Diez
grandes economistas en pocas palabras, una imagen y una cita
Luis
Guillermo Vélez Álvarez
Economista,
Docente Universidad EAFIT
Adam
Smith, 1723-1790.
Este filósofo y
economista escocés, profesor de ciencias morales de la Universidad de Glasgow,
es considerado el padre de la economía. Aunque no fue pródigo en
reconocimientos, naturalmente construyó su obra fundamental, Investigación sobre la naturaleza y causas
de la riqueza de las naciones, sobre los logros de extraordinarios
antecesores – Cantillon, Quesnay, Turgot – y bajo la influencia de ilustres
contemporáneos, como su maestro Adam Ferguson y su amigo David Hume. En el
imaginario popular su nombre está asociado a la metáfora de “la mano invisible”
que alude a la existencia de leyes económicas naturales susceptibles de ser
conocidas por la razón, como lo habían señalado, entre muchos otros, los
miembros de la escuela fisiocrática. También en el imaginario popular, las
ideas de Smith son vistas como la exaltación del egoísmo exacerbado. No
obstante, su otra gran obra, Teoría de
los sentimientos morales, reposa sobre el siguiente postulado: “Por más
egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza
algunos principios que la hacen interesarse por la suerte de otros, y que hacen
que la felicidad de éstos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada
más que el placer de contemplarla”. Curiosamente, el gran defensor del libre
cambio y el comercio entre las naciones pasó los últimos años de su vida
empleado como oficial de aduanas.
“Pero
el ingreso anual de la sociedad es precisamente igual al valor en cambio del
producto total anual de sus actividades económicas o, mejor dicho, se
identifica con el mismo. Ahora bien, como cualquier individuo pone su empeño en
emplear su capital en sostener la industria doméstica y dirigirla a la
consecución del producto que rinde más valor, resulta que cada uno de ellos
colabora de una manera necesaria en la obtención del ingreso anual máximo de la
sociedad. Ninguno se propone, por lo general, promover el interés público, ni
sabe hasta qué punto lo promueve, cuando prefiere la actividad económica de su
país a la extranjera, únicamente considera su seguridad y cuando dirige la
primera de tal forma que su producto representa el mayor valor posible, sólo
piensa en su ganancia propia; pero en este como en muchos otros casos, es
conducido por una mano invisible a promover un fin que no estaba en sus intenciones.
Mas no implica mal alguno para la sociedad que tal fin no entre a formar parte
de sus propósitos, pues al perseguir sus propio interés, promueve el de la
sociedad de una manera más efectiva que si esto entrar en sus designios”
(La riqueza de las Naciones, Fondo
de Cultura Económica, México, 1959, página 402).
David
Ricardo, 1772 – 1823.
Más de 40 años después
de la aparición de La Riqueza de la Naciones, se publica, en 1817, la primera
edición de los Principios de Economía
Política y Tributación, de David Ricardo. Acaudalado hombre de negocios, al
retirarse de la actividad comercial se consagra al estudio de la economía y a
la actividad política. Será miembro de la Cámara de los Comunes. Participa
intensamente en los debates de política económica de su época, en particular el
de las Leyes de Granos. Para defender su posición, contraria al proteccionismo,
escribe el folleto Ensayo sobre la
influencia del bajo precio del grano sobre las utilidades del capital, en
el que formulará su teoría de la renta del suelo y que será la base de las
reflexiones que conducirán a la redacción de los Principios. En efecto, los
Principios, de los que se publicaron tres ediciones en vida de Ricardo, la
definitiva en 1923, nacieron de lo que pretendía ser una versión ampliada del
Ensayo. Durante el proceso de la redacción de los Principios y de sus principales
ensayos, Ricardo estará en permanente contacto epistolar con los más destacados
economistas de su época – Malthus, Say, Torrens y Mill – dejando a la
posteridad una extraordinaria correspondencia, pacientemente recogida por
Sraffa, cuya lectura transmite con singular intensidad el proceso de
construcción de la teoría.
“El
comienzo de la una gran guerra después de una paz prolongada, o de la paz
después de una larga guerra, produce generalmente un malestar considerable al
comercio. Altera en grado sumo la naturaleza del empleo a que se dedica el
capital en los diversos países y, durante el intervalo en el cual se acomoda a
situaciones que las nuevas circunstancias hacen más beneficiosas, mucho capital
fijo queda sin utilizar, y a veces se pierde completamente, y no existe
ocupación plena de trabajadores. La duración de este daño será más larga o más
corta, de acuerdo con la aversión más o menos grande que casi todos los hombres
sienten a abandonar un empleo de su capital al que se han acostumbrado por largo
tiempo: a menudo, también la prolongan demasiado las restricciones y
prohibiciones a que dan lugar los celos absurdos que prevalecen entre los
estados de la comunidad comercial” (Principios de economía
política y tributación, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, página 199).
Karl
Heinrich Marx, 1818 – 1883
Dice Schumpeter que “la
mayor parte de las creaciones del intelecto o de la fantasía desaparecen para
siempre en un intervalo de tiempo que varía entre una hora de sobre mesa y una
generación. Pero hay algunas que se
eclipsan, se hunden en el olvido, hasta que de pronto, súbitamente, como el ave
fénix, resurgen de sus cenizas”. Este es el caso de la obra de Marx.
Revolucionario, filósofo, historiador, economista. Llegó a la economía
proveniente de la filosofía y el pensamiento socialista. El suyo pretendía ser
un socialismo científico; no utópico como el de Owen, Fourier o Proudhon, su
maestro de juventud. Científico, porque, según él, estaba basado en el
conocimiento de las leyes de la economía capitalista. Es en este punto donde
Marx se integra a la comunidad de los economistas: en el reconocimiento del
papel de los precios en la reproducción del sistema. Pero a diferencia de los
economistas clásicos de quienes se considera heredero – Quesnay, Smith, Ricardo
– buscará probar que los precios que se forman en el mercado no garantizan
siempre el equilibrio entre las ramas de producción y que la economía
capitalista se verá por ello enfrentada a crisis recurrentes, bloqueos
generales del mercado hasta su derrumbe final. Autor de una obra monumental,
sus contribuciones al análisis económico se encuentran principalmente en El
Capital, su obra fundamental, y en la Historia Crítica de la Plusvalía,
revisión erudita de la teoría económica de su época.
“Como
estos productores sólo se enfrentan en cuanto poseedores de mercancías y cada
cual procura vender su mercancía al precio más alto posible (y además,
aparentemente, sólo se halla gobernado por su arbitrio en la regulación de la
producción misma) resulta que la ley interna sólo se impone por medio de su
competencia, de la presión mutua ejercida por los unos sobre los otros, lo que
hace que se compensen recíprocamente sus divergencias. La ley del valor sólo
actúa aquí como ley interna, que los agentes individuales consideran como una
ciega ley natural, y esta ley es, de este modo, la que impone el equilibrio
social de la producción en medio de sus fluctuaciones fortuitas (...) En el
régimen de producción capitalista la masa de los productores directos percibe
el carácter social de su producción bajo la forma de una autoridad
estrictamente reguladora y de un mecanismo del proceso de trabajo organizado
como una jerarquía completa – autoridad que, sin embargo, sólo compete a
quienes la ostentan como personificación de las condiciones de trabajo frente a
éste y no como bajo las formas anteriores de producción, como titulares del
poder político o teocrático – entre los representantes de esta autoridad, o
sea, entre los mismos capitalistas, que se enfrentan simplemente como
poseedores de mercancías, reina la anarquía más completa, dentro de la cual la
cohesión social de la producción sólo se impone a la arbitrariedad individual
como una ley natural omnipotente” (El Capital, Volumen
III, Fondo de Cultura Económica, México, 1970. Páginas 812-813).
Maire-Esprit
Leon Walras (1834-1910)
No fue profeta en su
tierra, Walras, a quien Schumpeter consideraba como el más grande de todos los
economistas. La Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia le negó la
membrecía a la que aspiraba con una memoria titulada “Teoría matemática de la
riqueza social” germen de su obra cumbre “Elementos de Economía Política Pura o
Teoría de la Riqueza Social”. Emigró a Suiza donde fue acogido por la
Universidad de Lausanne, donde regentaría la cátedra de economía política, en
la cual lo sucedería su discípulo Vilfredo Pareto, conformándose así lo que en
la historia del pensamiento económico se conoce como Escuela de Lausana. Se
formó con su padre, Augusto Walras, también economista, y con Antonio Agustín
Cournot, cuya influencia en su propia obra siempre reconoció. Concibió la
economía como compuesta por tres grandes ramas: la economía política pura, la
economía política aplicada y la economía social; a cada una de las cuales tenía
el propósito de consagrar un tratado. Sólo culminó el primero. En los demás
casos el tratado proyectado fue sustituido por sendas colecciones de artículos
sobre cada una de las temáticas. Walras, el gran teórico del mercado
competitivo, tenía convicciones socialistas y era partidario de la nacionalización
de la tierra. La renta de ésta constituiría el ingreso del gobierno que de esta
suerte no tendría necesidad de establecer ningún impuesto. De gran
significación son sus contribuciones a la teoría monetaria, justamente
resaltadas por Don Patinkin, y, aunque menos conocidas, a la teoría de la
regulación de los monopolios naturales, desarrollada con referencia a los
ferrocarriles. Pero sin duda alguna su gran aporte a la ciencia económica es,
como la señala Arrow, “el reconocimiento pleno del concepto de equilibrio
general”. Todavía hoy el programa de investigación de la economía teórica más
avanzada está marcado por los problemas que planteó Walras: existencia,
unicidad y estabilidad del equilibrio. El monumento que en la Universidad de
Lausanne honra su memoria tiene sólo esta inscripción: “Équilibre
Économique".
“La
economía política pura es esencialmente la teoría de la determinación de los
precios bajo el régimen hipotético de libre competencia absoluta. El conjunto
de todas las cosas, materiales e inmateriales, que son susceptibles de tener un
precio porque son escasas, es decir, a la vez útiles y limitadas en cantidad,
forma la riqueza social. (...) Si la Francia del siglo XIX, que vio nacer la
nueva ciencia, se desinteresó de ella, esto se debe a esa concepción
estrechamente burguesa de la cultura intelectual que la separa en dos zonas
distintas: una conformada por calculadores desprovistos de conocimientos
filosóficos, morales, históricos, económicos y otra donde florecen letrados sin
ningunas nociones matemáticas. El siglo XX, que no está lejos, sentirá la
necesidad, incluso en Francia, de poner las ciencias sociales en las manos de
hombres de cultura general, habituados a la vez a la inducción y a la deducción,
el razonamiento y la experiencia. Entonces la economía matemática tomará su
rango al lado de la astronomía y la mecánica matemática; y ese día también se
nos hará justicia” (Éléments d´économie politique pure ou theorie de la richesse
sociale”. Librairie General de Droit et Jurisprudence, Paris, 1952).
Alfred
Marshall, 1842-1924.
Todo
estudiante de economía, aunque probablemente muchos lo ignoren, está
familiarizado con la obra de Alfred Marshall. Los diagramas de oferta y demanda,
que aparecen en todos los manuales introductorios, tienen su origen en su obra
principal, Principios de Economía, que durante muchas décadas fue el texto de
economía más empleado en el mundo anglosajón.
Gary
S. Becker, nobel de economía en 1992, señala: “El instrumento analítico más
importante que se ha inventado para simplificar la comprensión del mundo
económico es el análisis de oferta y demanda, que fue llevado a su máximo
desarrollo por Alfred Marshall”. Nociones de uso corriente que a diario emplean
los economistas, como la de elasticidad y excedente del consumidor, son obra
suya. La primera edición de los Principios es de
1890 y la octava, durante su vida, de 1920. En las sucesivas ediciones Marshall
introdujo una creciente cantidad de adiciones, aclaraciones y ejemplos buscando
hacer accesible el texto a un público amplio. Marshall creía firmemente que los
principios y leyes de la economía teórica debía servir de guía para la acción;
razón por la cual su comprensión, debía estar al alcance de los hombres de
negocios, los políticos y de toda persona educada.
“De conformidad con las tradiciones
inglesas, se entiende que la función de nuestra ciencia es recoger, combinar y
analizar los hechos económicos, aplicando los conocimientos adquiridos por
medio de la observación y la experiencia a la determinación de los que han de
ser, con toda probabilidad, los efectos inmediatos y finales de los diversos
grupos de causas; y se entiende que las leyes económicas son manifestaciones de
tendencias expresadas de modo indicativo y no preceptos éticos de carácter
imperativo. Las leyes y los razonamientos económicos no son, en efecto, sino
mera parte del material que toda ciencia humana y el sentido común han de
aprovechar para resolver los problemas prácticos y sentar las reglas que puedan
ser guía en los actos corrientes de la vida” ( Principles of Economics, 8ª edition, 1920, London,
Macmillan, 1969. Páginas v – vi.)
John
Maynard Keynes (1883-1946)
Keynes representa en
cierta forma la figura del Papa que se declara protestante en medio de un
Concilio Católico. Formado dentro de la más ortodoxa tradición marshalliana y
dueño ya de un sólida reputación, tanto en la academia como en la política
pública, irrumpe, en 1936, con su Teoría General de la Ocupación, el Interés y
el Dinero con la que pretende superar la teoría clásica dominante, según él, en
el pensamiento económico y la política práctica desde la época de Ricardo. Los
postulados de dicha teoría, afirma Keynes, sólo se aplican a un caso particular
y no en general, con el agravante de que “las características del caso especial
asumido por la economía clásica no son las de la sociedad económica en que
vivimos; de ahí que sus enseñanzas sean engañosas y nefastas cuando son
aplicadas a los hechos de la experiencia”. Incalculables ríos de tinta han
corrido desde que se publicó su obra magna, tratando de establecer lo que
realmente quiso decir Keynes. “Todos somos keynesianos” proclamó Paul Krugman
hace unos años para destacar que la recesión iniciada con el estallido de la
burbuja hipotecaria respondía al diagnóstico de una demanda efectiva
insuficiente. “No todos somos keynesiano” respondió el economista liberal Guy
Sorman. Probablemente sea Krugman quien tiene razón pues el keynesianismo
vulgar que encuentra en el gasto público el remedio de todas las patologías de
la economía abreva el ideario de todos los políticos y de las legiones de
economistas aficionados llenos de certezas que pontifican en todas partes. Esto
no deja de ser un tanto irónico como quiera que el propio Keynes soñara con un
mundo en el cual no se diera tanta importancia a la discusión económica que
“debería ser un asunto de especialistas, como la dentistería”.
“La
división de la economía entre teoría del valor y la distribución, de una parte,
y teoría de la moneda es errónea. La dicotomía correcta es entre la teoría de
la empresa o la industria individual y de la remuneración y distribución entre
diferentes usos de una cantidad dada de recursos, de una parte, y, de la otra,
la teoría de la producción y el empleo en su conjunto. Mientras nos limitemos
al estudio de la industria o de las empresas individuales, suponiendo que la
cantidad empleada de recursos es constante y que las condiciones de las otras
industrias no cambian, es correcto suponer que las propiedades esenciales de la
moneda no intervienen. Pero cuando pasamos al problema de qué determina el
producto y el empleo en su conjunto, necesitamos de una teoría completa de una
economía monetaria. Tal vez pueda hacerse la línea de separación entre la
teoría del equilibrio estacionario y la teoría del equilibrio dinámico, es
decir, la teoría de un sistema donde los cambios en la visión del futuro son
capaces de influenciar la situación presente. Porque la importancia de la
moneda se deriva esencialmente del hecho de que ella constituye un vínculo
entre el presente y el futuro”. (The
General Theory of Employment, Interest and Money. Collected Writings
Macmillan, Vol VII, página 293).
Friedrich
August von Hayek (1889-1992)
Cuando Hayek recibió el
Premio Nobel en 1974 probablemente muchos se sorprendieron de que todavía
estuviera vivo: tal era el olvido en que había caído su obra y su pensamiento,
sólidamente liberal y anti-estatista, bajo la avalancha de estatismo
socializante que durante décadas cundió en la profesión. En una decisión que
aún resulta incomprensible, en ese año se le otorgó igualmente esa distinción a
Gunnar Myrdal, economista sueco especialistas en desarrollo económico cuyo
pensamiento, en muchos aspectos, es la anti-tesis de Hayek. Autor de una obra
inmensa en la que coexisten brillantes panfletos de combate ideológico como El
camino a la servidumbre; desafiantes tratados como Teoría Pura del Capital; y
eruditos volúmenes como los de Derecho, legislación y libertad o La
Constitución de la libertad. Profesor en London School of Economics y en la
Universidad de Chicago, fue gran contradictor de la macroeconomía keynesiana, defensor
sin concesiones del liberalismo económico y enemigo decidido de todas las
formas de intervención del gobierno aparte de las ya clásicas desde Adam Smith.
Su defensa sin ambages de la legitimidad del beneficio empresarial, sus acerbas
críticas a las políticas redistributivas y su antipatía declarada del activismo
monetario y fiscal le enajenaron el interés de parte de la profesión al punto
de que es un verdadero milagro encontrar un pie de página que aluda a su obra
en los manuales de los que se abreva el economista promedio. Sin embargo, la
influencia de su pensamiento se percibe en la obra de las mejores mentes de la
disciplina económica. En 1947, en compañía de un grupo de 36 intelectuales
liberales (Ludwig Erhard, Jacques Rueff, Karl Popper, Frank Knight, entre
otros) fundó la Sociedad de Mont Pelerin con el objeto de promover las ideas
del liberalismo económico y político. Han sido miembros de esta sociedad varios
economistas también ganadores del Premio Nobel como George Stigler, James
Buchanan, Maurice Allais, Ronald Coase, Gary Becker y Vernon Smith. []
“Creo que una búsqueda demasiado
deliberada de la utilidad inmediata tenderá a corromper la integridad
intelectual del economista, porque la utilidad inmediata depende casi por
completo de la influencia, y la influencia se gana con mayor facilidad mediante
concesiones al prejuicio popular y la adhesión a los grupos políticos
existentes (...) Cualesquiera sean sus creencias teóricas, cuando deba examinar
las propuestas de los legos, en nueve de cada diez casos tendrá que responder
que son incompatibles sus diversos fines, de modo que tendrán que escoger entre
ellos y sacrificar algunas de sus caras ambiciones (...) La labor del
economista consiste precisamente en descubrir tales incompatibilidades en los
pensamientos antes de que choquen las cosas, y el resultado es que siempre le
corresponderá la ingrata tarea de señalar los costos (...) Creo que como
economistas deberíamos por lo menos sospechar siempre que nos veamos ubicados
en el bando popular. Es tan fácil creer en las conclusiones agradables, o
abanderar doctrinas que a otros les gusta creer, aceptar las opiniones de la
mayor parte de la gente de buena voluntad, y no desilusionar a los entusiastas,
que a veces resulta casi irresistible la tentación de adoptar posturas que no
resistirían un examen desapasionado” (Ser
economista. Obras Completas, Volumen III, Unión Editorial, Madrid, 1991,
páginas 40 y 41).
Piero
Sraffa (1898-1983)
La obra brevísima de
este economista italiano contrasta con la amplitud de sus horizontes
intelectuales que le valieron el respeto y la amistad de filósofos y
científicos – Ludwig Wittgenstein y Frank Ramsey, entre otros - que reconocen
haberse beneficiado en la producción de sus trabajos de las observaciones de
Sraffa. Llegado a Cambridge en 1927, por iniciativa de Keynes quien temía por
su vida bajo la dictadura fascista a causa de sus ideas socialistas y de su
estrecha amistad con Antonio Gramsci, se consagrará al estudio de los
economistas clásicos, en especial de David Ricardo, cuyas obras completas
editará con la colaboración de Maurice Dobb. Estrechamente vinculado a Keynes,
participó activamente en las discusiones seminales de la Teoría General y en
los debates de con Hayek sobre la naturaleza y causas de las crisis económicas.
Criticó la teoría neo-clásica de los precios en su versión marsahalliana
señalando que la curva de oferta de pendiente positiva carecía de
fundamento. Años más tarde, en 1960,
publicó su obra principal, un pequeño librito de unas 60 páginas titulado de
forma sugestiva, “Producción de mercancías por medio de mercancías”, en el que
reformulaba la teoría clásica de los precios de producción como una alternativa
sólida a la teoría neo-clásica del equilibrio general. El subtítulo de la obra,
“preludio a una crítica de la economía política”, establece todo un programa de
investigación. Según Luigi Pasinetti, uno de sus más destacados discípulos,
Sraffa expresó: “Es necesario volver a la economía política de los fisiócratas,
Smith, Ricardo y Marx. Y uno debe proceder en dos direcciones: i) purgar las
teoría de todas las dificultades e incongruencias que los economistas clásicos
no fueron capaces de superar y ii) seguir y desarrollar la relevante y
verdadera teoría económica como se vino desarrollando desde Petty, Cantillon,
los fisiócratas, Smith, Ricardo, Marx. Este natural y consistente flujo de
ideas ha sido repentinamente interrumpido y enterrado debajo de todo, invadido,
sumergido y arrastrado con la fuerza de una ola marina por la economía
marginal. Debe ser rescatado”. Sus discípulos, más bien escasos, se han
empeñado, sin mucho éxito entre la mayoría de la profesión, en adelantar este
programa de investigación. Han propiciado, no obstante, grandes debates, como
el de la teoría del capital, que impulsan el avance de la disciplina.
“El
acuerdo casi unánime al que han llegado los economistas a propósito de la
teoría del valor en un sistema de competencia perfecta es uno de los rasgos más
notables de la ciencia económica en su estado actual. Esta teoría está
inspirada por la idea de una simetría fundamental entre las fuerzas de la
demanda y de la oferta; reposa sobre la hipótesis de que se pueden aislar y
agrupar las causas esenciales que determinan los precios de una mercancía
particular de forma que se puedan representar por una pareja de curvas de
oferta y de demanda que se cortan en un punto. El contraste es tal entre este
estado de cosas y las controversias sobre la teoría del valor que
caracterizaron la economía política en el siglo XIX, que se está tentado a
creer que al fin surge de ese enfrentamiento de ideas la luz de una verdad
definitiva (...) Sin embargo, bajo el aspecto apacible que nos ofrece la
moderna teoría del valor, se disimula un vicio que perturba su armonía de
conjunto: los problemas planteados por la curva de oferta, fundada sobre las
leyes de los rendimientos crecientes y decrecientes” (“Las leyes de los rendimientos
en régimen de competencia”, The Economic Journal, Vol XXXVI, 1926)
Kenneth Joseph Arrow (1921)
Para muchos Kenneth
Arrow es el más grande economista del siglo XX. Profesor emérito de la
Universidad de Stanford y Premio Nobel en 1972 por su contribución a la teoría
del equilibrio general y a la economía del bienestar, su nombre está asociado,
conjuntamente con el de Gerard Debreu, al resultado más importante de la teoría
económica pura: la demostración de la existencia del equilibrio general
walrasiano. Su célebre Teorema de la Imposibilidad, según el cual no es posible
construir una función de preferencia social a partir de las preferencias
individuales sin violar el axioma de no dictadura, es el mentís hasta el
presente definitivo de todas las pretensiones de construir una sociedad
perfecta y racionalmente organizada desde que Platón las inaugurara con su Mito
del Rey Filósofo.
“Ya
es larga y bastante respetable la serie de economistas que, desde Adam Smith
hasta el presenta, han tratado de demostrar que una economía descentralizada,
motivada por el interés individual y guiada por señales de precios, sería
compatible con una disposición coherente de los recursos económicos, que podría
considerarse, en un sentido bien definido, mejor que un gran número de
disposiciones alternativas posibles (...). Cualquiera que sea la fuente del
concepto, la noción de que un sistema social movido por acciones independientes
en búsqueda de valores diferentes es compatible con un estado final de
equilibrio coherente, donde los resultados pueden ser muy diferentes de los
buscados por los agentes; es sin duda la contribución intelectual más
importante que ha aportado el pensamiento económico al entendimiento general de
los procesos sociales” (Análisis General
Competitivo. Fondo de Cultura Económica, México, 1977, páginas 9 y 14)
Gary
Stanley Becker (1930-2014)
Gary Becker es uno -
sino el más importante – de los economistas que en los años 60 y 70 ampliaron
las fronteras del análisis económico sometiendo al escrutinio científico
(intuición, teoría, verificación empírica) toda una serie de fenómenos -
familia, discriminación racial, crimen, salud, educación, legislación, política,
etc. – que parecían del dominio de otras ciencias sociales. Imperialismo
económico, llamó Gordon Tullock ese movimiento de aplicación de los métodos de
la economía más allá de los aspectos puramente pecuniarios o mercantiles de la
vida. La enseñanza, la investigación y
el ejercicio profesional de la economía cambiaron radicalmente, para bien, a
partir de los trabajos de Becker. Sus distintos trabajos
fueron en efecto una sucesión de pequeñas revoluciones. Todo empezó con su
tesis de doctorado, a los 25 años, dedicada al estudio de la discriminación
racial. El tema y, sobre todo, el método: aplicación del análisis económico a mercados
no monetarios, se apartaban de los caminos trillados. Después vendrían la obra
que le daría renombre, “El capital Humano: análisis teórico y empírico”, de
1964, y aquella por medio de la cual ejercería su influencia en la formación de
varias generaciones de economistas, su “Teoría Económica”, de 1971, síntesis de
sus cursos de microeconomía en la Universidad de Chicago. Su mayor contribución
es sin duda la de haber aplicado el método marshalliano al análisis de los
aspectos no-mercantiles o no-pecuniarios de la conducta humana. En la
introducción a la obra que reúne sus más importantes artículos, “The Economic
Approach to Human Behavior” nos revela el temprano origen de lo que sería el
rasgo distintivo de su ejercicio profesional. “En el colegio me sentía atraído
por los problemas estudiados por los sociólogos y por las técnicas analíticas
usadas por los economistas”
“Algunos
de mis artículos han provocado que muchas personas me escriban cartas airadas
en que me acusan de conservador o reaccionario. ¿Es acaso posible que mi
creencia en la importancia de los mercados y los incentivos me hayan llevado a
adoptar posiciones conservadoras en lo económico, lo social y lo político?. Me
declaro partidario de las ideas de Adam Smith, David Hume y otros pensadores de
los siglos XVIII y XIX, sobre la libertad individual y la economía de libre
mercado. Estos autores preferían un sistema bajo el cual los individuos
tuvieran libertad de decidir sobre muchas cuestiones que los afectan
directamente. Mi preferencia no parte del principio de que la gente siempre
actúa en forma racional y de que sólo ocasionalmente se equivoca, sino de que
la inmensa mayoría de la gente es más racional, y comete menos errores al
perseguir sus propios fines, incluso que los funcionarios gubernamentales mejor
intencionados. Una visión del mundo como la descrita es de mayor relevancia hoy
que en el pasado, debido al enorme crecimiento que han tenido los impuestos,
las regulaciones gubernamentales y el poder de la burocracia durante los
últimos cien años” (La economía cotidiana. Editorial Planeta Mexicana, México, 2002.
Página 20.)
LGVA
Agosto de 2014.
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