Mendigarios y proletandigos: ¡Uníos!
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Docente, Escuela de Economía, Universidad EAFIT
“El Estado es la gran ficción a través de la cual todo el mundo se esfuerza en vivir a expensas de los demás”. Bastiat.
Ayer encontré a René, por azar, en una calle cualquiera de Medellín, no en su taller de reparaciones eléctricas del Barrio San Pablo donde lo había buscado infructuosamente para encomendarle la reparación de un secador y un viejo radio. Cerré el taller hace como ocho meses - me dijo. Ya no necesito trabajar. Mis dos hijas se casaron y el muchacho está prestando servicio militar. Estoy solo con mi esposa. Recibo la platica que le dan a los desplazados y otro poquito por enviar los niños a la escuela, almorzamos en el comedor municipal de la tercera edad y el acueducto me lo paga la alcaldía. Para el resto me basta con lo que recibo por el arriendo del segundo piso. Pero René – le dije- tú no eres desplazado, no tienes niños de escuela, no está en la tercera edad y siempre pudiste pagar por ti mismo el servicio de acueducto. El hombre sonrió socarronamente.
Había llegado al Barrio San Pablo por la época de su fundación, hace más de 20 años. Armado con su diploma de técnico en electricidad y una hombría de bien que le salía por los poros, consiguió que le arrendaran barato un garaje y allí instaló su taller. Durante años trabajó reparando radios, ventiladores, licuadoras, hornos y toda clase de cachivaches eléctricos a los que daba una nueva vida por un precio inverosímilmente bajo. Me encantaba visitarlo en su taller, escuchar tangos y hablar de las cosas de la vida. Su ingreso moderado le permitió educar a sus tres hijos – bachillerato y formación técnica, para que sepan ganarse la vida, decía – y le alcanzó para construir una casita – después le haré el segundo piso, para arrendarlo y tener una rentica – en la que vivió dignamente con su familia. Y hace 3 años compró una moto con la que pudo prestar sus servicios a domicilio. No sabía nada de asistencia pública, ni de seguridad social, ni del Sisben, ni de familias en acción. Responsable, parsimonioso, alegre, ahorrativo durante todos esos años enfrentó sólo las contingencias de la vida sin esperar que el gobierno o los traficantes de la caridad vinieran en su socorro.
Un día llegó a su taller un abogado del municipio y le habló de todos esos beneficios sociales que el gobierno tiene para la gente pobre. René es un hombre bueno, pero no un ángel y en él los incentivos actúan, como en todo mundo. El panorama descrito por el abogado era en extremo tentador: dinero por desplazamiento, plata por enviar los niños a la escuela, almuerzo todos los días, agua gratis. “Y ofreció a ayudarme – por un pequeño pago- con todos los trámites”. René cayó en la tentación: dejó su trabajo de hombre libre y decidió convertirse en mendigario o proletandigo. Lo que es peor: en un mendigario o proletandigo tramposo.
Cuando los países alcanzan la senda del crecimiento económico sostenido logran primero mantener a sus pobres antes de conseguir que éstos se hagan más productivos y puedan valerse por sí mismos. Hace cinco o seis décadas Colombia tenía tanta o más pobreza que ahora con el agravante de que entonces no podíamos mitigarla con nuestros propios medios. Todavía en los años 60 y 70 del siglo pasado recibíamos ayuda humanitaria internacional y nos visitaban los cuerpos de paz. Uno de los efectos del crecimiento económico es hacer más ostensibles la pobreza y la desigualdad, que no son la misma cosa. La solidaridad y el redistribucionismo, esas formas travestidas de la envidia, también afloran con el crecimiento y se convierten en los pilares de la política pública.
No es lo mismo pobreza que desigualdad ni solidaridad que redistribución. Cuando una persona desempleada recibe de los servicios sociales un subsidio monetario que sustituye un salario que no puede ganarse o una atención médica que no puede pagarse, estamos ante una acción de solidaridad que mitiga una clara situación de pobreza. Pero si esa misma persona recibe un estipendio que le permite hacer un gasto que podría haber cubierto de su propio bolsillo, estamos ante una redistribución: su ingreso ha aumentado porque una parte del mismo queda disponible para otra cosa.
El gasto del gobierno es el principal mecanismo empleado en las sociedades modernas para combatir la pobreza y redistribuir el ingreso. Durante casi todo el siglo pasado la participación del estado en la economía colombiana, medida por el gasto del gobierno central como porcentaje del PIB, fue modesta: 5% promedio anual entre 1905 y 1960 y 9% entre 1960 y 1990. A partir de este último año se incrementó sustancialmente y hoy supera el 26%; cifra que está por encima de todos los países de América Latina y que es comparable con la de los países desarrollados, excepción hecha de los países socialistas de Europa Occidental.
Cuando el estado alcanza ese tamaño la lucha por incrementar la participación en la distribución del gasto público y por disminuir la participación en su financiación intensifica y todos empezamos a asemejarnos un poco a René, tratando de aparecer más pobres de lo que somos. Con un estado de ese tamaño y el inusitado despliegue del asistencialismo, nos estamos convirtiendo en una economía de mendigarios y tramposos, buscando siempre gastar más y pagar menos, acrecentando la deuda pública para terminar al cabo de unos cuantos años indignados protestando en las calles contra la injusticia social.
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