Las leyes antimonopolio y los "villanos" tecnológicos
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista
Todo empresario sueña con amanecer convertido en
monopolista y si no lo hace no está cumpliendo cabalmente la función
empresarial. La definición de competencia y de las formas de mercado – perfecta,
monopolio, oligopolio, monopolística – por el número de participantes tiene un
efecto perverso en la visión que tienen la gente y los políticos del éxito
empresarial. También es nociva la noción de mercado relevante y la visión
estática que se tiene del mismo por parte de las autoridades encargadas de “vigilar”
y “preservar” la “competencia perfecta”.
El rasgo distintivo de la competencia es la
voluntariedad de las transacciones que realizan los agentes económicos unos con
otros. Comprar el negocio de un competidor es una forma legítima de la
competencia, siempre que la adquisición y la fusión a la que da lugar se
realicen mediante acuerdo voluntario de las partes. La adquisición por Facebook
de las empresas que crearon el WhatsApp, el Instagram y sabe Dios que cosas más
se realizó, hasta donde se sabe, con el consentimiento libre de los vendedores,
quienes en su momento se embosillaron alegremente los millones que recibieron a
cambio.
Las demandas antimonopolio instauradas contra Facebook
en los Estados Unidos y la persecución desatada por las autoridades de
competencia de Europa contra Amazon, Google, Apple y demás gigantes tecnológicos
ejemplifica la orientación característica de las leyes de competencia diseñadas
para proteger a los competidores desafortunados de las consecuencias de la competencia misma. Muy
seguramente tras esas demandas están los abogados y los lobistas de los vendedores
arrepentidos que tratan ahora de conseguir en los tribunales lo que no pudieron
hacer compitiendo en el mercado.
Ciertamente, desde la perspectiva del consumidor, que
es la que debe guiar siempre el análisis económico, el mejor monopolio es el que
menos dura, como dejó dicho Sir John Hicks. Los únicos monopolios duraderos y persistentes
son los que gozan de protección de los gobiernos, como fue durante años el caso
de las telecomunicaciones y el de los servicios públicos suministrados por
redes físicas. Todos los demás son perecederos pues su propia existencia, con
el beneficio extraordinario que los caracteriza, se constituye en acicate para
que los competidores, buscando apropiarse de parte de ese beneficio, incursionen
en el mercado eliminándolos o limitando su poder.
La competencia no existe porque los empresarios deseen
buenamente permanecer chiquitos para que haya muchos en el “mercado relevante”.
La competencia existe porque los empresarios se disputan a dentelladas las
participaciones en el mercado y de esta forma se controlan los unos a los
otros. Las “cuotas” de mercado resultan en definitiva de la voluntad de los
consumidores que con sus compras determinan el tamaño relativo de los oferentes.
Es la envidia de los empresarios, no su benevolencia,
lo que determina la dinámica del mercado y el número de oferentes existentes en
un momento dado. Cuando un empresario constata que su competidor está atrayendo
un gran número de consumidores en detrimento suyo, investiga para ver qué está
pasando y, cuando lo descubre, imita el producto o procedimiento exitoso para
tratar de preservar e incrementar su participación en el mercado. A la postre
esto siempre beneficia al consumidor.
Todo empresario, grande o pequeño, es un monopolista
de cara a su comprador pues solo el empresario sabe la magnitud de la brecha
entre su propio costo y el precio, que, según su valoración subjetiva, está dispuesto
a pagar ese comprador, en un lugar y momento determinados. Las brechas grandes
atraen oferentes y alejan demandantes y es ese movimiento incesante el que
provoca la tendencia a su reducción y desaparición total en el inalcanzable
mundo del equilibrio general donde valor, precio y costo son iguales para todas
las cosas y todos los agentes. Sin el concepto de tendencia al equilibrio,
los economistas estaríamos ciegos para entender la realidad de las cosas.
El caso contra Facebook recuerda el de la AT&T que
duró nueve años antes de que fuera desmembrada en las siete Baby Bells en 1984,
cuando ya habían aparecido la telefonía móvil y el Internet, tecnologías que
fueron, más que las leyes, las que dieron al traste con los monopolios de
telefonía fija. Seguramente los abogados de las grandes tecnológicas
conseguirán dilatar los procesos en su contra, mientras en algún lugar del
mundo empresarios envidiosos de sus beneficios desarrollan las tecnologías y
las empresas que las suplantarán.
El problema es que, como se sabe, el mal ejemplo
cunde. Ya debe estar nuestra autoridad de competencia - la inefable SIC – pensando
cómo desmembrar a nuestras nacientes empresas tecnológicas a las que, por su
estrecha visión de la competencia, ha tratado con especial hostilidad. Lo peor
es que las cosas no terminarían allí si los enemigos de la libertad económica,
ya abundantes en Colombia, en las próximas elecciones, consiguen aumentar su cuota
en el mercado político. Por eso, ¡Ojo con el 2022!
LGVA
Diciembre de 2022.
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