jueves, 21 de noviembre de 2019

El espantajo de la desigualdad


El espantajo de la desigualdad

(Para Gloria Cecilia, mi esposa)

Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista

“Espantajo: cosa o persona que pretende causar miedo, pero que, en realidad, no tiene poder para causar daño”
(María Moliner)  
Introducción

El discurso sobre la desigualdad en el capitalismo ha sido durante muchos años un elemento fundamental del pensamiento económico marxista y sustento de la prédica política de los movimientos socialistas y comunistas del mundo entero. Aunque dicho discurso no ha dejado nunca permear la economía académica, sus promotores más notorios y de mayor influencia entre la opinión pública semi-ilustrada siempre se han movido en los bajos fondos de la teoría.

Ese es el caso de Thorstein Veblen[1], cuyas diatribas contra “la clase ociosa” le dieron, a principios del siglo XX, gran popularidad entre los jóvenes quienes en sus marchas contra los “Capitanes de Industria” portaban camisetas estampadas con su rostro. El de J.K. Galbraith[2], célebre a mediados del siglo XX, quien terminó su vida proclamando sin pudor alguno - en su último libro, La economía del fraude inocente - que los males de la sociedad resultan de que  “a los necesitados se les niega el dinero que seguramente gastarán, mientras a los ricos se les conceden unos ingresos que casi con certeza ahorrarán”. En fin, está también Thomas Piketty[3], a principios del siglo XXI, quien con una farragosa obra alcanzó gran popularidad entre los intelectuales, los políticos de izquierda y algunos economistas despistados. En los artículos que se referencian, publicados en este mismo blog, he criticado las tesis de estos autores.

Llama la atención el hecho de que la popularidad de los apóstoles de la igualdad, coincida con períodos de gran crecimiento económico, jalonado por innovaciones disruptivas, que también han estado marcados por una enorme intranquilidad social. Este asunto, que aquí solo se menciona de pasada, debería ser objeto de alguna investigación, mucho más pertinente e interesante que las evaluaciones del impacto del asistencialismo sobre el bienestar de los pobres que están siendo premiadas con el nobel de economía.

Cuando Veblen está escribiendo sus obras, los “Capitanes de Industria” – Cornelius Vanderbilt, John D. Rockefeller, Andrew Carnegie, J.P. Morgan y Henry Ford – están llenado los Estados Unidos de ferrocarriles, acerías, pozos de petróleo, plantas de electricidad, redes eléctricas, astilleros, bancos e instalaciones productivas de todo tipo que transformaron a su país en la mayor potencia económica del mundo y transformaron la vida de millones de personas con los bienes y servicios sin los cuales sería inconcebible la vida moderna. En Europa estaba ocurriendo también esa gran transformación, incluso en los imperios  Austro-Húngaro y Ruso, cuyos gobernantes impulsaban vigorosamente la industrialización y la construcción de ferrocarriles, contrariamente a la tesis contraevidente difundida por Acemoglu y Robinson en su celebrado libro[4].  Esa es también la época de la revolución bolchevique, de los grandes levantamientos populares que se presentaron en Alemania y otros países europeos y del surgimiento y consolidación en todos ellos de los partidos socialistas, algunos de los cuales llegarían al poder por la vía electoral, como en Francia y Reino Unido.

Por su parte, Galbraith, está escribiendo sus obras más influyentes – El nuevo estado industrial y La sociedad Opulenta – justamente en la época en que las corporaciones por él denostadas – General Motors, General Electric, IBM, AT&T – están llenado de autos, electrodomésticos, computadores, teléfonos, etc. los hogares y las empresas de los Estados Unidos. Curiosamente esta es también la época del Mayo Francés y de las revueltas estudiantiles contra la “sociedad de consumo”, que sacudieron a buena parte de las universidades norteamericanas.

En fin, Piketty arremete contra Bill Gates, por el crecimiento escandaloso de su fortuna, y contra Steve Jobs, a quien denomina “el símbolo del empresario simpático”, sin mencionar el detalle de que los sistemas operativos del primero y los aparatos digitales del segundo son la causa eficiente del bienestar y el progreso de millones y millones de personas y empresas del mundo entero, porque a él solo le interesa hacer la contabilidad envidiosa de la riqueza ajena, mientras acumula la que le producen las ventas de sus libros, pues no se ha sabido de que Piketty destine sus ingresos a una fundación benéfica como lo hacen Bill Gates y tantos otros de los odiosos millonarios. En fin, entre tanto, en Chile, Colombia y otros países de América Latina, los jóvenes se lanzan a las calles para protestar contra el capitalismo y la desigualdad social, usando para comunicarse, en medio de sus protestas, los sistemas operativos de Gates y los teléfonos inteligentes de Jobs. 

Pero además de los apóstoles individuales de la desigualdad, se cuentan por centenas las organizaciones que predican ese evangelio contra la riqueza. OXFAM, la más notoria, publica anualmente un informe, reproducido por los medios del mundo entero, en el que denuncia la escandalosa riqueza de los multimillonarios - el año pasado, dice el informe de 2019, 26 personas poseían la misma riqueza los 3800 millones de personas más pobres del mundo -  y la aterradora pobreza de los pobres, como si la primera fuera la causa de la segunda. El problema radica en que mucha gente cree, confundiendo la contabilidad con la economía, que eso es verdad, pues no de otra forma se explica que OXFAM sea financiada por los gobiernos de países capitalistas y por capitalistas de esos países, que parecen no entender cómo funciona el capitalismo. 

La economía académica también ha contribuido a la difusión de esa falacia y de algunas otras que se examinan a continuación. Los artículos académicos sobre la desigual distribución del ingreso y la pobreza se cuentan por miles y desde hace años inundan las revistas de la profesión.  Las palabras “income inequality distribution and poverty”, puestas en Google Académico, arrojan 1.750.00 resultados; en el buscador del NBER aparecen 40.000. Toda esa vastísima literatura, sobre todo la empírica y más macroeconómica, comparte el mismo pecado original que radica en la propia noción de “distribución del ingreso”, que lleva a creer que el ingreso es una especie de torta gigantesca, que existe al margen de las relaciones de intercambio y de los precios y cuya distribución puede ser alterada a voluntad por la acción del gobierno, sin que ello tenga consecuencias sobre esos intercambios y esos precios. Economistas como Joseph Stiglitz y Paul Krugman, laureados con el nobel, se han vuelto enormemente populares y exitosos comercialmente, denunciando la desigualdad y despotricando contra el famosos 1% que lo acapara casi todo.

Esta idea procede, naturalmente, de los economistas clásicos. David Ricardo pensaba, y alrededor de esa idea gira toda su teoría, que la distribución del producto era el problema fundamental de la economía política. Todo su trabajo analítico es un esfuerzo por demostrar que hay una relación inversa entre el beneficio, ingreso de los capitalistas, y el salario, ingreso de los trabajadores, y que la distribución del producto, es decir, la determinación de la tasa de beneficio y del tipo de salario, es anterior e independiente de las relaciones de intercambio o de los precios relativos, porque estos están regidos por las cantidades de trabajo, directo e indirecto, invertidas en la producción de las mercancías. John Stuart Mill avanzó, por su parte, la idea de que las reglas de la producción son inexorables como las leyes de la física, mientras que las de la distribución dependen de condiciones sociales específicas de cada circunstancia histórica y que, por tanto, pueden ser alteradas a voluntad por la sociedad, presumiblemente mediante la acción del estado.

En el mercado real, como lo demuestran la teoría subjetiva del valor y los precios, tanto en su variante neo-clásica como en su variante austríaca, no es posible determinar los ingresos de nadie al margen de los intercambios y de los precios que los rigen. Los ingresos de todo mundo se forman en el mercado. Esta es la idea que en esencia se quiere desarrollar en este artículo de manera intuitiva para con base en ella refutar una serie de falacias sobre la desigualdad y el papel de los ricos en las economías capitalistas.   

Los ingresos no se distribuyen, los ingresos se ganan.

Las magnitudes agregadas que se usan en la macroeconomía y en las cuentas nacionales inducen a pensar, lamentablemente aún entre los economistas, en el ingreso de un país o una región – identificado con PIB -  como una especie torta gigantesca, producida por un grupo personas, que luego se reúnen para distribuirla, con el problema de que algunas de ellas tienen cucharas más grandes que las otras, lo que les permite sacar mayores porciones que los que tienen cucharas pequeñas y dejar solo las migajas a los que llegaron a la repartición sin cuchara alguna.

En las economías capitalistas las cosas no ocurren así: la mayoría de los ingresos no se distribuyen, sino que se ganan por la actividad de cada cual en el mercado. El campesino que lleva sus frutos al mercado dominical de su pueblo, gana su ingreso cuando los vende. Si por alguna razón no vendió nada, porque llegó tarde y ya no había compradores, no obtiene ningún ingreso en ese momento y lugar. Pero si llegó temprano, antes que otros campesinos, probablemente venda sus productos a un buen precio obteniendo de esta forma un ingreso mayor.


Si nuestro campesino es propietario de sus aperos de labranza y de la tierra que cultiva, el ingreso ganado por la venta de sus productos será la remuneración por su trabajo, su pequeño capital y el servicio productivo de su tierra. También saldrán de ese ingreso los pagos que realizó o debe realizar a quienes le vendieron las semillas, los fertilizantes, los plaguicidas y demás insumos necesarios a su actividad. Probablemente también salgan del producto de esa venta los pagos a quienes le prestaron dinero para financiar la siembra. 

Los impuestos que paga nuestro campesino, que es un buen ciudadano, salen también de esa venta y no son una transferencia pura o una redistribución siempre y cuando los servicios de seguridad y justicia que le suministra el gobierno le hayan permitido dedicarse con tranquilidad a su trabajo, sin preocuparse de los bandidos y asaltantes, obteniendo así una producción mayor que la que habría obtenido sin esos servicios de seguridad y justicia.
Solo hay redistribución o transferencia pura o mero despojo, cuando el impuesto pagado por el campesino excede el valor de los servicios que recibe del estado y se destina parcial o totalmente a la remuneración de funcionarios inútiles, políticos parasitarios y todas las personas que reciben subsidios o transferencias del gobierno.

Todos somos como el campesino: nuestro ingreso es el pago que recibimos por los bienes y servicios que vendemos a los demás, cuyos ingresos son los pagos que les hacemos por los bienes y servicios que les compramos. Haciendo abstracción del dinero, que a fin de cuentas solo es el vehículo que transporta las cosas, los ingresos son los servicios que nos prestamos los unos a los otros en la vasta red de intercambios que nos permite llevar a nuestras casas y a la intimidad de la vida privada las cosas que satisfacen nuestros deseos.

Los ingresos no se distribuyen, los ingresos se ganan vendiendo cosas y servicios útiles a los demás. Por eso de la expresión “distribución del ingreso” solo tiene, a lo sumo, un sentido figurativo, que en mentes no entrenadas se transforma una metáfora desafortunada y nociva porque le hace creer a la gente que la “sociedad” puede decidir colectivamente cuanto se paga a cada persona. Eso, llevado a las últimas consecuencias, no puede hacerse sin destruir el mercado.

Por supuesto que hay algunas personas que ganan más ingreso porque sus empresas venden más bienes y servicios útiles para los demás. Esas personas están en las listas que anualmente publica la revista Forbes. Los 10 primeros de la lista de 2019, son los señores Jeff Bezos, Bill Gates, Warren Buffet, Bernard Arnault, Carlos Slim, Amancio Ortega, Larry Ellison, Mark Zuckerberg, Larry Page y Sergey Brin. Hay una forma muy sencilla de empobrecerlos: dejar de comprarle a Amazon, Microsoft, Zara, Apple y a todas las empresas donde son accionistas estos ricachones. Dejar de usar Facebook, Twitter, etc. Si todos los millones que no somos ricachones hacemos eso, en unos cuantos años los tendremos empobrecidos.

Lo que importa no es lo que ganan los ricos sino lo que hacen con lo ganado.

Se dice que Jeff Bezos tiene una fortuna de US$ 123.000 millones. No sé cuál sea, ni me interesa, la rentabilidad de sus negocios. Para las cuentas que siguen basta con suponer que sus millones le rentan el 2% anual, que es más o menos del rendimiento de los bonos a 10 años del Tesoro de USA. Si es así, el hombre se gana USS 2.460 millones al año, es decir, US$ 6,7 millones diarios.

¿Qué hace Bezos con ese dinero? Supongamos que se lo gasta en hamburguesas. Al precio de la Big Mac en Estados Unidos, US$ 2,57, Bezos podría comerse 2.622.461 hamburguesas diarias, es decir, 109.269 por hora, 1821 por minuto o 30 por segundo. En este caso, Bezos el glotón, solo si la oferta de hamburguesas es completamente inelástica, privaría de su almuerzo a 2.622.459 personas y su fortuna desaparecería en 50 años. Nada de qué preocuparse. En ese caso, solo si la oferta de hamburguesas es inelástica, habría perjudicado a las personas que no pudieron comerse su hamburguesa. Pero el perjuicio mayor no procede de la eventual privación del consumo de algunos sino del hecho que ese gasto pantagruélico en hamburguesas privó a la sociedad de una inversión productiva por el mismo monto.

Si bien se pagan ciertos lujos, algunos bien considerables, a diferencia de los ricos de sociedades pre-capitalistas, los ricos de las sociedades capitalistas no suelen gastar sus ingresos en sostener un séquito o en erigirse monumentos. Aunque muchos de ellos tienen apartamentos en Nueva York, Paris y Londres, una villa en la Costa Azul, un yate en el Mediterráneo y un avión privado; la mayoría destinan la mayor parte de sus rentas a inversiones productivas que son aquellas que elevan el rendimiento del trabajo, aumentan la cantidad y la diversidad de los bienes de consumo y elevan a la postre la renta real de todos que en definitiva no es más que el disfrute que nos dan los bienes que satisfacen nuestros deseos.

Algunos ricos, al invertir productivamente su riqueza, pueden buscar prestigio y reconocimiento social; otros, los innovadores, pueden ser movidos por el deseo de hacer cosas nuevas que nadie jamás haya hecho; los demás allá, probablemente, lo hacen porque no les queda más remedio pues siendo tanto su ingreso no alcanzan a gastarlo en llevar una vida lujosa y disipada; otros lo harán porque saben que de no hacerlo en algún momento dejarían de ser ricos; en fin, puede haber muchos que solo lo hacen por el deseo de ser cada vez más ricos, por el deseo de acumular riqueza de forma ilimitada. No importa cuál sea la motivación que tienen los ricos para invertir productivamente la mayor parte de sus ingresos, lo que importa es el resultado.

La inversión productiva de los ricos se traduce siempre en elevar, léase bien, siempre, el acervo productivo de la sociedad con relación a la cantidad de personas que trabajan o, para decirlo técnicamente, en aumentar la relación capital-trabajo, lo cual aumenta la productividad del trabajo y, a la postre, el producto y el consumo por habitante. Lo que distingue a los países ricos de los países pobres no son las diferencias en la distribución de los ingresos sino el hábito de inversión productiva, que lleva a la transformación del ingreso en capital productivo acumulado.

Capital es todo aquello que eleva la potencia productiva del trabajo. Capital es el hacha, la lanza, la red, el arado rudimentario que permitió a los hombres primitivos cazar más, pescar más, obtener de la tierra cultivada una mayor cantidad de frutos. Capital son las instalaciones fabriles, las obras de riego, las carreteras, los trenes, los computadores, las habilidades adquiridas, nuestros conocimientos, en fin, todas aquellas cosas materiales e inmateriales que facilitan y potencian el trabajo de cada cual. En las sociedades capitalistas, todo eso, absolutamente todo, procede de la inversión de los ingresos de los ricos.

Heredar es fácil, preservar e incrementar la herencia es lo difícil

Abuelo arriero, hijo caballero, nieto pordiosero. Este conocido refrán popular expresa mejor que cualquier tratado la fragilidad de las fortunas heredadas. Son extrañas las fortunas que se mantienen, no se diga se incrementan, más allá de la segunda o tercera generación. La revolución francesa hirió de muerte el Antiguo Régimen, más que por las cabezas cortadas en la guillotina, por la supresión de la institución del mayorazgo. Con la consagración del derecho a la herencia de todos los descendientes, las fortunas, más que heredarse, se descuartizan.

La antipatía por las fortunas heredadas es un fenómeno extraordinariamente extendido, incluso entre personalidades de las que se esperaría una mejor comprensión de las cosas. Keynes, por ejemplo, quien no tuvo hijos, por supuesto no de su relación con Lytton Strachey y tampoco de su curioso matrimonio con la bailarina rusa Lidia Lopujova, era partidario de gravar fuertemente las herencias. Piketty, de quien no sé si tenga hijos o quiera o pueda tenerlos, recoge en su obra, no podría ser de otra forma, la vieja antipatía por los patrimonios heredados. Al respecto escribe con su habitual desenvoltura:


“Es evidente que la fortuna no sólo es asunto de mérito. Se explica sobre todo debido a que, a menudo, los patrimonios heredados logran obtener un rendimiento muy elevado por el simple hecho de su cuantía inicial”[5]


En esta frase y en el “análisis” que a continuación hace de los fondos patrimoniales de las universidades norteamericanas, cuyas altas tasas de rentabilidad lo escandalizan - los fondos de Harvard, Yale y Princeton tienen una tasa de rendimiento real de 10.2% anual, según sus cálculos -  el inefable Piketty revela que su entendimiento del interés está al mismo nivel que el de Aristóteles, quien condenaba el cobro de intereses en los créditos por creer que el interés surgía del dinero y esto le parecía anti-natural porque el dinero no debía parir dinero.

Los patrimonios heredados y los no heredados generalmente están invertidos en acciones y bonos que dan a sus propietarios el derecho a reclamar un dividendo o interés que surge de la venta en el mercado de los bienes y servicios que producen las empresas emisoras de esas acciones y esos bonos. Si esas empresas no venden nada o venden poco no podrán pagar dividendos ni intereses, sus acciones y bonos perderán valor y los patrimonios heredados y no heredados invertidos en esas acciones y bonos se verán disminuidos.

Si los patrimonios heredados obtienen un rendimiento elevado no es por su cuantía inicial sino por estar invertidos en acciones y bonos de empresas que son exitosas en los mercados porque sus productos satisfacen las necesidades de los consumidores que los compran. No importa la cuantía inicial del patrimonio heredado, si el heredero es un tontarrón que invierte en títulos de empresas cuyos productos no se venden o se venden mal porque no satisfacen a los consumidores, ese patrimonio se verá pronto “anéanti”, es decir, aniquilado, mejor dicho, “vuelto m…”.

Todos los intereses, todos los dividendos, todos los alquileres, todos los impuestos, todos los salarios, en fin, todos los pagos que realizan las empresas proceden del dinero que reciben de los consumidores que compran sus productos. Son esos consumidores los que deciden cuáles patrimonios – heredados y no heredados – se mantienen o se incrementan y cuales declinan inexorablemente.

Pero más que del descuartizamiento de las fortunas por las leyes sobre las herencias y de los impuestos que castigan su transmisión, la menor importancia de los patrimonios heredados procede del desplazamiento incesante de los fundamentos del enriquecimiento bajo la acción inexorable de la demanda de los consumidores que premia a los empresarios que con sus innovaciones aumentan y diversifican las posibilidades de satisfacción de sus deseos. Esto lo reconoce el mismo Piketty:

“El crecimiento puede dar origen a nuevas formas de desigualdad – por ejemplo, se pueden amasar fortunas muy rápidamente en los nuevos sectores de actividad – y al mismo tiempo provoca que la desigualdad de los patrimonios originados en el pasado sea menos importante y que las herencias sean menos determinantes”[6]

Nadie esperaría que, en su propósito de reducir la desigualdad, además gravar el crecimiento económico con su impuesto mundial sobre el capital, Piketty osara proponer gravar la innovación. Pues sí, lo hace, pues no de otra forma puede interpretarse la siguiente “perla”:

“…lo empresarios tienden a transformarse en rentistas (…) a lo largo de una vida misma (…) el hecho de haber tenido buenas ideas a los 40 años de edad no implica que todavía se las tenga a los 90 años…”[7]

¡Assez de Piketty!

En la lista de los más ricos de Forbes, hasta el puesto 200, no se encuentra el nombre de ningún heredero de Vanderbilt, Rockefeller, Carnegie, Morgan o Ford, probablemente los hombres más ricos del mundo hace solo cien años. Debía aparecer al menos un nieto o un bisnieto de alguno de ellos, pero nada. El último Rockefeller de cierta notoriedad por su fortuna fue Nelson, quien fuera vice-presidente de los Estados Unidos a mediados de los setenta.

Parece que los herederos de los viejos capitanes de industria no heredaron de sus ancestros el vigor, la determinación y la inteligencia comercial requeridas para incrementar o por lo menos mantener una fortuna. Tampoco se encuentran en lista alguna de ricachones los herederos de los Rothschild, la familia más rica de Europa y probablemente del mundo en la época de la Revolución Industrial.

Al parecer la decadencia de las grandes fortunas se encuentra asociada a la declinación de la fuerza innovadora de las actividades económicas que las vieron nacer. En cualquier caso, ocho de las diez más grandes fortunas actuales son de primera generación y cinco de ellas están asociadas a las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones.

Hay que avanzar hasta el puesto 129 para encontrar un colombiano, el señor Sarmiento Angulo. El señor Ardila Lulle no aparece entre los 200 más ricos. Ninguno de ellos fue un gran heredero. Ambos son vástagos de familias de clase media, estudiaron en universidades públicas y empezaron su vida laboral trabando en empresas de otras personas. Tampoco heredó nada de nadie Don Pepe Sierra quien fuera el hombre más rico de Colombia hace cien años. Ningún heredero de Don Pepe aparece en la lista Forbes como tampoco aparece descendiente del otro gran rico colombiano de hace cien años, Don Coroliano Amador, quien si heredó un pequeño capital que supo incremental gracias a su gran habilidad comercial. Ni los descendientes de los Ospina, grandes terratenientes a principios del siglo XX, ni de los Echavarría, fundadores de importantes empresas textiles, aparecen en lista alguna de gente rica.    

La riqueza sea heredada, adquirida por la actividad empresarial o ganada en una lotería no se mantiene sola, no se reproduce sola. La riqueza de mantiene o se acrecienta cuando está vinculada directamente o por medio de los mercados de capitales a sectores económicos que produzcan bienes y servicios demandados por los consumidores. Cuando esa demanda desaparece también desaparecen los patrimonios que no logran migrar oportunamente a otras actividades.  

La riqueza de los ricos no es la causa de la pobreza de los pobres

Después de lo expuesto debería ser claro que la riqueza de los ricos no es la causa de la pobreza de los pobres. Un argumento intuitivo adicional: si fuera cierto que la riqueza de los ricos fuera la causa de la pobreza de los pobres, los países donde hay más ricos serían estarían azotados por la pobreza más aterradora. Pero no es así.

Según FORBES[8], hoy, 2019, hay en el mundo 2153 billonarios, en 2001 era 564. De ellos, 607 están en Estados Unidos, 45 en Canadá y 17 en México. Sur América tiene 85, con 58 en Brasil y 3 en Colombia. En África hay 22 mientras que en Europa son 400. Los tres grandes países asiáticos que abandonaron el socialismo – India, Rusia y China – tienen 106, 98 y 324, respectivamente. Corea del Sur, Taiwan, Hong Kong y Singapur, los llamados “Tigres asiáticos”, que hacia los años 70 del siglo XX, empezaron a desarrollarse aceleradamente, tienen 40, 40, 71 y 22 billonarios, respectivamente. Australia tiene 36 y Nueva Zelanda 2. El mapa, tomado de FORBES, muestra la localización de los demás.


Abundemos un poco en algunas regiones y países.

La vieja y bella Europa, que vio nacer el capitalismo, a pesar de sus desvaríos socializantes y de sus absurdas guerras, tiene, sí, sus 400 billonarios, y también la población con uno de los mejores niveles de vida del mundo, expresado en un PIB per cápita de US$ 36.500, en la Unión Europea, y de US$ 40.000, en los países de la Zona Euro. No sobra añadir que la pobreza prácticamente no existe en ninguno de esos países[9].

El contraste con África y América Latina no puede ser más marcado. Con solo 22 y 85 billonarios, respectivamente, estas regiones exhiben, en 2018, un modesto PIB per cápita: US$ 1574, los países al sur del Sahara, y US$ 9023, los de América Latina y el Caribe. Pero aún en estos países la pobreza se está reduciendo de forma extraordinaria. En los países africanos la tasa de incidencia de la pobreza extrema pasó de 28.1 %, en 1990, a 15.8 %, en 2015; mientras que en los de América Latina y el Caribe, lo hizo de 6.1% a 1.3%, entre esos mismos años.

Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda son los retoños exitosos de las instituciones y valores del capitalismo que exportaron los ingleses a sus colonias. Allí no hay pobres, ni extremos ni no extremos. Las economías crecen y se diversifican los bienes y servicios que producen, gracias a las inversiones que realizan los ricos nacionales y los extranjeros que llegan ahí atraídos por la seguridad que los gobiernos brindan a sus patrimonios.

Las experiencias de Rusia, India y China deben destacarse. Durante décadas esos países repudiaron la propiedad individual, impusieron el igualitarismo económico más espartano y adoptaron, en reemplazo de las decisiones privadas de empresarios y consumidores, la planificación centralizada como instrumento para decir el volumen y la orientación de las inversiones, la composición de la producción y la remuneración de los trabajadores. El fracaso de ese experimento social a gran escala, que involucró la cuarta parte de la población mundial, es absoluto y carece de atenuantes. Desde 1920, Ludwig Von Mises había demostrado que el socialismo no podía funcionar. ¡Cuánto sufrimiento y dolor se habría evitado la humanidad sí Mises hubiera sido escuchado!

En medio de circunstancias que no es posible analizar aquí, estos tres grandes países adoptaron hacia los años 90 algunas de las instituciones fundamentales del capitalismo y emprendieron un proceso de crecimiento que se expresa en la aparición de unos cientos billonarios y, sobre todo, en el crecimiento de la producción por habitante y en la drástica reducción de la pobreza extrema, que en China prácticamente ha desaparecido cuando hace una generación agobiaba al 25% de la población.  




Miremos ahora el caso de los llamados “Tigres Asiáticos”, aunque esa comparación no hace lucir muy mal, no podemos dejar de hacerla. En los años 60, Singapur, Hong-Kong, Corea y Taiwan – país este último que no aparece en la gráfica, porque el Banco Mundial no publica sus cifras pues China no lo permite – tenían un PIB per cápita semejante al de Colombia y, seguramente no tenían ningún billonario. Por aquellos años, mientras Colombia cerraba su economía para “proteger” el mercado interno, conforme a la ideología proteccionista de la CEPAL, y recelaba de la inversión extranjera, esos países abrieron las suyas al comercio y a la inversión extranjera y crecieron y crecen de forma vigorosa, crecimiento ese que dio lugar a la aparición de billonarios y también a una envidiable mejora en el nivel de vida de su población y a la desaparición de la pobreza.



El crecimiento económico es lo único que acaba la pobreza y mejora la calidad de vida. La pobreza se debe a la falta de crecimiento o a su mediocridad. El crecimiento depende de la inversión productiva, del acrecentamiento del acervo de capital productivo y esa inversión la hacen los ricos. Para que una sociedad progrese el crecimiento de su producto debe ser superior al de su población. Si es igual, la sociedad se estanca y declina si es inferior.

El crecimiento económico – entendido como el aumento persistente de la producción por habitante – es un fenómeno extraordinariamente reciente en la historia de la humanidad. Las comparaciones del valor de la producción de largo plazo son más bien azarosas. Las cosas que se producían hace 20 años son muy diferentes de las que se producen en la actualidad. Y ni qué decir si nos remontamos uno o más siglos atrás. Sin embargo, es evidente que el bienestar material de la humanidad, medido por la cantidad y variedad de bienes y servicios, ha aumentado sustancialmente en los últimos 200 años. Según las estimaciones de Maddison[10], entre 1500, la cumbre del renacimiento, y 1820, la revolución industrial en sus inicios, la población mundial se multiplica por 2,3 y la producción por 2,9;  lo que deja un magro crecimiento del  PIB por habitante: ¡26% en 320 años!.  Las cosas no han debido ser mucho mejores en los años anteriores. Sabemos por Biraben[11] que, entre el año 1 y el año 1.000, la población mundial prácticamente permaneció estancada; lo cual sugiere un igual estancamiento de la producción en ese mismo período. 

De las sociedades agrarias y guerreras anteriores a la era cristiana conocemos sus legados arqueológicos que han debido suponer grandes sacrificios para la inmensa mayoría de la población que seguramente vivía en condiciones miserables. De las tribus de cazadores y recolectores anteriores a la invención de la agricultura, sabemos por Marshall Sahlins[12], quien ha hecho la mejor apología de la economía paleolítica, que no trabajaban mucho, 4 o 5 horas diarias, pero que requerían para su subsistencia en espacio vital considerable: entre 8 km² y 30 km² por persona. De acuerdo con eso se ha estimado que el mundo no podría alimentar a más de 15 millones de esos depredadores humanos.

En síntesis: la especie humana tiene unos 200.000 de años de existencia, si nos atenemos a la antigüedad de la Eva Mitocondrial, supuesta antecesora de todos los seres humanos. De éstos, unos 193.000 corresponden a la prehistoria y 7.000 a la vida civilizada, es decir, a lo transcurrido desde la aparición de las sociedades agrícolas sedentarias que inventaron la escritura. Según Simon Kuznets, situando sus inicios hacia 1750, el crecimiento económico moderno –entendido como el incremento sostenido de la producción por habitante – es un fenómeno que tiene unos 250 años. Puesta la existencia humana en la escala temporal de un día, la vida civilizada habría empezado hace unos 50 minutos y el crecimiento económico hace unos 2. Es muy probable que la pobreza desparezca de la tierra en los próximos 15 segundos, es decir, hacia 2050.

El increíble desempeño del capitalismo, el sistema económico al cual debemos la civilización actual, contrasta con la hostilidad y el descrédito al que periódicamente se le ve sometido por la opinión pública semi-ilustrada e incluso por la mayoría de los intelectuales que se benefician de sus logros. La mayor parte de esos ataques están dirigidos contra los ricos, el símbolo más execrable de ese perverso sistema. Aunque eso es extraño, no resulta inexplicable, pero no es este el lugar. 

Lo cierto es que sólo en el siglo XX se pudo plantear con seriedad la idea de que era posible eliminar la pobreza. Aquí hay también otra enorme confusión. Aunque nadie puede negar mejoras en las condiciones materiales de la humanidad en últimos 200 años, esos logros se interpretan como si hubieran sido obtenidos de un sistema intrínsecamente malo que ha podido ser modificado por la presión social y la acción política benevolente. Pero, como lo ha señalado Bertrand de Jouvenel, deberíamos interrogarnos si esas mejoras se habrían verificado “sin los éxitos de este mal sistema, y si la acción política benevolente no se limitó a hacer caer del árbol el fruto que aquel había hecho madurar. La búsqueda de la causa verdadera tiene su importancia, ya que una errónea atribución del mérito puede conducir a la convicción de que el fruto se produce sacudiendo el árbol”. Lo cual puede conducir a que de tanto sacudirlo se termine por secar el árbol.  

La desigualdad es beneficiosa porque permite la financiación del lujo

Tampoco el gasto de su ingreso en lujos por parte de los ricos, el consumo conspicuo, es verdaderamente nocivo para la sociedad, excepto por los sentimientos de envidia que suscita, atizados desde siempre por los demagogos. En esto hay mucho de hipocresía. Todos los seres humanos, no solamente los ricos, buscamos el lujo. Cuando tenemos oportunidad de ver la mesa de los ricos, sus roperos, sus casas, deseamos comer lo que comen, vestir lo que visten, poseer los objetos – cuadros, muebles, aparatos – que dan confort a la vida doméstica.

Los filósofos y moralistas de todas las épocas han condenado el lujo. En 2010, Tony Judt, un filósofo inglés muy reputado entre los indignados, en un pequeño libro titulado Algo va mal, escribía con alarma lo siguiente:

“Vemos a nuestro alrededor un nivel de riqueza individual sin parangón desde los primeros años del siglo XX. El consumo ostentoso de bienes superfluos – casas, joyas, coches, ropa, juguetes electrónicos – se ha extendido enormemente en la última generación”[13].
Veinticinco siglos atrás, Sócrates, expresaba su alarma por los efectos deletéreos que el lujo tenía sobre la conducta de los jóvenes:

“Los jóvenes de hoy aman el lujo, tienen manías y desprecian la autoridad. Responden a sus padres, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros." 

Aristóteles, condena la búsqueda de la riqueza ilimitada y el consumo superfluo.  Creía que la actividad económica del hombre debía limitarse a satisfacer sus necesidades naturales, que debían ser bien conocidas, porque “casi todo ya está inventado”, como dejó escrito en el capítulo 5 del segundo libro de su Política.  El más grande e influente de los discípulos del Estagirita, Tomás de Aquino también lo condena y se niega a aceptar que lo superfluo adquiera el carácter de necesario aun cuando se hubiere generalizado: multitudo stultorum, dice el Aquinate.

 Marx habló de alienación de los individuos por el consumo superfluo, del cual, al parecer, no se privaba en su componente etílico.  Uno de sus discípulos, Herbert Marcuse, alcanzó cierta notoriedad entre los hippies de los años 60 del siglo pasado, hablando del “hombre unidimensional” agobiado por el consumismo. Los Papas de la cristiandad católica periódicamente condenan el consumo ostentoso y lo superfluo. Los regímenes totalitarios se han también caracterizado por suprimir en los pueblos que los padecen – no necesariamente entre sus dirigentes – el lujo y la ostentación.

Pero a pesar de los filósofos y moralistas, la mayoría de los hombres parecen tener una propensión al lujo, a lo superfluo: Hommo Luxuriosus.  Las necesidades del cuerpo son limitadas, no así las de la imaginación y la fantasía, escribió Adam Smith. Para Sombart la búsqueda el lujo es el motor del capitalismo, no el ahorro o la austeridad como pensaba Weber.

Pretender saber lo que en un momento dado es lo necesario – y lo que es peor, pretender imponer ese parecer al resto de la humanidad - es una de arrogancia insoportable en la que incurren periódicamente los moralistas más bien intencionados, a pesar de la refutación permanente de la historia. ¿Cuál de ellos diría hoy que el tenedor es un lujo? No obstante, uno de sus antecesores consideró que así era. Recordemos esa historia. 

María Argiropoulina es el nombre de la princesa bizantina casada con el Dux de Venecia, Doménico Selvo, hacia 1005. En un banquete en La Serenísima, la princesa rechazó comer con las manos, como lo hacían todos demás. En la etiqueta de entonces, para quien lo ignore, solo debían utilizarse tres dedos para tocar la comida: el meñique y el anular debían permanecer limpios. Ese es el origen de la expresión comer de dedo parado.  El caso es que María, ante la mirada atónita y envidiosa de las demás comensales, llevaba a su boca con un adminículo de oro puro los trozos de carne diligentemente cortados por su sirviente eunuco. Vale la pena anotar que, según Pierre Vilar, a finales de la Edad Media y antes del descubrimiento de América, el oro existente en Europa cabía en un cubo de un metro de arista.  Parece pues que el capricho de la princesa era bastante costoso. María murió poco después de aquel banquete, lo que fue interpretado como un castigo divino a su arrogancia.



Pedro Damián, Cardenal de Ostia, predicó en contra del extravagante adminículo calificándolo de diabólico e inútil, ya que los espaguetis y macarrones no podían comerse fácilmente con él. No obstante, el veneno del nuevo lujo había quedado inoculado y desde entonces las damas venecianas importunaron a sus amantes y esposos por los lujosos tenedores engastados con joyas que los orfebres fabricaban sobre pedido.  Muchos años después, otra princesa, Catalina de Medici, esposa de Enrique II, impuso su uso en la corte francesa. Pero aún en la Inglaterra Isabelina su uso era desdeñado por considerarlo un instrumento femenino. La reina Isabel, némesis de Felipe II, comía con sus manos, refractaria en su orgullo frente al frívolo lujo italiano llamado tenedor.  Basta con agregar que sólo en el siglo XIX el tenedor llegó a la mesa de la clase media. Es probable que aún hoy millones de seres humanos no usen el tenedor en sus comidas. Pero eso qué importa, dirán los enemigos del lujo, para eso tienen sus manos.

El lujo, el consumo conspicuo, la frivolidad, la ostentación tienen ciertamente aspectos irritantes. Quizás el peor de ellos es que parecen exigir la existencia cierto grado de desigualdad en la distribución de la riqueza; sin duda mucho menor en las modernas economías de mercado que en las sociedades despóticas del pasado. Porque el lujo es antes que nada lo nuevo y la aparición de lo nuevo supone experimentación, riesgos, fracasos, en fin, costos elevados. Todos los bienes y servicios que hoy se usan o consumen masivamente – el avión, el automóvil, el tren, la electricidad, los teléfonos, etc. -  nacieron, al igual que el humilde tenedor, como lujos reservados a las élites económicas de las distintas épocas.

En 2001, un rico excéntrico llamado Denis Tito, pagó US$ 20 millones por un pequeño tour en la Estación Espacial Internacional. Una decena de excéntricos siguieron su ejemplo, pagando cada uno no menos de 10 millones de dólares por el periplo orbital. Por ahí hay un señor llamado Elon Musk, que en poco tiempo se forró en dólares creando y vendiendo de esas empresas de internet, construyendo cohetes para un viajar a Marte llevando un grupo de ricos y osados turistas. Seguramente los primeros billetes serán bastante caros, pero, estima Musk, que en unas cuantas décadas el precio bajará a doscientos mil dólares, ida y vuelta. Hay que desearles buena suerte porque, no importa lo que digan los moralistas, con el dinero invertido en esa aventura se habrá hecho más por la humanidad que si fuese dedicado a la financiación de las obras benéficas de sor Teresa de Calcuta.

Reflexión final

Desde que, por allá en 1958, Sir Michael Young lo acuñara, en su Rice of Meritocray, la popularidad del término “meritocracia” no ha dejado de crecer, probablemente por las mismas razones que hacen igualmente populares palabras como “justicia”, “equidad”, “virtud”, “democracia”, “igualdad” o “libertad”. Se trata, en efecto, de una familia de palabras con las que es imposible “estar en contra”, pero que desatan las más enconadas disputas cuando se trata de precisar su contenido específico para aplicarlo a una situación concreta.

En efecto, a casi todos nos gusta la meritocracia y, exceptuando los casos de cinismo redomado o memez extrema, estamos más o menos convencidos de que las posiciones destacadas que hemos alcanzado o nuestros logros de cualquier naturaleza son en lo fundamental el resultado de nuestros propios méritos. Sin embargo, al juzgar a los demás, y en especial a los ricos o a nuestros más cercanos competidores, nos cuesta admitir que sus logros son el resultado de sus merecimientos y con mucha facilidad encontramos circunstancias ajenas a éstos para explicarlos. De manera semejante solemos evaluar nuestros propios fracasos que usualmente atribuimos a la mala suerte o la malquerencia de enemigos reales o imaginarios y pocas veces a nuestra falta de competencia, voluntad o carácter.

Probablemente, como lo ha señalado la pléyade de moralistas que en la tierra han sido, ello se deba a que los humanos somos proclives a sobreestimar nuestras capacidades y merecimientos y a subestimar las de nuestros semejantes. Esto lo expresaba muy bien Justus Möser, jurista y sociólogo alemán del siglo XVIII, al señalar que “la vida sería insoportable en una sociedad donde todo dependiera exclusivamente de la valía individual”. Cuando la posición social y económica de los individuos puede ser atribuida a factores ajenos – herencia, raza, género, clase, etc. – quienes ocupan lugares inferiores en la escala social encuentran más tolerable su condición y pueden aceptarla conservando intactas su dignidad y autoestima.


Justus Möser

El libro de Young es justamente la descripción una sociedad en la cual la posición de los individuos está determinada por la inteligencia y la capacidad, cosa que los más tontos y perezosos terminan por encontrar insoportable y los lleva a la rebelión.

Las revoluciones económicas y políticas de los siglos XVIII y XIX dieron parcialmente al traste con el ordenamiento social basado en la herencia y la tradición. El siglo XX, con el costo de una terrible guerra y múltiples luchas sociales, despojó de toda respetabilidad intelectual, al menos para la mayoría de las personas, la distinción de rangos fundamentada en la raza, el género o el color de la piel. El capitalismo y la economía de mercado parecieron ser en algún momento los arreglos institucionales más propicios para la construcción de una sociedad en la que las posiciones alcanzadas fuesen función de los méritos propios.

Sin embargo, el capitalismo y la economía mercado con demasiada frecuencia resultan sospechosas por los resultados que arrojan. Capitalismo y mercado significan necesariamente competencia y toda competencia supone ganadores, los menos, y perdedores, los más. Naturalmente, cuando se está entre los primeros, es fácil aceptar que el resultado depende del esfuerzo del jugador y no de la suerte o de alguna manipulación dolosa o culposa de las reglas. Cuando se es parte de los segundos, aferrarse a la sospecha de alguna conspiración o sentirse víctima de la mala fortuna es probablemente la única forma de mantener la confianza en la propia valía.

Uno de los más notorios “logros” culturales del siglo XX es la elevación del deporte al rango de religión y la transformación de sus más eximios practicantes en héroes olímpicos. Se acepta que en las competencias deportivas debe haber algún ganador, se valoran y reconocen los méritos deportivos y se admite que los resultados de las justas dependen, en general, de los merecimientos de los contendientes. Frente a la competencia de la vida económica se tiene una actitud mucho más ambigua.

En lo que parece ser también un fenómenos ligado al propio desarrollo económico, como la aparición de personas ricas y la reducción de la pobreza, en los países que empiezan a avanzar en la senda del crecimiento, surge sector social – integrado por la intelectualidad semi-ilustrada, periodistas, políticos parasitarios, herederos fracasados, funcionarios públicos, empresarios frustrados y toda suerte de personas cuyas aspiraciones exceden sus capacidades para materializarlas -   que miran con envidia la riqueza y los logros económicos de los demás. Esa gente que anhela la igualdad a expensas de los otros, se transforma en el auditorio privilegiado de los políticos socialistas que les prometen un estado providente que acabará con las injusticias y pondrá remedio a las “penurias” resultantes de su propia incapacidad.

LGVA
Noviembre de 2019.



[5] Piketty, T. El capital en el siglo XXI. Fondo de Cultura Económica, México, 2014. Página 485.

[6] Ídem, Página 113.

[7] Ídem, página 488.

[9] Las cifras sobre PIB, pobreza, etc. son tomadas de la base de datos del Banco Mundial, abierta a todo el que la quiera consultar. https://datos.bancomundial.org/indicador/SI.POV.GAPS

[10] Maddison, Angus (1995). Monitoring the world economy; OECD, Developing Centre Studies.

[11] Biraben, Jean Nöel. (1979) “Essai sur l'évolution du nombre des Hommes”. Population, XXXIV,1.

[12] Sahlins, Marshall (1974). Economía de la edad de piedra. Akal, Madrid, 1977.

[13] Judt, T. Algo va mal. Taurus-Alfaguara, Bogotá, 2011. Página 25.

4 comentarios:

  1. Excelente Luis. Despojándolo de su contenido teológico, solo por reducirlo a la pura realidad, te suena eso de ¿ganarás el pan con el sudor de tu frente?
    Hay otra visión; ¡seras rico expropiando y robando el trabajo y los logros ajenos!
    Así algunos políticos de la mas rancia izquierda pasan sus vacaciones en los países de la ultra derecha.

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  2. En el 2019, el 1% de los humanos posee el 82% de la riqueza del mundo.

    Es el resultado de su inteligencia, su energía, su ambición y su capacidad de trabajo.
    Cualidades que alimentan un instinto llamado CODICIA. Que, si no se controla, destruye la sociedad.

    Tarde o temprano ibamos a ver las consecuencias de esa codicia: la venida a menos de la clase media, como consecuencia de medidas implementadas desde los anos 70.

    Por ejemplo:

    La reducción drástica de los intereses de las acciones de las sociedades anónimas que obligo a los pequenos accionistas a venderlas y comerse el capital. Idea de los grandes accionistas.

    La indexación de los créditos hipotecarios. (En Colombia el cinismo del Upac)

    La firma de tratados de libre comercio. Los industriales se convirtieron en importadores, y les fue mejor. Pero dejaron miles de personas sin trabajo, tratando de vivir en una supuesta “economía de servicios”, que los mas avispados han convertido en una economía de peajes, cuando han logrado volver obligatorios sus “servicios”.

    La intermediación en los servicios de salud. Para la clase media la relación paciente, medico, hospital era una relación económica directa. De oferta y demanda. Metieron intermediarios que se quedaron con todo y arruinaron a los pacientes, a los médicos y a los hospitales.

    La liberación de los intereses bancarios. Hasta la reforma neoliberal los bancos funcionaban como agentes distribuidores del dinero emitido por el Estado y no como dueños del mismo, y ese Estado ejercía un control sobre las tasas de interés.

    Estas y otras movidas parecidas se dieron en Colombia y en el mundo entre los anos 70 y 90 y dieron al traste con el progreso y la estabilidad que la clase media había logrado después de la Segunda Guerra Mundial.

    Tarde o temprano se iban a ver las consecuencias. Todos los movimientos de protesta simultáneos que estamos viendo en el mundo, no son de proletarios. Proletarios ya no hay. Son clase media venida a menos por culpa de la codicia de los mas poderosos, de los mas inteligentes y, seguramente , de los mas trabajadores. Codicia que no supieron controlar los Estados como era su deber. Porque esa es la razón primera del Estado democrático: controlar la codicia de los ciudadanos para que no se canibalicen.

    Situación que esta aprovechando el Estado Codicioso, el Socialismo. Ni bobos que fueran.

    Increíble que aquí el único que se dio cuenta en Colombia de lo que sucedería fue Hernán Echavarría.
    Cuando se bajaron los intereses de las sociedades anónimas a la décima parte y se indexaron los créditos hipotecarios ( los Upa ) don Hernán pronosticó: " cuando la clase media ya no pueda ser “capitalista” a través de la sociedad anónima y de la propiedad raíz, se acaba la Democracia”




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  3. Excelente escrito. Cabe aclarar que el viaje de Dennis Tito fué a la estación rusa MIR y no a la EEI

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  4. Sorprende que este artículo tan largo y tan bien escrito haya omitido un aspecto esencial en la competencia entre ricos y pobres : la trampa.

    Pues la mayoría de los países y personajes que se han vuelto ricos, han ganado sus fortunas haciendo trampa; es decir, no por ser más inteligentes y trabajadores que aquellos a los que dejan pobres y luego califican de brutos y perezosos; sino, porque utilizan la trampa para ganarles, mediante el engaño y si éste no funciona, la cruda violencia. Por ejemplo, exigir el máximo trabajo por el mínimo salario y respaldar esa situación con falsas doctrinas de que las cosas son así y que sólo deben resignarse; y cuando esto no funciona, porque alguno cuestiona la injusticia y la desigualdad económica o se rebela; se le destruye como persona o se le hace la guerra como país; o en el peor de los casos compran algunas consciencias hambrientas con míseras monedas, para ganar así en el juego de la libre "competencia" y poner a personas y Estados a su servicio; de los cuales no sólo se lucran con contratos leoninos y corruptos; sino que hacen leyes para favorecer su enriquecimiento. Con trampa y con todo el aparato del Estado a su favor; así cualquiera gana, no se necesita ser más inteligente, sino más corrupto. Es pelea de tigre con burro amarrado...

    Por ejemplo en Colombia la Ley 100 de 1993, en la que le dieron el dinero de los pobres a los banqueros ricos para que lo invirtieran durante 40 años y se beneficiarán de esos recursos de capital con pingües utilidades y dieran una mínima parte a las cuentas de los pensionados; pero en caso de pérdidas o déficit el Estado responde por las pensiones de salario mínimo y gente que tenia promedio de 3 ó 5 millones de salario se está pensionando con un millón. Las utilidades para los ricos y las pérdidas para los pobres o para el Estado.

    Bajo estas circunstancias es legítimo cuestionar la desigualdad social y luchar para que se disminuya dentro del modelo económico actual o fuera de él.

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