La guerra de Vietnam
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista
La de Vietnam fue la guerra que a los miembros de mi
generación nos tocó seguir en vivo y en directo. Por eso, es causa de
sentimientos encontrados, verla convertida en una pieza más de la larga
historia de las guerras de la humanidad en el monumental libro de Max Hastings[1], calificado de “Obra
maestra” por Antony Beevor, el gran historiador de la Segunda Guerra Mundial.
Aunque ya entonces llevaba 23 años y faltaban siete
más para su final, fue en 1968 cuando la guerra de Vietnam se convirtió en un
acontecimiento cuyo suceder se incorporó a la vida cotidiana de millones de
personas del mundo entero como consecuencia de la famosa Ofensiva del Tet, el
Año Nuevo vietnamita.
Un año pródigo en acontecimientos fue 1968. Se inició
con la Ofensiva del Tet, que marcó el comienzo del final de la guerra de Vietnam;
continuó con el levantamiento estudiantil de mayo en París, que puso a
tambalear el gobierno del General de Gaulle, y concluyó con la invasión
soviética a Checoslovaquia en agosto, poniendo término al efímero experimento “socialismo
con rostro humano” alentado por Alexander Dubcek con la famosa Primavera de
Praga.
En lo militar la Ofensiva del Tet fue un rotundo
fracaso. La idea era provocar un levantamiento popular masivo contra el
gobierno de Vietnam del Sur, asaltando, con fuerzas combinadas del ejercito del
Vietnam del Norte y los guerrilleros del Vietcong, treinta y seis de las
cuarenta y cuatro capitales de provincia del Sur y decenas de pueblos y aldeas. El
levantamiento popular no se produjo y las fuerzas comunistas debieron ceder
poco a poco a las fuerzas estadounidenses y del ejercito de Vietnam del Sur el
control de las ciudades y poblados que habían ocupado.
Sobre el saldo del Tet para los comunistas, escribe
Hastings:
“Pasado el Tet, la moral del ejercito norvietnamita y
el Vietcong estaba por los suelos. Eras conscientes de su derrota militar, en
la que unos veinte mil hombres habían perdido la vida” (P. 520)
“Las pérdidas del Vietcong todavía se agravaron más –
hasta llegar a unos cincuenta mil muertos – durante el segundo y tercer
mini-Tet, en mayo y agosto de 1968, que fueron un fracaso espectacular” (P. 521)
Y sin embargo esto no fue lo que quedó en la mente de
los dirigentes políticos y militares de Estados Unidos y, menos, por supuesto,
en la de la opinión pública norteamericana e internacional. En su lugar se
instaló la imagen de la humillación sufrida por la gran potencia con el asedio por
unas cuantas horas de su embajada en Saigón por unos cuantos guerrilleros del
Vietcong. Este fue un golpe demoledor para el prestigio de Estados Unidos y, en
particular, para el del general William Westmoreland, que estaba al mando de la
mayor fuerza militar desplegada por su país desde la Segunda Guerra Mundial.
Aunque no faltaron algunas advertencias bien
documentadas de las que informa Hastings, la ofensiva del Tet cogió de sorpresa
a los dirigentes y militares de Estados Unidos y Vietnam del Sur porque
históricamente la llegada del año nuevo vietnamita estaba acompañada de una
tregua en todos los frentes. El presidente Vietnam del Sur, Nguyen Van Thieu,
estaba de vacaciones, razón por la cual no le tocó presenciar el ataque
fácilmente repelido de 15 guerrilleros del Vietcong contra la sede de su
gobierno.
En la Ofensiva del Tet los comunistas se tomaron la
ciudad de Hue, la segunda del Sur, situada cerca de la frontera con del Norte,
y pusieron sitio a la base de Khe Sanh, cuya caída habría sido el equivalente a
la de Dien Bien Phu que puso fin a la guerra de Indochina con la derrota de
Francia en 1954. En ambos lugares, Hue y Khe Sanh, se libraron cruentas
batallas de las que salieron derrotados los comunistas, quienes sin embargo
quedaron como los héroes y vencedores de la Ofensiva del Tet, en buena medida,
gracias a la forma como los medios de comunicación presentaron los
acontecimientos. Ese paradójico resultado, Hastings lo resume de esta
forma:
“El Tet fue una manifestación extraordinaria de una
verdad importante sobre las guerras modernas: el éxito o el fracaso no se
pueden juzgar solamente – ni siquiera principalmente – a partir de los
criterios militares. La imagen es crucial, y los hechos de febrero de
1968 fueron percibidos como un desastre para las fuerzas armadas
estadounidenses”. (P.
475)
Es comprensible, aunque no justificable en forma
alguna que, al final de la Segunda Guerra Mundial, Francia se haya obstinado en
mantener su desvencijado imperio colonial. A pesar de la exaltación exagerada
que hacen los franceses de las acciones de La resistance, la
verdad es que para los ocupantes alemanes estas no eran más que pequeñas
molestias, poco significativas al lado sustancial apoyo que en recursos
materiales y humanos les brindó el régimen títere de Vichy.
Para ser algo más que un país liberado entre otros
y mantener su autoestima de gran potencia, Francia necesitaba preservar ese
imperio colonial. O al menos eso era lo que pensaban los mediocres políticos de
la Cuarta República que no vacilaron en desplegar la fuerza, con especial
brutalidad, en sus posesiones de ultramar cada vez que se presentaba una
revuelta anticolonialista. Lo hicieron en Argelia, Madagascar e Indochina.
En este último territorio encontraron una resistencia que
no habrían podido contener – no se diga doblegar – de no haber contado con el
apoyo de los Estados Unidos, especialmente a partir de 1950, después de que los
comunistas chinos se tomaron el poder y empezaron a dar apoyo a sus camaradas
vietnamitas. Para Estados Unidos en cierta forma lo de Vietnam se convertiría
en un escenario más de su enfrentamiento con los comunistas chinos que había
derrotado a su protegido Chiang Kai-shek, expulsándolo a Taiwan, y que apoyaron
a Kim IL-sung cuando, en junio de 1950, su ejercito traspasó el paralelo 38
invadiendo a Corea de Sur.
Esto último permite destacar una diferencia
fundamental entre la guerra de Corea y la de Vietnam. En la primera, Estados
Unidos intervino para defender pequeño país de la agresión de un régimen
comunista apoyado por la China de Mao y la Unión Soviética de Stalin. Aunque
los dirigentes de Estados Unidos creyeron siempre que su intervención en
Vietnam era de la misma naturaleza que la de Corea, los medios de comunicación,
sensibles a la propaganda comunista, la hicieron ver como la continuación de
una guerra colonialista en la que los imperialistas yanquis habían tomado el
relevo de los fracasados imperialistas franceses.
Esa falta de legitimidad de las acciones bélicas ante
los medios y la opinión pública reforzó la característica distintiva de Estados
Unidos en el escenario internacional, el ser una potencia vacilante e insegura
que, si la hubieran dejado en paz, se habría mantenido al margen de las dos guerras
mundiales. Una potencia sin ambición alguna de convertirse en un imperio, como
dijera Borges.
Su intervención en la Primera Guerra Mundial, que
definió el resultado de la contienda, solo se produjo después de que Alemania
decidió que sus submarinos hundieran barcos mercantes norteamericanos y de que
el gobierno del Kaiser ofreciera su apoyo al gobierno de México para iniciar
una guerra en su contra a fin de recuperar a Texas y los demás territorios
perdidos en el siglo XIX. Muy probablemente, sin el ataque Pearl Harbor, Estados
Unidos no le hubiera declarado la guerra al Japón y, muy seguramente, su
intervención se habría limitado al enfrentamiento en el Pacífico sin entrar en
Europa, si Alemania no le declara la guerra. En ambos casos, la historia de la
humanidad habría sido muy diferente.
Aunque mucho antes de la salida definitiva de los
franceses, Estados Unidos asumió el costo económico de la guerra de Indochina,
desde un principio su intervención adoleció de falta de claridad en los
propósitos y ausencia de determinación para alcanzarlos, lo que contrasta con la
magnitud de las fuerzas desplegadas: 500.000 hombres y más de 2.000 bombarderos
en su punto máximo. Resulta asombroso que esa fuerza estuviera destinada
solamente a contener el avance de los comunistas en el Sur sin decidirse jamás
a invadir a Vietnam del Norte por temor a provocar la intervención directa del ejército
chino. Curiosamente, según documenta Hastings, ni los chinos ni los soviéticos
estaban dispuestos a involucrar sus tropas en lo que Brezhnev llamó las
“ciénagas del Vietnam”. Pero eso es algo que los estadounidenses ignoraban en
ese momento.
El Tet tuvo un efecto político devastador en los
Estados Unidos. Johnson ordenó suspender los bombardeos más allá del paralelo
20, anunció su determinación abstenerse de participar en la carrera
presidencial, empezó el retiro de las tropas y autorizó el inicio de unas
conversaciones de paz en Paris a las que los comunistas enviaron un responsable
de mediano rango. Querían, ciertamente, empezar conversar, pero no mostraban
ningún afán por concluir.
Cuando Nixon asumió la presidencia en 1969 tenía la
determinación de llegar a un acuerdo sin que ello se interpretara como una
rendición y sin menoscabar el prestigio de los Estados Unidos frente a los
aliados que confiaban en ellos. Curiosamente los aliados europeos, que jamás
acompañaron el esfuerzo de guerra, cuestionaban, en privado y en público, su
intervención en Vietnam. El soberbio y desagradecido general de Gaulle, tan
experto en derrotas militares, recomendó en repetidas ocasiones el retiro de
las tropas norteamericanas y la transformación del Vietnam del Sur en un país
“neutral”.
La lectura del libro de Hastings hace poner en duda el
prestigio de Henry Kissinger como gran diplomático y, sobre todo, gran conocedor
del funcionamiento de las cosas en el mundo comunista. Como sus antecesores,
sobreestimó el grado de involucramiento efectivo y potencial de China y la
Unión Soviética en Vietnam y creyó equivocadamente que el meridiano de la paz
pasaba por Pekín y por Moscú. De ahí su peregrinaje persistente por esas
capitales y por Paris, donde, desde 1968, se adelantaban unas conversaciones
que los delegados vietnamitas deseaban prolongar.
Hastings pone en evidencia la enorme cantidad de
errores políticos y militares cometidos por los estadounidenses en Vietnam. Todo eso puede ser cierto, pero el principal
error de los Estados Unidos, con su estrategia de contención, fue el haberse
dejado involucrar en lo que Mao Tse Tung llamara “la guerra popular
prolongada”.
Un régimen totalitario puede eliminar o mitigar
fácilmente las consecuencias políticas internas de las acciones militares, no
así un régimen democrático sometido al escrutinio permanente de la prensa y a
la realización de elecciones periódicas. En una democracia, la derrota militar
de los comunistas en el Tet de 1968 habría acabado con la carrera política de
Le Duan y los miembros de politburó que planearon y ejecutaron la ofensiva.
Pero incluso, antes del Tet, las atrocidades de los comunistas y las grandes
pérdidas militares les habrían enajenado totalmente el apoyo de la población si
esta hubiera podido conocerlas por los medios, expresarse en manifestaciones
callejeras y participar eventos electorales.
Y como si esto fuera poco está el cine. La imagen de
la guerra de Vietnam en el mundo occidental es la transmitida por los patéticos
personajes de las películas de Kubrick (Full Metal Jacket), Coppola (Apocalypse
Now) y Stone (Platoon) que contrastan con los héroes de la Segunda Guerra
Mundial presentados en la extraordinaria película de Spielberg, Rescatando
al soldado Ryan.
Quizás no sea ocioso recordar que
el soldado que debe ser rescatado, James Francis Ryan, es uno de los cuatro
hermanos de una misma familia que participan en el desembarco de Normandía. Al
enterarse de que tres de ellos han muerto en el combate, el general George
Marshall ordena que James sea encontrado y enviado de inmediato al lado de su
madre. En medio de esa espantosa guerra, que cobró millones de vidas, la de un solo
individuo se hace especialmente importante y amerita ser preservada a cualquier costo.
No creo que ninguno de los
dirigentes comunistas del Vietnam hubiera actuado como el general Marshall en
similares circunstancias. Y esto hace una gran diferencia.
Aunque la propaganda de la izquierda occidental
convirtió a Ho Chi Minh, a Giap, a Le Duan y sus camaradas en “héroes
liberadores”, nada oculta el hecho de que, como buenos comunistas, cuando
conquistaron el poder, en el Norte, primero, y, luego, en el Sur, propagaron el
terror, acabaron la libertad e impusieron un régimen totalitario completamente inhumano.
Por eso, y con todo lo que sabemos del comunismo hoy en día, tienen más
vigencia que entonces las palabras que, en 1985, a propósito de la intervención
de su país en Vietnam, dijera el presidente Ronald Reagan: “Va siendo hora de
reconocer que la nuestra, ciertamente, fue una causa noble”.
LGVA
Enero de 2021.
[1]
Hastings, Max (2018, 2019). La
guerra de Vietnam. Una tragedia épica, 1945 – 1975. Editorial Crítica –
Planeta. Impreso en Bogotá, junio de 2019.
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