La economía clásica y la jornada de trabajo
(Para mi amigo Martín Jaramillo, el gran economista
greco-caldense)
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista
“Todos los obreros de las fortificaciones y las
fábricas trabajarán ocho horas al día, cuatro por la mañana y cuatro por la
tarde; las horas serán distribuidas por los ingenieros según el tiempo más
conveniente, para evitar a los obreros el ardor del sol y permitirles el cuidar
de su salud y su conservación, sin que falten a sus deberes” (Ley VI de la
Ordenanza de Instrucción de 1593, de su Serenísima Majestad Felipe II)[1]
Los estudiosos del pensamiento económico tenemos un
sesgo marcado hacia el viejo proverbio nihil novum sub sole. No nos
resulta difícil encontrar en algún autor del pasado el antecedente de cualquier
idea supuestamente novedosa o identificar en un planteamiento del presente la
persistencia obstinada de un viejo error.
Los errores de los grandes economistas del pasado son
siempre más interesantes que los aciertos de sus pequeños epígonos del
presente, porque los primeros responden a grandes interrogantes de la disciplina
siempre abiertos mientras que los segundos resuelven pequeñas inquietudes
mercenarias.
En el de la extensión de la jornada laboral, como en
otros asuntos, Inglaterra, con su legislación fabril, marcó el derrotero
después seguido por los demás países del mundo. En la discusión de los
economistas clásicos se encuentran los mismos errores y aciertos de la
discusión presente, cuya relevancia puede estar desapareciendo, dada la
mutación de las formas de trabajo y de contratación que se está desarrollando
ante nuestros ojos. Pero ese es otro asunto. Por lo pronto, el trabajo fabril continúa
existiendo y los gobiernos insisten en regularlo.
Hacia finales del siglo XVIII y principios del XIX, en
Inglaterra, el trabajo en las fábricas está desplazando el de los artesanos y el
de los operarios que trabajan en sus domicilios por cuenta de otro, hasta
entonces predominantes en la manufactura. Ni el artesano en su taller ni el
obrero en su casa estaban sometidos a una jornada laboral única y uniforme,
cada cual trabajaba a su propio ritmo y bastaba con que cumplieran con los
pedidos de los clientes o los encargos del patrón. Eso no es posible en la
fábrica donde la división técnica del trabajo impone la cooperación de los operarios
que se ven obligados a trabajar simultáneamente en el mismo lugar y en una
misma y única jornada para todos. Esa es la característica distintiva y
fundamental del trabajo en las fábricas o sistema fabril.
La legislación fabril inglesa – las Factory Acts
– nació con una ley de 1802 - Ley para
la Mejor Conservación de la Salud y de la Moral de los Aprendices - que limitó el trabajo de los niños a 12 hora diarias.
Otra ley de 1819 – Ley Peel o Ley reguladora de las fábricas de algodón -
prohibió el trabajo de los niños menores de 9 años. Es la ley fabril de 1833 la
que establece, por primera vez en la historia moderna, la jornada laboral legal
cuyos límites fija entre cinco y media de la mañana y ocho y media de la noche.
En ese lapso de quince horas es legal contratar hasta por doce a obreros adolescentes
– entre 13 y 18 años – y hasta por ocho a niños entre 9 y 13.
La ley
fabril del 7 de junio de 1844 extendió el límite de 12 horas diarias de trabajo
a todas las mujeres, sin importar la edad, y prohibió su trabajo nocturno. Parece
que el trabajo de los niños y las mujeres era más complementario que
sustitutivo del de los varones adultos. Como en la mayor parte de las
operaciones en las fábricas era indispensable la cooperación de hombres y
mujeres o entre obreros adultos y jóvenes aprendices, esto redujo en la práctica la
jornada laboral de los obreros varones adultos. Marx, quien se ocupó
extensamente de la legislación fabril inglesa, al respecto escribió lo
siguiente:
“Por
tanto desde 1844 a 1847 la jornada laboral de 12 horas fue, de hecho, la
jornada general y uniforme de trabajo en casi todas las ramas industriales
sometidas a la legislación fabril”[2].
El 8
de junio de 1847, una nueva ley fabril ordenó reducir a 10 horas la jornada
laboral de los obreros jóvenes y de todas las obreras. Por la razón ya expuesta,
esto arrastraba en la práctica la reducción de la jornada de todos los obreros.
Tal vez para compensar ese impacto, la ley fabril de 1850 eleva a 10 horas y
media la jornada de obreras y obreros jóvenes. Finalmente, la Factory Act de
1874 estableció para todos los trabajadores una jornada laboral de 10 horas
como máximo.
La
joven economía política inglesa participó activamente en los debates de las
leyes fabriles, como lo hizo también en los de las leyes de cereales y las
leyes de pobres. Toda la teoría de Ricardo se construyó a propósito de las
primeras y la de Malthus de las segundas. Como Ricardo y Malthus habían
fallecido en 1823 y 1834, respectivamente, correspondió a sus discípulos Nassau
Senior, Robert Torrens y John Stuart Mill asumir la carga de la discusión.
En
general, tanto Senior como Torrens y los demás economistas clásicos, fueron
favorables a la regulación del trabajo infantil, pero se opusieron a la de la
jornada laboral de los adultos, porque esa regulación violaba la libertad de
contratación entre agentes económicos ilustrados. Creían, además, que las
reducciones continuas de las horas de trabajo, sin reducción de los salarios
nominales, terminarían por arruinar la industria inglesa[3].
En una
de sus célebres cartas sobre las leyes fabriles, la dirigida a Charles Poulett
Thomson, el 28 de marzo de 1837, para explicar su posición contraria a la
reducción de la jornada laboral de once y media horas a diez, Senior imaginó el
caso de un industrial del algodón que invierte un capital de 100.000 libras –
80.000 fijo y 20.000 circulante – del que obtiene un beneficio bruto de 15%: un
5% para reposición del capital fijo y 10% de beneficio neto. Para que las cosas cuadren, nuestro industrial debe producir y vender
anualmente mercancías por un valor de 115.000. Al pasar la jornada en 11½ a 10
horas, evidentemente, ceteris paribus, el valor de la producción anual
se reduce a 100.000 libras, desapareciendo la totalidad del beneficio que
surgía de esa última 1½ hora[4]. Si la reducción era de
una hora, desaparecía el beneficio neto, razón por la cual el planteamiento de
Senior es conocido en la historia del pensamiento económico como la “hipótesis
de la última hora”.
En
cualquier caso, al extenderse la situación al conjunto de los industriales
ingleses de mediados del siglo XIX, la industria británica se arruinó y la
Orgullosa Albión retornó a la agricultura feudal. Pero no hay que ser
excesivamente crueles con el desdichado Senior pues, a fin de cuentas, en el
siglo IV antes de Cristo, un hombre tan inteligente como Aristóteles había
convencido a todo mundo de que sin esclavos la humanidad no podía progresar,
nadie llegaría a ser filósofo ni a convertirse en ciudadano deliberante de alguna
de las innumerables polis griegas.
El
problema de Senior radicaba en el inmenso ceteris paribus oculto en su
razonamiento. La función de producción de su industrial es, evidentemente, una
de coeficientes fijos que no admite sustitución alguna entre capital y trabajo.
Parece también suponer, algo imperdonable en un discípulo de Ricardo, que la
relación trabajo/capital es la misma en todos los sectores de economía, lo que
le impide entender que la reducción de la jornada laboral afecta desigualmente
los distintos sectores, provocando movimientos de capital desde los más a los
menos afectados, hasta que se obtenga la nivelación de los beneficios en todas
las ramas, lo cual se produce por cambios en todos precios e ingresos de la
economía. Tampoco consideró Senior los cambios en las funciones de producción
eventualmente inducidos por el acortamiento de la jornada. Con cierta
pedantería podríamos hoy decir que el análisis de Senior era estático y de
equilibrio parcial y no dinámico y de equilibrio general como exigía la
naturaleza del problema.
Mill
se aparta del análisis apriorístico de Senior al sostener que el efecto sobre
los beneficios, la producción y el empleo de una reducción de las horas de
trabajo sin disminución de los salarios es algo que “…no podría predecirse de
antemano y sería la experiencia la que lo diría.”[5]. No ahonda más en el
asunto y en lugar de ello emprende un análisis completamente novedoso para la
época y de gran interés en el presente.
La
discusión sobre la jornada de trabajo establecida por ley, la aborda Mill en el
Libro V, capítulo XI, secciones 9 y 12 de sus “Principios de Economía Política”.
Es bueno recordar que el Libro V trata de la influencia del gobierno en la
economía y el capítulo XI se titula: “De los fundamentos y límites del
principio de Laisser-Faire o no intervención”. La primera edición de los
“Principios” se publica en 1848, es decir, un año después de la aprobación de
la Factory Act que llevó a 10 horas diarias la jornada laboral de los
jóvenes menores de 18 años y las mujeres. La reflexión de Mill sobre el asunto
está en buena medida marcada por ese hecho al cual hace referencia explícita.
En la
sección 9, Mill enuncia el principio de no intervención del gobierno de la
siguiente forma:
“…casi
todas las personas tienen una opinión más exacta y más inteligente de sus
propios intereses y de los medios para fomentarlos, de la que puede serle
impuesta por un decreto general de la legislatura o de la que puede aconsejarle
en algún caso particular un funcionario público. Por regla general la máxima es
incontestable; pero no es difícil percibir algunas excepciones importantes y
muy conspicuas que pueden clasificarse bajo diversos títulos”[6]
Entre
las excepciones importantes está el caso de los dementes, totalmente incapaces
de juzgar y actuar sobre su mejor interés, y los niños, que no han adquirido la
madurez intelectual requerida para hacerlo. En el caso de los niños, no basta
con decir que su juicio puede ser sustituido por el de los padres o parientes,
pues la autoridad paterna es susceptible de abuso como cualquier autoridad; lo
cual justifica la intervención legal que prohíba a los padres a hacer ciertas
cosas malas para los niños, como maltratarlos físicamente o privarlos de
educación.
Sobre
la jornada laboral de los niños plantea lo siguiente:
“En
los dominios especiales de la economía política podemos encontrar un ejemplo
bien palpable: es muy justo que se proteja a los niños y a los jóvenes, hasta
donde pueda alcanzar el ojo y la mano del estado, contra el peligro de hacerlos
trabajar en exceso. No debe permitírseles que trabajen demasiadas horas al día
o que realicen trabajos demasiado duros para sus fuerzas, pues si se les
permite tal cosa se les obligará a soportarlos. En el caso de los niños,
libertad de contratación es sinónimo de libertad de opresión”[7]
Estaba
bien pues lo referente a los niños. El problema era que la Factory Act
de 1847 restringía también la libertad de contratación de las mujeres por la
misma razón que lo hacía con los niños y los jóvenes: su situación de
dependencia y la inmadurez de su juicio. Esto resultaba inaceptable para Mill:
“Pero
el que se incluyan en una misma clase, para éste y otros fines, a la mujer y al
niño, me parece indefendible en principio y dañino en la práctica. El niño no
puede juzgar o actuar por sí mismo hasta llegar a cierta edad (…) pero la mujer
es tan capaz como el hombre de apreciar y dirigir sus propios asuntos, y el
único obstáculo para que lo haga proviene de la injusticia de su actual
situación social”[8]
Mill
estaba casado con una mujer formidable, Harriet Taylor - la destacada defensora
del voto femenino y de la igualdad las mujeres en todos los derechos políticos,
civiles y sociales - que ejerció una gran influencia sobre su pensamiento,
llevándolo a rechazar la noción de “naturaleza femenina”, prevaleciente entre
la mayor parte de los liberales de su época[9].
“Lo
que ahora se llama la naturaleza de las mujeres es algo eminentemente
artificial, el resultado de una represión forzada en algunos sentidos y de un
estímulo antinatural en otros”[10].
La
cuestión, pues, con relación a la mujer, no es “protegerla” de las
consecuencias de su condición social, sino de alterar esa condición para que
pueda decidir y actuar libremente en función de su interés como lo hacen los
hombres:
“Si la
mujer tuviera, como lo tiene el hombre, el control absoluto de su persona y de
su patrimonio o sus adquisiciones, no habría ningún motivo para que se le
limitaran las horas de trabajo, con el objeto de que pueda tener tiempo de
trabajar para el marido, en aquello que los defensores de la restricción llaman
su hogar”[11]
En
esas condiciones se podría esperar que Mill rechazara de plano la restricción
de la libertad de contratación con la imposición legal de una jornada laboral a
los obreros adultos, hombres y mujeres. Sorprendentemente no es así, y el
argumento empleado es aún más sorprendente:
“Existen
casos en los cuales la intervención de la ley es precisa no para predominar
sobre el juicio de los individuos respecto de sus propios intereses, sino para
dar efectividad a ese juicio, ya que no pueden hacerlo efectivo sino concertándose,
y este concierto no puede ser eficaz a menos que la sanción de la ley le
comunique validez”[12]
Para
explicar este enunciado, Mill desarrolla el siguiente razonamiento:
Supongamos
una reducción de la jornada de diez a nueve horas sin disminución de salario.
En principio, como es obvio que esto beneficia a todos los trabajadores, habría
que suponer que todos la acogerían sin que fuera necesaria su imposición legal.
Sin embargo, como otra consecuencia de la reducción de la jornada es la
elevación en poco más de 10% del salario por hora, es probable que algunos o
muchos trabajadores valoren más el ingreso adicional que una hora más de ocio.
Si los que valoran más el ocio son pocos, quedarían en situación desventajosa
en el mercado y a la larga se verían forzados a trabajar diez horas. Si, por el
contrario, la mayoría valoran más la hora de ocio, la reducción de la jornada
se impondrá sin sanción legal, aunque algunos quieran y logren trabajar diez
horas. Como no hay forma de saber de antemano el comportamiento de los
trabajadores, la reducción de la jornada debe imponerse por la ley.
Aunque
Mill no lo hizo, es posible hacer un razonamiento similar del lado del
empresario. Necesariamente, en el largo plazo, la reducción de la jornada de
trabajo sin reducir el salario eleva la relación capital/trabajo y aumenta la
producción por hombre. Esto lo pueden entender algunos empresarios, pero es
poco probable que aislada y espontáneamente tomen la decisión de reducirla pues
el efecto inmediato, que percibe todo mundo, de aumentar los costos y reducir
la producción los pone en desventaja con sus competidores. En estas condiciones
se necesitaría de la intervención estatal para obligar a los empresarios a
actuar de acuerdo con su propio interés de largo plazo.
Alfred
Marshall, el último de los grandes economistas clásicos[13], no entró en la discusión
de si la reducción de la jornada laboral debía hacerse por fuerza de la ley,
pero estaba convencido de que el progreso de la sociedad se manifestaba, entre
otras cosas, en el hecho de que el trabajo manual demandara menos horas del día
a cada hombre, de suerte que para todos ellos se abría la posibilidad de
dedicar su tiempo a actividades más elevadas y propicias para el desarrollo de
su cuerpo y su espíritu.
En una
hermosa conferencia titulada “El porvenir de las clases obreras”, pronunciada
en el Reform Club de Cambridge, en noviembre de 1873, Marshall expresó su
convicción de que las invenciones y el progreso de la ciencia llevarían a la
reducción de la jornada de trabajo manual a no más de seis horas diarias. Al
planteamiento tradicional de los efectos de una jornada reducida sobre la
producción, respondió de la siguiente forma:
“Puede
argüirse en primer lugar que un gran descenso en el número actual de horas de trabajo
manual impediría a la industria de un país cumplir con su cometido, de
manera que no podría sostenerse el nivel de riqueza del mismo. Esta objeción es
un ejemplo de la dificultad que tenemos de ver la realidad de las cosas con que
estamos familiarizados. Todos sabemos que las invenciones y el progreso de las
ciencias han multiplicado enormemente la eficacia del trabajo durante los
últimos cien años”[14]
Hablaba
Marshall, hay que insistir en ello, al trabajo manual en el que el músculo del
hombre compite vanamente con las fuerzas de la naturaleza, en lugar de ponerlas
a su servicio con el conocimiento aplicado a la producción. De ahí sigue esta
hermosa y optimista conclusión:
“…el
único tipo de trabajo excluido de nuestra imaginada sociedad es aquel que
conduce a un estancamiento del desarrollo mental, el que impide a los hombres
que abandonen las viejas y estrechas rutinas de pensamiento y sentimiento y
lleguen a obtener conocimientos más extensos, gustos más elevados e intereses
más comprensivos. Hoy es el citado estancamiento casi la única causa de su
indolencia. Si se suprime, y el trabajo se aplica adecuadamente, el empleo
vigoroso de sus facultades ha de ser la finalidad de todo hombre. El trabajo
total que se realice por habitante ha de ser mayor que ahora. Menos trabajo se
aplicará directamente al aumento de la riqueza material, pero mucho más se
aplicará indirecta y eficazmente a dicho fin. Saber es poder, y el hombre
tendrá conocimientos. Aumentará el número de invenciones y estas serán
adoptadas. Todo trabajo será especializado y no habrá beneficio al emplear a
los hombres en tareas que no requieran habilidad especial”[15].
Espero
que el lector que obstinadamente llegó hasta aquí haya encontrado este repaso
de economía clásica sino útil por lo menos divertido.
LGVA
Diciembre
de 2020.
Bibliografía
Blaug,
Mark. (1962, 2001). Teoría económica en retrospectiva. Fondo de Cultura
Económica, México, 2001.
Keynes,
J.M. (1936, 2000). Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero.
Fondo de Cultura Económica, México, 2000.
Marshall, Alfred (1929, 1978). Obras escogidas. Fondo de Cultura Económica, México, 1978.
Marx,
Karl. (1867, 1971). El Capital, Tomo I. Fondo de
Cultura Económica, México, 1971.
Mill,
John Stuart (1848, 1978). Principios de Economía Política. F. Fondo de
Cultura Económica, México, 1978.
Rosenblatt,
Helena (2018, 2020). La historia olvidada del liberalismo. Editorial
Planeta-Editorial Crítica. Bogotá, 2020.
Senior,
N.W. Letters on the Factory Act, as it affects the Cotton Manufacture (London:
B. Fellowes, 1837). https://oll.libertyfund.org/title/senior-letters-on-the-factory-act.
[1] “La jornada de ocho horas: ¿un invento «sindicalista» del Rey
Felipe II?” ABC- Historia. https://www.abc.es/historia/abci-jornada-ocho-horas-invento-sindicalista-felipe-201905080106_noticia.html
[2] Marx, K.
(1867,1971). Página 223.
[3] Blaug, M. (1962, 2001). Página 244-245.
[4] Senior,
N.W. Letters on the Factory Act, as it affects the Cotton Manufacture (London:
B. Fellowes, 1837). https://oll.libertyfund.org/title/senior-letters-on-the-factory-act.
[9] En su
autobiografía, hablando de Harriet, Mill escribió lo siguiente: “En todo cuanto
concierne a la aplicación de la filosofía a las exigencias de la sociedad
humana, yo he sido su discípulo, tanto en la osadía especulativa como en la
prudencia del juicio práctico”. Citado en Marshall,
Alfred (1929, 1978). Página 181.
[10] Mill, J.S. “On the Subjection of Women”. Citado en Rosenblatt, H. (2018,
2020).
[12] Mill, J.S. (1848, 1978). Página 823.
[13] Entendiendo
“Economía Clásica” en el sentido que Keynes dio a la expresión en la Teoría
General: “Me he acostumbrado – escribió Keynes – a incluir en la escuela
clásica a los continuadores de Ricardo, es decir, aquellos que adoptaron y
perfeccionaron la teoría económica ricardiana, incluyendo a J.S. Mill,
Marshall, Edgeworth y el profesor Pigou”. Keynes (1936, 2000). Página 15.
[15] Marshall, Alfred
(1929, 1978). Página 192.
Excelente artículo. Pero me parece que en el mundo moderno (Colombia incluida) no se necesita imponer por ley la reducción de la jornada máxima.
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