La
escasez de las monedas de mil y la ley de Gresham
Luis
Guillermo Vélez Álvarez
Economista,
Docente Universidad EAFIT
Los comerciantes se
están quejando de la escasez de monedas de mil pesos; a pesar de que, según el
Banco de la República, este año se ha triplicado su circulación. Opina el
gremio de los comerciantes, “lo que ha podido pasar es que algunas personas
están acumulando en sus alcancías monedas de mil y quinientos”. Por ello recomiendan
al Banco “volver a producir billetes de mil”[1].
No es buena la idea de
producir y poner en circulación más billetes de mil. Debe hacerse todo lo
contrario, es decir, retirar los que están circulación lo más pronto que sea
posible. Lo que está ocurriendo con las monedas de mil es una variante del
fenómeno conocido con el nombre de Ley de Gresham, según la cual, “la moneda
mala expulsa la buena”.
La mayoría de las
personas, en sus pequeños pagos con efectivo, tienden a deshacerse primero de
los billetes más sucios y ajados y de las monedas menos lustrosas. Y si deciden
hacer un pequeño tesoro, tenderán a guardar los billetes “nuevecitos” o las
monedas más brillantes. Esto es lo que está ocurriendo con el atesoramiento de
las monedas de mil, la moneda buena, que está siendo expulsada de la
circulación por la moneda mala, los sucios y ajados billetes de mil y la
calderilla formada por las infelices moneditas de bajo poder adquisitivo.
Aparte de algunos
inconvenientes menores, ese fenómeno no tiene mayor trascendencia en el régimen
moderno de dinero fiduciario. Pero en un régimen donde el dinero está
constituido por piezas acuñadas de oro o plata, la expulsión de la moneda buena
por la moneda mala es un problema mayor. Fue en un contexto como éste en el que
Sir Thomas Gresham (1519-1579) formuló la ley que le dio celebridad.
A principios del
reinado de Isabel I, Inglaterra estaba aquejada por graves problemas monetarios
– inflación y devaluación – heredados del reinado del pródigo Enrique VIII,
quien para financiar sus costosas guerras, había recurrido al expediente de
devaluar la moneda, reduciendo subrepticiamente el contenido de metal fino de
las piezas acuñadas. Se trataba de una práctica muy extendida en la época cuyo
equivalente moderno es la financiación del gasto de gobierno con emisión
monetaria. Los nacientes estados nacionales se habían apoderado del monopolio
de la acuñación, arduamente arrebatado a los señores feudales. El valor de la
moneda metálica está determinado por su peso y por su ley, es decir, el contenido de
metal fino, oro o plata. Cuando estaban cortos de recursos – primero los
señores feudales y luego los reyes absolutos – recurrían al expediente de reducir
subrepticiamente el contenido de metal noble de las piezas acuñadas inflando así
la masa de los medios de pago. Pronto o tarde los comerciantes se percataban
del timo y las monedas empezaban a circular con descuento, lo que no es otra
cosa que una forma de decir que los precios nominales aumentaban y la tasa de
cambio se devaluaba. Al parecer Enrique VIII utilizó con gran soltura esa forma
de financiación puesto que, según informa Michel Duchein, biógrafo de Isabel,
entre 1542 y 1546, el contenido de metal noble de las monedas en circulación
cayó en 40%[2].
El enfermizo Eduardo VI
y la infortunada María Tudor, durante sus breves reinados, trataron de poner
remedio a la situación revaluando la moneda, es decir, elevando el contenido de
metal fino de las nuevas piezas acuñadas. Inicialmente, Isabel haría lo mismo,
sin mayores resultados. Las nuevas piezas, como por arte de magia, desparecían
de la circulación y ésta continuaba estando compuesta, mayoritariamente, por
piezas viejas y deterioradas. Naturalmente, los comerciantes se reservaban las
piezas nuevas para sus negocios internacionales y las demás personas para sus
tesoros, grandes o chicos. La moneda mala expulsaba la buena.
William Cecil, el consejero
económico de Isabel, aconsejó a su soberana contratar los servicios de un
inglés expatriado, el comerciante y financiero Thomas Gresham, residente en
Amberes, la Nueva York del siglo XVI, según informa Michel Duchein. Gresham propuso
una reforma monetaria consistente en sacar de la circulación la totalidad de
las monedas viejas, deterioradas y devaluadas y reemplazarlas por monedas
nuevas con mayor contenido de metal noble. El 29 de septiembre de 1560 una
proclama real anunció la operación. Vale la pena citar el inicio de esa
proclama en beneficio de los amigos de la inflación monetaria que todavía
pululan en todas partes:
“Su
Majestad, luego de diversas consultas y debates, ha convenido que nada es tan
peligroso y perjudicial para la prosperidad y el buen orden del reino como la
existencia de monedas depreciadas, de diversos valores y aleaciones, acuñadas
antes de su advenimiento (...) Por causa de esas monedas depreciadas, la corona,
la nobleza y los súbditos del reino están empobrecidos, pues el oro y la plata
finos se van al extranjero, enormes cantidades de monedas viles son fabricadas
por los falsificadores (...) y todos los precios aumentan de manera manifiesta
y excesiva, con grave perjuicio para los pensionados, los soldados, los
servidores y otras personas que viven de sueldos y rentas”[3]
La reforma se llevó a cabo
y en el breve lapso de un año, en lo que hoy sería un programa de choque, se
retiraron las monedas viejas y depreciadas siendo reemplazadas por nuevas
piezas de mejor ley. La inflación se detuvo y gente recobró la confianza en la
libra. Aquí puede terminarse la historia no sin señalar que tras las reformas
monetarias de Brasil, Argentina, Perú y otros países aquejados por la
hiperinflación late el espíritu de Sir Thomas.
Además de la situación
en que las monedas viejas y deterioradas desplazan a las monedas nuevas, la ley
de Gresham opera también en el caso de circulación bimetálica – monedas de oro
y plata – y en el de circulación simultánea de monedas y billetes. En el
primero, la moneda cuyo valor no-monetario se eleva por cualquier razón es la “buena”
y tiende a salir de la circulación; en el segundo la moneda “mala” suele ser el
billete viejo y ajado que saca de la circulación a la lustrosa moneda metálica.
Esto parece ser lo que está ocurriendo con las monedas de mil. Por esa razón,
el Banco de la República debe desatender el consejo de los comerciantes y en
lugar de poner a circular más billetes de mil debe apresurarse a recoger todos
los que están en circulación – también los de dos mil – y sustituirlos todos
por monedas. Si en la Inglaterra Isabelina eso pudo hacerse en un año, no
resulta exagerado que en Colombia esa sustitución se haga a lo sumo en ese mismo lapso. ¿Será
demasiado pedir, admirado Jota Uribe?
LGVA
Septiembre de 2014.
No hay comentarios:
Publicar un comentario