El espantajo de la desigualdad
(Para Gloria Cecilia, mi esposa)
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista
“Espantajo: cosa o persona que pretende causar miedo, pero que, en realidad,
no tiene poder para causar daño”
(María Moliner)
Introducción
El discurso sobre la desigualdad en el capitalismo ha
sido durante muchos años un elemento fundamental del pensamiento económico
marxista y sustento de la prédica política de los movimientos socialistas y comunistas
del mundo entero. Aunque dicho discurso no ha dejado nunca permear la economía
académica, sus promotores más notorios y de mayor influencia entre la opinión
pública semi-ilustrada siempre se han movido en los bajos fondos de la teoría.
Ese es el caso de Thorstein Veblen, cuyas diatribas contra
“la clase ociosa” le dieron, a principios del siglo XX, gran popularidad entre
los jóvenes quienes en sus marchas contra los “Capitanes de Industria” portaban
camisetas estampadas con su rostro. El de J.K. Galbraith, célebre a mediados del
siglo XX, quien terminó su vida proclamando sin pudor alguno - en su último
libro, La economía del fraude inocente
- que los males de la sociedad resultan de que “a los necesitados se les niega el dinero que
seguramente gastarán, mientras a los ricos se les conceden unos ingresos que
casi con certeza ahorrarán”. En fin, está también Thomas Piketty, a principios del siglo
XXI, quien con una farragosa obra alcanzó gran popularidad entre los
intelectuales, los políticos de izquierda y algunos economistas despistados. En
los artículos que se referencian, publicados en este mismo blog, he criticado
las tesis de estos autores.
Llama la atención el hecho de que la popularidad de
los apóstoles de la igualdad, coincida con períodos de gran crecimiento
económico, jalonado por innovaciones disruptivas, que también han estado
marcados por una enorme intranquilidad social. Este asunto, que aquí solo se
menciona de pasada, debería ser objeto de alguna investigación, mucho más
pertinente e interesante que las evaluaciones del impacto del asistencialismo
sobre el bienestar de los pobres que están siendo premiadas con el nobel de
economía.
Cuando Veblen está escribiendo sus obras, los
“Capitanes de Industria” – Cornelius Vanderbilt, John D. Rockefeller, Andrew
Carnegie, J.P. Morgan y Henry Ford – están llenado los Estados Unidos de
ferrocarriles, acerías, pozos de petróleo, plantas de electricidad, redes
eléctricas, astilleros, bancos e instalaciones productivas de todo tipo que
transformaron a su país en la mayor potencia económica del mundo y transformaron
la vida de millones de personas con los bienes y servicios sin los cuales sería
inconcebible la vida moderna. En Europa estaba ocurriendo también esa gran
transformación, incluso en los imperios
Austro-Húngaro y Ruso, cuyos gobernantes impulsaban vigorosamente la industrialización
y la construcción de ferrocarriles, contrariamente a la tesis contraevidente
difundida por Acemoglu y Robinson en su celebrado libro. Esa es también la época de la revolución
bolchevique, de los grandes levantamientos populares que se presentaron en
Alemania y otros países europeos y del surgimiento y consolidación en todos
ellos de los partidos socialistas, algunos de los cuales llegarían al poder por
la vía electoral, como en Francia y Reino Unido.
Por su parte, Galbraith, está escribiendo sus obras
más influyentes – El nuevo estado industrial y La sociedad Opulenta –
justamente en la época en que las corporaciones por él denostadas – General
Motors, General Electric, IBM, AT&T – están llenado de autos,
electrodomésticos, computadores, teléfonos, etc. los hogares y las empresas de
los Estados Unidos. Curiosamente esta es también la época del Mayo Francés y de
las revueltas estudiantiles contra la “sociedad de consumo”, que sacudieron a
buena parte de las universidades norteamericanas.
En fin, Piketty arremete contra Bill Gates, por el
crecimiento escandaloso de su fortuna, y contra Steve Jobs, a quien denomina
“el símbolo del empresario simpático”, sin mencionar el detalle de que los
sistemas operativos del primero y los aparatos digitales del segundo son la
causa eficiente del bienestar y el progreso de millones y millones de personas y
empresas del mundo entero, porque a él solo le interesa hacer la contabilidad
envidiosa de la riqueza ajena, mientras acumula la que le producen las ventas
de sus libros, pues no se ha sabido de que Piketty destine sus ingresos a una
fundación benéfica como lo hacen Bill Gates y tantos otros de los odiosos
millonarios. En fin, entre tanto, en Chile, Colombia y otros países de América
Latina, los jóvenes se lanzan a las calles para protestar contra el capitalismo
y la desigualdad social, usando para comunicarse, en medio de sus protestas,
los sistemas operativos de Gates y los teléfonos inteligentes de Jobs.
Pero además de los apóstoles individuales de la
desigualdad, se cuentan por centenas las organizaciones que predican ese
evangelio contra la riqueza. OXFAM, la más notoria, publica anualmente un informe,
reproducido por los medios del mundo entero, en el que denuncia la escandalosa
riqueza de los multimillonarios - el año pasado, dice el informe de 2019, 26
personas poseían la misma riqueza los 3800 millones de personas más pobres del
mundo - y la aterradora pobreza de los
pobres, como si la primera fuera la causa de la segunda. El problema radica en
que mucha gente cree, confundiendo la contabilidad con la economía, que eso es
verdad, pues no de otra forma se explica que OXFAM sea financiada por los
gobiernos de países capitalistas y por capitalistas de esos países, que parecen
no entender cómo funciona el capitalismo.
La economía académica también ha contribuido a la
difusión de esa falacia y de algunas otras que se examinan a continuación. Los
artículos académicos sobre la desigual distribución del ingreso y la pobreza se
cuentan por miles y desde hace años inundan las revistas de la profesión. Las palabras “income inequality distribution
and poverty”, puestas en Google Académico, arrojan 1.750.00 resultados; en el
buscador del NBER aparecen 40.000. Toda esa vastísima literatura, sobre todo la
empírica y más macroeconómica, comparte el mismo pecado original que radica en
la propia noción de “distribución del ingreso”, que lleva a creer que el
ingreso es una especie de torta gigantesca, que existe al margen de las
relaciones de intercambio y de los precios y cuya distribución puede ser
alterada a voluntad por la acción del gobierno, sin que ello tenga
consecuencias sobre esos intercambios y esos precios. Economistas como Joseph
Stiglitz y Paul Krugman, laureados con el nobel, se han vuelto enormemente
populares y exitosos comercialmente, denunciando la desigualdad y despotricando
contra el famosos 1% que lo acapara casi todo.
Esta idea procede, naturalmente, de los economistas
clásicos. David Ricardo pensaba, y alrededor de esa idea gira toda su teoría,
que la distribución del producto era el problema fundamental de la economía
política. Todo su trabajo analítico es un esfuerzo por demostrar que hay una
relación inversa entre el beneficio, ingreso de los capitalistas, y el salario,
ingreso de los trabajadores, y que la distribución del producto, es decir, la
determinación de la tasa de beneficio y del tipo de salario, es anterior e
independiente de las relaciones de intercambio o de los precios relativos,
porque estos están regidos por las cantidades de trabajo, directo e indirecto,
invertidas en la producción de las mercancías. John Stuart Mill avanzó, por su
parte, la idea de que las reglas de la producción son inexorables como las
leyes de la física, mientras que las de la distribución dependen de condiciones
sociales específicas de cada circunstancia histórica y que, por tanto, pueden
ser alteradas a voluntad por la sociedad, presumiblemente mediante la acción
del estado.
En el mercado real, como lo demuestran la teoría
subjetiva del valor y los precios, tanto en su variante neo-clásica como en su
variante austríaca, no es posible determinar los ingresos de nadie al margen de
los intercambios y de los precios que los rigen. Los ingresos de todo mundo se
forman en el mercado. Esta es la idea que en esencia se quiere desarrollar en
este artículo de manera intuitiva para con base en ella refutar una serie de
falacias sobre la desigualdad y el papel de los ricos en las economías
capitalistas.
Los ingresos no se distribuyen, los
ingresos se ganan.
Las magnitudes agregadas que se usan en la
macroeconomía y en las cuentas nacionales inducen a pensar, lamentablemente aún
entre los economistas, en el ingreso de un país o una región – identificado con
PIB - como una especie torta gigantesca,
producida por un grupo personas, que luego se reúnen para distribuirla, con el
problema de que algunas de ellas tienen cucharas más grandes que las otras, lo
que les permite sacar mayores porciones que los que tienen cucharas pequeñas y
dejar solo las migajas a los que llegaron a la repartición sin cuchara alguna.
En las economías capitalistas las cosas no ocurren
así: la mayoría de los ingresos no se distribuyen, sino que se ganan por la
actividad de cada cual en el mercado. El campesino que lleva sus frutos al
mercado dominical de su pueblo, gana su ingreso cuando los vende. Si por alguna
razón no vendió nada, porque llegó tarde y ya no había compradores, no obtiene
ningún ingreso en ese momento y lugar. Pero si llegó temprano, antes que otros
campesinos, probablemente venda sus productos a un buen precio obteniendo de
esta forma un ingreso mayor.
Si nuestro campesino es propietario de sus aperos de
labranza y de la tierra que cultiva, el ingreso ganado por la venta de sus
productos será la remuneración por su trabajo, su pequeño capital y el servicio
productivo de su tierra. También saldrán de ese ingreso los pagos que realizó o
debe realizar a quienes le vendieron las semillas, los fertilizantes, los
plaguicidas y demás insumos necesarios a su actividad. Probablemente también
salgan del producto de esa venta los pagos a quienes le prestaron dinero para
financiar la siembra.
Los impuestos que paga nuestro campesino, que es un
buen ciudadano, salen también de esa venta y no son una transferencia pura o
una redistribución siempre y cuando los servicios de seguridad y justicia que
le suministra el gobierno le hayan permitido dedicarse con tranquilidad a su
trabajo, sin preocuparse de los bandidos y asaltantes, obteniendo así una
producción mayor que la que habría obtenido sin esos servicios de seguridad y
justicia.
Solo hay redistribución o transferencia pura o mero
despojo, cuando el impuesto pagado por el campesino excede el valor de los servicios
que recibe del estado y se destina parcial o totalmente a la remuneración de
funcionarios inútiles, políticos parasitarios y todas las personas que reciben
subsidios o transferencias del gobierno.
Todos somos como el campesino: nuestro ingreso es el
pago que recibimos por los bienes y servicios que vendemos a los demás, cuyos
ingresos son los pagos que les hacemos por los bienes y servicios que les
compramos. Haciendo abstracción del dinero, que a fin de cuentas solo es el
vehículo que transporta las cosas, los ingresos son los servicios que nos
prestamos los unos a los otros en la vasta red de intercambios que nos permite
llevar a nuestras casas y a la intimidad de la vida privada las cosas que
satisfacen nuestros deseos.
Los ingresos no se distribuyen, los ingresos se ganan
vendiendo cosas y servicios útiles a los demás. Por eso de la expresión
“distribución del ingreso” solo tiene, a lo sumo, un sentido figurativo, que en
mentes no entrenadas se transforma una metáfora desafortunada y nociva porque
le hace creer a la gente que la “sociedad” puede decidir colectivamente cuanto
se paga a cada persona. Eso, llevado a las últimas consecuencias, no puede
hacerse sin destruir el mercado.
Por supuesto que hay algunas personas que ganan más
ingreso porque sus empresas venden más bienes y servicios útiles para los
demás. Esas personas están en las listas que anualmente publica la revista
Forbes. Los 10 primeros de la lista de 2019, son los señores Jeff Bezos, Bill
Gates, Warren Buffet, Bernard Arnault, Carlos Slim, Amancio Ortega, Larry
Ellison, Mark Zuckerberg, Larry Page y Sergey Brin. Hay una forma muy sencilla
de empobrecerlos: dejar de comprarle a Amazon, Microsoft, Zara, Apple y a todas
las empresas donde son accionistas estos ricachones. Dejar de usar Facebook,
Twitter, etc. Si todos los millones que no somos ricachones hacemos eso, en
unos cuantos años los tendremos empobrecidos.
Lo que
importa no es lo que ganan los ricos sino lo que hacen con lo ganado.
Se dice que Jeff Bezos tiene una fortuna de US$
123.000 millones. No sé cuál sea, ni me interesa, la rentabilidad de sus
negocios. Para las cuentas que siguen basta con suponer que sus millones le
rentan el 2% anual, que es más o menos del rendimiento de los bonos a 10 años del
Tesoro de USA. Si es así, el hombre se gana USS 2.460 millones al año, es
decir, US$ 6,7 millones diarios.
¿Qué hace Bezos con ese dinero? Supongamos que se lo
gasta en hamburguesas. Al precio de la Big Mac en Estados Unidos, US$ 2,57,
Bezos podría comerse 2.622.461 hamburguesas diarias, es decir, 109.269 por
hora, 1821 por minuto o 30 por segundo. En este caso, Bezos el glotón, solo si
la oferta de hamburguesas es completamente inelástica, privaría de su almuerzo
a 2.622.459 personas y su fortuna desaparecería en 50 años. Nada de qué
preocuparse. En ese caso, solo si la oferta de hamburguesas es inelástica,
habría perjudicado a las personas que no pudieron comerse su hamburguesa. Pero
el perjuicio mayor no procede de la eventual privación del consumo de algunos
sino del hecho que ese gasto pantagruélico en hamburguesas privó a la sociedad
de una inversión productiva por el mismo monto.
Si bien se pagan ciertos lujos, algunos bien
considerables, a diferencia de los ricos de sociedades pre-capitalistas, los
ricos de las sociedades capitalistas no suelen gastar sus ingresos en sostener
un séquito o en erigirse monumentos. Aunque muchos de ellos tienen apartamentos
en Nueva York, Paris y Londres, una villa en la Costa Azul, un yate en el
Mediterráneo y un avión privado; la mayoría destinan la mayor parte de sus
rentas a inversiones productivas que son aquellas que elevan el rendimiento del
trabajo, aumentan la cantidad y la diversidad de los bienes de consumo y elevan
a la postre la renta real de todos que en definitiva no es más que el disfrute
que nos dan los bienes que satisfacen nuestros deseos.
Algunos ricos, al invertir productivamente su riqueza,
pueden buscar prestigio y reconocimiento social; otros, los innovadores, pueden
ser movidos por el deseo de hacer cosas nuevas que nadie jamás haya hecho; los
demás allá, probablemente, lo hacen porque no les queda más remedio pues siendo
tanto su ingreso no alcanzan a gastarlo en llevar una vida lujosa y disipada;
otros lo harán porque saben que de no hacerlo en algún momento dejarían de ser
ricos; en fin, puede haber muchos que solo lo hacen por el deseo de ser cada
vez más ricos, por el deseo de acumular riqueza de forma ilimitada. No importa
cuál sea la motivación que tienen los ricos para invertir productivamente la
mayor parte de sus ingresos, lo que importa es el resultado.
La inversión productiva de los ricos se traduce
siempre en elevar, léase bien, siempre, el acervo productivo de la sociedad con
relación a la cantidad de personas que trabajan o, para decirlo técnicamente,
en aumentar la relación capital-trabajo, lo cual aumenta la productividad del
trabajo y, a la postre, el producto y el consumo por habitante. Lo que
distingue a los países ricos de los países pobres no son las diferencias en la
distribución de los ingresos sino el hábito de inversión productiva, que lleva
a la transformación del ingreso en capital productivo acumulado.
Capital es todo aquello que eleva la potencia
productiva del trabajo. Capital es el hacha, la lanza, la red, el arado
rudimentario que permitió a los hombres primitivos cazar más, pescar más,
obtener de la tierra cultivada una mayor cantidad de frutos. Capital son las
instalaciones fabriles, las obras de riego, las carreteras, los trenes, los
computadores, las habilidades adquiridas, nuestros conocimientos, en fin, todas
aquellas cosas materiales e inmateriales que facilitan y potencian el trabajo
de cada cual. En las sociedades capitalistas, todo eso, absolutamente todo,
procede de la inversión de los ingresos de los ricos.
Heredar
es fácil, preservar e incrementar la herencia es lo difícil
Abuelo arriero, hijo caballero, nieto pordiosero. Este
conocido refrán popular expresa mejor que cualquier tratado la fragilidad de
las fortunas heredadas. Son extrañas las fortunas que se mantienen, no se diga
se incrementan, más allá de la segunda o tercera generación. La revolución
francesa hirió de muerte el Antiguo Régimen, más que por las cabezas cortadas
en la guillotina, por la supresión de la institución del mayorazgo. Con la
consagración del derecho a la herencia de todos los descendientes, las
fortunas, más que heredarse, se descuartizan.
La antipatía por las fortunas heredadas es un fenómeno
extraordinariamente extendido, incluso entre personalidades de las que se
esperaría una mejor comprensión de las cosas. Keynes, por ejemplo, quien no
tuvo hijos, por supuesto no de su relación con Lytton Strachey y tampoco de su
curioso matrimonio con la bailarina rusa Lidia Lopujova, era partidario de
gravar fuertemente las herencias. Piketty, de quien no sé si tenga hijos o
quiera o pueda tenerlos, recoge en su obra, no podría ser de otra forma, la
vieja antipatía por los patrimonios heredados. Al respecto escribe con su
habitual desenvoltura:
“Es
evidente que la fortuna no sólo es asunto de mérito. Se explica sobre todo
debido a que, a menudo, los patrimonios heredados logran obtener un rendimiento
muy elevado por el simple hecho de su cuantía inicial”
En esta frase y en el “análisis” que a continuación hace
de los fondos patrimoniales de las universidades norteamericanas, cuyas altas
tasas de rentabilidad lo escandalizan - los fondos de Harvard, Yale y Princeton
tienen una tasa de rendimiento real de 10.2% anual, según sus cálculos - el inefable Piketty revela que su
entendimiento del interés está al mismo nivel que el de Aristóteles, quien
condenaba el cobro de intereses en los créditos por creer que el interés surgía
del dinero y esto le parecía anti-natural porque el dinero no debía parir
dinero.
Los patrimonios heredados y los no heredados
generalmente están invertidos en acciones y bonos que dan a sus propietarios el
derecho a reclamar un dividendo o interés que surge de la venta en el mercado
de los bienes y servicios que producen las empresas emisoras de esas acciones y
esos bonos. Si esas empresas no venden nada o venden poco no podrán pagar
dividendos ni intereses, sus acciones y bonos perderán valor y los patrimonios
heredados y no heredados invertidos en esas acciones y bonos se verán
disminuidos.
Si los patrimonios heredados obtienen un rendimiento
elevado no es por su cuantía inicial sino por estar invertidos en acciones y
bonos de empresas que son exitosas en los mercados porque sus productos
satisfacen las necesidades de los consumidores que los compran. No importa la
cuantía inicial del patrimonio heredado, si el heredero es un tontarrón que
invierte en títulos de empresas cuyos productos no se venden o se venden mal
porque no satisfacen a los consumidores, ese patrimonio se verá pronto
“anéanti”, es decir, aniquilado, mejor dicho, “vuelto m…”.
Todos los intereses, todos los dividendos, todos los
alquileres, todos los impuestos, todos los salarios, en fin, todos los pagos
que realizan las empresas proceden del dinero que reciben de los consumidores
que compran sus productos. Son esos consumidores los que deciden cuáles
patrimonios – heredados y no heredados – se mantienen o se incrementan y cuales
declinan inexorablemente.
Pero más que del descuartizamiento de las fortunas por
las leyes sobre las herencias y de los impuestos que castigan su transmisión,
la menor importancia de los patrimonios heredados procede del desplazamiento
incesante de los fundamentos del enriquecimiento bajo la acción inexorable de
la demanda de los consumidores que premia a los empresarios que con sus
innovaciones aumentan y diversifican las posibilidades de satisfacción de sus
deseos. Esto lo reconoce el mismo Piketty:
“El
crecimiento puede dar origen a nuevas formas de desigualdad – por ejemplo, se
pueden amasar fortunas muy rápidamente en los nuevos sectores de actividad – y
al mismo tiempo provoca que la desigualdad de los patrimonios originados en el
pasado sea menos importante y que las herencias sean menos determinantes”
Nadie esperaría que, en su propósito de reducir la
desigualdad, además gravar el crecimiento económico con su impuesto mundial
sobre el capital, Piketty osara proponer gravar la innovación. Pues sí, lo hace,
pues no de otra forma puede interpretarse la siguiente “perla”:
“…lo
empresarios tienden a transformarse en rentistas (…) a lo largo de una vida
misma (…) el hecho de haber tenido buenas ideas a los 40 años de edad no
implica que todavía se las tenga a los 90 años…”
¡Assez de Piketty!
En la lista de los más ricos de Forbes, hasta el
puesto 200, no se encuentra el nombre de ningún heredero de Vanderbilt,
Rockefeller, Carnegie, Morgan o Ford, probablemente los hombres más ricos del
mundo hace solo cien años. Debía aparecer al menos un nieto o un bisnieto de
alguno de ellos, pero nada. El último Rockefeller de cierta notoriedad por su
fortuna fue Nelson, quien fuera vice-presidente de los Estados Unidos a
mediados de los setenta.
Parece que los herederos de los viejos capitanes de
industria no heredaron de sus ancestros el vigor, la determinación y la
inteligencia comercial requeridas para incrementar o por lo menos mantener una
fortuna. Tampoco se encuentran en lista alguna de ricachones los herederos de los
Rothschild, la familia más rica de Europa y probablemente del mundo en la época
de la Revolución Industrial.
Al parecer la decadencia de las grandes fortunas se
encuentra asociada a la declinación de la fuerza innovadora de las actividades
económicas que las vieron nacer. En cualquier caso, ocho de las diez más
grandes fortunas actuales son de primera generación y cinco de ellas están
asociadas a las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones.
Hay que avanzar hasta el puesto 129 para encontrar un
colombiano, el señor Sarmiento Angulo. El señor Ardila Lulle no aparece entre
los 200 más ricos. Ninguno de ellos fue un gran heredero. Ambos son vástagos de
familias de clase media, estudiaron en universidades públicas y empezaron su
vida laboral trabando en empresas de otras personas. Tampoco heredó nada de
nadie Don Pepe Sierra quien fuera el hombre más rico de Colombia hace cien
años. Ningún heredero de Don Pepe aparece en la lista Forbes como tampoco
aparece descendiente del otro gran rico colombiano de hace cien años, Don Coroliano
Amador, quien si heredó un pequeño capital que supo incremental gracias a su
gran habilidad comercial. Ni los descendientes de los Ospina, grandes
terratenientes a principios del siglo XX, ni de los Echavarría, fundadores de
importantes empresas textiles, aparecen en lista alguna de gente rica.
La riqueza sea heredada, adquirida por la actividad
empresarial o ganada en una lotería no se mantiene sola, no se reproduce sola.
La riqueza de mantiene o se acrecienta cuando está vinculada directamente o por
medio de los mercados de capitales a sectores económicos que produzcan bienes y
servicios demandados por los consumidores. Cuando esa demanda desaparece también
desaparecen los patrimonios que no logran migrar oportunamente a otras
actividades.
La
riqueza de los ricos no es la causa de la pobreza de los pobres
Después de lo expuesto debería ser claro que la
riqueza de los ricos no es la causa de la pobreza de los pobres. Un argumento
intuitivo adicional: si fuera cierto que la riqueza de los ricos fuera la causa
de la pobreza de los pobres, los países donde hay más ricos serían estarían
azotados por la pobreza más aterradora. Pero no es así.
Según FORBES, hoy, 2019, hay en el
mundo 2153 billonarios, en 2001 era 564. De ellos, 607 están en Estados Unidos,
45 en Canadá y 17 en México. Sur América tiene 85, con 58 en Brasil y 3 en
Colombia. En África hay 22 mientras que en Europa son 400. Los tres grandes países
asiáticos que abandonaron el socialismo – India, Rusia y China – tienen 106, 98
y 324, respectivamente. Corea del Sur, Taiwan, Hong Kong y Singapur, los
llamados “Tigres asiáticos”, que hacia los años 70 del siglo XX, empezaron a
desarrollarse aceleradamente, tienen 40, 40, 71 y 22 billonarios,
respectivamente. Australia tiene 36 y Nueva Zelanda 2. El mapa, tomado de
FORBES, muestra la localización de los demás.
Abundemos un poco en algunas regiones y países.
La vieja y bella Europa, que vio nacer el capitalismo,
a pesar de sus desvaríos socializantes y de sus absurdas guerras, tiene, sí,
sus 400 billonarios, y también la población con uno de los mejores niveles de
vida del mundo, expresado en un PIB per cápita de US$ 36.500, en la Unión
Europea, y de US$ 40.000, en los países de la Zona Euro. No sobra añadir que la
pobreza prácticamente no existe en ninguno de esos países.
El contraste con África y América Latina no puede ser
más marcado. Con solo 22 y 85 billonarios, respectivamente, estas regiones
exhiben, en 2018, un modesto PIB per cápita: US$ 1574, los países al sur del
Sahara, y US$ 9023, los de América Latina y el Caribe. Pero aún en estos países
la pobreza se está reduciendo de forma extraordinaria. En los países africanos
la tasa de incidencia de la pobreza extrema pasó de 28.1 %, en 1990, a 15.8 %,
en 2015; mientras que en los de América Latina y el Caribe, lo hizo de 6.1% a
1.3%, entre esos mismos años.
Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda son
los retoños exitosos de las instituciones y valores del capitalismo que
exportaron los ingleses a sus colonias. Allí no hay pobres, ni extremos ni no
extremos. Las economías crecen y se diversifican los bienes y servicios que
producen, gracias a las inversiones que realizan los ricos nacionales y los
extranjeros que llegan ahí atraídos por la seguridad que los gobiernos brindan
a sus patrimonios.
Las experiencias de Rusia, India y China deben
destacarse. Durante décadas esos países repudiaron la propiedad individual,
impusieron el igualitarismo económico más espartano y adoptaron, en reemplazo
de las decisiones privadas de empresarios y consumidores, la planificación
centralizada como instrumento para decir el volumen y la orientación de las
inversiones, la composición de la producción y la remuneración de los
trabajadores. El fracaso de ese experimento social a gran escala, que involucró
la cuarta parte de la población mundial, es absoluto y carece de atenuantes.
Desde 1920, Ludwig Von Mises había demostrado que el socialismo no podía
funcionar. ¡Cuánto sufrimiento y dolor se habría evitado la humanidad sí Mises
hubiera sido escuchado!
En medio de circunstancias que no es posible analizar
aquí, estos tres grandes países adoptaron hacia los años 90 algunas de las
instituciones fundamentales del capitalismo y emprendieron un proceso de
crecimiento que se expresa en la aparición de unos cientos billonarios y, sobre
todo, en el crecimiento de la producción por habitante y en la drástica reducción
de la pobreza extrema, que en China prácticamente ha desaparecido cuando hace
una generación agobiaba al 25% de la población.
Miremos ahora el caso de los llamados “Tigres
Asiáticos”, aunque esa comparación no hace lucir muy mal, no podemos dejar de
hacerla. En los años 60, Singapur, Hong-Kong, Corea y Taiwan – país este último
que no aparece en la gráfica, porque el Banco Mundial no publica sus cifras
pues China no lo permite – tenían un PIB per cápita semejante al de Colombia y,
seguramente no tenían ningún billonario. Por aquellos años, mientras Colombia
cerraba su economía para “proteger” el mercado interno, conforme a la ideología
proteccionista de la CEPAL, y recelaba de la inversión extranjera, esos países
abrieron las suyas al comercio y a la inversión extranjera y crecieron y crecen
de forma vigorosa, crecimiento ese que dio lugar a la aparición de billonarios
y también a una envidiable mejora en el nivel de vida de su población y a la
desaparición de la pobreza.
El crecimiento económico es lo único que acaba la
pobreza y mejora la calidad de vida. La pobreza se debe a la falta de
crecimiento o a su mediocridad. El crecimiento depende de la inversión productiva,
del acrecentamiento del acervo de capital productivo y esa inversión la hacen
los ricos. Para que una sociedad progrese el crecimiento de su producto debe
ser superior al de su población. Si es igual, la sociedad se estanca y declina
si es inferior.
El crecimiento económico – entendido como el aumento
persistente de la producción por habitante – es un fenómeno extraordinariamente
reciente en la historia de la humanidad. Las comparaciones del valor de la
producción de largo plazo son más bien azarosas. Las cosas que se producían
hace 20 años son muy diferentes de las que se producen en la actualidad. Y ni qué
decir si nos remontamos uno o más siglos atrás. Sin embargo, es evidente que el
bienestar material de la humanidad, medido por la cantidad y variedad de bienes
y servicios, ha aumentado sustancialmente en los últimos 200 años. Según las
estimaciones de Maddison, entre 1500, la cumbre
del renacimiento, y 1820, la revolución industrial en sus inicios, la población
mundial se multiplica por 2,3 y la producción por 2,9; lo que deja
un magro crecimiento del PIB por habitante: ¡26% en 320
años!. Las cosas no han debido ser mucho mejores en los años anteriores.
Sabemos por Biraben que, entre el año 1 y el
año 1.000, la población mundial prácticamente permaneció estancada; lo cual
sugiere un igual estancamiento de la producción en ese mismo período.
De las sociedades agrarias y guerreras anteriores a la
era cristiana conocemos sus legados arqueológicos que han debido suponer
grandes sacrificios para la inmensa mayoría de la población que seguramente
vivía en condiciones miserables. De las tribus de cazadores y recolectores
anteriores a la invención de la agricultura, sabemos por Marshall Sahlins, quien ha hecho la mejor
apología de la economía paleolítica, que no trabajaban mucho, 4 o 5 horas
diarias, pero que requerían para su subsistencia en espacio vital considerable:
entre 8 km² y 30 km² por persona. De acuerdo con eso se ha estimado que el
mundo no podría alimentar a más de 15 millones de esos depredadores humanos.
En síntesis: la especie humana tiene unos 200.000 de
años de existencia, si nos atenemos a la antigüedad de la Eva Mitocondrial,
supuesta antecesora de todos los seres humanos. De éstos, unos 193.000
corresponden a la prehistoria y 7.000 a la vida civilizada, es decir, a lo
transcurrido desde la aparición de las sociedades agrícolas sedentarias que
inventaron la escritura. Según Simon Kuznets, situando sus inicios hacia 1750,
el crecimiento económico moderno –entendido como el incremento sostenido de la
producción por habitante – es un fenómeno que tiene unos 250 años. Puesta la
existencia humana en la escala temporal de un día, la vida civilizada
habría empezado hace unos 50 minutos y el crecimiento económico hace unos 2. Es
muy probable que la pobreza desparezca de la tierra en los próximos 15
segundos, es decir, hacia 2050.
El increíble desempeño del capitalismo, el sistema
económico al cual debemos la civilización actual, contrasta con la hostilidad y
el descrédito al que periódicamente se le ve sometido por la opinión pública
semi-ilustrada e incluso por la mayoría de los intelectuales que se benefician
de sus logros. La mayor parte de esos ataques están dirigidos contra los ricos,
el símbolo más execrable de ese perverso sistema. Aunque eso es extraño, no
resulta inexplicable, pero no es este el lugar.
Lo cierto es que sólo en el siglo XX se pudo plantear
con seriedad la idea de que era posible eliminar la pobreza. Aquí hay también
otra enorme confusión. Aunque nadie puede negar mejoras en las condiciones
materiales de la humanidad en últimos 200 años, esos logros se interpretan como
si hubieran sido obtenidos de un sistema intrínsecamente malo que ha podido ser
modificado por la presión social y la acción política benevolente. Pero, como
lo ha señalado Bertrand de Jouvenel, deberíamos interrogarnos si esas
mejoras se habrían verificado “sin los éxitos de este mal sistema, y si
la acción política benevolente no se limitó a hacer caer del árbol el fruto que
aquel había hecho madurar. La búsqueda de la causa verdadera tiene su
importancia, ya que una errónea atribución del mérito puede conducir a la
convicción de que el fruto se produce sacudiendo el árbol”. Lo cual puede conducir a que de tanto
sacudirlo se termine por secar el árbol.
La
desigualdad es beneficiosa porque permite la financiación del lujo
Tampoco el gasto de su ingreso en lujos por parte de
los ricos, el consumo conspicuo, es verdaderamente nocivo para la sociedad,
excepto por los sentimientos de envidia que suscita, atizados desde siempre por
los demagogos. En esto hay mucho de hipocresía. Todos los seres humanos, no
solamente los ricos, buscamos el lujo. Cuando tenemos oportunidad de ver la
mesa de los ricos, sus roperos, sus casas, deseamos comer lo que comen, vestir
lo que visten, poseer los objetos – cuadros, muebles, aparatos – que dan
confort a la vida doméstica.
Los filósofos y moralistas de todas las épocas han
condenado el lujo. En 2010, Tony Judt, un filósofo inglés muy reputado entre los indignados, en un
pequeño libro titulado Algo va
mal, escribía con alarma lo siguiente:
“Vemos
a nuestro alrededor un nivel de riqueza individual sin parangón desde los
primeros años del siglo XX. El consumo
ostentoso de bienes superfluos – casas, joyas, coches, ropa,
juguetes electrónicos – se ha extendido enormemente en la última
generación”.
Veinticinco siglos atrás, Sócrates, expresaba su
alarma por los efectos deletéreos que el lujo tenía sobre la conducta de los
jóvenes:
“Los jóvenes de hoy aman el lujo, tienen manías y
desprecian la autoridad. Responden a sus padres, cruzan las piernas y tiranizan
a sus maestros."
Aristóteles, condena la búsqueda de la riqueza
ilimitada y el consumo superfluo. Creía
que la actividad económica del hombre debía limitarse a satisfacer sus necesidades
naturales, que debían ser bien conocidas, porque “casi todo ya está inventado”,
como dejó escrito en el capítulo 5 del segundo libro de su Política. El
más grande e influente de los discípulos del Estagirita, Tomás de
Aquino también lo condena y se niega a aceptar que lo superfluo adquiera
el carácter de necesario aun cuando se hubiere generalizado: multitudo
stultorum, dice el Aquinate.
Marx habló de
alienación de los individuos por el consumo superfluo, del cual, al parecer, no
se privaba en su componente etílico. Uno de sus discípulos, Herbert
Marcuse, alcanzó cierta notoriedad entre los hippies de los años 60 del siglo
pasado, hablando del “hombre unidimensional” agobiado por el consumismo. Los
Papas de la cristiandad católica periódicamente condenan el consumo ostentoso y
lo superfluo. Los regímenes totalitarios se han también caracterizado por
suprimir en los pueblos que los padecen – no necesariamente entre sus
dirigentes – el lujo y la ostentación.
Pero a pesar de los filósofos y moralistas, la mayoría
de los hombres parecen tener una propensión al lujo, a lo superfluo: Hommo Luxuriosus. Las
necesidades del cuerpo son limitadas, no así las de la imaginación y la fantasía,
escribió Adam Smith. Para Sombart la búsqueda el lujo es el motor del
capitalismo, no el ahorro o la austeridad como pensaba Weber.
Pretender saber lo que en un momento dado es lo
necesario – y lo que es peor, pretender imponer ese parecer al resto de la
humanidad - es una de arrogancia insoportable en la que incurren periódicamente
los moralistas más bien intencionados, a pesar de la refutación permanente de
la historia. ¿Cuál de ellos diría hoy que el tenedor es un lujo? No obstante,
uno de sus antecesores consideró que así era. Recordemos esa historia.
María Argiropoulina es el nombre de la princesa
bizantina casada con el Dux de Venecia, Doménico Selvo, hacia 1005. En un
banquete en La Serenísima, la princesa rechazó comer con las manos, como lo
hacían todos demás. En la etiqueta de entonces, para quien lo ignore, solo
debían utilizarse tres dedos para tocar la comida: el meñique y el anular
debían permanecer limpios. Ese es el origen de la expresión comer de dedo
parado. El caso es que María, ante la mirada atónita y envidiosa de las
demás comensales, llevaba a su boca con un adminículo de oro puro los
trozos de carne diligentemente cortados por su sirviente eunuco. Vale la pena
anotar que, según Pierre Vilar, a finales de la Edad Media y antes del
descubrimiento de América, el oro existente en Europa cabía en un cubo de
un metro de arista. Parece pues que el capricho de la princesa era
bastante costoso. María murió poco después de aquel banquete, lo que fue
interpretado como un castigo divino a su arrogancia.
Pedro Damián, Cardenal de
Ostia, predicó en contra del extravagante adminículo calificándolo de diabólico
e inútil, ya que los espaguetis y macarrones no podían comerse fácilmente con
él. No obstante, el veneno del nuevo lujo había quedado inoculado y desde
entonces las damas venecianas importunaron a sus amantes y esposos por los
lujosos tenedores engastados con joyas que los orfebres fabricaban sobre
pedido. Muchos años después, otra princesa, Catalina de Medici,
esposa de Enrique II, impuso su uso en la corte francesa. Pero aún en la
Inglaterra Isabelina su uso era desdeñado por considerarlo un instrumento
femenino. La reina Isabel, némesis de Felipe II, comía con sus manos,
refractaria en su orgullo frente al frívolo lujo italiano llamado
tenedor. Basta con agregar que sólo en el siglo XIX el tenedor llegó
a la mesa de la clase media. Es probable que aún hoy millones de seres humanos
no usen el tenedor en sus comidas. Pero eso qué importa, dirán los enemigos del
lujo, para eso tienen sus manos.
El lujo, el consumo conspicuo, la frivolidad, la
ostentación tienen ciertamente aspectos irritantes. Quizás el peor de ellos es
que parecen exigir la existencia cierto grado de desigualdad en la
distribución de la riqueza; sin duda mucho menor en las modernas economías de
mercado que en las sociedades despóticas del pasado. Porque el lujo es antes
que nada lo nuevo y la aparición de lo nuevo supone experimentación, riesgos,
fracasos, en fin, costos elevados. Todos los bienes y servicios que hoy se usan
o consumen masivamente – el avión, el automóvil, el tren, la electricidad, los
teléfonos, etc. - nacieron, al igual que
el humilde tenedor, como lujos reservados a las élites económicas de las
distintas épocas.
En 2001, un rico excéntrico llamado Denis Tito, pagó
US$ 20 millones por un pequeño tour en la Estación Espacial Internacional. Una
decena de excéntricos siguieron su ejemplo, pagando cada uno no menos de 10
millones de dólares por el periplo orbital. Por ahí hay un señor llamado Elon
Musk, que en poco tiempo se forró en dólares creando y vendiendo de esas
empresas de internet, construyendo cohetes para un viajar a Marte llevando un
grupo de ricos y osados turistas. Seguramente los primeros billetes serán
bastante caros, pero, estima Musk, que en unas cuantas décadas el precio bajará
a doscientos mil dólares, ida y vuelta. Hay que desearles buena suerte porque,
no importa lo que digan los moralistas, con el dinero invertido en esa aventura
se habrá hecho más por la humanidad que si fuese dedicado a la financiación de las
obras benéficas de sor Teresa de Calcuta.
Reflexión
final
Desde que, por allá en 1958, Sir Michael Young lo acuñara,
en su Rice of Meritocray, la popularidad del término
“meritocracia” no ha dejado de crecer, probablemente por las mismas razones que
hacen igualmente populares palabras como “justicia”, “equidad”, “virtud”,
“democracia”, “igualdad” o “libertad”. Se trata, en efecto, de una familia de
palabras con las que es imposible “estar en contra”, pero que desatan las más
enconadas disputas cuando se trata de precisar su contenido específico para
aplicarlo a una situación concreta.
En efecto, a casi todos nos gusta la meritocracia y,
exceptuando los casos de cinismo redomado o memez extrema, estamos más o menos
convencidos de que las posiciones destacadas que hemos alcanzado o nuestros
logros de cualquier naturaleza son en lo fundamental el resultado de nuestros
propios méritos. Sin embargo, al juzgar a los demás, y en especial a los ricos
o a nuestros más cercanos competidores, nos cuesta admitir que sus logros son
el resultado de sus merecimientos y con mucha facilidad encontramos
circunstancias ajenas a éstos para explicarlos. De manera semejante solemos
evaluar nuestros propios fracasos que usualmente atribuimos a la mala suerte o
la malquerencia de enemigos reales o imaginarios y pocas veces a nuestra falta
de competencia, voluntad o carácter.
Probablemente, como lo ha señalado la pléyade de
moralistas que en la tierra han sido, ello se deba a que los humanos somos
proclives a sobreestimar nuestras capacidades y merecimientos y a subestimar
las de nuestros semejantes. Esto lo expresaba muy bien Justus Möser, jurista y
sociólogo alemán del siglo XVIII, al señalar que “la vida sería insoportable en
una sociedad donde todo dependiera exclusivamente de la valía individual”.
Cuando la posición social y económica de los individuos puede ser atribuida a
factores ajenos – herencia, raza, género, clase, etc. – quienes ocupan lugares
inferiores en la escala social encuentran más tolerable su condición y pueden
aceptarla conservando intactas su dignidad y autoestima.
Justus
Möser
El libro de Young es justamente la descripción una sociedad
en la cual la posición de los individuos está determinada por la inteligencia y
la capacidad, cosa que los más tontos y perezosos terminan por encontrar
insoportable y los lleva a la rebelión.
Las revoluciones económicas y políticas de los siglos XVIII
y XIX dieron parcialmente al traste con el ordenamiento social basado en la
herencia y la tradición. El siglo XX, con el costo de una terrible guerra y
múltiples luchas sociales, despojó de toda respetabilidad intelectual, al menos
para la mayoría de las personas, la distinción de rangos fundamentada en la
raza, el género o el color de la piel. El capitalismo y la economía de mercado
parecieron ser en algún momento los arreglos institucionales más propicios
para la construcción de una sociedad en la que las posiciones alcanzadas fuesen
función de los méritos propios.
Sin embargo, el capitalismo y la economía mercado con
demasiada frecuencia resultan sospechosas por los resultados que arrojan.
Capitalismo y mercado significan necesariamente competencia y toda competencia
supone ganadores, los menos, y perdedores, los más. Naturalmente, cuando
se está entre los primeros, es fácil aceptar que el resultado depende del
esfuerzo del jugador y no de la suerte o de alguna manipulación dolosa o
culposa de las reglas. Cuando se es parte de los segundos, aferrarse a la
sospecha de alguna conspiración o sentirse víctima de la mala fortuna es
probablemente la única forma de mantener la confianza en la propia valía.
Uno de los más notorios “logros” culturales del
siglo XX es la elevación del deporte al rango de religión y la transformación
de sus más eximios practicantes en héroes olímpicos. Se acepta que en las
competencias deportivas debe haber algún ganador, se valoran y reconocen los
méritos deportivos y se admite que los resultados de las justas dependen, en general, de
los merecimientos de los contendientes. Frente a la competencia de la vida
económica se tiene una actitud mucho más ambigua.
En lo que parece ser también un fenómenos ligado al propio
desarrollo económico, como la aparición de personas ricas y la reducción de la
pobreza, en los países que empiezan a avanzar en la senda del crecimiento,
surge sector social – integrado por la intelectualidad semi-ilustrada,
periodistas, políticos parasitarios, herederos fracasados, funcionarios
públicos, empresarios frustrados y toda suerte de personas cuyas aspiraciones
exceden sus capacidades para materializarlas - que miran
con envidia la riqueza y los logros económicos de los demás. Esa gente que anhela
la igualdad a expensas de los otros, se transforma en el auditorio
privilegiado de los políticos socialistas que les prometen un estado providente
que acabará con las injusticias y pondrá remedio a las “penurias” resultantes
de su propia incapacidad.
LGVA
Noviembre de 2019.