuando se trata de explicar toda una época histórica. No obstante, hay que reconocer que Acemoglu y Robinson escapan al determinismo en la medida en que tienen en cuenta el accidente histórico o lo circunstancial de la historia que hace que nada por deseable o detestable que pueda esté jugado de avance. Así las cosas, cuando se admite el papel de lo accidental o fortuito en el devenir histórico es forzoso asumir los límites de los esquemas y entender que su alcance no va más allá suministrarnos unas “cajas vacías” útiles que nos sirven para comprender las cosas cuando las llenamos de contenido empírico. Y este es el riego que entrañan estas generalizaciones: el de creer que cuando se han entendido se ha entendido todo y se renuncia al estudio de las circunstancias concretas aferrados de una “explicación” general y carente de sustancia.

Me parece que algunos de los párrafos dedicados a Colombia son la parte más deplorable de este libro. Afloran las generalidades, los prejuicios y afirmaciones lapidarias que no tienen otro sustento que los testimonios de un criminal y las “investigaciones” de una ONG politizada.   Veamos algunas “perlas”.

“Durante los últimos cincuenta años, la mayor parte de los politólogos y de los gobiernos han considerado que Colombia es una democracia (…) Tras un gobierno militar de corta vida, que acabó en 1958, se han celebrado elecciones con regularidad, aunque, hasta 1974, existía un pacto por el que se alternaban el poder político y la presidencia entre los dos partidos políticos tradicionales, los conservadores y liberales. De todas formas, dicho pacto, el Frente Nacional, fue ratificado por el pueblo colombiano a través de un plebiscito, y todo esto parece suficientemente democrático” (página 441).

No hay un error de traducción. En el texto original las frases resaltadas son igualmente insidiosas.

El Frente Nacional fue en efecto un acuerdo político celebrado entre los dos partidos tradicionales para poner fin a la violencia política. Pero fue algo mucho más significativo que un mero acuerdo burocrático entre políticos que simplemente querían monopolizar el poder. Los políticos que firmaron el acuerdo y sus partidos eran representativos de la nación.  Había un conflicto violento por la distribución del poder y las partes llegaron a un acuerdo político que fue refrendado en las votaciones de mayor participación en la historia política colombiana. Y eso es suficientemente democrático.  ¿Qué de sorprendente hay en eso? Los franceses, después de la liberación, llegaron a un acuerdo para distribuir el poder político entre todas las fuerzas que habían participado en la resistencia. El Frente Nacional, cosa que nadie ignora, puso fin a la violencia política: durante su vigencia la tasa de homicidios llegó a su más bajo nivel en los últimos 60 años. Adicionalmente, es, visto en su conjunto el período de mayor crecimiento económico en la historia colombiana. Y también es un período de importantes avances en materia social.

Otra “perla”:

“A pesar de que Colombia tenga una larga historia de elecciones democráticas, no tiene instituciones inclusivas. Su historia ha estado marcada por violaciones de libertades civiles, ejecuciones extrajudiciales, violencia contra los civiles y guerra civil” (página 442)

Aquí la falta de rigor llega a extremos inimaginables. Hacer elecciones periódicas competitivas y entregar el poder al ganador se llama democracia y ese es el rasgo esencial de las instituciones políticas inclusivas. En cuanto a la segunda parte del párrafo, no se puede negar que cosas como esas han ocurrido, aunque jamás en la escala a la que incita pensar un texto tan lapidario. En el siglo XIX, Colombia ciertamente tuvo guerras civiles; más no en el siglo XX y mucho menos en la actualidad. No en ningún sentido técnico del término ni en el sentido que sugieren las confrontaciones que la historia tipifica como tales.

Sin embargo, las “perlas” mencionadas y otras más que sería ocioso sacar contrastan con algunos juicios, con los que difícilmente es posible estar en desacuerdo, y que revelan un perspectiva histórica y un conocimiento más refinado de las cosas. Se lee:

“Colombia no es el caso de Estado fracasado a punto de hundirse. Sin embargo, es un Estado sin centralización suficiente y con una autoridad lejos de ser completa sobre todo su territorio” (Página 446).

Uno más para terminar:

“En Colombia, muchos aspectos de las instituciones políticas y económicas han pasado a ser más inclusivos con el tiempo. Sin embargo, ciertos grandes elementos extractivos permanecen”. (Página 447).


LGVA

Febrero de 2013.



[1] ¿Quiere ser rico? Conviértase en empresario innovador: invente una cosa que a todo mundo le guste y que solo usted sepa hacer. Ese es la fórmula mágica del océano azul.
[2] No es obvio que las instituciones políticas del imperio hubieran evolucionado haciéndose más excluyentes. La extensión de la ciudanía un número cada vez mayor de habitantes del imperio sugiere lo contrario. Más aún, la designación de emperadores de origen no itálico, como los españoles trajanos y varios otros es tan incluyente políticamente como la elección de Obama. Aunque hay que reconocer que no siempre esas designaciones fueron las más afortunadas: el brutal Heliogábalo era sirio.

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