Las empresas estatales de nuevo tipo y el doctor Frankestein
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista. Docente, Universidad EAFIT
En una economía de mercado e iniciativa privada es la existencia de las empresas estatales – no la de las privadas – la que debe justificarse. La teoría y la ideología económicas – que no son la misma cosa- ofrecen justificaciones que gozan de diverso grado de aceptación.
Las nociones de monopolio natural, de bienes meritorios y bienes públicos y de externalidades están en la base de la justificación racional de la existencia de las empresas estatales que brinda la teoría económica convencional. Por su parte, la ideología económica acude a las ideas de protección y fomento de la producción local y de control soberano de las actividades “estratégicas”.
A pesar de su aparente heterogeneidad, en el fondo de todas estas explicaciones subyace la misma idea. En las actividades económicas que tienen uno o varios de los mencionados atributos existe una divergencia entre la rentabilidad privada y la rentabilidad social de tal suerte que de ser desarrolladas por empresarios privados se maximizaría la rentabilidad privada a expensas de la rentabilidad social. Así, un empresario privado explotando un monopolio natural producirá una cantidad sub-óptima pues la atención de la demanda plena al costo marginal lo haría incurrir en pérdidas.
La empresa pública aparece entonces como el instrumento de política pública idóneo para la maximización del bienestar social. El punto esencial a destacar es que la empresa estatal puede - y debe - hacer cosas que no puede hacer la empresa privada sin sacrificar su rentabilidad. En otras palabras, además objetivos comerciales – garantizar por lo menos la autofinanciación de su actividad, pues de otra forma no se la podría distinguir de un ministerio, por ejemplo – la empresa estatal tiene objetivos de política pública – objetivos extra comerciales – que necesariamente entran en conflicto con la maximización del beneficio pecuniario.
La que se ha expuesto brevemente es la visión tradicional o comúnmente aceptada de la empresa estatal. Dentro de esta visión tradicional no parecen encajar lo que en alguna ocasión Rudolf Hommes llamara los “frankestein empresariales”; es decir, de empresas total o mayoritariamente públicas actuando bajo la lógica privada de maximización del beneficio. Es preciso reconocer que cuando se parte de la concepción tradicional de empresa estatal conclusión a la que llegara Hommes de manera tajante – si se han de comportar como privadas, que se privaticen de una vez – es impecable en el terreno de la lógica pura.
Tomemos el caso de las empresas de servicios públicos y actividades complementarias. Los avances de los últimos años en materia de regulación y de economía social, incorporados en notable grado en la normatividad colombiana, hacen innecesaria en ese sector la existencia de empresas estatales de viejo cuño. En efecto, la regulación económica y las regulaciones sociales y ambientales son las mismas para todas las empresas del sector. En el marco de esas regulaciones EPM, ISA o Isagen, de ser completamente privadas, deberían comportarse frente a sus clientes y todos sus stakeholders exactamente como se comportan hoy en su condición de empresas públicas. Sus tarifas reguladas se fijan de acuerdo con los costos, sin consideración alguna de la naturaleza de su propiedad; los precios que enfrentan se forman en mercados competitivos, en fin, los impuestos y contribuciones a su cargo son los mismos que los de sus competidoras privadas. Así vistas las cosas, nuestros “frankensteins empresariales” no pueden tener objetivo diferente al que tienen las empresas privadas: generar valor para sus propietarios.
Esta conclusión nos lleva a un debate cuyo origen se remonta a los albores de la economía política. En el libro V de La Riqueza de la Naciones, donde se ocupa de los ingresos y gastos del soberano, Smith discute si éste debería financiar su actividad con impuestos o con los ingresos derivados del ejercicio de alguna actividad comercial. Su respuesta es categórica: “no hay dos caracteres más incompatibles que los del príncipe y el comerciante”. La mayoría de los economistas y pensadores liberales suscribieron ese aserto por el riesgo para la libertad de tal concentración del poder político y el económico.
Ahora bien, el príncipe-comerciante, es decir, el estado-empresario no ha sido una entidad excepcional en la historia económica de occidente capitalista, alcanzando en algunos períodos y países dimensiones extraordinarias. La expansión colonial de Europa en gran medida fue la obra de unos estados nacionales decididamente comprometidos – en lo que hoy se llamaría asociaciones público- privado - con los comerciantes y empresarios nacionales que se disputaban con los de otros países los mercados y los recursos naturales del mundo colonizado. La reconstrucción europea, después de la segunda guerra mundial, fue el resultado de la acción de un sinnúmero de empresas estatales, presentes en todos los sectores de actividad, que llegaron en los años 60, en países como Inglaterra y Francia, a responder por el 50% del PIB. Los teóricos marxistas denominaron ese fenómeno como “capitalismo monopolista de estado” y lo vislumbraban como la antesala de la revolución socialista. En la tardía “revolución industrial” de América Latina, entre la crisis de los treinta y hasta bien entrados los años 70, los estados nacionales jugaron un papel decisivo creando, protegiendo y controlando empresas en sectores como la siderurgia, la energía, la producción de bienes de capital, en fin, en todos aquellos sectores considerados claves para el despegue industrial. Está abundantemente documentado el papel del estado-empresario en el desarrollo económico del Japón y de los demás países del extremo oriente asiático que han logrado situarse en la senda del crecimiento sostenido. Incluso, ni Estados Unidos, el santuario por excelencia del capitalismo puro de empresa privada, pudo escapar totalmente a la tentación del empresarismo estatal creando, en los años 30 y 40, entidades públicas como la TVA, que aún subsiste y que fue vendida a los países de América Latina como modelo idóneo para el desarrollo de los recursos hidroeléctricos. En Colombia, la CVC y EPM, creadas con la inspiración directa de Lilenthal, el padre de la TVA, fueron los más destacados ejemplos de ese modelo.
Ahora bien, el desmantelamiento del tejido empresarial estatal del capitalismo occidental, iniciado en Gran Bretaña bajo el gobierno de Margaret Thatcher, no fue total y, por razones de diversa índole que aún esperan ser integradas en una explicación general, en muchos países subsisten empresas estatales actuando en sectores económicos que, para una visión liberal ortodoxa, serían exclusivos de la iniciativa privada.
En Colombia concretamente, en el sector de los servicios públicos, tenemos, desde principios de los 90, una serie de empresas total o mayoritariamente públicas que debían actuar bajo las reglas de juego de la ley 142, es decir, deben ser rentables, pagar impuestos, acatar una regulación externa y competir en igualdad de condiciones con las empresas privadas. Los resultados de esa competencia, que lleva más de 15 años, son muy diversos y van desde los más estruendosos fracasos hasta los más rutilantes éxitos.
Entre los primeros debe mencionarse el caso de Telecom. Cuando Mauricio Vargas y Rudolf Hommes, como ministros de comunicaciones y hacienda del gobierno de Gaviria, respectivamente, quisieron privatizarla a finales de los noventa esperaban recibir por lo menos US$ 2000 millones. Quince años después, el gobierno de Uribe, solo pudo salvarla de la quiebra entregándola a Telefónica por poco menos de US$ 400 millones que ni siquiera entraron a las arcas de la Nación pues deben destinarse a la atención del pasivo pensional. Difícilmente puede encontrarse en la historia empresarial de Colombia una destrucción de valor más prodigiosa. El otro caso de mención es el de Emcali, otrora ejemplo de gestión pública, que después de más de cinco años de intervención durante los cuales se le han inyectado cuantiosos recursos – capitalización forzada de acreencias, traslado de pasivos a la Nación, sobre tarifas a los usuarios, etc. – no consigue encontrar el rumbo de la eficiencia y la sostenibilidad financiera.
Los casos de éxito son bien conocidos. El modelo seguido por Bogotá – asociación con el capital extranjero – ha dado frutos y el Distrito tiene hoy unas empresas competentes en los servicios que prestan y cuyas utilidades han permitido grandes inversiones la infraestructura de la ciudad. EPM, cuyo propietario optó por mantenerla pública, ha tenido también un desempeño notable: es la cabeza del grupo empresarial de servicios públicos más grande del país y ha logrado mantenerse como un jugador importante en el complejo sector de telecomunicaciones. Está, finalmente, el caso de ISA, con sus exitosos procesos de democratización accionaria y de expansión internacional.
Aunque las razones que desde la economía, la ciencia política y la administración pueden invocarse para defender la privatización de las empresas públicas son las mismas, independientemente del desempeño de éstas; la opinión pública y los dirigentes políticos se resisten a aceptarlas en el caso de aquellas que en un momento dado registran un buen resultado. Esto es lo que ha pasado en Colombia. Hoy tenemos unas empresas estatales que no responden al modelo tradicional de empresa pública maximizadora de la rentabilidad social y que, por el contrario, actúan y deben actuar, pues de ello depende su supervivencia, con una lógica de rentabilidad privada. Y esto implica, en un mundo de economías abiertas, la necesidad de internacionalizar su actividad.
Esta nueva modalidad de empresa estatal, de la que existen múltiples ejemplos en otros países, plantea enormes retos conceptuales y prácticos. La naturaleza y la magnitud de los riesgos que pueden asumirse, las modalidades de control y de rendición de cuentas, las relaciones con las partes interesadas, la gobernabilidad interna, en fin, la influencia de la política; son asuntos que plantean interrogantes que están lejos de tener aún una respuesta satisfactoria.
En ese contexto, la democratización parcial de la propiedad accionaria, manteniendo el estado el control, aparece como un ejercicio de “aprender haciendo” cuyos resultados, hasta ahora satisfactorios en el caso de las empresas colombianas que la han adoptado, están lejos de ser concluyentes dado lo limitado de la evidencia y el contexto económico favorable en el que se han realizado esas democratizaciones. No hay empresa en el mundo que no haya enfrentado dificultades: inversiones desafortunadas, caídas de rentabilidad, pérdidas. Hasta ahora todo ha sido color de rosa en el caso de ISA y Ecopetrol, por ejemplo. ¿Qué pasará si la primera empieza a arrojar pérdidas en su operación internacional o si la segunda no tiene mayor fortuna en sus proyectos de exploración?
De todas formas, la democratización de la propiedad - y lo que ello implica en cuanto a las prácticas de buen gobierno frente a los accionistas minoritarios- ayuda a darle manejo – que no a resolver – muchos de los problemas señalados. En especial pone algún límite al poder de la instancia política cuya función objetivo a menudo diferirá de la de la empresa estatal considerada como agente económico racional. Probablemente esto no es suficiente, pero es bastante; y mientras se tiene algo mejor, bienvenido Frankestein.
LGVA
Febrero de 2012.
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