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viernes, 31 de enero de 2020

¿Qué hacer con las Cajas?


¿Qué hacer con las Cajas?

Luis Guillermo Vélez Álvarez

Economista


Las Cajas de Compensación Familiar se crearon en los años 50, con el apoyo decisivo de los empresarios de entonces. Se llamaron “cajas” porque su propósito era recaudar un recargo sobre la nómina para distribuirlo entre los trabajadores de menor ingreso y así “compensar”, en alguna medida, la diferencia de remuneración entre los asalariados.

Durante años ese recargo no pareció ser un problema para las finanzas de las empresas ni se identificó como un obstáculo para la generación de empleo. El crecimiento de la economía colombiana y el progresivo aumento de la presión fiscal sobre las empresas llevaron, el primero, a la transformación de las cajas en empresas de servicios y, el segundo, al surgimiento de la tesis según la cual ese recargo obstaculiza la generación de empleo formal.

En efecto, el aumento de la productividad de la economía fue llevando, a lo largo de los años, a la elevación de los salarios y a la reducción relativa de la fuerza laboral que podía beneficiarse del subsidio monetario. Fue así como las cajas, en particular las de las grandes ciudades, empezaron a tener excedentes cada vez más grandes que sus administradores invirtieron en las más variadas actividades y servicios para sus afiliados y el público en general.

Las Cajas se fueron llenando de supermercados, droguerías, hoteles, bibliotecas, piscinas, aulas, camas, cafeterías, ópticas, quirófanos, laboratorios clínicos, ferreterías, etc. y ofreciendo servicios de salud, recreación, alimentación, construcción, turismo, etc. Los administradores Colsubsidio, la Caja más solvente, tuvieron la ocurrencia de construir un teatro y de importar reproducciones de pinturas célebres y libros de arte. El crecimiento de los ingresos de las Cajas y su creciente capitalización atrajeron la atención de sucesivos gobiernos que produjeron legislación para regular al uso de los aportes, dando prioridad a la vivienda y la educación.

Las Cajas hacen mucho más que recaudar aportes y distribuir subsidios.  Hoy el Sistema de Compensación Familiar (SCF) está compuesto por 68 Cajas, que, en 2018, tenían activos por más de 21 billones de pesos, vendieron servicios por 19,4 billones y recaudaron 7 billones de aportes de 679 mil empresas con 9,7 millones empleados cotizantes y 11.4 millones de personas dependientes. Estas cifras ilustran el tamaño del SCF y, al compararlas con las de 1998, evidencian su notable crecimiento en 20 años. Pero hay otros hechos que deben destacarse.



El SCF en su conjunto está más endeudado, 50% frente a 38%, y se ha elevado la importancia de los aportes en su financiación, pues pasaron de 28% a 36% de los ingresos por servicios. Las empresas afiliadas se multiplicaron por 3.8, los cotizantes por 2.8 y los dependientes por 1.8. Esto significa que entraron al sistema empresas de menor tamaño – el número de empleados por empresa pasa de 19 a 14 – y que el tamaño de las familias es más reducido, lo cual se traduce en menos subsidios monetarios, pues estos se entregan por cada hijo menor de doce años.

Desde hace tiempo se insiste, para incentivar el empleo formal, en que se deben eliminar los aportes del 4% y financiar el SCF con impuestos generales. Esto no parece ser una buena idea.

Lo que importa a las empresas es la utilidad que queda después de cubrir los costos y pagar los impuestos. Que esta aumente por menos impuestos o por la eliminación de los aportes de nómina es algo completamente irrelevante para la generación de empleo. La eliminación de los aportes y su sustitución por recursos del presupuesto nacional nos lleva a un escenario algo problemático.   

Los consejos directivos de las Cajas están integrados por representantes de los empleadores y de los trabajadores. Por eso, como ocurre en cualquier empresa en cuya junta directiva tomen asiento personas que no tienen comprometido su propio dinero, las Cajas, en lo fundamental, son controladas por la administración.

Por disponer de unos ingresos que llegan sin mayor esfuerzo y amparados en los “objetivos sociales”, los administradores de las Cajas manejan los recursos con excesiva soltura, acometiendo inversiones poco o nada rentables o desarrollando actividades cuyos ingresos escasamente cubren los costos operativos. Como consecuencia de ello, todas las Cajas tienen sus elefantes blancos más o menos grandes. Sin embargo, aunque en algunas Cajas, especialmente las pequeñas, se han presentado casos, el conjunto del SCF ha estado libre de los grandes escándalos de corrupción y del desgreño administrativo característicos de las empresas del estado.

Si las Cajas empiezan a ser financiadas por el presupuesto nacional, pronto terminarán convertidas en empresas industriales y comerciales del estado y a sus juntas directivas llegarán inexorablemente los representantes de la clase política; quizás de lo peor de la clase política, pues con un presupuesto de 25 billones de pesos, el riesgo de que el SCF se convierta en un nuevo coto de caza de los corruptos es muy elevado.

La reforma verdadera y radical del SCF pasa por sacar a las Cajas de limbo en el que se encuentran, transformarlas en sociedades por acciones y entregarlas a los trabajadores, que son sus verdaderos propietarios, pero esto solo puede hacerlo un gobierno verdaderamente liberal. Entre tanto, en lugar de entregarlas a los políticos, es mejor dejarlas como están, con algunos cambios que introduzcan algo de competencia en el Sistema y lo preparen para su privatización.

Lo primero es permitir que sean los trabajadores, en lugar de las empresas, quienes decidan a cuál Caja se quieren afiliar, como ocurre en el sistema de salud. Se les deben imponer, en segundo lugar, metas de equilibrio financiero, acompañadas de una reducción gradual de los aportes de nómina, de suerte que, en un período de tiempo, cuya duración debe determinarse con algún rigor, sean auto-suficientes en todas sus actividades.

La eliminación gradual de los aportes de nómina debe traducirse en un aumento equivalente de los salarios de los empleados, porque finalmente dichos aportes son un ingreso salarial al que se le dio una destinación específica al igual que el destinado a la financiación de la seguridad social en salud y pensiones.

Las Cajas tienen un inmenso capital físico y un personal especializado en las diversas actividades que adelantan. Con la competencia por la afiliación, algunas Cajas desaparecerían y otras serían absorbidas por las que se tornen más eficientes y competitivas. Esto no hay que lamentarlo pues el conjunto del sistema terminará conformado por empresas con mejores servicios, altamente productivas, rentables y generadoras de valor.

LGVA

Enero de 2020.

jueves, 30 de enero de 2020

Medellín sin toros y con menos libertad


Medellín sin toros y con menos libertad


Luis Guillermo Vélez Álvarez

Economista


Los gobernantes no están para imponer sus gustos y aversiones a los gobernados, sino para expedir y hacer cumplir normas generales de conducta que permitan a los ciudadanos convivir sin hacerse daño a pesar de la diversidad ilimitada de sus gustos y aversiones.

Sucesivos alcaldes, hostiles a la tauromaquia, se empecinaron en acabar, hasta lograrlo, con la celebración de festejos taurinos en Medellín. Sin respeto alguno por su valor histórico y arquitectónico, uno de ellos hizo transformar la hermosa Plaza de la Macarena en un horroroso “centro de espectáculos”, otro le retiró a la feria un modesto apoyo publicitario y uno más financió la actividad de los furibundos anti-taurinos para que hostigaran a los aficionados en las vecindades de la Plaza.



Agotada por la hostilidad, Cormacarena se declaró incapaz de organizar la temporada taurina de 2019 y los empresarios que pretendieron hacerlo en su lugar fueron rechazados por la administración municipal. En 2020, ningún empresario quiso arriesgarse a organizar la feria y Medellín se ha quedado sin toros, probablemente de forma definitiva.

En Medellín, como en todas partes, los taurinos son una minoría. Lo han sido desde siempre, pero durante muchos años pudieron disfrutar de su afición sin molestar a nadie ni ser molestados por nadie.  No viene al caso repetir los argumentos en defensa de la fiesta brava, magistralmente expuestos por Fernando Savater en su Tauroética. La cuestión es de libertades y derechos.

Los toros de casta, las haciendas donde pastan, las plazas de toros, los corrales, los caballos, los capotes, las banderillas, las botas, en fin, todos los aperos de la fiesta y; sobre todo, habilidades de los toreros, de los empresarios y de todas las gentes que trabajan en la fiesta brava son la propiedad legítima de un grupo de personas. También son legítimos los ingresos que los aficionados gastan libremente en comprar las boletas para asistir a las corridas y en toda la parafernalia de la fiesta brava. Este es el punto fundamental. Lo que está en juego es el derecho a disponer libremente de las propiedades legítimamente adquiridas.

Seguramente, la mayoría aprueba la desaparición de las corridas de toros en Medellín o le resulta completamente indiferente. No hay nada de sorprendente en ello pues, como decía Ortega y Gasset, la gente no suele ponerse de acuerdo si no es en cosas un poco bellacas o un poco tontas. Esa mayoría tampoco se percatará, no inmediatamente al menos, de que esa decisión empobrece nuestra democracia y reduce nuestra libertad.

LGVA

Enero de 2020.

jueves, 16 de enero de 2020

Venecia: ciudad de fortuna


Venecia: ciudad de fortuna[1]


Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista


La historia de Venecia es absolutamente fascinante, especialmente para quienes creemos que la libertad de comercio es el fundamento de la prosperidad del mundo y de toda la civilización occidental. Se dice que su fundación se remonta al año 421, cuando grupos de ciudadanos romanos buscaron refugio en las marismas de la desembocadura del Po, huyendo de los bárbaros longobardos y hunos, que, en el 476, encabezados por Odoacro, podrían término al imperio romano de occidente deponiendo al patético Rómulo Augústulo, su último emperador.

El relato de Roger Crowley comienza en el año 1000, cuando ya las galeras venecianas se enseñoreaban por todo el Mediterráneo Oriental comerciando en todos los puertos, guerreando con sus muchos enemigos y saqueando tesoros a la menor oportunidad. Los restos de San Marcos, cuyo León Simbólico marcaría la temida enseña veneciana, habían sido robados de Alejandría, por dos intrépidos mercaderes, en 828.

Ya Venecia era rica y poderosa cuando, en agosto 1198, el Papa Inocencio III convocó a la cristiandad a la Cuarta Cruzada con el propósito de reconquistar a Jerusalén que en 1187 había caído en poder de los infieles liderados por Saladino. Como emisarios del Papa, grandes señores de Europa llegaron a Venecia a suplicar su participación en esta empresa, que culminaría con el saqueo de Constantinopla, después del cual la Serenísima República sería aún más rica y más poderosa, con sus naves llegando a los lugares más extremos del Mar Negro, conectándose así con la Ruta de la Seda que les permitía a sus comerciantes traficar con el remoto Imperio Chino. 

Con un territorio continental minúsculo, sin tierras para el pastoreo o la agricultura, sin minas o yacimientos de productos minerales explotables, los venecianos, desde los inicios, se vieron obligados a comerciar, transformando progresivamente su ciudad en el único lugar del mundo de entonces organizado para comprar y vender. No podemos ni sabemos vivir de otra manera que comerciando, se lee en carta dirigida al Papa en 1343, pidiendo su autorización para establecer relaciones comerciales con los musulmanes.

Durante siglos, en Venecia se compraba y se vendía de todo y en sus comercios del Rialto y en sus depósitos había de todo en abundancia. Pero había dos productos típicamente venecianos: sus extraordinarios barcos y el codiciado Ducado, fundamento y expresión de su poderío. Hasta la aparición de Portugal en el escenario internacional, con Enrique el Navegante, probablemente solo los genoveses, sus eternos rivales, competían con los venecianos en la industria naval; mientras que sus ducados de oro o plata, los dólares de la época, eran recibidos en lugares tan remotos como la India, sin dudas sobre su peso y ley.

La toma de Constantinopla por los otomanos en 1453, que llevó a la pérdida de bastiones comerciales en el Mar Negro y de varias islas del Egeo, afectó duramente el poderío veneciano. Pero fueron los viajes de Colón y, especialmente, de Vasco de Gama los que socavarían de forma persistente y duradera las bases del comercio veneciano. Un comerciante de la época, comentando las noticias procedentes de Portugal que daban cuenta del regreso de Vasco de Gama de la India, en septiembre de 1499, por la ruta del cabo de Buena Esperanza, escribió en su diario:

“Debido a estas noticias, la cantidad de todo tipo de especias descenderá enormemente en Venecia; los compradores habituales, que comprenderán las noticias, bajarán, pues serán reticentes a comprar aquí”  

La narración de Crowley llega hasta 1500, pero la historia de La República de Venecia se extenderá por casi trescientos años más durante los cuales, en lo que fue un largo pero honroso repliegue, los venecianos lucharán por mantener su independencia política y defender su libertad comercial.  En 1797, Venecia es invadida por las tropas de Napoleón, poniendo fin a la República, cuyos territorios serán repartidos entre Francia y Austria en el Tratado de Campo Formio. Desaparece así el estado que Crowley, a manera de conclusión,  describe de la siguiente forma:  

“Fue el único estado del mundo cuyas políticas de gobierno estaban únicamente dirigidas a fines económicos. No había ninguna fisura entre su clase política y sus comerciantes. Era una república dirigida por y para emprendedores y su gobierno legislaba a tal efecto”.

LGVA

Enero de 2020.




[1]Crowley, Roger.  Venecia, ciudad de fortuna: auge y caída del imperio naval veneciano. Editorial Ático de los libros. Barcelona, 2016.

miércoles, 15 de enero de 2020

UBER: entre la ignorancia prevaricadora y la corrupción legalizada


UBER: entre la ignorancia prevaricadora y la corrupción legalizada
  

Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista


No sé si exista la figura jurídica de prevaricato por ignorancia, pero aquí la empleo con el ánimo de ser indulgente con la decisión de la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC) de ordenar la suspensión de actividades de la plataforma UBER. Corrupción legalizada es una expresión utilizada por Hayek para referirse a las disposiciones legales que tienen el efecto de generar rentas injustificadas en favor de ciertas personas o grupos de interés a expensas de los demás ciudadanos.

La plataforma UBER ha quedado atenazada entre una interpretación disparatada de la ley 256 de 1996 y la defensa acérrima de las rentas injustificadas que el decreto ley 172 de 2001 genera a las empresas de taxis y sus aliados de la clase política.

Empecemos con el prevaricato por ignorancia. El artículo 1 de la sentencia de la SIC señala que UBER incurre en actos de competencia desleal por “desviación de clientela”, artículo 8 de la ley 256 de 1996, y “violación de normas”, artículo 18 de la misma ley. En virtud de esto, el artículo 2 de la sentencia ordena a UBER que cese de manera inmediata “la utilización de contenido, acceso y prestación del servicio de transporte individual de pasajeros”.

La decisión depende del supuesto de que UBER es una empresa prestadora del servicio de transporte individual por cuanto los comportamientos de previstos en la ley “tendrán la consideración de actos de competencia desleal siempre que se realicen en el mercado y con fines concurrenciales”, según dispone el artículo 2 de la ley 256.

El artículo 3 del decreto ley 172 de 2001 define actividad transportadora como “un conjunto organizado de operaciones tendientes a ejecutar el traslado de personas o cosas, separada o conjuntamente, de un lugar a otro, utilizando vehículos, en uno o varios modos…”. Esa actividad transportadora se convierte en transporte público cuando dicho traslado se realiza a cambio de una contraprestación económica. 

Es evidente que UBER no transporta ni personas ni cosas de un lugar a otro y, por supuesto, no puede cobrar por algo que no hace. Los que transportan personas a cambio de una contraprestación económica son los vehículos particulares que hacen uso de la plataforma para localizar la demanda del servicio que ofrecen. Son los propietarios de esos vehículos quienes al transportar personas de un lugar a otro compiten en el mercado con los taxis afiliados a las empresas reguladas por decreto ley 172 de 2001. También compiten con esos taxis, los miles de vehículos que, sin estar vinculados a UBER y desde antes de la aparición de esa plataforma, ofrecen el servicio de transporte individual de pasajeros sin estar afiliados a ninguna empresa ni disponer, por tanto, de la llamada tarjeta de operación.

Admitir que UBER es una empresa de transporte público individual crea un antecedente muy grave y perjudicial para el desarrollo de las plataformas de la economía colaborativa. Con el mismo argumento de “desviación de la clientela” e “incumplimiento de normas”, los hoteleros podrían acusar de competencia desleal a Airbnb, la plataforma que conecta oferentes y demandantes de alojamiento. De la noche a la mañana Airbnb quedaría convertida en una empresa hotelera y las personas que utilizan sus servicios se transformarían en delincuentes. Se configuraría un nuevo delito sin víctimas, un delito de aquellos que son creados por las leyes expedidas para proteger intereses gremiales o corporativos. Esto nos lleva al tema de los “cupos” de las empresas de taxis.

Es increíble el grado de ignorancia alrededor de este asunto. A la gente – incluso al Presidente de la República, como se desprende de sus declaraciones recientes - le han hecho creer que los taxistas, para poder desarrollar su actividad, pagan al estado un oneroso derecho de entrada coloquialmente conocido como “cupo”. Esto es completamente falso. El estado, más específicamente, las alcaldías municipales, encargadas de expedir las tarjetas de operación, no reciben un centavo por la expedición o renovación de dicho documento, aparte de un pequeño pago por costo de trámite que no excede los treinta mil pesos. No obstante, la norma que regula esa actividad ha llevado a la configuración de una vergonzosa situación de corrupción legalizada. La defensa del interés económico de quienes se benefician de esa corrupción es el almendrón de la cruzada desatada contra UBER.

A mediados de los años 90, probablemente como consecuencia de la reducción del precio de los carros por la disminución de los aranceles, en las grandes ciudades del País aumentó considerablemente la oferta de taxis, al punto que se empezó a hablar de la “Mancha amarilla” para describir la nueva situación. Como suele ocurrir siempre que se quiere regular legalmente la entrada a una actividad, los que habían entrado no querían que entrara nadie más. Y entonces se expidió el decreto ley 172 del 5 de febrero de 2001 para reglamentar “el Servicio Público de Transporte Terrestre Automotor Individual de Pasajeros en Vehículos Taxi”.

Allí están todos los trámites requeridos para crear empresas de taxis y obtener la respectiva habilitación, los requisitos para obtener o renovar las tarjetas de operación, las autoridades encargadas de habilitar las empresas y expedir las tarjetas según el ámbito territorial y otra multitud de esas cosillas que son la delicia de los leguleyos. La esencia de la cuestión está en el artículo 35, que a la letra dice:   

A partir de la promulgación del presente decreto, las autoridades de transporte competentes no podrán autorizar el ingreso de taxis al servicio público de transporte, por incremento, hasta tanto no se determinen las necesidades del equipo mediante el estudio técnico de que tratan los artículos siguientes”.

Quedó pues establecida la barrera legal de entrada que en la práctica implicaba la congelación del parque de taxis en todo el País. La ampliación de dicho parque en cualquier municipio dependía de los resultados de un estudio técnico “para determinación de las necesidades de equipo”. Las características del tal estudio técnico están establecidas en el artículo 37, el cual comienza con la siguiente frase que lo define todo: 

El estudio técnico se elaborará teniendo en cuenta el porcentaje óptimo de utilización productivo por vehículo…”
  
Supuestamente, se debe hacer el inventario de empresas y vehículos, realizar encuestas entre conductores y usuarios y otras nimiedades. Finalmente, la decisión de aumentar o no el parque de taxis depende del valor que alcance un índice denominado “utilización productiva” de los vehículos. La forma de calcular este índice es tan inverosímil que parece un chiste.

En efecto, el índice de utilización productiva de un vehículo es la relación entre los kilómetros productivos recorridos, es decir, los recorridos transportando efectivamente pasajeros, y el total de kilómetros recorridos promedio día por vehículo. Suponiendo que este índice pueda calcularse para cada vehículo, el valor obtenido debe compararse con “el porcentaje óptimo de ochenta por ciento”.  Y a renglón seguido concluye la norma:

“Si el porcentaje de utilización productivo por vehículo que arroja el estudio es menor del ochenta por ciento (80%) existe una sobreoferta, lo cual implica la suspensión del ingreso por incremento de nuevos vehículos. En caso contrario, podrá incrementarse la oferta de vehículos en el número de unidades que nivele el porcentaje citado”.

Es evidente que este procedimiento deja la determinación del ingreso de nuevos vehículos al arbitrio de las autoridades de tránsito de cada municipio y de las empresas que las influencian.  El resultado concreto es que en las grandes ciudades el parque de taxis se mantuvo congelado o creció muy lentamente desde la expedición del decreto 172 de 2001. En muchos casos el crecimiento se explica por el aumento de los cupos en los pequeños municipios conurbados con las grandes capitales pues la ley permite que la tarjeta de operación expedida en cualquiera de ellos tenga validez en toda la conurbación o área metropolitana, dándoles a las autoridades de tránsito de esos municipios la oportunidad de hacer pingues negocios. Los taxistas de Medellín se quejan de la entrada 100 taxis por cupos expedidos en un municipio cercano, los cuales, según las malas leguas, se pagaron a 30 millones de pesos.

Aquí viene lo más sabroso del negocio. En el caso de que en un año dado el valor de índice de “utilización productiva” permita la ampliación de los “cupos”, las nuevas tarjetas de operación se deben asignar por sorteo en el cual pueden participar las empresas habilitadas y personas naturales propietarias de hasta cinco vehículos. Esto significa que las tarjetas de operación o “cupos” no se entregan a los mismos taxistas en su mayoría asalariados a destajo, sino que se convierten en un activo de las empresas que, dada la restricción de entrada, alcanza un altísimo precio.

Insistamos en este punto y tomen nota de ello señor Presidente y señora Ministra de Transporte. Por la expedición o renovación de la tarjeta de operación las autoridades de tránsito no cobran más de treinta mil pesos. El alto precio de los cupos existentes en el mercado está determinado por el control de la oferta por parte de las empresas habilitadas. Es un precio especulativo fijado por un oligopolio acartelado y, probablemente, amangualado con las autoridades municipales de tránsito.  

El senador Jorge Robledo, acérrimo defensor del oligopolio acartelado de las empresas de taxis, en su artículo “El negocio de UBER es la ilegalidad”, publicado en El Espectador el 30 de diciembre pasado, se dejó traicionar por el inconsciente revelando las verdaderas pretensiones del oligopolio al escribir:  

“Sobre qué hacer hay dos opciones: que Uber —hasta con carros de lujo si quiere, y que hoy no ofrece— cumpla con la Constitución y la ley, como los taxis amarillos. O que se cambien las normas para que el transporte público individual deje de ser un servicio público y que cada empresa haga lo que le dé la gana, igual que Uber. La segunda opción obligaría al Estado a indemnizar por los cupos a los propietarios de los taxis legales, porque ellos son fruto de una imposición legal”.

El negocio de los taxis está llamado a desaparecer o a transformarse en el mundo y en Colombia. La normativa actual – el famoso decreto 172 de 2001 – lanza a la ilegalidad a miles de personas, con UBER o sin UBER, y genera el enriquecimiento injustificado del oligopolio acartelado de las empresas de taxis. A esas empresas y a Robledo les importa chorizo lo que ocurra con los taxistas legales o ilegales. Lo único que quieren es obtener esa indemnización antes de que nuevas plataformas y los vehículos autónomos acaben con su negociado que no negocio. Ante la inexorable desvalorización de los tales cupos, quieren que el estado se los compre lo antes posible, que los indemnice.

Seguramente querrán que el estado pague los cupos al actual precio de mercado. ¿Cuál es ese precio? ¿30, 60 ó 100 millones de pesos por cupo? Es a esa negociación a la que el oligopolio acartelado y corrupto quiere llevar al gobierno nacional. Solo en Bogotá, Cali y Medellín hay 100.000 tarjetas de operación o cupos vigentes. A 60 millones de pesos el cupo, estaríamos hablando de seis billones de pesos. Tome nota de ello, señor Ministro de Hacienda.  

Aquí no hay lugar a ninguna indemnización porque el estado no ha recibido nada de las empresas de taxis porque no ha cobrado nada por los tales cupos. Tomen nota señor Presidente y señora Ministra de Transporte: no se vayan a dejar timar cualesquiera sean las presiones, incluso violentas, que deberán enfrentar. La plata que quiere cobrar el oligopolio acartelado no es de ustedes, es de todos los colombianos.

CODA. Estuve con mi esposa Gloria Cecilia viendo toros en Manizales. A la salida de una corrida nocturna, cerca de la media noche, no había un taxi amarillo ni para remedio y la aplicación UBER invariablemente respondía “no hay vehículos disponibles en el área”. De pronto, en la oscuridad, apareció Andrea. Señora, le dijo a mi esposa, ¿necesitan taxi? Instantes después estábamos sentados rumbo al hotel en un auto conducido por su esposo Andrés. Si, un servicio ilegal, de esos que existen en todas las ciudades del País como consecuencia del oligopolio de los cupos. Después de perder su empleo en una empresa legal, Andrés compró un carrito viejo y un tanto desvencijado en el cual, en compañía de Andrea, por razones de seguridad, ofrece su servicio de transporte en las gélidas noches manizaleñas para mantener dignamente una familia de cinco hijos. Nos parecieron unas personas encantadoras y los contratamos para transportarnos durante toda nuestra estadía. Un día llegaron un tanto tristes a recogernos al hotel. La noche anterior, unos policías los detuvieron y se quedaron con el producto del trabajo de la jornada. Ocurre con cierta frecuencia, explicó Andrés. La policía y los guardas de tránsito de la ciudad conocen su carro y saben de su actividad y por eso de tanto en tanto los detienen para cobrar el “cupo”. Como ellos hay miles de personas en el País que son lanzadas a la ilegalidad por una legislación que convierte en delito sin víctimas lo que es un trabajo digno y honrado. Por eso, con todo cariño,  termino reiterándoles a Andrea y Andrés nuestra gratitud y admiración.

LGVA
Enero de 2020.