Harry Sasson, la renta del suelo y
las sopas Maggi
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista
El exitoso cocinero y empresario Harry Sasson anunció
el cierre de su restaurante Balzac, por la imposibilidad de generar ingresos
suficientes para cubrir los costos de producción y, en particular, el arriendo
del local donde operaba. La tragedia del señor Sasson, que es la misma de
muchos comerciantes de todos los sectores, pone en evidencia una de las más
graves deficiencias de los diferentes mercados de factores de nuestra economía, cual es la
extrema dificultad de ajustar a la baja los precios nominales de los recursos productivos cuando los cambios
en las condiciones de la demanda de los productos finales así lo exigen.
El arriendo del local es quizás el principal costo
fijo de los comercios, restaurante, bares y todos los negocios que suponen la
atención directa de la clientela en el lugar mismo donde se producen y
suministran los bienes y servicios demandados. Como, por obvias razones, esas
son las actividades más golpeadas por las medidas de contención de la pandemia,
el arriendo o, mejor, la renta del suelo, se convierte en el verdugo que da la
estocada final a muchos de esos negocios.
El señor Sasson se duele de los elevados arriendos que
pagan negocios como el suyo y parece tener un barrunto de la causa de ese
desaguisado cuando habla de las grandes marcas instaladas en Centro Andino que
llevan “los arriendos a unos números difíciles para un restaurante” y, también,
cuando menciona que en su desparecido negocio se “tomaron decisiones
importantes para el País”, como la de Juan Manuel Santos de correr por la
presidencia y la petición en matrimonio que allí le hiciera a la dama de sus
sueños un caballero de Bogotá.
El barrunto del señor Sasson es acertado. Él es el
responsable de la elevada renta que le cobra su arrendador, es responsable por
haber tenido éxito en hacer que sus clientes les atribuyan un alto valor a los
productos de su restaurante, aceptando pagar el alto precio que tienen. Ahondemos
en el asunto.
El señor, Sasson como todos los comerciantes, calcula
los costos unitarios de todos sus productos, incluido el margen de beneficio
que cree se merece y así fija sus precios: $ 25.000 la crema de arvejas verdes
o $ 30.000 la sopa de cebolla francesa, por ejemplo. Eso es contabilidad de
costos, no economía. Las cosas se ven de una forma un tanto diferente cuando se
someten al análisis económico, es decir, al análisis de la conducta de los
seres humanos que intervienen en esta historia. Hagamos pues un poco de teoría
del valor, de los precios y la distribución. De eso que llaman horrorosamente
microeconomía.
El señor Sasson sabe cuál es el precio al que debe
vender su crema o su sopa para cubrir sus costos y obtener su beneficio. Lo que
no sabe con certeza es el valor que la sopa tiene para la clientela, el cual
varía no solo de una persona a otra, sino que para una misma persona la misma
sopa tendrá distintos valores dependiendo del día de la semana, de si es medio
día o es noche, de si hace frio o hace calor, de si ha tenido un acontecimiento
afortunado o un grave tropiezo en el día, en fin, de una cantidad de
circunstancias prácticamente ilimitadas, que la persona misma ignora, pero que
se sintetizan una de dos frases: ¡Vamos donde Harry! o ¡No vamos donde Harry!
Cuando el señor Sasson fija el precio de su sopa, como
todo empresario que tiene costos ciertos, está haciendo una apuesta de la que
no sabe de antemano si saldrá ganador. Cuando la sopa es plebiscitada por el
mercado, es decir, cuando en general su precio monetario es inferior o, a lo
sumo, igual al valor que le atribuyen sus clientes, el éxito del señor Sasson
no deja de ser observado por sus competidores, claro está, y por todos aquellos
que participan directa o indirectamente en la producción del plato de sopa y que
empiezan a pensar la forma de participar en esa lotería, porque vender una sopa
por 30 mil es como ganarse una lotería.
Así razonan los
vendedores de cebollas, arvejas, espárragos y de todos los insumos que intervienen
en la preparación de las cremas y sopas, y, por supuesto también, los meseros,
los cocineros, el dueño del local y todos aquellos cuyos ingresos directos o el
precio de cuyos productos estén vinculado al precio de la sopa. Así, un día
cualquiera, el de las cebollas subirá un poco el precio, alegando cualquier
excusa. Los meseros y cocineros reclamarán un mayor salario, a la primera
oportunidad, y el dueño del local, en la renovación del contrato, apretará inclementemente
las clavijas. Como la oferta de cebollas
es prácticamente ilimitada para un negocio como el Balzac y meseros y cocineros
no son difíciles de sustituir, estas personas deben ser moderadas en sus
pretensiones pues Harry puede prescindir de sus servicios sin mayor problema.
No ocurre lo mismo con el arrendador del local.
La esquina de calle 83 con la carrera 12 de Bogotá, donde
queda Balzac, es única y no puede ser reproducida mediante el trabajo. Hay
sustitutos cercanos, otros locales situados en las vecindades del Centro
Comercial Andino, donde están instaladas grandes marcas que pueden vender sus
productos a elevados precios lo que les permiten pagar elevados arriendos que
elevan el precio de los locales circundantes y los arriendos que reclaman por
su alquiler sus propietarios. En realidad, es la misma cosa: el precio de un
pedazo de tierra o de un local cualquiera no es otra cosa que la renta
capitalizada. Primero es la renta, después el precio de la tierra o el local, y
antes de la renta, el precio de los bienes y servicios finales a cuya
producción contribuye esa tierra o ese local, y antes de ese precio, el valor
que la personas atribuyen a esos bienes y servicios lo cual se expresa en la
demanda monetaria que determina ese precio que cubre los costos de Harry y
todos los demás comerciantes que apostaron a prosperar en esa Zona T, como la
llaman.
Podemos ahora enunciar la teoría del valor sopa de
cebolla o crema de arvejas verdes, como se quiera: el precio de los bienes
intermedios y la remuneración de los factores de producción que intervienen en
la producción de la sopa de cebolla depende del precio de la dicha sopa y este
del valor que los clientes de Harry le atribuyen, dependiendo de la infinidad
de circunstancias atrás enumeradas y de la forma en que afectan las emociones
de los clientes potenciales, que no tenemos que explorar porque,
afortunadamente, aquí no es asunto de psicología sino de economía. Y en
economía nos basta con saber que un bien es una “cosa” del mundo físico
localizada en un lugar del espacio y un momento del tiempo.
Harry sabe bien eso. Él sabe que una sopa de cebollas
es una sopa de cebollas. Pero sabe también que, una sopa de cebolla, una noche
fría de viernes de octubre, en un lugar como Balzac – donde nacen candidaturas
presidenciales y donde hombres poderosos piden en matrimonio a glamorosas damas
– no es la misma “cosa” que una sopa de cebollas, igualmente tiernas y olorosas,
en la Plaza de San Victorino un caluroso día de agosto. Si fueran la misma
cosa, Harry estaría en San Victorino, sirviendo platos a ñeros, y no en la
Zona T, atendiendo candidatos presidenciales.
Economistas de diferentes épocas - Thorstein Veblen,
George Katona, Dan Ariely - han explorado el campo de las decisiones de
consumo de las personas que las llevan a pagar hasta 30 mil pesos por una sopa
donde Balzac o 50 mil por un gorra en una boutique del Centro Andino.
Veblen habló de algunos bienes de lujo cuya demanda
aumenta cuando sube el precio, porque las gentes que los compran se sienten más
seguras de que lo que compran vale ese precio porque así lo muestran los
compradores más ricos a quienes se esfuerzan por imitar. Un alumno de Veblen,
llamado Duesenberry, ahondó en este asunto indicando que el consumo de la gente
depende del ingreso propio y de lo que ven consumir a los que tienen un ingreso
más elevado. “Efecto demostración” o “efecto Duesenberry” es el nombre que se
le da a esta modalidad de la envidia. A la envidia, George Katona añadió la
estupidez, la ignorancia y la imprevisión como factores determinantes de la
aparente irracionalidad de algunas decisiones de los consumidores. En fin, en
su divertido libro “Las Trampas del deseo”,
Dan Ariely explica por qué una aspirina de 50 céntimos de dólar alivia más
que una de un céntimo. El capítulo se titula “El poder del precio” y su lectura permite entender por qué una
sopa de cebolla de 30 mil es más reconfortante y nutritiva que una de 3 mil.
Siempre me ha parecido que esos estudios sobre la
conducta efectiva los consumidores son muy importantes para el lucrativo
trabajo de mercadeo y ventas, pero que nada aportan en realidad a la teoría de
la demanda y a su fundamento: la hipótesis de racionalidad.
Conducta racional no quiere decir conducta razonable,
conducta acertada o conducta decente. Jack el Destripador y Sor Teresa de
Calcuta son igual de racionales a la hora de ejercer sus preferencias; aunque las
suyas llevaron al infierno, al primero, y al cielo, a la segunda; pero eso nada
tiene que ver con la economía.
Para volver a Balzac, es perfectamente racional,
aunque pueda ser estúpido e indecoroso, el hecho de que un señor pague una
crema de tomate de 30 mil pesos a una amante joven y voluptuosa, al mismo
tiempo que le lleva a su esposa un sobre de Maggi para que se la prepare ella
misma. Tiene toda la razón Harry cuando
se enfurece con quienes le hablan de “reinventarse” atendiendo domicilios. Para
la amante están Balzac y su sopa; para la esposa, el hogar y los deliciosos
sobres Maggi.
LGVA
Junio de 2020.
Muy Profundo, minucioso la explicación sobre el valor de la sopa de cebolla, lectura que deje a medio camino, Cuándo atizo a indicar que en San Victorino sólo habían Ñeros...
ResponderEliminarSe ve el arribismo
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