Y después de la pandemia…el
capitalismo, pero ¿cuál?
(Para mis amigos de la Mesa del Patio)
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista
Lo que llamamos capitalismo es algo relativamente
nuevo y al mismo tiempo extremadamente antiguo. Debemos a Marx esa
denominación. En su visión estilizada de la historia -el llamado materialismo- habló
del modo de producción capitalista, que habría sucedido al modo de producción feudal
que a su turno habría sustituido al modo de producción esclavista que suplantó
al comunismo primitivo, en el cual no existía la propiedad ni la sociedad
estaba dividida en clases antagónicas y al que, al parecer, quieren retornarnos
sus seguidores.
Ninguno de los grandes economistas anteriores a Marx, que
él denominó clásicos, utilizó el término “capitalismo” para referirse a la
realidad económica que teorizaron. No lo hizo Smith, ni tampoco Ricardo ni
ninguno de los demás. Smith utilizó para referirse a ella la maravillosa
expresión de Gran Sociedad.
Para Smith esa Gran Sociedad era el resultado del
lento desarrollo a lo largo de los siglos de un conjunto de instituciones que
nadie inventó deliberadamente pero que se fueron adoptando y generalizando
progresivamente, porque los hombres iban descubriendo que ellas les permitían
resolver, cada vez más exitosamente, el problema siempre existente de la
escasez. El intercambio voluntario, la división del trabajo, la propiedad, el
dinero y el cálculo económico son esos arreglos institucionales espontáneos que
caracterizan esa Gran Sociedad que Smith veía desplegarse ante sus ojos, a
pesar de los esfuerzos de los antiguos poderes mercantilistas para contenerla y
de las resistencias mentales de las personas. Socavar esos poderes y superar
esas resistencias era y sigue siendo el propósito de la enseñanza de Smith.
Para resaltar el carácter no deliberado del
surgimiento y desarrollo de los elementos constitutivos de la Gran Sociedad,
Hayek, ya en el siglo XX, introdujo, para referirse a ella, el concepto de
“Orden Espontáneo”. También usó expresiones más descriptivas como “orden que se
autogenera” o “estructuras que se auto-organizan”, propias de la cibernética y
de las disciplinas asociadas, como la teoría de la información y la teoría de
los sistemas. Lo importante es entender que esas instituciones persisten y
resurgen a pesar de los esfuerzos deliberados de los partidarios de la
ingeniería social totalitaria por eliminarlas o controlarlas en su pretensión
de convertir la sociedad en una organización manipulable a su antojo.
En su obra La sociedad abierta y sus enemigos, Karl
Popper hizo la crítica demoledora de las manifestaciones más aterradoras de la
ingeniería social totalitaria de la época moderna: el nazismo, fascismo y el
comunismo, cuyos orígenes se remontan a la obra de Platón. No vivió lo
suficiente Popper para ver el surgimiento de las nuevas expresiones de la
ingeniería social totalitaria: el ambientalismo, el igualitarismo y, la más
reciente, el pandemialismo.
El nazismo, el fascismo y el comunismo buscaron, desde
el poder del estado, organizar la
sociedad sobre la base de tres nociones vinculantes: la raza, la patria y la
clase social. En todos los casos el propósito era el control por el estado de
los medios y las decisiones de producción. El individuo que - con sus propiedades,
sus derechos, sus libertades, sus deseos y sus responsabilidades – está en el centro
de la Gran Sociedad, debía renunciar a todo ello y someterse al imperio de un
supuesto interés colectivo encarnado por el estado omnipotente, omnisciente y
benevolente. La fórmula de Mussolini “Todo en el estado, nada contra el estado,
nada fuera del estado” aplica a las tres modalidades del totalitarismo
analizadas por Popper.
Mucho le costó a la humanidad – una guerra terrible y
una angustiosa guerra fría- deshacerse de los totalitarismos de raza, patria y
clase. El desprestigio moral enterró el totalitarismo de raza; el de la patria
se ha moderado sin dejar de manifestarse; mientras que el totalitarismo de clase,
el históricamente el más criminal y pernicioso, se ha transformado tanto en sus
manifestaciones ideológicas como en su fundamentación teórica y su objetivo
final.
Los levantamientos sociales de la segunda mitad del
siglo XIX y las grandes revoluciones del XX – la bolchevique y la maoísta,
principalmente - tuvieron como inspiración la teoría de la explotación,
desarrollada por Marx y sus discípulos. La falta de fundamento de esta teoría
fue puesta en evidencia por la increíble capacidad productiva del capitalismo
que, haciendo retroceder la pobreza donde quiera que logra implantarse, volvió
trizas la predicción fundamental de esa teoría según la cual su desarrollo
conduciría de forma inexorable a la miseria creciente del proletariado, en el
que se habría transformado la mayoría de la población. Por eso la teoría de la
explotación ha sido sustituida por la teoría de la desigualdad como fundamento
de la prédica política de comunistas y socialistas.
Por otra parte, el éxito económico del capitalismo
liberal y el fracaso estruendoso de la planificación socialista, han llevado a comunistas
y socialistas a reformular su objetivo final que, ya no es el control de los
medios de producción, sino el control de sus resultados para implantar la
igualdad. Los comunistas soviéticos y maoístas asimilaron el fracaso de la
organización de la producción por cantidades mediante modelos matemáticos – la
programación lineal de Kantoróvich y el insumo-producto de Leontief – y
decidieron que había que dejar a los precios y al beneficio monetario jugar su
papel en la orientación y volumen de la producción. Ya Lenin había dicho que comunismo
es capitalismo de estado más dictadura del proletariado, los chinos están
aplicando a cabalidad esa regla y los comunistas del resto del mundo se
esfuerzan por hacerlo.
Gorbachov pretendía con sus reformas hacer algo
similar en la Unión Soviética, pero la cosa de se le salió de las manos. Los
chinos, que venían después en el reformismo, entendieron la lección de que un
poco de libertad política puede ser demasiado y liquidaron el asunto con la
masacre de Tiananmen. Optaron por su capitalismo totalitario que, como querían
los fisiócratas franceses del siglo XVIII, combina el laissez-faire económico
con el despotismo político.
A lo largo del siglo XX, las revoluciones violentas
entraron en desuso, primero, en Europa y, más tarde, en el mundo entero. Los
socialistas y comunistas empezaron a seguir la estrategia inaugurada por Eduard
Bernstein, dirigente de la socialdemocracia alemana a principios del siglo XX, de emplear los
procedimientos de la democracia liberal para llegar al poder y, una vez
instalados allí, proceder a buscar la igualación de rentas mediante la
tributación progresiva, las transferencias monetarias y el sumistro de bienes y
servicios por el gobierno. Ese fue el nacimiento del estado benefactor que
después se extendió a Inglaterra, Francia y demás países del mundo, llegando
incluso a Estados Unidos por cuenta del Partido Demócrata.
Aunque los grandes partidos comunistas europeos
pro-soviéticos – los de Francia, Italia y España- prácticamente desaparecieron, existen en
todos los países de Europa partidos socialistas o social-demócratas con
bastante arraigo y otro conjunto de organizaciones colectivistas que tienen
oferta política de temas especiales – ambiente, igualdad de género, igualdad
salarial, etc.- dirigida a grupos específicos de la población: jóvenes,
mujeres, gays, etc. Pero lo más grave aún es que las ideas asistencialistas de
que el estado existe para distribuir ingresos, entregar bienes y dispensar
favores han penetrado el ideario de todos los partidos del espectro ideológico
al punto de que la competencia política se ha transformado en un concurso por
administrar lo menos dolosamente el sistema de corrupción y fraude generalizados
que es la esencia del asistencialismo. A eso se refería Hayek cuando hablaba de
los socialistas de todos los partidos.
La bancarrota de las políticas keynesianas, en medio
de la crisis de inflación y desempleo de los años 70, permitió el resurgimiento
intelectual del liberalismo con las ideas de Friedman y Hayek y su regreso al
poder con las figuras señeras de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. La
influencia intelectual de los primeros y la influencia práctica de los segundos
se extendió a lo largo y ancho de todos los países capitalistas, llevando al
desmantelamiento del ineficiente aparato productivo gubernamental, a la pérdida
de respetabilidad intelectual del déficit fiscal y su financiación monetaria y
al cuestionamiento moral del asistencialismo por sus secuelas de fraude y
corrupción. En los años 90 estas ideas llegaron a América Latina y desataron
una gran oleada de privatizaciones y de reformas liberalizadoras en unas
economías atenazadas por el proteccionismo y el intervencionismo de la CEPAL,
por entonces religión oficial e incontestada de la política económica en la
región.
La crisis de fin de siglo y la de 2008 dieron un nuevo
aire al intervencionismo estatal, especialmente en el orden monetario. No
obstante, aunque se hizo más lento, el avance de la libertad no se detuvo. En
el Índice de libertad económica de la Fundación Heritage, en 2008, los países
libres o bastante libres eran 30, el 19 % del total. En el índice de 2020 son
37, el 21 %. Los moderadamente libres pasaron de 51 (32 %) a 62 (34 %) y
aquellos con poca o ninguna libertad de 76 (48%) a 81 (45%). En 2008, seis de
los países de América Latina – Chile, El Salvador, Uruguay, México, Costa Rica
y Panamá - estaban entre los 50 más libres; en 2020 son tres: Chile, Colombia y
Uruguay. Entre esos años Colombia pasó del puesto 67 al 45, mientras que la
Madre Patria retrocedía del 31 al 58.
En distinto grado, dependiendo en alguna parte de su
tradición liberal y de la capacidad de sus sistemas de salud y/o de la
experiencia en el manejo de epidemias, todos los países del mundo impusieron
restricciones a las libertades y a la actividad económica. Este gigantesco
derrocamiento de la propiedad individual y de las libertades que en ella se
fundamentan, en nombre de la salud pública, le ha venido como anillo al dedo a
los totalitaristas del mundo entero que han podido añadir al ambientalismo y al
igualitarismo otra justificación moral de sus pretensiones de organizar desde
el estado la vida económica y social de las personas: el pandemialismo.
No se trata de acabar con el capitalismo sino de montar
sobre sus espaldas un gigantesco aparato burocrático y asistencialista que, sin
destruirlo plenamente, lo fagocita – como lo hacen los organismos microscópicos
que se alimentan de nuestras células- de suerte que la clase política que lo
controla pueda vivir a sus anchas y las masas asistidas puedan malvivir en
servidumbre de las migajas que reciben agradecidas del estado providente que
controla sus vidas. No importa que ese capitalismo funcione a media máquina
siempre que provea lo necesario para mantener la maquinaria represiva del
estado y el lujo de sus controladores y garantizarles a las masas la atención
de sus necesidades básicas, cuya naturaleza y amplitud define ese mismo estado.
Por eso no es extraño que los predicadores morales –
filósofos, escritores, economistas, periodistas y, en general, los llamados
intelectuales – hayan responsabilizado al “capitalismo salvaje” del surgimiento
de la pandemia, así como lo acusan de destruir el ambiente y de producir
desigualdad. Predican también que la pandemia nos ha enseñado a prescindir del
lujo superfluo – cuya búsqueda desaforada destruye el ambiente, genera
desigualdad y, lo nuevo, produce pandemias – y conformarnos con lo básico que
nos puede dar un “capitalismo domesticado” por el poder del estado. La
alternativa que se abre no es entre capitalismo y socialismo, sino entre
“capitalismo salvaje” o, más precisamente capitalismo liberal, y “capitalismo
domesticado” o, mucho mejor, capitalismo totalitario.
La idea de que debemos conformarnos con lo básico y
prescindir del lujo superfluo, ha sido parte de la predica de muchos filósofos
y moralistas desde tiempos inmemorables. Aristóteles - quien creía en su época
que ya todo o casi todo estaba inventado, según dejó dicho en su Política
- condenó el comercio, que él llamaba la crematística, porque conducía a la
búsqueda inmoderada de la riqueza más allá de lo necesario. Marx creyó que el
capitalismo que le cupo conocer había alcanzado ya el máximo desarrollo de las
fuerzas productivas y que estaba maduro para transitar al reino de la
abundancia de la sociedad comunista, que había imaginado en su opúsculo Crítica
del programa de Gotha. ¡Cómo me gustaría que Aristóteles y Marx
resucitaran y ver, aunque fuera solo un segundo, la perplejidad de sus rostros
ante el celular, la internet, los computadores y todas las maravillas de la
época moderna!
La resignación con la pobreza, incluso su elevación a
la categoría de virtud, ha estado siempre en el arsenal ideológico de los que Antonio
Escohotado llama enemigos del comercio. Adam Smith, quien fue antes que nada un
profundo conocedor de la naturaleza humana, proclamó, sin ambages, que las
necesidades del cuerpo pueden ser limitadas mas no así las de la imaginación y
la fantasía y, entendió, mejor que cualquiera, que la extensión de la Gran
Sociedad Mercantil Libre, que acababa monopolios y difuminaba las fronteras de
esos monopolios territoriales que llamamos estados, era la única forma de
permitir, sin violencia ni guerra, el despliegue de esa imaginación y esa
fantasía, que en definitiva es lo que nos hace humanos y nos diferencia de los
animales, los cuales, ellos sí, desprovistos de esos atributos, pueden
conformarse con lo básico.
El dilema post-pandemia es pues mucho más profundo y
así lo deben entender los liberales. Debemos escoger, como venimos haciéndolo
desde hace mucho tiempo, entre la sociedad cerrada, limitada a lo básico, del capitalismo
totalitario y la sociedad abierta del capitalismo liberal, propicia al
despliegue de los deseos ilimitados que surgen de nuestra imaginación y nuestra
fantasía, en decir, de nuestra propia condición humana. Yo por mi parte ya hice
mi elección. Cuando salga del confinamiento lo haré gritando, como Gargantúa al
nacer: “¡A beber! ¡A beber!”. Y no
precisamente agua fresca.
LGVA
Mayo de 2020.
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