Apología del lujo
Luis Guillermo Vélez Álvarez.
Economista. Docente, Universidad EAFIT.
Economista. Docente, Universidad EAFIT.
“Los jóvenes de hoy aman el lujo, tienen manías y desprecian la autoridad. Responden a sus padres, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros." .Sócrates
“La historia de la vida en la tierra es ante todo el efecto de una exuberancia descabellada: el acontecimiento dominante es el desarrollo del lujo, la producción de formas de vida cada vez más costosas”. Bataille
Hasta ahora son siete los civiles que han viajado a la Estación Espacial Internacional. Se les llama turistas espaciales pues lo han hecho por placer - no en misión profesional, como los demás astronautas - pagando de su propia faltriquera los costos de su periplo. En 200l, el primero de ellos, Dennis Tito, pagó US$ 20 millones por lo que el entonces director de la NASA, quien se opuso sin éxito a ese viaje, calificó como “capricho de un excéntrico”. Otros seis excéntricos han seguido su camino pagando, según se dice, no menos de US$ 10 millones por sus caprichos. Existe ya por lo menos una docena de empresas privadas invirtiendo en proyectos de turismo espacial.
La mayoría de las personas comparten el calificativo que dio el administrador de la NASA a la forma en que Tito decidió gastar su dinero. Excéntricos y caprichosos son los ricos de hoy, como lo fueron los de ayer, como lo serán los de mañana. Gastar 20 millones de dólares por pasar 5 ó 6 días dando vueltas alrededor de la tierra a una altura de 360 kilómetros es ciertamente una extravagancia de marca mayor en un mundo donde hay tanta pobreza, claman las almas bondadosas.
Un filósofo inglés muy reputado, Tony Judt (1948-2010), en un pequeño libro titulado Algo va mal (2010), aplaudido por los indignados del mundo entero, condena una vez más los extremos de la riqueza individual que permiten la financiación del consumo conspicuo. “Vemos a nuestro alrededor un nivel de riqueza individual sin parangón desde los primeros años del siglo XX. El consumo ostentoso de bienes superfluos – casas, joyas, coches, ropa, juguetes electrónicos – se ha extendido enormemente en la última generación”, escribe Judt.
Un filósofo inglés muy reputado, Tony Judt (1948-2010), en un pequeño libro titulado Algo va mal (2010), aplaudido por los indignados del mundo entero, condena una vez más los extremos de la riqueza individual que permiten la financiación del consumo conspicuo. “Vemos a nuestro alrededor un nivel de riqueza individual sin parangón desde los primeros años del siglo XX. El consumo ostentoso de bienes superfluos – casas, joyas, coches, ropa, juguetes electrónicos – se ha extendido enormemente en la última generación”, escribe Judt.
Hace 24 siglos otro reputado filósofo, Aristóteles, había condenado la búsqueda de la riqueza ilimitada y el consumo superfluo. A dicha búsqueda la llamó Crematística, arte adquisitivo por el cual “parece que no existe límite alguno a la riqueza ni a la propiedad”. Pensaba Aristóteles que había unos bienes básicos, limitados calidad y cantidad, que satisfacían las necesidades naturales del hombre. A su búsqueda debía limitarse la economía doméstica. Saber cuáles eran esos “bienes necesarios” no ha debido resultar difícil a alguien quien como Aristóteles proclamaba que “casi todo ya está inventado” (Política, libro II, capítulo 5).
Desde el entonces muchos han sido los filósofos que han condenado el consumo de lo superfluo, del lujo. Tomás de Aquino negó que lo superfluo adquiera el carácter de necesario aun cuando se hubiere generalizado, sobre todo cuando la generalización había sido hecha por la multitudo stultorum. El joven Marx habló de alienación de los individuos y de fetichismo de las mercancías. Uno de sus discípulos, Herbert Marcuse, alcanzó cierta notoriedad entre los hippies de los años 60 hablando del hombre unidimensional agobiado por el consumismo. Los Papas de la cristiandad católica periódicamente condenan el consumo ostentoso y lo superfluo. Los regímenes totalitarios se han también caracterizado por suprimir en los pueblos que los padecen – no necesariamente entre sus dirigentes – el lujo y la ostentación.
Pero a pesar de los filósofos y moralistas, la mayoría de los hombres parecen tener una propensión al lujo, a lo superfluo: Hommo Luxuriosus. Las necesidades del cuerpo son limitadas, no así las de la imaginación y la fantasía, escribió Adam Smith. Para Sombart el lujo es el motor del capitalismo, no el ahorro o la austeridad como pensaba Weber.
Pretender saber lo que en un momento dado es lo necesario – y lo que es peor, pretender imponer ese parecer al resto de la humanidad - es una de arrogancia insoportable en la que incurren periódicamente los moralistas más bien intencionados, a pesar de la refutación permanente de la historia. ¿Cuál de ellos diría hoy que el tenedor es un lujo?. No obstante uno de sus antecesores consideró que así era. Recordemos esa historia.
María Argiropoulina es el nombre de la princesa bizantina casada con el Dux de Venecia, Doménico Selvo, en 1005. En un banquete en La Serenísima, la princesa rechazó comer con las manos, como lo hacían todos demás. En la etiqueta de entonces, para quien lo ignore, solo debían utilizarse tres dedos para tocar la comida: el meñique y el anular debían permanecer limpios. El caso es que María, ante la mirada atónita y envidiosa de los demás comensales, llevaba a su boca con un adminículo de oro puro los trozos de carne diligentemente cortados por su sirviente eunuco. Vale la pena anotar que, según Pierre Vilar, a finales de la Edad Media y antes del descubrimiento de América, el oro existente en Europa cabía en un cubo de un metro de arista. Parece pues que el capricho de la princesa era bastante costoso. María murió poco después de aquel banquete, lo que fue interpretado como un castigo divino. Pedro Damián, Cardenal de Ostia, predicó en contra del extravagante adminículo calificándolo de diabólico e inútil, ya que los espaguetis y macarrones no podían comerse fácilmente con él. No obstante, el veneno del nuevo lujo había quedado inoculado y desde entonces las damas venecianas importunaron a sus amantes y esposos por los lujosos tenedores engastados con joyas que los orfebres fabricaban sobre pedido. Muchos años después, otra princesa, Catalina de Médici, esposa de Enrique II, impuso su uso en la corte francesa. Pero aún en la Inglaterra Isabelina su uso era desdeñado por considerarlo un instrumento femenino. La reina Isabel, némesis de Felipe II, comía con sus manos, refractaria en su orgullo frente al frívolo lujo italiano llamado tenedor. Basta con agregar que sólo en el siglo XIX el tenedor llegó a la mesa de la clase media. Es probable que aún hoy millones de seres humanos no usen el tenedor en sus comidas. Pero eso qué importa, dirán los enemigos del lujo, para eso tienen sus manos.
El lujo, el consumo conspicuo, la frivolidad, la ostentación tienen ciertamente aspectos muy irritantes. Quizás el peor de ellos es que parecen exigir la existencia cierto grado de desigualdad en la distribución de la riqueza; sin duda mucho menor en las modernas economías de mercado que en las sociedades despóticas del pasado. Porque el lujo es antes que nada lo nuevo y la aparición de lo nuevo supone experimentación, riesgos, fracasos, en fin, costos elevados. La mayoría de los bienes que hoy se consumen masivamente nacieron como lujos reservados a las élites económicas de las distintas épocas. Ciertamente parece extravagante que Dennis Tito y los demás turistas espaciales hayan gastado millones de dólares por su periplo orbital. Pero quizás con ello han hecho más por la humanidad en su conjunto que si los hubieran dedicado a la financiación de obras benéficas.
LGVA
Febrero de 2012.
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