Powered By Blogger

domingo, 12 de febrero de 2017

Corrupción y demagogia

Corrupción y demagogia
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista, Universidad de EAFIT

“el pueblo no se irrita tanto por estar alejado del gobierno – al contrario, incluso se alegra de que se le deje dedicarse a sus asuntos privados – como por creer que los magistrados están robando los bienes públicos, porque entonces le molestan ambas cosas: el no participar de los honores y de las ganancias”
(Aristóteles, Política).  

Es probable que la corrupción afecte episódicamente el crecimiento económico, pero es un hecho que no lo impide  de forma absoluta. Si fuera así, Colombia y la mayoría de países del mundo estarían sumidos en el estancamiento secular o, incluso, habrían retrocedido a formas primitivas de producción y consumo. Ningún país del mundo, por corrupto que haya sido, registra de forma sistemática tasas de crecimiento negativas en los últimos cincuenta años. Estados Unidos se convirtió en la mayor potencia económica del mundo en la segunda mitad del siglo XIX cuando su sistema político estaba afectado por las formas más inicuas de la corrupción como el soborno y el clientelismo político.

Contra todas las apariencias, tampoco hay evidencia de que la corrupción afecte de forma duradera la distribución del ingreso y la riqueza ni que sea la causante principal de la pobreza. Si hay una relación entre ésta y aquella, lo más seguro es que vaya en sentido contrario pues es más probable que las gentes más pobres y de bajos ingresos sean más susceptibles al clientelismo político y a las prácticas asistencialistas corruptas que aquellos cuyo nivel de ingreso les permite cierto grado de independencia en sus elecciones políticas. En cuanto a la distribución, basta con mencionar que pueden fatigarse las centenas de páginas de la obra del adalid del igualitarismo, Monsieur Piketty, sin encontrar una sola referencia a la corrupción como causante de la desigualdad. Más que en los patrimonios acumulados en el pasado y en las herencias, el origen de la desigualdad se encuentra en las fortunas amasadas por empresarios innovadores en los nuevos sectores de actividad cuya aparición caracteriza el crecimiento económico moderno, cosa reconocida por el propio Piketty aunque ignorada sus fanáticos.  

La corrupción puede afectar la calidad del gobierno al permitir que a los puestos públicos de todos los niveles lleguen personajes ignorantes y mediocres que no tienen a su haber merecimiento distinto que ser familiar o hacer parte de la clientela de algún dirigente político. Esta es probablemente una de las formas más extendidas de corrupción política que en general es bastante tolerada pues la gente encuentra natural favorecer a los amigos y asociados antes que a los desconocidos y rivales. A diferencia de las relaciones de mercado que tienden a ser impersonales, la relaciones con los organismos del gobierno y al interior de ellos suelen estar basadas en el conocimiento personal, la estima, la amistad o el favorecimiento mutuo. Lo asombroso en realidad es que el funcionamiento del gobierno como organización impersonal se haya presentado en algunos países y en algunos momentos de la historia.

Un gobierno impersonal, que trate a todos los ciudadanos por igual, e integrado por funcionarios competentes interesados en el bien público, que actúan conforme a una ley, también impersonal y abstracta, y que responden políticamente por sus actuaciones es el ideal del orden político, como lo entienden Huntington y su discípulo Fukuyama. De dientes para afuera, ese ideal es compartido casi todos los políticos de todos los partidos  y de todos los países en donde se practica la democracia electoral. La corrupción es todo lo contrario a ese ideal y por esa razón todos los políticos de todos los partidos de todos los países son sus más feroces enemigos. Pero, si todos los políticos son sus enemigos, ¿por qué la corrupción no desaparece?

Desde hace unas 3 décadas la lucha contra “el cáncer de la corrupción” se ha convertido en el centro del debate político, especialmente en épocas electorales, en casi todas las democracias incipientes y también en muchas de las más consolidadas. Aunque esa “lucha” eventualmente da lugar a reformas institucionales cosméticas o estructurales para mejorar la calidad del gobierno, es más frecuente que el uso de las acusaciones de corrupción sea un medio de acción de los políticos para alcanzar el poder o despojar de éste a sus rivales. La denuncia de la corrupción al igual que la denuncia de la pobreza y la desigualdad conforman el coctel ideológico con el cual los demagogos de todos los partidos abrevan las huestes populares para lograr su respaldo. Las contiendas electorales dejan de ser una confrontación de ideas y programas y se asemejan cada vez más a concursos de belleza donde el vencedor suele ser aquel que logre parecer a los electores como el más impoluto o el menos corrupto.

En Colombia, Laureano Gómez Castro es probablemente el político del siglo XX que con mayor fortuna utilizó las acusaciones de corrupción como instrumento de acción política como quiera que con ellas forzó la renuncia de dos presidentes: Marco Fidel Suarez, en 1921, y Alfonso López Pumarejo, en 1945. Jorge Eliecer Gaitán Ayala hizo también de la lucha contra la corrupción su principal bandera sintetizada en su consigna: “por la restauración moral de la república, a la carga”.  La corrupción, como lo ha documentado el periodista Alberto Donadío en su delicioso libro El Uñilargo, superó los límites tolerables durante  la dictadura Rojas Pinilla y fue una de las causas de su caída. Durante el Frente Nacional, cuando los dos partidos tradicionales compartieron en feliz compadrazgo el banquete burocrático y contractual del gobierno, el eterno debate sobre la corrupción política se puso un poco en sordina para reaparecer vigorosamente a principios de la década de 1980 con la figura Luis Carlos Galán Sarmiento, quien desde entonces se convirtió en el referente de todos los “outsiders” de la política colombiana y también de muchos “incumbentes” que con éxito desigual han tratado de asemejársele.

Curiosamente, Luis Carlos Galán irrumpió en la arena política poniendo en duda la transparencia de las negociaciones del contrato mediante el cual el Gobierno Nacional entregó a la multinacional EXXON la explotación de los yacimientos carboníferos del Cerrejón Zona Norte. Hoy los sobornos de la multinacional Odebrecht ponen nuevamente “el cáncer de la corrupción” en el centro del debate político colombiano; como en muchos otros países pues en materia de sobornos las multinacionales actúan Urbi et Orbi, como lo muestra el Informe de la ODCE sobre cohecho internacional de 2015 donde se documentan 427 caso de cohecho internacional en los que participaron encopetadas multinacionales como  Siemens, BAE Systems, Hyundai, Lockheed Martin y Halliburton.

Hace algunos años un presidente colombiano, Julio Cesar Turbay Ayala, dijo que era necesario “llevar la corrupción a sus justas proporciones”. Aunque todavía esa frase provoca hilaridad no se puede desconocer su sabiduría política. En la Política, el que sigue siendo el más espléndido tratado de ciencia política, Aristóteles, especialmente en los libros V y VI,  plantea que la corrupción amenaza siempre la supervivencia de los regímenes políticos y con frecuencia es causa eficiente de su destrucción. Los hombres se corrompen, dice el Estagirita, y por eso es importante, en todo régimen político, “que las leyes y el resto de la administración estén organizadas de modo que no sea posible que las magistraturas sean fuente de lucro” (Aristóteles, Política, V, 8, 15). Cuando esto no se logra y el pueblo cree que los magistrados están robando los bienes públicos, irrumpen los demagogos. El problema radica en que “la mayor parte de los tiranos antiguos han salido de los demagogos” (Aristóteles, Política, V, 5, 6).

Y modernamente también la mayor parte de los tiranos del mundo han surgido de los demagogos que pretendía acabar con la corrupción. Demagogos fueron Hitler, Mussolini, Castro y Chávez para solo mencionar unos cuantos. El régimen político colombiano, según la clasificación de The Economist, es una democracia imperfecta y desde hace años está en el puesto sesenta y algo de entre los más de 150 países incluidos en el escalafón. Siguiendo la clasificación aristotélica de las formas de gobierno, puede decirse que es una oligarquía con algunos elementos de aristocracia. No está mal en libertades civiles ni en pluralismo electoral; pero flaquea en funcionamiento del gobierno, participación y cultura políticas. El tamaño del gobierno es excesivo pero aún tolerable y en la administración, aunque infestada estúpidos y corruptos,  han logrado consolidarse núcleos de eficiencia con funcionarios honestos y competentes.

A pesar de sus imperfecciones, el orden político colombiano es algo que vale la pena defender y contribuir a mejorarlo. La principal amenaza proviene más que de la corrupción de su utilización política por los demagogos que atizarán sin descanso la hoguera de indignación para obtener el favor de los electores. Si los demagogos llegan a tener éxito podría abrirse el paso hacia la tiranía que es la peor forma de gobierno y que puede resultar extremadamente difícil de derrocar. Ahí está la cotidiana y trágica lección de Venezuela, ideal político de los demagogos colombianos.

LGVA

Febrero de 2017. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario