Corrupción
y demagogia
Luis
Guillermo Vélez Álvarez
Economista,
Universidad de EAFIT
“el
pueblo no se irrita tanto por estar alejado del gobierno – al contrario,
incluso se alegra de que se le deje dedicarse a sus asuntos privados – como por
creer que los magistrados están robando los bienes públicos, porque entonces le
molestan ambas cosas: el no participar de los honores y de las ganancias”
(Aristóteles,
Política).
Es probable que la
corrupción afecte episódicamente el crecimiento económico, pero es un hecho que
no lo impide de forma absoluta. Si fuera
así, Colombia y la mayoría de países del mundo estarían sumidos en el
estancamiento secular o, incluso, habrían retrocedido a formas primitivas de
producción y consumo. Ningún país del mundo, por corrupto que haya sido,
registra de forma sistemática tasas de crecimiento negativas en los últimos
cincuenta años. Estados Unidos se convirtió en la mayor potencia económica del
mundo en la segunda mitad del siglo XIX cuando su sistema político estaba
afectado por las formas más inicuas de la corrupción como el soborno y el
clientelismo político.
Contra todas las
apariencias, tampoco hay evidencia de que la corrupción afecte de forma
duradera la distribución del ingreso y la riqueza ni que sea la causante
principal de la pobreza. Si hay una relación entre ésta y aquella, lo más
seguro es que vaya en sentido contrario pues es más probable que las gentes más
pobres y de bajos ingresos sean más susceptibles al clientelismo político y a
las prácticas asistencialistas corruptas que aquellos cuyo nivel de ingreso les
permite cierto grado de independencia en sus elecciones políticas. En cuanto a
la distribución, basta con mencionar que pueden fatigarse las centenas de
páginas de la obra del adalid del igualitarismo, Monsieur Piketty, sin
encontrar una sola referencia a la corrupción como causante de la desigualdad. Más
que en los patrimonios acumulados en el pasado y en las herencias, el origen de
la desigualdad se encuentra en las fortunas amasadas por empresarios
innovadores en los nuevos sectores de actividad cuya aparición caracteriza el
crecimiento económico moderno, cosa reconocida por el propio Piketty aunque
ignorada sus fanáticos.
La corrupción puede afectar
la calidad del gobierno al permitir que a los puestos públicos de todos los
niveles lleguen personajes ignorantes y mediocres que no tienen a su haber merecimiento
distinto que ser familiar o hacer parte de la clientela de algún dirigente
político. Esta es probablemente una de las formas más extendidas de corrupción
política que en general es bastante tolerada pues la gente encuentra natural
favorecer a los amigos y asociados antes que a los desconocidos y rivales. A
diferencia de las relaciones de mercado que tienden a ser impersonales, la
relaciones con los organismos del gobierno y al interior de ellos suelen estar
basadas en el conocimiento personal, la estima, la amistad o el favorecimiento
mutuo. Lo asombroso en realidad es que el funcionamiento del gobierno como
organización impersonal se haya presentado en algunos países y en algunos
momentos de la historia.
Un gobierno impersonal, que
trate a todos los ciudadanos por igual, e integrado por funcionarios
competentes interesados en el bien público, que actúan conforme a una ley,
también impersonal y abstracta, y que responden políticamente por sus
actuaciones es el ideal del orden político, como lo entienden Huntington y su
discípulo Fukuyama. De dientes para afuera, ese ideal es compartido casi todos
los políticos de todos los partidos y de
todos los países en donde se practica la democracia electoral. La corrupción es
todo lo contrario a ese ideal y por esa razón todos los políticos de todos los
partidos de todos los países son sus más feroces enemigos. Pero, si todos los
políticos son sus enemigos, ¿por qué la corrupción no desaparece?
Desde hace unas 3 décadas la
lucha contra “el cáncer de la corrupción” se ha convertido en el centro del
debate político, especialmente en épocas electorales, en casi todas las
democracias incipientes y también en muchas de las más consolidadas. Aunque esa
“lucha” eventualmente da lugar a reformas institucionales cosméticas o
estructurales para mejorar la calidad del gobierno, es más frecuente que el uso
de las acusaciones de corrupción sea un medio de acción de los políticos para
alcanzar el poder o despojar de éste a sus rivales. La denuncia de la
corrupción al igual que la denuncia de la pobreza y la desigualdad conforman el
coctel ideológico con el cual los demagogos de todos los partidos abrevan las
huestes populares para lograr su respaldo. Las contiendas electorales dejan de
ser una confrontación de ideas y programas y se asemejan cada vez más a
concursos de belleza donde el vencedor suele ser aquel que logre parecer a los
electores como el más impoluto o el menos corrupto.
En Colombia, Laureano Gómez
Castro es probablemente el político del siglo XX que con mayor fortuna utilizó
las acusaciones de corrupción como instrumento de acción política como quiera
que con ellas forzó la renuncia de dos presidentes: Marco Fidel Suarez, en
1921, y Alfonso López Pumarejo, en 1945. Jorge Eliecer Gaitán Ayala hizo
también de la lucha contra la corrupción su principal bandera sintetizada en su
consigna: “por la restauración moral de la república, a la carga”. La corrupción, como lo ha documentado el
periodista Alberto Donadío en su delicioso libro El Uñilargo, superó los
límites tolerables durante la dictadura Rojas
Pinilla y fue una de las causas de su caída. Durante el Frente Nacional, cuando
los dos partidos tradicionales compartieron en feliz compadrazgo el banquete
burocrático y contractual del gobierno, el eterno debate sobre la corrupción
política se puso un poco en sordina para reaparecer vigorosamente a principios
de la década de 1980 con la figura Luis Carlos Galán Sarmiento, quien desde
entonces se convirtió en el referente de todos los “outsiders” de la política
colombiana y también de muchos “incumbentes” que con éxito desigual han tratado
de asemejársele.
Curiosamente, Luis Carlos
Galán irrumpió en la arena política poniendo en duda la transparencia de las
negociaciones del contrato mediante el cual el Gobierno Nacional entregó a la
multinacional EXXON la explotación de los yacimientos carboníferos del Cerrejón
Zona Norte. Hoy los sobornos de la multinacional Odebrecht ponen nuevamente “el
cáncer de la corrupción” en el centro del debate político colombiano; como en
muchos otros países pues en materia de sobornos las multinacionales actúan Urbi
et Orbi, como lo muestra el Informe de la
ODCE sobre cohecho internacional de 2015 donde se documentan 427 caso de
cohecho internacional en los que participaron encopetadas multinacionales como Siemens, BAE Systems, Hyundai, Lockheed Martin
y Halliburton.
Hace algunos años un
presidente colombiano, Julio Cesar Turbay Ayala, dijo que era necesario “llevar
la corrupción a sus justas proporciones”. Aunque todavía esa frase provoca
hilaridad no se puede desconocer su sabiduría política. En la Política, el que sigue siendo el más
espléndido tratado de ciencia política, Aristóteles, especialmente en los libros
V y VI, plantea que la corrupción
amenaza siempre la supervivencia de los regímenes políticos y con frecuencia es
causa eficiente de su destrucción. Los hombres se corrompen, dice el
Estagirita, y por eso es importante, en todo régimen político, “que las leyes y
el resto de la administración estén organizadas de modo que no sea posible que
las magistraturas sean fuente de lucro” (Aristóteles, Política, V, 8, 15).
Cuando esto no se logra y el pueblo cree que los magistrados están robando los
bienes públicos, irrumpen los demagogos. El problema radica en que “la mayor
parte de los tiranos antiguos han salido de los demagogos” (Aristóteles,
Política, V, 5, 6).
Y modernamente también la
mayor parte de los tiranos del mundo han surgido de los demagogos que pretendía
acabar con la corrupción. Demagogos fueron Hitler, Mussolini, Castro y Chávez
para solo mencionar unos cuantos. El régimen político colombiano, según la
clasificación de The Economist, es una democracia imperfecta y desde hace años
está en el puesto sesenta y algo de entre los más de 150 países incluidos en el
escalafón. Siguiendo la clasificación aristotélica de las formas de gobierno,
puede decirse que es una oligarquía con algunos elementos de aristocracia. No
está mal en libertades civiles ni en pluralismo electoral; pero flaquea en
funcionamiento del gobierno, participación y cultura políticas. El tamaño del
gobierno es excesivo pero aún tolerable y en la administración, aunque
infestada estúpidos y corruptos, han
logrado consolidarse núcleos de eficiencia con funcionarios honestos y
competentes.
A pesar de sus
imperfecciones, el orden político colombiano es algo que vale la pena defender
y contribuir a mejorarlo. La principal amenaza proviene más que de la
corrupción de su utilización política por los demagogos que atizarán sin
descanso la hoguera de indignación para obtener el favor de los electores. Si
los demagogos llegan a tener éxito podría abrirse el paso hacia la tiranía que
es la peor forma de gobierno y que puede resultar extremadamente difícil de
derrocar. Ahí está la cotidiana y trágica lección de Venezuela, ideal político
de los demagogos colombianos.
LGVA
Febrero de 2017.
No hay comentarios:
Publicar un comentario