Los
“derechos” de los animales
Luis
Guillermo Vélez Álvarez
Economista,
Docente Universidad EAFIT
“Reconoceremos
los derechos a los animales apenas lo soliciten” (Anónimo)
I
El Consejo de Estado
profirió recientemente un fallo en el cual “exige evitar el sufrimiento de los animales en cualquier
tipo de eventos, como corridas de toros, circos y mataderos”[1].
Los animalistas y ambientalistas están exultantes. Andrea Padilla, de la
Fundación Anima Naturalis, señala que la decisión del Consejo “tiene elementos
como el concepto de la vida y la muerte digna de los animales, la obligación
del Estado para proteger y velar por los derechos de los animales. Este
concepto abre una esperanza impresionante para el futuro de los animales en
materia legislativa y jurídica (…) Con este fallo (…) vemos una gran
posibilidad y el espaldarazo para abolir no sólo las corridas de toros, sino el
uso de animales en circos, en donde son vulnerados sus derechos”. Con su frivolidad usual, la prensa bobalicona
ha hecho eco de esas declaraciones, proclamando que se trata de una decisión
histórica. Y es verdad, decisión del Consejo
de Estado es histórica, como han dicho los ambientalistas, pero no por lo que
ellos creen, sino por las consecuencias que tiene para los derechos de los
seres humanos.
II
A nivel mundial, la teoría de los derechos de los animales es promovida, desde hace varias décadas, por una
organización denominada Animal Liberation Front[2],
cuya acción está inspirada en la obras Animal
Liberation, del filósofo australiano Peter Singer, y The Case for Animals Rights , de Tom Regan, filósofo
estadounidense.
Realmente Singer, más que de derechos de los animales, habla de la necesidad
de tener en cuenta en nuestro actuar el interés de los animales, interés que
tiene su fundamento en su capacidad de sentir dolor. Escribe Singer:
“All the arguments to prove man's
superiority cannot shatter this hard fact: in suffering the animals are our
equals.”
Con esto nadie puede, en principio, estar en desacuerdo y es esa
consideración la que está en la base de los sentimientos de afecto y compasión
que la mayoría de los seres humanos experimenta frente a los animales. Incluso,
en la medida en que está en el campo de lo razonable, podría servir de fundamento a una discusión y
una decisión política - es decir, a una
discusión y decisión de humanos – sobre lo que es o no admisible en el trato
que dispensamos a los animales.
La posición de Regan es diferente y más radical. Su punto de partida es la
negación de que el fundamento de los derechos humanos sea el hecho de que el
ser humano sea animal racional. Su argumento, aparentemente fuerte, puede resumirse
de la siguiente forma:
Si la base de la consideración de un ser vivo como ser moral, es decir,
como objeto de derechos, es su condición de ser racional, a los bebés y los dementes
tendríamos que negarles sus derechos. Si no se los negamos, tampoco podemos
negárselos a otros seres vivos. En consecuencia, la base del reconocimiento de
los derechos debe ser otra distinta al hecho de ser racional. Regan postula como
fundamento del reconocimiento de los derechos la capacidad de sentir dolor o
experimentar placer. En consecuencia serían objeto de derechos todos los seres
vivos dotados de un sistema nervioso central o algo similar.
Desde Aristóteles entendemos que la naturaleza del ser está definida por su
pleno desarrollo. Los bebés son objeto de derechos porque un día serán adultos
y podrán reclamarlos. Los dementes están privados de algo que naturalmente
deberían tener. Por esa razón a unos y otros les reconocemos derechos de que
están dotados todos los seres humanos en su pleno desarrollo o en el uso total
de las capacidades que los definen como tales.
Pero aceptemos el postulado de Regan: la base de los derechos es la
capacidad de sentir dolor o experimentar placer. Imaginemos ahora una cebra, un
antílope o un ñu en la sabana africana, el Senguereti. Como se sabe estos herbívoros
son el alimento de los leones, las hienas, los perros salvajes y demás carnívoros
que allí habitan también. Cuando una cebra vieja o un bebé cebra son acorralados
por una manada de perros salvajes, éstos no la matan previamente para comérsela
sino que se la van comiendo a dentelladas. Puede trascurrir un tiempo más o
menos largo antes de que la cebra muera como consecuencia de las mordeduras.
Entre tanto, el dolor que experimenta debe ser aterrador: los perros se la
están comiendo viva.
Hemos admitido que la cebra es titular de derechos y es absolutamente claro
que con su proceder los perros salvajes le están violando, por lo menos, el
derecho a una muerte digna. ¿Qué hacer? Si admitimos los derechos de la cebra, y
sin dejar de lado el hecho de que también, por hipótesis, los perros salvajes tienen
derechos, hay varias opciones posibles:
·
Persuadir
a los perros salvajes para que no se coman la cebra antes de matarla.
·
Impedir
por la fuerza que los perros salvajes se coman la cebra.
·
Separar
a las cebras de los perros salvajes.
·
Liquidar
a todos los perros salvajes.
·
Sacrificar
a las cebras y alimentar con su carne a los perros salvajes.
·
Educar
a los perros salvajes para que se vuelvan vegetarianos.
Pueden imaginarse otras opciones más o menos absurdas. Para salir de ese
sinsentido, el animalista debe admitir que los animales no respetan los
derechos de los otros animales porque no pueden hacerlo. Unas especies viven a
base de comerse otras: en el mundo natural la supervivencia es cuestión de
dientes y garras. No podemos decir que
los perros salvajes o los lobos violen los derechos de las cebras o los
corderos cuando se los comen. Y si los animales no pueden reconocerse los
derechos los unos a los otros, ¿por qué los hombres tenemos que hacerlo?. Si el animalista
responde que el hombre debe reconocer los derechos de los animales porque el
hombre es racional, todo el andamiaje de su teoría se derrumba.
Abundemos en este punto. Supongamos por un momento que, como consecuencia
de la explosión de una supernova o un acontecimiento cósmico similar, la
especia humana pierda su capacidad
racional y quede en igualdad de condiciones con los demás animales. En ese
caso, ¿tenemos “derecho” a defendernos por la fuerza de sus ataques?, ¿tenemos “derecho”
a matarlos y a comer su carne?. La negativa es un imposible lógico. El
animalista debe responder afirmativamente a esas preguntas porque estaríamos en
la misma condición que los perros salvajes y los lobos. Si lo hace así debe
aceptar que la base de los derechos es la racionalidad de la especie humana.
III
El error fundamental de quienes propugnan por los “derechos de los animales”
consiste en ignorar la naturaleza específica de la especie humana en lo que la diferencia de otras especies
vivientes. Es del análisis racional de esa naturaleza de donde surge como
consecuencia lógica la idea de derechos propios de la especie humana y de
ninguna otra más. Murray Rothbard presenta esta espléndida síntesis:
“Las personas poseen derechos
no porque nosotros sintamos que los tienen, sino en virtud del análisis
racional de la naturaleza del hombre y del universo. Brevemente, el hombre
tiene derechos porque son naturales. Se fundamentan en su propia naturaleza: en
la capacidad humana de hacer elecciones conscientes, en la necesidad en que se
encuentra de utilizar su mente y su energía para adoptar los fines y los
valores, para conocer el mundo, para perseguir sus objetivos de tal modo que
pueda vivir y progresar, en su capacidad y su necesidad de comunicarse e
interactuar con otros seres humanos y de participar en la división del trabajo.
En síntesis, el hombre es un ser racional y social. Ningún otro animal, ningún
otro ser posee esta capacidad de razonar, de hacer elecciones conscientes, de
transformar su medio ambiente para avanzar, para desarrollarse, para colaborar
voluntariamente en la sociedad y en la división del trabajo. Por tanto, aunque
los derechos naturales (…) son absolutos, hay un aspecto en que son relativos:
son relativos a la especie humana. Una ética de los derechos para el género
humano es esto cabalmente: es una ética para todos los hombres, con independencia
de la raza, la religión, el color o el sexo. Es una ética para la especie
hombre”[3]
IV
Las consideraciones anteriores serían una mera digresión académica si no
fuera por las implicaciones prácticas del pensamiento y la acción de los
animalistas. Hay que decirlo con toda claridad: el animalismo es un ataque en
regla, camuflado de buenos sentimientos, contra las formas modernas producción
y consumo humanos y una de las mayores
amenazas contra la libertad. En las
múltiples conferencias que da a lo largo
y ancho del mundo, invitado por toda suerte de ONG ambientalistas, Tom Regan
proclama sin reato alguno el objetivo de su accionar:
“I regard myself as an
advocate of animal rights — as a part of the animal rights movement. That
movement, as I conceive it, is committed to a number of goals, including: the
total abolition of the use of animals in science; the total dissolution of
commercial animal agriculture, the total elimination of commercial and sport
hunting and trapping. There are, I know, people who profess to believe in
animal rights but do not avow these goals. Factory farming, they say, is wrong
- it violates animals' rights - but traditional animal agriculture is all right.
Toxicity tests of cosmetics on animals violates their rights, but important
medical research — cancer research, for example — does not. The clubbing of
baby seals is abhorrent, but not the harvesting of adult seals. I used to think
I understood this reasoning. Not any more. You don't change unjust institutions
by tidying them up. What's wrong — fundamentally wrong — with the way animals
are treated isn't the details that vary from case to case. It's the whole
system”[4].
Es difícil encontrar un
punto de vista más anti-capitalista y más totalitario. Y sin embargo, los
auditorios bobalicones aplauden extasiados, los gobiernos adoptan legislaciones
restrictivas y en todas partes se desata la histeria colectiva contra quienes
gustan de las corridas, cabalgan sus caballos, se divierten con los tigres en
los circos o usan ratas en sus laboratorios. Aplicada en todas sus implicaciones lógicas, las tesis
animalistas nos conducen inexorablemente a la posición del bondadoso Albert Schweitzer, premio nobel de la paz en
1952, quien negaba que tuvieramos el más mínimo derecho de pisar una cucaracha.
V
La especie humana tiene un millón de años sobre la tierra. La vida civilizada
5 ó 6 mil. Durante miles de años, nuestros congéneres de las cavernas cazaron
y mataron toda suerte de animales para alimentarse con su carne, para arroparse
con sus pieles, para construir instrumentos con sus huesos. Posteriormente
domesticaron algunas especies y las utilizaron para transportarse, para
trabajar, para divertirse. No tenían
alternativa porque no está en su
naturaleza adaptarse instintivamente al medio, como las plantas o los animales.
Esto no lo entiende el animalista. Desde su perspectiva toda la historia humana es inmoral. El hombre
es un intruso perverso que con su acción destruye el medio donde las plantas y
los animales vivían en santa paz antes de su aparición.
El problema con las
tesis animalistas, de lo contrario no valdría la pena dedicarles más que la
frase del inicio, es que tienen una
amplia acogida entre la mayoría de las personas que, sin alcanzar a ver sus
implicaciones, las asimilan a los sentimientos de cariño y compasión que todos
experimentamos frente a los animales. Cada vez más oponerse al animalismo está
por fuera de lo que se considera políticamente correcto. Hay que
combatir el animalismo y negarles a sus partidarios el monopolio de los
sentimientos de compasión y respeto con los animales. También es necesario
decir con toda claridad que su posición es anti-capitalista, contraria a la
libertad y enemiga de la especie humana.
LGVA
Junio de 2012.
Junio de 2012.
[1] http://www.rcnradio.com/noticias/fallo-del-consejo-de-estado-para-proteger-los-animales-es-historico-ambientalistas-7507#ixzz1z5QaQ9jO
[2]En Colombia al parecer existe una
subsidiaria. Véase: http://www.animalliberationfront.com/ALFront/Actions-Colombia/Colombia-index.htm
[3] Rothbard, M. La ética de la libertad. Unión Editorial.
Madrid, España, 1995. Páginas 220 – 221.
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