Servir a los pobres
Luis Guillermo Vélez Alvarez
Economista, Docente Universidad EAFIT
Economista, Docente Universidad EAFIT
Si la pobreza no existiera probablemente habría que inventarla para mantener ocupados a las legiones de políticos, sociólogos, economistas y toda clase de gentes bien intencionadas que consagran sus esfuerzos a su erradicación. Son muchas las personas y cuantiosos los recursos que se dedican a combatirla, aparentemente sin resultados, si nos atenemos a los clamores cotidianos de los políticos y otros apóstoles de los pobres. El cuadro muestra algunos indicadores de la pobreza en Colombia que, mirados desprevenidamente, parecen más bien desalentadores.
Hay dos caminos seguros para llegar al fracaso y a la frustración: pedir lo imposible y oponerse a lo inevitable, decía Francisco Cambó. La incidencia de la pobreza está directamente relacionada con el nivel de ingreso del país. No podemos pretender tener el nivel de pobreza de Luxemburgo ni resignarnos, si ese fuera nuestro caso, con el de Burundi. No estamos en ninguno de esos extremos. Aparentemente, según la gráfica, Colombia tiene los pobres que corresponden a su nivel de desarrollo. México, Venezuela y Argentina, por ejemplo, tienen menor pobreza que Colombia pero, para su nivel ingreso, estarían peor. El caso contrario es el de Brasil, Costa Rica, Chile y Uruguay; lo cual sugiere que las políticas deliberadas de combate a la pobreza pueden tener resultados dentro del rango de lo posible.
No hay nada más difícil que ayudarles a los pobres, dice con frecuencia Hugo López, quien durante muchos años ha dedicado, con genuina pasión y sin espíritu misionero, su gran inteligencia y su portentosa capacidad de trabajo a la comprensión racional del fenómeno de la pobreza y al diseño de políticas públicas idóneas para combatirla. El problema no sólo tiene que ver con los recursos que se transfieren a los pobres. Desde este punto de vista hemos progresado sustancialmente, aunque los apóstoles se obstinen en desconocerlo. En los años sesenta teníamos, como porcentaje de la población, tantos o más pobres que ahora; pero, a diferencia de hoy, cuando podemos ayudarles con nuestros propios recursos, en ese entonces recibíamos asistencia de CARE para alimentarlos. En 2005, la Misión de Pobreza, dirigida por Hugo López, estimó en US$ 20.000 millones las transferencias destinadas a los pobres. Una suma importante, entonces y ahora. El único problema es que el 50% de ella beneficiaba a los no pobres.
Las políticas asistenciales tienen y tendrán siempre ese problema, por más ingenio que gasten los especialistas en su diseño en poner obstáculos a los “colados”. Pero deben persistir en su trabajo para tratar de evitar en cuanto sea posible que se cumpla el viejo aforismo del pesimista Malthus: “las leyes de pobres nunca tendrán recursos suficientes para mantener los pobres que esas mismas leyes crean”.
Más grave aún que el efecto perverso de las políticas asistencialistas mal diseñadas, que perpetúan la pobreza, o el de las bien diseñadas, que en el mejor de los casos sólo la mitigan, es el de aquellas que obstaculizan los procesos económicos y las políticas públicas que en definitiva sacan a los pobres de esa condición. Más que el asistencialismo, lo que realmente sirve a los pobres son otras cosas.
En primer lugar está el crecimiento económico. Debería ser evidente que si tenemos muchos pobres es porque como sociedad somos igualmente pobres, porque no hemos crecido lo suficiente. Sin embargo, algunos atribuyen los avances en el desarrollo económico y social a la lucha social y a las buenas leyes que corrigen los defectos de un sistema intrínsecamente perverso. ¡Cómo si la redistribución hubiera sido posible antes de que hubiese algo qué redistribuir!. Se habla también de buscar un “crecimiento pro-pobre”, lo que parece significar, para que supuestamente haya mucho empleo, una baja relación capital-trabajo, es decir, una baja productividad, en suma, un crecimiento mediocre. No hay nada que saque más gente de la pobreza que el crecimiento vigoroso y sostenido de las economías, basado en una fuerte acumulación de capital.
Después del crecimiento nada beneficia más a los pobres que una baja inflación. Colombia no ha padecido en más de cien años un episodio de hiperinflación. Pero hemos tenido períodos de inflación alta y persistente, entre 20% y 30% anual, que erosiona el ingreso de los pobres y el poder adquisitivo de sus tenencias en las que predominan el efectivo y los activos de baja rentabilidad. La autonomía del banco central y la política monetaria centrada en mantener a raya la inflación es probablemente el activo institucional más importante de la economía colombiana. Todavía con demasiada frecuencia se escuchan los reclamos de políticas monetarias expansionistas y devaluacionistas.
Esto lleva al tercer punto: una moneda fuerte. Una moneda devaluada devalúa el ingreso de los pobres y los priva de adquirir bienes importados o de producción nacional con componente importado de alguna significación. Curiosamente los apóstoles de los pobres hacen eco de los reclamos de los empresarios que buscan en la moneda devaluada la competitividad internacional que no les da su productividad.
Una economía abierta y un arancel bajo. El bienestar, el de todas las personas incluidas las pobres, depende de la cantidad y diversidad de los bienes y servicios que se adquieren con el ingreso. La apertura económica y la reducción de aranceles es lo que ha permitido que a los hogares de los pobres lleguen los electrodomésticos, los televisores y los teléfonos celulares. Y sin la obstinación por proteger una agricultura ineficiente – que precisa de un arancel de 80% para defenderse de las importaciones de arroz de Ecuador – tendrían más y más variados alimentos a más bajo precio, lo que redundaría en un salario real adecuado al desarrollo de las actividades urbanas generadoras de empleo.
Por último, más no de último, la educación. Una educación de calidad y pertinente. No el remedo de educación que ofrecen buena parte de esas entidades que arropadas bajo el apelativo de “públicas” monopolizan los recursos que el país destina a la formación de los pobres bajo el modelo ineficiente de subsidios a la oferta. Los hijos de los pobres tienen derecho a recibir una educación de la misma calidad que la recibida por los hijos de los ricos y la clase media. Deben poder elegir sus escuelas, colegios y universidades y aspirar a una enseñanza exigente, rigurosa y sin concesiones académicas. Los colegios y universidades públicas deben competir con los colegios y universidades privadas por los recursos que el país destina a los pobres bajo un sistema amplio de subsidios a la demanda que les de a éstos la posibilidad de elegir. Los pobres, para salir de la pobreza, necesitan algo más que esa educación mediocre que mayoritariamente ahora se les ofrece y que genera más expectativas de bienestar que competencias para alcanzarlas.
Septiembre de 2010.
No hay comentarios:
Publicar un comentario