El dinero en la Biblia: la
legislación y el interés
(Parte 2)
(Para Rosmery Velásquez)
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista
A su llegada a Egipto el pueblo de Israel no era más
que un pequeño grupo de pastores: la familia de Jacob y algunos sirvientes. La
Biblia habla de 70 personas. Después de poco más de cuatro siglos, los
israelitas han debido multiplicarse extraordinariamente, al punto de ser
percibidos como una amenaza para el pueblo egipcio. Para frenar su crecimiento,
el Faraón ordena el asesinato de los varones recién nacidos. Moisés, el líder
de la rebelión y del posterior éxodo de los judíos, es un niño salvado del
infanticidio.
La historia del Éxodo, y de los demás libros –
Levítico, Números y Deuteronomio – que conjuntamente con Génesis conforman el
Pentateuco, es la de la conformación del pueblo de Israel como Nación, es
decir, la del tránsito, bajo la égida de Moisés, de una sociedad tribal a una
sociedad estatal, para emplear los términos de Francis Fukuyama en su obra Los
orígenes del orden político.
Al momento del Éxodo ya existen o se irán
desarrollando los elementos característicos de una sociedad estatal. El
crecimiento demográfico, la causa de la salida de Egipto, es también la fuerza
impulsora del surgimiento del estado, entendido como le ejercicio del poder
político sobre población asentada en un territorio por una autoridad central
apoyada en el monopolio de los medios de coacción. La autoridad central, con
sus leyes y su fuerza coactiva, se irá configurando durante la travesía en el
desierto. El territorio será, en ese tiempo, solo una expectativa: la tierra
prometida, Canaán, de donde había partido Jacob cuatro siglos atrás.
“Partieron los hijos de Israel de
Ramesés a Sucot, como seiscientos mil hombres de a pie, sin contar a los niños.
También subió con ellos grande multitud de toda clase de gentes, y ovejas, y
muchísimo ganado” (Éxodo 12, 37-38).
Si había seiscientos mil hombres de a pie, no parece
exagerado suponer que el pueblo de Israel que emprende el éxodo estaba
conformado por un millón y medio de personas, aproximadamente. No podía pues
manejarse con la mera autoridad patriarcal con la que Jacob manejaba a su
descendencia. Más tarde se hará un censo en el que resultaron 603.550
israelitas mayores de 20 años, útiles para la guerra, sin contar los levitas
(Números 1, 45-46).
Asistido por los prodigios que le permite hacer Yahvé
y apoyado también en los esbirros de Josué, aquel que 40 años más tarde liderará la
sangrienta toma de Jericó, Moisés se irá transformando en el líder carismático
que poco a poco somete a su pueblo al cumplimiento de las leyes que él mismo
crea inspirado por Yahvé.
La palabra “carisma”, de origen griego, significa
“tocado por Dios”. El de Israel es uno de los muchos casos de un estado de
origen religioso, es decir, donde la religión es, por así decirlo, el pegamento
que garantiza la unidad de las tribus que conformarán el estado naciente.
“Religión” es palabra latina formada por el prefijo “re”, que denota fuerza o
intensidad, el verbo “ligare”, que significa ligar o unir, y el sufijo “ión”,
que denota acción o efecto. Por tanto, religión quiere decir algo así como
“unir con fuerza”. El estado musulmán, surgido bajo la égida de Mahoma, tiene
ese origen religioso. La Europa feudal, con su multiplicidad de pequeños
estados, tendrá también su ligamento religioso. Esto se menciona solo para
resaltar el enorme reto que supuso y aún supone la secularización de la vida
política.
Moisés de Miguel Ángel
Basílica de San Pedro ad
Vincula, Roma
La legislación mosaica – enunciada en el Éxodo y
precisada hasta los detalles más mínimos en Levítico y Deuteronomio - se
ocupará también del dinero, entidad pre-existente al estado en formación, como
ya era pre-existente al mismísimo Abrahán y que para el propio Yahvé era una
categoría dada en el momento de la Alianza.
Al hecho bien notable de que la primera referencia
bíblica al dinero se relacione con la Alianza, se añade el hecho igualmente
notable de que en el Éxodo se le mencione con relación a la institución de la
Pascua, más importante fiesta judía.
En efecto, así como el esclavo comprado con dinero podía
ser circuncidado y ser, por tanto, miembro de la Alianza, el esclavo
circuncidado comprado con dinero podía participar de la celebración Pascua
(Éxodo 12, 44).
Siguen otras menciones más prosaicas – implícitas o
explícitas – relacionadas con derechos de propiedad e, incluso, con asuntos de
responsabilidad civil. He aquí un extraordinario ejemplo:
“Si uno deja abierto un pozo, o
cava un pozo y no lo tapa, y cae dentro un buey o un asno, el propietario del
pozo indemnizará con dinero al dueño del animal y se quedará con el animal
muerto. Si el buey de uno acornea al buey de otro, ocasionándole la muerte,
venderán el buey vivo y se repartirán el dinero, el buey muerto también lo
repartirán. Pero si el dueño sabía que el buey embestía antes, y su dueño no lo
guardó, pagará buey por buey y se quedará con el buey muerto” (Éxodo, 21,
33-36).
Y este otro:
“Si uno deja en depósito a otro
dinero o utensilios para que se los guarde y son robados de la casa de éste, si
se descubre al ladrón, restituirá el doble. Pero si no se descubre al ladrón,
el dueño de la casa se presentará ante Dios y jurará que no ha tocado los
bienes del prójimo” (Éxodo 22, 6-7).
Uno más sobre un asunto
particularmente espinoso:
“Si uno seduce a una virgen, no
desposada, y se acuesta con ella, le pagará la dote, y la tomará por mujer. Si
el padre de ella no quiere dársela, el seductor pagará el dinero de la dote de
las vírgenes” (Éxodo 22, 15-16).
No dice el Éxodo cuál era el valor de la dote usual de
las vírgenes, pero si es preciso en lo referente a los impuesto, multas y contribuciones
tasadas en dinero. Veamos un notable ejemplo:
“Yahvé habló así a Moisés: Cuando
cuentes el número de los israelitas para hacerles su censo, cada uno pagará a
Yahvé el rescate por su vida al ser empadronado, para que no haya paga entre
ellos con motivo del empadronamiento. Esto es lo que ha de dar cada uno de los
comprendidos en el censo: medio siclo, en siclos del Santuario. Este siclo es
de veinte óbolos. El tributo reservado a Yahvé es medio siclo. Todos los
comprendidos en el censo, de veinte años en adelante, pagarán el tributo
reservado a Yahvé. El rico no dará más, ni el pobre menos del medio siclo, al
pagar el tributo a Yahvé como rescate de nuestras vidas” (Éxodo 30, 11-15).
Extremadamente jugoso es este párrafo. Veamos algunas
cosas, empezando por el final.
A Yahvé le gustaba el impuesto de capitación: “el rico
no dará más, ni el pobre menos”. Este puede ser un buen impuesto para una
sociedad relativamente pequeña de pastores cuyas diferencias en riqueza no
debían ser muy grandes. En la moderna hacienda pública se acepta que la
imposición por capitación es la que menos afecta las preferencias de los
consumidores y, por ello, es más neutral que la imposición proporcional o la
progresiva. Seguramente tampoco habría sido fácil establecer las diferencias de
riqueza entre los israelitas para aplica una tributación proporcional o
progresiva. Buena decisión la capitación: punto para Yahvé.
Al parecer, había dos siclos: el corriente y el del
Santuario, de lo contrario la advertencia habría sido innecesaria. El “siclo
del Santuario” era de mayor valor que el siclo corriente. El siclo, como se
dijo, es una unidad de peso que se convirtió en unidad monetaria. Su origen es
babilonio, pueblo que usaba el eficiente sistema sexagesimal que empleamos todavía
para medir el tiempo. (Seguimos también a
los babilonios cuando contamos los huevos por docenas). Una mina babilónica
común - hay varias clases- pesaba cerca de medio kilo, se dividía en 60 siclos
y equivalía a la sexagésima parte de un talento. Sin embargo, por razones que
desconozco, la mina de oro se dividía en 50 siclos, no en 60, como la común.
Estos eran los Siclos del Santuario, que se dividían en 20 geras. Debe decirse,
al margen, que la mina y con mayor razón el talento, debían funcionar
básicamente como unidad de cuenta y no como moneda efectiva, la que debía estar
constituida por siclos, medios ciclos, geras y alguna calderilla de cobre.
Se han encontrado monedas de medio siclo supuestamente
acuñadas en el Templo de Salomón. Para llegar a esa parte de la historia de
Israel desde la época en que estamos faltan todavía como 500 años. Creo poco
probable que, durante los 40 de la travesía en el desierto, el naciente estado
judío se ocupara de acuñar moneda. Me parece más razonable suponer que usaban
las monedas que habían sacado de Egipto o moneda babilonia obtenida en
intercambios con mercaderes con los que se cruzaban en el camino. Es probable
también que se tratara del metal mismo en piezas rústicas o en polvo.
No es fácil saber si el precio del rescate pagado a
Yahvé era elevado o bajo. Como el siclo del santuario pesaba unos 10 gramos de
oro, tendría un valor de US$ 540, al precio de hoy. Así las cosas, los
israelitas habrían pagado por su rescate a Yahvé US$ 270, aproximadamente un
salario mínimo legal de Colombia. No parece mucho, pero no hay que hacer mucho
caso de este cálculo. Otra aproximación puede hacerse a partir de un texto del
Levítico donde el valor de un varón entre 20 y sesenta años se estima en 50
siclos de plata, en siclos del santuario. Así las cosas, rescate fue
equivalente a la centésima parte del valor de un siervo.
De especial importancia son las disposiciones legales
sobre el interés pues tendrán unas consecuencias extraordinarias en la doctrina
cristiana sobre la materia por lo menos hasta Santo Tomás de Aquino. De hecho, la antipatía que aún persiste contra
el interés y la usura encuentra su remoto origen en esos textos bíblicos.
Lo primero que se encuentra es esta declaración
tajante:
“Si prestas dinero a alguien de mi
pueblo, a un pobre que habita contigo, no serás con él usurero; lo le exigirás
intereses” (Éxodo 22, 24)
Y esta otra:
“Si un hermano tuyo empobrece y le
tiembla la mano en sus tratos contigo, lo mantendrás como forastero o huésped
para que pueda vivir junto a ti. No tomarás de él interés ni recargo; antes
bien teme a Dios y deja vivir a tu hermano junto a ti. No le darás tu dinero a
interés ni le darás tus víveres con recargo” (Levítico 25, 35-37)
Las dos siguientes matizan la prohibición del cobro de
intereses al dejar en claro que esta aplica solo a los hermanos, es decir, a
los miembros del pueblo elegido:
“No prestarás a interés a tu
hermano, sea rédito de dinero, o de víveres, o de cualquier otra cosa que
produzca interés. Al extranjero podrás prestarle a interés, pero a tu hermano
no le prestarás a interés…” (Deuteronomio 23, 20-21)
“De muchas naciones recibirás
interés por el préstamo, pero tú no tendrá que pedir a nadie” (Deuteronomio 28,
12).
Con el cristianismo que adopta como suyos los textos
del Antiguo Testamento, los hermanos serán todos los que compartan la fe en
Cristo, razón por la cual las prohibiciones sobre el interés se irán
extendiendo a todo el mundo en la medida en que bajo la égida de Constantino -
llamado el Grande - el cristianismo desplaza las creencias paganas y se
convierte en la religión dominante del Imperio Romano.
Es en el primer Concilio de Nicea (325), impulsado por
el mismo Constantino, cuando se establece, por primera vez, en el Canon 17, la
prohibición de prestar a interés, inicialmente limitada a los clérigos. En su
erudito artículo “El tratamiento de los intereses en el derecho canónico y el
derecho islámico (Revista de Derecho UNED, número 3, 2008), el Doctor Francisco
Javier Jimenez Muñoz da cuenta de los sucesivos concilios realizados en la Edad
Media (Letrán II, III y IV) que establecen la prohibición plena y general a
todos los cristianos de dar préstamos con interés.
Ese es el estado de la cuestión cuando el gran Tomás
de Aquino aborda el tema a mediados del Siglo XIII, encontrando una ingeniosa
solución al embrollo que la prohibición causaba para el desarrollo del comercio
medieval.
Santo Tomás de Aquino es uno de los filósofos más
profundos e influyentes de todos los tiempos. En su Suma Teológica se ocupa de
todos los asuntos divinos y humanos, incluidos, por supuesto, los
económicos. Sus ideas sobre los precios
y el interés – las acertadas y las erróneas, sobre todo - hacen parte del
bagaje de la mayoría de la gente, buena parte de la cual es “Tomista” sin
saberlo.
Al abordar un tema, Santo Tomás, partía de una
pregunta de este tipo: ¿Es pecado recibir interés por el dinero prestado? Y
procedía luego a examinar las respuestas dadas en la Biblia y en la obra de
Aristóteles, a quien se refería siempre como el Filósofo. Sopesando esos dos
puntos de vista – en lo que se ha entendido como un ejercicio de conciliar la
fe con la razón – llegaba a su propia conclusión.
En el caso del interés de pagado por un préstamo en
dinero, del examen de las Sagradas Escrituras y de lo dicho al respecto por
Aristóteles, concluyó que no era lícito el cobro de intereses y que, por tanto,
la del usurero era una actividad pecaminosa. Además, desarrolló un argumento
propio de singular belleza.
Santo Tomás de Aquino
En su pequeña obra titulada De Usuris, Santo Tomás expone una tesis que
revela su profunda comprensión del interés. El argumento, como lo presenta Böhm-Bawerk
en su obra Capital e interés, es como sigue:
Quien presta a interés una suma de dinero recibe en al momento del reembolso una suma mayor a la que ha entregado en un momento
anterior. La diferencia entre la suma recibida y la suma entregada, que
constituye el interés, se justifica por el lapso transcurrido entre ambos
momentos. El interés es, por tanto, un pago por el tiempo. Esto lo demuestra el
hecho de que los intereses aumenten o disminuyan según se alargue o se acorte
el plazo del préstamo. Y aquí viene los mejor: el tiempo – razona Santo Tomás –
es un bien común que no pertenece a nadie en particular, sino que ha sido
concedido por Dios a todos los hombres por igual, por lo tanto, es inicuo que
alguien cobre intereses porque está cobrando por algo que no le pertenece.
Santo Tomás, que era miembro de una familia riquísima que debía tener una gran experiencia práctica en asuntos de dinero,
encontró una ingeniosa solución que ha trascendido hasta el presente. Cuando
alguien recurre a un prestamista en busca de dinero es porque tiene necesidad.
Al prestarle dinero el prestamista le está ayudando a resolverla, por tanto, le
está haciendo un bien. Pero nadie que haga un bien está obligado a hacerse un
mal porque todo mundo busca su bien propio. Al prestar, el prestamista puede
estarse privando de hacer otra cosa con el dinero prestado, lo que es un mal, o
puede infringirse un mal si el prestatario no cumple con su obligación de
pagar. Para evitar o mitigar esos males es lícito el cobro de interés. Esta es
la conocida doctrina del lucro cesante y el daño emergente, que, sin suponer la
compresión cabal del problema del interés, es suficiente para los asuntos de la
vida práctica pues es bien difícil imaginar una situación de préstamo en la que no concurra una cualquiera o ambas de esas circunstancias.
LGVA
Abril de 2020.
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