De la ignorancia racional a la teoría de la
conspiración
¿Por
qué los literatos suelen ser de izquierda?
Luis
Guillermo Vélez Álvarez
Economista-Consultor
Ahora bien, en
la medida en que las cuestiones sobre las que deben decidir se alejan de la órbita
de sus negocios privados, su vida familiar o los intereses de su profesión; se
observa, en la mayoría de las personas, una disminución del interés y la
urgencia por recabar información para escoger ilustradamente. Es así como el valor de la información sobre
los asuntos de la política nacional o internacional, y con ello la disposición
a incurrir en los costos que su adquisición supone, usualmente ocupa en el
orden de preferencias de quienes no son especialistas en ellos un lugar inferior al que ocupan, por
ejemplo, los pasatiempos. Los coleccionistas de sellos y monedas suelen tener
un conocimiento pericial de todos los aspectos de sus aficiones y dedican a su
cultivo gran cantidad de esfuerzo, tiempo y dinero. Por el contrario, al igual
que los deportes y la farándula, las cuestiones de la política y la economía
pública son para la mayoría de las personas un tópico más de conversación
ociosa y despreocupada entre amigos.
Este fenómeno ha
inquietado y continúa inquietando a los teóricos de la democracia y la vida
social. Stuart Mill pensaba que la democracia no era posible en sociedades con
grandes disparidades en el ingreso y en nivel cultural de las personas,
suponiendo que a un elevado nivel cultural iba asociado un conocimiento
refinado de los asuntos de la política. Para Montesquieu el buen funcionamiento
su sistema de contrapesos suponía la existencia de un mínimo de “virtud
ciudadana”, entendiendo por ello el ejercicio ilustrado de la participación en
política. Los pensadores demo-liberales
de los siglos XVIII y XIX confiaban en que el acervo de “virtud ciudadana” – o
capital social, como hoy se le denomina -
debía incrementarse paulatinamente con el avance de las ciencias y su
difusión a capas crecientes de la población. La evidencia sugiere que, incluso
en los países más avanzados, las cosas no han ocurrido de esa manera.
Schumpeter,
Hayek, Downs y otros autores han explorado las razones de ese fenómeno. Según
el primero, en una democracia, el ciudadano es miembro de un comité que no
puede funcionar: el comité compuesto por el pueblo entero. En efecto, en la
medida en que es más amplio en comité que debe tomar una decisión, es menor el
peso de cada miembro individual y menor por tanto el incentivo para indagar
concienzudamente sobre los múltiples aspectos de la cuestión por decidir.
Informarse cabalmente sobre los asuntos de la política entraña costos que
pueden llegar a ser considerables. Es, por lo menos ingenuo, pretender que un
ciudadano, común y corriente, se ilustre cabalmente sobre los antecedentes y programas
de las decenas de candidatos que en un momento dado reclaman su voto, cuando
sabe perfectamente que el resultado de la votación no guarda relación alguna
con la calidad y cantidad de la información que haya tenido en cuenta al
momento de votar. Lo que no quiere decir que el ciudadano no busque información.
Lo hará, tratando de minimizar su costo, razón por la cual la información de
que hace acopio será usualmente filtrada, mediatizada, manipulada o
superficial. Anthony Downs – en su Teoría
de la democracia – dio el nombre de “ignorancia racional” a ese aspecto de
la conducta de los votantes. Sin embargo, el interés de la noción no se limita
al problema de las votaciones.
Contrariamente a
lo que candorosamente algunos imaginan, la interacción social en las
comunidades grandes y complejas está basada en la más pasmosa ignorancia de los
individuos que las conforman. En larga medida, como lo ha señalado Hayek, el
progreso tiene que ver con el crecimiento en la cantidad de cuestiones que
podemos ignorar sin que ello nos impida vivir. Casi nadie sabe construir casas, pescar o
cultivar trigo; sin que ello le impida tener una habitación, comer pescado o
disponer de pan. Somos “ignorantes
racionales” o simplemente ignorantes de todo lo que no tiene que ver con
nuestra propia especialidad. La inmensa mayoría de nuestras decisiones está
basada en el criterio de alguien a quien, con razón o sin ella, atribuimos un
conocimiento mayor que el nuestro sobre el asunto en cuestión. Son muy pocas
las cosas que decidimos exclusivamente sobre la base del criterio y
conocimiento propios. Si no fuera así cuestiones tan elementales como escoger
un médico, elegir un colegio para nuestros hijos o la marca de la crema dental
exigirían un acopio de información tan grande que imposibilitaría la acción.
Pensando poco o
nada en el asunto, la mayoría de las personas aceptan fácilmente esa situación
con relación a la mayoría de los aspectos de su vida corriente. Esto no es otra
cosa que aceptar la división del trabajo y el lugar que nos corresponde en
ella. No obstante, en el dominio de la elección colectiva, es decir, en el de
la política y la acción del estado; nuestra posición suele ser más ambigua.
Aunque la mayor parte del tiempo y en la mayoría de las situaciones aceptamos
que el manejo de esos asuntos públicos requiere de conocimientos especializados
y de técnicas por fuera de nuestro alcance; con frecuencia nos rebelamos contra
nuestra condición de aficionados y caemos en la tentación de hacernos
profesionales de los asuntos públicos y, en consecuencia, participar en ellos
actuando u opinando.
Esto, que se
supone es un rasgo característico de la sociedad abierta de la que hablara
Popper, les ocurre a los miembros de todas las profesiones u oficios,
especialmente en épocas de dificultes reales o aparentes en el funcionamiento
de los instrumentos de decisión colectiva. Ello explica la esporádica incursión
en la política activa – siempre con ánimo redentor – de actores, cantantes y
deportistas en uso de buen retiro. También
explica la presencia en la política pasiva, es decir, la actividad del opinador
profesional, de una singular categoría de la división del trabajo: el literato.
El literato –
también intelectual o escritor - es en efecto una categoría bastante curiosa de
la división social del trabajo. No existe ningún programa universitario o de
escuela de artes u oficios en el que se enseñe sistemáticamente esa profesión,
razón por la cual los literatos estudian otras cosas. Usualmente se forman como filósofos,
abogados, profesores de literatura, periodistas o cualquier otra cosa que se
supone guarda relación con el ejercicio de las letras. Sin embargo, no gustan
de ejercer esas profesiones o lo hacen manera forzada y subsidiaria, pues en el
fondo siempre aspiran ejercer como literatos y vivir de los productos de esa
labor: novelas, cuentos, poemas, ensayos, etc.
Gran parte de
los literatos experimenta, durante toda su existencia o la mayor parte de ella,
enormes dificultades para obtener la validación social de su trabajo, es decir,
para vender rentablemente en el mercado sus novelas, cuentos o poemas y vivir
decorosamente de los ingresos que ello les reporta. Aunque se presentan en
todas partes, estas dificultades son sustancialmente mayores en las economías
atrasadas incapaces de generar un excedente importante que permita a sus habitantes consagrar
sus recursos, una vez cubiertas las del cuerpo, a las necesidades del espíritu,
la imaginación y la fantasía.
Probablemente
con razón, los literatos piensan que los productos de su trabajo pertenecen a
una categoría superior - más noble, si se quiere - que los productos del
trabajo del contador o el cultivador de papas. Por ello les resulta difícil
aceptar el veredicto del mercado y encuentran especialmente odioso el hecho de
que la demanda solvente se oriente, por ejemplo, hacia la literatura barata,
las revistas de farándula o el cine popular. Algo similar debe ocurrirles a los
músicos profesionales, los bailarines de ballet, los actores de carácter y
demás trabajadores de la cultura. Personalmente encuentro muy antipático el que
los futbolistas y algunos comentaristas deportivos ganen mucho más dinero que
los economistas; pero me resigno ante el hecho de que los primeros llenan los
estadios y los segundos son campeones de la sintonía, mientras que los
economistas no conseguimos llenar el aula de clase aunque corramos lista. Sin duda alguna, como decía Jouvenel, las
preferencias sociales que revela en el mercado, en muchas ocasiones, no revelan
otra cosa que la falta de formación intelectual y estética de las personas.
Pero este defecto no es una razón suficiente para irse en contra de la economía
de mercado, como les suele ocurrir a buena parte de los literatos.
Aunque el éxito
contribuye a mitigarla y con frecuencia la hace desaparecer, la antipatía
frente al mercado es un rasgo muy frecuente de la personalidad social de los
literatos. Esa antipatía es sustancialmente mayor mientras mayor es la brecha
entre la percepción del valor que el literato tiene de su propia obra y la
valoración efectiva que le da el mercado. De ahí que los literatos tiendan a
ser hombres de izquierda y partidarios de la intervención del estado en la
promoción de la cultura. A pesar de no
ser muchos, su éxito como grupo de presión en el reparto del presupuesto
público no es despreciable: las universidades y otras entidades estatales premian
sus producciones en concursos donde ellos se juzgan unos a otros y les publican
los libros rechazados por las editoriales privadas; el papel y los libros no
son gravados con el impuesto a las ventas pues ello sería un atentado contra la
cultura; en fín, los gobiernos les financian encuentros internacionales para
hablar de literatura o recitar poesía y les patrocinan casas donde pueden recitarla todo el tiempo que a bien tengan.
Los literatos
tienen sobre los demás trabajadores de la cultura – músicos, bailarines,
teatreros, etc. - una ventaja que les permite defenderse mejor de la "injusticia"
de la economía de mercado: saben escribir. Esto les permite complementar los
ingresos de su actividad literaria con los derivados del periodismo de opinión.
En efecto, aunque, sobre todo en otras épocas, se daba el caso de que algunos
ejercieran como reporteros; la mayoría de los literatos que hoy pululan en las
páginas de periódicos y revistas del país al parecer prefiere dejar la
reportaría a los profesionales del oficio y ocuparse del periodismo de opinión,
o mejor aún, de la crítica social.
No deja de
llamar la atención el hecho de que los literatos escriban en sus columnas de
prensa poco o nada sobre literatura y se dediquen tan apasionadamente a la
crítica social. Aventuro la hipótesis de que eso tiene que ver con el grado de
competencia en el mercado de las columnas de opinión; el cual, tengo la
sospecha, debe ser extremadamente elevado. En ese mercado participan muchos
congresistas que en razón de su investidura no pueden recibir honorarios por
sus escritos; también son muchos los políticos y otra clase de profesionales
para los cuales es suficiente recompensa por su trabajo el que su nombre sea
visto en letras impresas, en fín, abundan los colaboradores ocasionales y
quienes envían cartas a la dirección cuyas contribuciones podrían perfectamente
colmar las páginas de opinión. Los propietarios de periódicos y revistas tienen,
para disciplinar el mercado, una oferta casi ilimitada columnistas gratuitos.
Esto debe deprimir el precio de las columnas de opinión que, salvo las de
firmas muy acreditadas, no deben ser muy bien pagadas. Naturalmente esto incide en la elección de los temas pues para el
propietario de un medio escrito las columnas valen en la medida en que se
leídas. Con las encuestas de calificación de los artículos, las ediciones
digitales permiten controlar este aspecto en tiempo real. Si, como es probable,
la cantidad de lectores de una columna de opinión depende estrechamente de la
actualidad del tema tratado es enteramente comprensible que los literatos
resulten dedicados a escribir sobre política, economía y sociedad. (De cierta
forma esta conjetura es tautológica: si el literato pudiera vivir de escribir
literatura probablemente no estaría haciendo periodismo de opinión)
Naturalmente,
los literatos están en todo su derecho de buscar y explotar su nicho de mercado
para valorizar su trabajo. Aunque el
ejercicio documentado y responsable de la crítica social exige, entre otros,
conocimientos de economía, estadística, historia, finanzas, sociología y
ciencia política de los que usualmente el literato carece; ello no se
constituye en obstáculo para que el literato alcance el éxito opinando sobre
todas estas materias. Por el contrario, la ignorancia de todas las cuestiones
técnicas – y el desdén con el que las tratan – explican frecuentemente el éxito
que alcanza entre los lectores.
Los literatos, en su mayoría, tienen
una teoría del funcionamiento de la sociedad que les permite explicar sin
vacilación alguna y de forma concluyente todo lo que pasa en el mundo entero.
Además de ofrecer certezas y respuestas absolutas, lo que resulta muy útil para
ese hombre apresurado que sólo tiene el periódico o la revista para nutrir su
inteligencia, esa teoría – que llamaremos de la conspiración - tiene el
atributo aliviar la desazón y el sentimiento de frustración que frecuentemente
produce la interacción social en las economías de mercado.
La base de la
teoría de la conspiración es la antipatía frente al funcionamiento de los
mercados. Esa antipatía no es exclusiva de los literatos. Todos los seres
humanos la experimentamos en diversos momentos y con diversa intensidad. El
mercado sólo reconoce el resultado, no el esfuerzo; y esto es particularmente
odioso cuando fracasamos con lo que ofrecemos. Estudiar una profesión que no se
puede ejercer por falta de demanda o de competencias; ofrecer un producto que
nadie quiere comprar; escribir una novela que nadie quiere leer, en fín,
renunciar por falta de ingresos a la infinidad de cosas que quisiéramos poseer,
son motivos de frustración que constantemente
están afectando a millones de personas. Todos conocemos la magnitud de nuestros
esfuerzos, somos capaces de valorarlos y quisiéramos que los demás los
valoraran de la misma forma. Sin embargo, la más mínima reflexión nos muestra
que en una sociedad con un mínimo de complejidad no tenemos forma de conocer el
esfuerzo de los demás y menos de valorarlo como ellos mismos lo harían. De los
demás sólo conocemos los resultados, como ellos de nosotros. Es casi axiomático
que un sistema de valoración basado en el esfuerzo probablemente no funcione
más allá del ámbito de una economía puramente familiar. Pero estas cuestiones
tan evidentes las olvidamos frecuentemente cuando no encaramos nuestros
fracasos en el mercado, responsabilizamos de ellos a los demás y optamos por la
teoría de la conspiración.
Para la teoría
de la conspiración el mercado no es un mecanismo impersonal que responde a los
millones de decisiones que constantemente están tomando millones de personas en
el mundo entero. Esas son patrañas y mistificaciones inventadas por los
economistas para ocultar la verdad verdadera: la existencia de conspiradores
que lo manipulan todo con el objeto de mantenernos sumidos en la pobreza y la
ignorancia. Si los consumidores, por ejemplo, no compran novelas ni demandan
productos culturales ello se debe a la acción de los manipuladores que mediante
la publicidad orientan la demanda hacia las baratijas de la subcultura popular.
Lo que resulta especialmente curioso es que los conspiradores, que lo manipulan
todo, no consigan manipular a los literatos y que éstos puedan vivir de
denunciar la manipulación.
LGVA
Febrero de 2013
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