El pecado español de cantar el Cara
al sol
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista
Circula en las redes sociales un pequeño video con el
que se pretende menoscabar el prestigio de Vanesa Vallejo, acusándola de
fascista, por el “pecado” de cantar el Cara al sol. Para quienes no lo han visto, describo su contenido.
Aparece, inicialmente, un pequeño recuadro que muestra un ventilador en movimiento y al fondo se escucha la voz de Vanesa entonando unas estrofas del Cara al sol. Luego sale un señor, con un marco de libros, se presenta y empieza a pasar un montaje de cortos en los que se muestran grupos de españoles franquistas cantando la misma tonada, para revelarnos, ¡oh descubrimiento!, que se trata del himno de la falange española y “demostrar” así que Vanesa es una fascista.
Aparece, inicialmente, un pequeño recuadro que muestra un ventilador en movimiento y al fondo se escucha la voz de Vanesa entonando unas estrofas del Cara al sol. Luego sale un señor, con un marco de libros, se presenta y empieza a pasar un montaje de cortos en los que se muestran grupos de españoles franquistas cantando la misma tonada, para revelarnos, ¡oh descubrimiento!, que se trata del himno de la falange española y “demostrar” así que Vanesa es una fascista.
La frivolidad del “argumento” es evidente. A mí y a
muchos de mis amigos nos gusta la Internacional y en ocasiones, animados por
unos vinillos, nos divertimos cantándola, incluso con el puño en izquierdo en
alto, sin que eso nos vuelva comunistas. Como tampoco nos volvemos franceses
cuando marchamos entonando La Marseillaise.
Me cuesta trabajo imaginar una idiotez mayor que la de
clasificar a las personas por las tonadas que les gusta cantar.
Quienes proceden así no están lejos de clasificarlas por su raza o el color de
su piel, lo que también es una idiotez, pero una idiotez criminal, como lo sabe
todo mundo.
Cara al sol es en efecto el himno de la Falange y su
letra, montada sobre una música de Juan Telleria, fue escrita por el propio
José Antonio Primo de Rivera y otros falangistas, una tarde de copas en el bar madrileño
La Cueva del Or-kompon, en diciembre de 1935. La Falange era entonces el
partido pequeño y electoralmente insignificante que nunca dejó de ser. En las
elecciones para las Cortes de 1936 obtuvo el 0,7% de la votación y alcanzó un
único escaño, el del propio Primo de Rivera. Era un partidito ruidoso que debía
a su notoriedad al hecho de que su líder máximo era el primogénito del dictador
Miguel Primo de Rivera, que había gobernado el país entre 1923 y 1930.
En 1936, año fatídico en la historia de España, Primo
de Rivera no era más que un abogado de 33 años, alto y guapo, con un
desbordante deseo de agradar, con el desprecio aristocrático por el dinero de
quienes lo han heredado y no ganado, a quien su holgada posición económica le
permitía vivir casi sin ejercer su profesión y dedicar su tiempo libre, que era
la mayor parte, a la bohemia literaria y a jugar a la política, fascinado como
estaba, al igual que muchos jóvenes de la Europa de su época, por las marchas
embanderadas y ruidosas del fascismo italiano.
En el fondo, Primo de Rivera, no
era más que un filipichín encantador que cultivó la amistad de personas de toda
índole, incluido el poeta Federico García Lorca, con quien sostuvo una tierna
amistad que desde siempre ha avergonzado a la izquierda española, la que tiene
como símbolo de la brutalidad franquista el asesinato del poeta en Granada. La
ejecución de Primo de Rivera en Alicante es el símbolo de la brutalidad del bando
republicano.
La estructuración ideológica de Primo de Rivera era
más bien precaria. “Sus escritos producían la impresión de proceder de un
estudiante aventajado que hubiera leído, sin digerirlo del todo, un curso muy
largo de teoría política”, escribe Hugh Thomas, el gran historiador de la
guerra civil española, quien, por otra parte, ha publicado una selección de los
escritos de Primo de Rivera. Como mediocre imitador de Mussolini, creía que el
estado era el alfa y omega de la vida social y detestaba el capitalismo liberal
del que afirmaba era “un sistema de enriquecimiento de unos cuantos”, como diría
cualquier escolar con devaneos socialistas.
Sin embargo, Primo de Rivera, José Antonio, como
prefería ser llamado y como lo llamaba todo mundo, no era un hombre malvado y,
a pesar de su gusto por los desfiles marciales y su retórica amenazante, no le
gustaba la acción directa como si a Ramiro Ledesma Ramos, fundador y dirigente de
las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalistas, otra escuálida organización
fascista, con la que Primo de Rivera había fusionado la Falange, en un
esfuerzo fracasado por acrecentar el peso político del fascismo en España. Falange
de las JONS era el nombre completo de la organización fusionada.
Como lo ha señalado Stanley Payne, otro gran
historiador de la guerra civil española, hacia 1936, cuando se produce el
alzamiento militar, “el Fascismo en España era un fracaso”. Primo de Rivera
estaba preso en Alicante, desde el 14 de marzo, por lo que no pudo tener ningún
papel protagónico en el alzamiento del 17 de julio ni, mucho menos, en los
hechos que se sucedieron después. Su ejecución, el 28 de noviembre, contribuyó
al sobredimensionamiento de su figura histórica y a magnificar el rol del
fascismo como supuesto instigador del alzamiento militar que desencadenó la
Guerra Civil. Este no es más un mito carente de fundamento histórico, pero profundamente
enraizado en la mentalidad de la izquierda española que la lleva a calificar de
fascista a cualquier fuerza de derecha.
Ni los fascistas de Primo de Rivera ni, incluso, los
monárquicos de Calvo Sotelo, cuyo asesinato consideran los historiadores como
el detonante del alzamiento, eran las fuerzas relevantes de la oposición al
gobierno del Frente Popular, alianza de los republicanos de izquierda de Manuel
Azaña y de los socialistas de Largo Caballero. La mayor fuerza política de
oposición era la llamada Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA),
partido católico y republicano liderado por José María Gil Robles.
Gil Robles, también abogado, era un elocuente orador,
pero tremendamente vacilante a la hora de las decisiones. Monárquicos, fascistas,
socialistas, comunistas y anarquistas lo odiaban por igual. Quizás por sus
vacilaciones a la hora del levantamiento, por no haber sido asesinado por los
franquistas o, por no haber compuesto una tonada pegajosa como jingle
publicitario, su figura histórica se opacó cediendo el lugar simbólico a la de
José Antonio, carismático, encantador y, sobre todo, buen compositor de himnos
partidistas.
Causa un poco de tristeza, al ver la situación actual
de España, que muchos españoles estén perdiendo de vista un elemento fundamental
del Pacto de la Moncloa que, además de ser un pacto político, era un pacto con
la historia, un pacto de reconciliación y perdón con la dolorosa historia de la
Guerra Civil. No debe olvidarse que el 23 de febrero de 1981, día del asalto
violento a las Cortes por los hombres del Coronel Tejero, el único dirigente
que, como Adolfo Suarez, permaneció sentado en su curul, impertérrito,
desafiante, cuando la balas silbaban por doquier, fue Santiago Carrillo, el
viejo líder del Partido Comunista Español, quien, quizás, por haber vivido los
horrores de la Guerra Civil, entendía que no puede haber una España democrática
y libre sin ese pacto de reconciliación. Pero eso supone un conocimiento real de
esa historia y no la visión esquemática e ideologizada de muchísimos españoles que los lleva a ver fascistas hasta en el puchero.
LGVA
Junio de 2020.
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