Maldita Roma de Santiago Posteguillo*
Luis
Guillermo Vélez Álvarez
Economista
No me había aventurado con la obra de Santiago
Posteguillo porque, en general, las novelas históricas me resultan muy
intimidantes por su extensión y, sobre todo, porque ese género suele ser el
refugio de novelistas mediocres, incapaces de narrar historias que conmuevan el
alma y crear personajes de fuerte humanidad. Por sugerencia de mi hijo corrí el
riego con la Maldita Roma de Posteguillo, que cuenta la conquista del poder por
Julio Cesar, y estoy encantado.
Frente a los practicantes de otros géneros, el autor
de la novela histórica arranca con una desventaja: sus lectores potenciales
conocen siempre con mayor o menor detalle el principio y el fin de la historia
que les va a contar; es decir, para expresarlo en los términos de la estructura
clásica de la novela, conocen el planteamiento, el nudo y el desenlace. Y pocas
tan conocidas como la historia de Julio Cesar: todos hemos cruzado nuestro
Rubicón y sufrido la traición de algún Bruto.
Sin poder contar, por ejemplo, como el autor del
thriller, con el recurso de un final sorprendente oculto en una trama llena de
engaños, el novelista histórico debe ser muy notable en otros aspectos de la
técnica que le hagan sentir al lector que está asistiendo en primera fila a la
representación de un drama que le causa emociones similares a las que podía experimentar
el espectador de The Globe, con el Julio Cesar de Shakespeare, o el
televidente de Netflix o HBO, que ofrecen sendas series sobre Roma en las
cuales, por supuesto, Gaius Julius
Caesar es personaje central[1].
Como en tantas cosas en la
vida, en la novela histórica, el diablillo del encanto está en los detalles, es
decir, en la narración de los pequeños episodios cruciales del acontecimiento
histórico, reales o imaginarios, que hacen avanzar el relato de forma vívida y
novelesca, no como texto histórico o serie televisiva documental. Es ahí, en la
creación de esos cuadros o pequeños dramas, en sus diálogos, donde el novelista
histórico revela su arte. Como lo señala el mismo Posteguillo, es ahí “…donde
el autor ha de usar su ingenio para unir un hecho histórico con otro hecho
histórico mediante conversaciones que sean lógicas en cada circunstancia”[2].
El de la pequeña Cleopatra
corriendo velozmente y deslizándose por los pasillos del mármol limpio y suave
la Biblioteca de Alejandría es entrañable y delicioso, como maravilloso es el
diálogo de la niña con el anciano Aristarco[3], el sabio bibliotecario:
- ¿Quizá
a la princesa le aburren sus lecturas actuales?
- Eso es
justo lo que me pasa, me siguen dando las fábulas de Esopo.
- Comprendo.
A lo mejor la princesa debería leer otras cosas ya…quizá debería leer …pero no,
es pronto aún.
- ¿Qué
debería leer?
- Hay
dos libros que todo hablante de griego debería leer. Bueno, que cualquiera
debería leer, en el pasado, en el presente o en los tiempos futuros, pero creo
que la princesa no es aún lo bastante…mayor.
- Quiero
leerlos.
- Por
aquí, princesa Cleopatra.
- ¿Qué
historias cuentan esos libros?
- Una es
de guerra y la otra de un…. largo viaje[4].
Ese día la princesa Cleopatra
prestó el papiro de la Ilíada, después vendría por el de la Odisea.
Para perfeccionar su ejercicio
en el foro, como abogado o político, Julio Cesar buscó la enseñanza de Apolonio,
maestro de oratoria, quien, al cabo de mucha insistencia, lo aceptó como
discípulo y lo recibió en su residencia en la isla de Rodas[5]; donde, haciendo implacable
uso del método mayéutico, lo lleva a descubrir qué es lo más importante en un
discurso, después de descartar la organización y el ensayo:
- Entonces,
la clave en un discurso, lo más importante es decir o hacer lo inesperado.
- Lo
inesperado, bien calculado, triunfa.
- ¿Y qué
es lo más inesperado en un discurso?
- Aquí
no hay respuesta que valga para cualquier circunstancia, pero, desde luego, hay
algo que siempre sorprende, sobre todo en momentos de gran tensión política.
- ¿El
qué?
- El
humor…el humor inesperado.
- ¿Y en
qué consiste ese humor inesperado?
- En reírse
de uno mismo[6].
En la nota histórica final, dice
Posteguillo que queda sujeto a la libre interpretación del lector cualquier
paralelismo entre los conflictos políticos de la Roma antigua y los de nuestro
tiempo. Dejo al lector de esta reseña libre para hacer el paralelo que le
sugiere el siguiente párrafo:
“Por un lado, Catilina aglutinó
en torno a él a senadores y ciudadanos resentidos con los optimates, pero que
no buscaban favorecer al pueblo sino sólo a ellos mismos, como Léntulo Sura,
Cayo Cornelio o Lucio Varguntelo. Por otro, llevó a cabo una demoledora campaña
electoral populista donde prometió un amplio programa social al pueblo de Roma
con la esperanza de ser él el elegido”[7]
Termino señalando que Catilina,
como el que pensaron, también tenía un plan para tomarse violentamente el poder
en caso de ser derrotado. Catilina no fue elegido cónsul y tampoco pudo
ejecutar su plan pues su conjura fue develada por Cicerón en sus célebres discursos
en el Senado conocidos como “Catilinarias”. Nuestro Catilina si resultó elegido
y no oculta sus intenciones de perpetuarse en el poder recurriendo incluso a la
violencia. Pero esa es otra historia.
LGVA
Enero de 2024.
* Posteguillo,
Santiago. (2023) Maldita
Roma: la conquista del poder por Julio Cesar. Penguin Random House Grupo Editorial. Bogotá,
Colombia, noviembre de 2013. 894 páginas.
[1]
El novelista moderno enfrenta una competencia formidable que no tuvieron los
grandes creadores del género en el siglo XIX. Si Balzac o Dumas vivieran hoy,
muy seguramente trabajarían para Netflix, Amazon o HBO. De hecho, no es
imposible que ya lo estén siendo y que sus obras estén alimentando las
inteligencias artificiales que sustituirán a los guionistas.
[2] Posteguillo,
Santiago. (2023). P.
837.
[3]
Inmediatamente se piensa en el gran astrónomo Aristarco de Samos (310 a.c – 230
a.c), el primero en formular la teoría heliocéntrica del universo, 20 siglos
antes que Copérnico. Aunque Aristarco pasó la mayor parte de su vida en
Alejandría no pudo haberse visto con la princesa quien vivió tres siglos después. Imaginar
ese encuentro es justamente la licencia que permite la ficción histórica.
[5]
En la Wikipedia se encuentran referencias a varios Apolonios: de Tiana, de Perge,
de Calcedonia y de Rodas. Se menciona incluso un Apolonio Díscolo o malgeniado, gramático de
oficio que habría vivido en Alejandría en el siglo II después de Cristo. El
Apolonio de Rodas más célebre es al autor de la historia de Jasón y los Argonautas,
quien vivió en el siglo III antes de Cristo. Ignoro si el maestro de oratoria
de Julio Cesar es un personaje histórico, pero no es imposible que lo haya sido
pues se trata al parecer de un nombre muy común en la antigüedad. Aunque, es
también probable que, precisamente por esa misma razón, Posteguillo haya dado ese
nombre a un personaje enteramente salido de su caletre. Yo me detengo ahí, en
esa especulación, pero me gustaría encontrar tiempo para dedicarle a ese
pequeño misterio.
[7] Posteguillo, Santiago. (2023). Página
519.
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