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miércoles, 17 de septiembre de 2014

La escasez de las monedas de mil y la ley de Gresham


La escasez de las monedas de mil y la ley de Gresham

 

Luis Guillermo Vélez Álvarez

Economista, Docente Universidad EAFIT

 

Los comerciantes se están quejando de la escasez de monedas de mil pesos; a pesar de que, según el Banco de la República, este año se ha triplicado su circulación. Opina el gremio de los comerciantes, “lo que ha podido pasar es que algunas personas están acumulando en sus alcancías monedas de mil y quinientos”. Por ello recomiendan al Banco “volver a producir billetes de mil”[1].

No es buena la idea de producir y poner en circulación más billetes de mil. Debe hacerse todo lo contrario, es decir, retirar los que están circulación lo más pronto que sea posible. Lo que está ocurriendo con las monedas de mil es una variante del fenómeno conocido con el nombre de Ley de Gresham, según la cual, “la moneda mala expulsa la buena”.

La mayoría de las personas, en sus pequeños pagos con efectivo, tienden a deshacerse primero de los billetes más sucios y ajados y de las monedas menos lustrosas. Y si deciden hacer un pequeño tesoro, tenderán a guardar los billetes “nuevecitos” o las monedas más brillantes. Esto es lo que está ocurriendo con el atesoramiento de las monedas de mil, la moneda buena, que está siendo expulsada de la circulación por la moneda mala, los sucios y ajados billetes de mil y la calderilla formada por las infelices moneditas de bajo poder adquisitivo.

Aparte de algunos inconvenientes menores, ese fenómeno no tiene mayor trascendencia en el régimen moderno de dinero fiduciario. Pero en un régimen donde el dinero está constituido por piezas acuñadas de oro o plata, la expulsión de la moneda buena por la moneda mala es un problema mayor. Fue en un contexto como éste en el que Sir Thomas Gresham (1519-1579) formuló la ley que le dio celebridad.
 
 

A principios del reinado de Isabel I, Inglaterra estaba aquejada por graves problemas monetarios – inflación y devaluación – heredados del reinado del pródigo Enrique VIII, quien para financiar sus costosas guerras, había recurrido al expediente de devaluar la moneda, reduciendo subrepticiamente el contenido de metal fino de las piezas acuñadas. Se trataba de una práctica muy extendida en la época cuyo equivalente moderno es la financiación del gasto de gobierno con emisión monetaria. Los nacientes estados nacionales se habían apoderado del monopolio de la acuñación, arduamente arrebatado a los señores feudales. El valor de la moneda metálica está determinado por su peso y por su ley, es decir, el contenido de metal fino, oro o plata. Cuando estaban cortos de recursos – primero los señores feudales y luego los reyes absolutos – recurrían al expediente de reducir subrepticiamente el contenido de metal noble de las piezas acuñadas inflando así la masa de los medios de pago. Pronto o tarde los comerciantes se percataban del timo y las monedas empezaban a circular con descuento, lo que no es otra cosa que una forma de decir que los precios nominales aumentaban y la tasa de cambio se devaluaba. Al parecer Enrique VIII utilizó con gran soltura esa forma de financiación puesto que, según informa Michel Duchein, biógrafo de Isabel, entre 1542 y 1546, el contenido de metal noble de las monedas en circulación cayó en 40%[2].  

El enfermizo Eduardo VI y la infortunada María Tudor, durante sus breves reinados, trataron de poner remedio a la situación revaluando la moneda, es decir, elevando el contenido de metal fino de las nuevas piezas acuñadas. Inicialmente, Isabel haría lo mismo, sin mayores resultados. Las nuevas piezas, como por arte de magia, desparecían de la circulación y ésta continuaba estando compuesta, mayoritariamente, por piezas viejas y deterioradas. Naturalmente, los comerciantes se reservaban las piezas nuevas para sus negocios internacionales y las demás personas para sus tesoros, grandes o chicos. La moneda mala expulsaba la buena.

William Cecil, el consejero económico de Isabel, aconsejó a su soberana contratar los servicios de un inglés expatriado, el comerciante y financiero Thomas Gresham, residente en Amberes, la Nueva York del siglo XVI, según informa Michel Duchein. Gresham propuso una reforma monetaria consistente en sacar de la circulación la totalidad de las monedas viejas, deterioradas y devaluadas y reemplazarlas por monedas nuevas con mayor contenido de metal noble. El 29 de septiembre de 1560 una proclama real anunció la operación. Vale la pena citar el inicio de esa proclama en beneficio de los amigos de la inflación monetaria que todavía pululan en todas partes:

“Su Majestad, luego de diversas consultas y debates, ha convenido que nada es tan peligroso y perjudicial para la prosperidad y el buen orden del reino como la existencia de monedas depreciadas, de diversos valores y aleaciones, acuñadas antes de su advenimiento (...) Por causa de esas monedas depreciadas, la corona, la nobleza y los súbditos del reino están empobrecidos, pues el oro y la plata finos se van al extranjero, enormes cantidades de monedas viles son fabricadas por los falsificadores (...) y todos los precios aumentan de manera manifiesta y excesiva, con grave perjuicio para los pensionados, los soldados, los servidores y otras personas que viven de sueldos y rentas”[3]  

La reforma se llevó a cabo y en el breve lapso de un año, en lo que hoy sería un programa de choque, se retiraron las monedas viejas y depreciadas siendo reemplazadas por nuevas piezas de mejor ley. La inflación se detuvo y gente recobró la confianza en la libra. Aquí puede terminarse la historia no sin señalar que tras las reformas monetarias de Brasil, Argentina, Perú y otros países aquejados por la hiperinflación late el espíritu de Sir Thomas.  

Además de la situación en que las monedas viejas y deterioradas desplazan a las monedas nuevas, la ley de Gresham opera también en el caso de circulación bimetálica – monedas de oro y plata – y en el de circulación simultánea de monedas y billetes. En el primero, la moneda cuyo valor no-monetario se eleva por cualquier razón es la “buena” y tiende a salir de la circulación; en el segundo la moneda “mala” suele ser el billete viejo y ajado que saca de la circulación a la lustrosa moneda metálica. Esto parece ser lo que está ocurriendo con las monedas de mil. Por esa razón, el Banco de la República debe desatender el consejo de los comerciantes y en lugar de poner a circular más billetes de mil debe apresurarse a recoger todos los que están en circulación – también los de dos mil – y sustituirlos todos por monedas. Si en la Inglaterra Isabelina eso pudo hacerse en un año, no resulta exagerado que en Colombia esa sustitución se haga a lo sumo en ese mismo lapso. ¿Será demasiado pedir, admirado Jota Uribe?

LGVA

Septiembre de 2014.   




[1] Véase: “Este año se ha triplicado la producción de monedas”. Portafolio. Septiembre 11 de 2014.
[2] Duchein, M. Isabel I de Inglaterra. Javier Vergara, Editor, Buenos Aires, 1994. Páginas 56, 115 y 203.
 
[3] Ídem, página 206.

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